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miércoles, 19 de noviembre de 2025

Javier Marías / La pareja del otro cuarto

 


Javier Marías
LA PAREJA DEL OTRO CUARTO

Javier Marías / Así comienza / Corazón tan blanco


Pero en aquella habitación del hotel que, según creo, había sido en tiempos el Sevilla-Biltmore, o se erigía donde se había erigido éste muchos años antes (pero puede que no, no sé bien, ni sé apenas nada de la historia de Cuba, pese a proceder de La Habana en un cuarto), mi tendencia no era la de descansar ni desentenderme del murmullo de la habitación vecina, como por ejemplo sí lo había sido antes, al oír el otro murmullo más generalizado de los habaneros pasando por sus calles delante de mi balcón, sino que, por el contrario, me di cuenta de que sin quererlo estaba muy alerta y, como suele decirse, con el oído puesto, y de que para lograr entender algo necesitaba silencio absoluto, sin tintineo de vasos ni ruido de sábanas ni mis propios pasos entre el cuarto de baño y la habitación ni el grifo del agua abierto. Ni tampoco, por supuesto, la voz debilitada de Luisa, aunque no fuera mucho lo que decía ni buscara mantener conmigo una conversación en regla. Nada impide oír tanto como estar oyendo a la vez dos cosas, dos voces; nada impide tanto entender como la simultaneidad de dos o más personas que hablan sin guardar su turno. Por eso quería que se durmiera Luisa, no sólo por su propio bien y para que se curara, sino sobre todo para poder dedicarme con todas mis facultades y experiencia interpretativas a escuchar lo que debía estarse diciendo en aquel murmullo de Miriam y el hombre del brazo zurdo.
    Lo primero que por fin oí nítidamente fue en tono de exasperación, como quien repite por enésima vez algo que no cree o no comprende o no acepta quien lo ha escuchado todas las veces. Era una exasperación mitigada, consuetudinaria, y por eso la voz no gritaba, sino que susurraba, la voz del hombre. «Te digo que mi mujer se está muriendo.» Miriam respondió al instante, asimismo contagiada de la exasperación en que ambos, corregí en seguida, debían de estar instalados perpetuamente, al menos cuando estuvieran juntos: sus frases y la primera del hombre formaron un grupo que de pronto capté sin apenas esfuerzo. «Pero no se muere. Se está muriendo pero no se muere desde hace un año. Mátala tú de una vez, tienes que sacarme de aquí.»
    Hubo un silencio, y no supe si era porque él callaba o porque había bajado la voz aún más para responder a la petición de Miriam, que quizá no era consuetudinaria.
    «¿Qué quieres, que la ahogue con una almohada? Yo no puedo hacer más de lo que estoy haciendo, ya es bastante. La estoy dejando morir. No estoy haciendo nada por ayudarla. La estoy empujando. No le doy algunas de las medicinas que le manda el médico, no le hago caso, la trato sin el menor afecto, le doy disgustos y motivos de sospecha, le quito las pocas ganas de vivir que le queden. ¿No te parece suficiente? No tiene sentido dar ahora un paso en falso, ni que me divorcie, alargaríamos las cosas al menos un año, y en cambio ella puede morirse en cualquier momento. Hoy mismo puede estar muerta. ¿No te das cuenta de que ese teléfono puede sonar ahora mismo para dar la noticia?» El hombre hizo una pausa, y añadió en otro tono, como si lo dijera incrédulo y medio sonriéndose, involuntariamente: «A lo mejor ya está muerta. No seas imbécil. No seas impaciente».
    La mujer tenía acento caribe, es de suponer que cubano, aunque mi mayor referencia al respecto (los cubanos no han acudido mucho a las reuniones internacionales) sigue siendo mi abuela, y mi abuela había salido de Cuba en el 98 con toda su familia y con pocos años, y, según decía cuando recordaba su infancia, había mucha diferencia entre los acentos de la isla: ella, por ejemplo, sabía reconocer a los de la provincia de Oriente y a un habanero y a uno de Matanzas. El hombre, en cambio, tenía mi acento, un castellano de España o más bien de Madrid, neutro, correcto, como el que adoptaban antiguamente los dobladores de las películas o todavía tengo yo mismo. Aquella conversación era casi rutinaria, debía de variar solamente en los detalles, Miriam y el hombre la habrían mantenido un millar de veces. Pero para mí era nueva.
    «No he sido impaciente, llevo mucho teniendo paciencia y ella no se muere. Le das disgustos, pero de mí tú no le hablas, y ese teléfono no suena nunca. ¿Cómo sé yo que se está muriendo? ¿Cómo sé yo que no es todo mentira? Yo nunca la he visto, no he estado en España, ni siquiera sé si estás casado o es todo un engaño tuyo. A veces creo que tu mujer no existe.»
    «Ah ya. ¿Y mis papeles? ¿Y las fotos?», dijo el hombre. Su acento era como el mío pero su voz muy distinta. La mía es grave y la suya era aguda, casi un poco chillona dentro de los susurros. No parecía la voz adecuada para un hombre velludo, sino la de un cantante del tipo frágil, que no se esfuerza en absoluto por variar su timbre natural o artificial cuando habla, es perjudicial hacerlo. Su voz era como una sierra.
    «¡Yo qué sé las fotos! Pueden ser de tu hermana, de cualquier persona, de tu amante, yo qué sé si tienes otra. Y a mí de papeles tú no me hables. Ya no me fío de ti. Tu mujer lleva un año muriéndose para mañana mismo, que se muera de una vez o déjame en paz.»
    Esto es más o menos lo que decían, en la medida en que lo recuerdo y sé transcribirlo. Luisa parecía estar adormilada y yo me había sentado a los pies de la cama, con los míos en el suelo, la espalda recta y sin apoyo, velándola, un poco tenso para no hacer ruido (los muelles, mi respiración, mi propia ropa). Me veía en el espejo de la pared divisoria, es decir, me veía si quería mirarme, porque cuando uno escucha muy atentamente no ve nada, como si cada sentido forzado al máximo casi excluyera el ejercicio de los otros. Si miraba también veía el bulto de Luisa bajo las sábanas, acurrucada a mi espalda, o, mejor dicho, sólo la superficie del bulto, lo único que, al estar ella echada, aparecía en el campo visual del espejo de medio cuerpo. Para verla más, su cabeza, tenía que incorporarme. Tras esa última frase de Miriam me pareció oír (pero quizá ya tenía elementos para imaginarme lo que no veía y no oyera) que se levantaba airada y daba una o dos vueltas por la habitación, sin duda igual que la nuestra (como si quisiera marcharse pero aún no pudiera y esperara algo, la disipación de su 
propio enfado), pues me llegó el crujido de la madera pisada: si era así, se había descalzado en efecto, no eran golpes de cascos sino rumor de talones y dedos, quién sabía si estaba desvestida, si no se habían desnudado ambos mientras yo aún no oí nada, si habían iniciado sus efusiones y las habían interrumpido o dejado a medias para hablar con la exasperación que les era propia y consuetudinaria. Una pareja, pensé, que depende y vive de sus obstáculos: una pareja que se deshará cuando ya no los haya, si es que no la deshacen antes esos mismos obstáculos tan fatigosos y prolongados, que sin embargo tendrán que alimentar y cuidar y procurar hacer eternos, si ya les ha alcanzado el momento de no poder pasarse sin ti y sin mí, o sin el uno el otro.
    «¿De verdad quieres que te deje en paz?»
    No hubo respuesta o no se la aguardó lo bastante, porque entonces, más firme pero siempre en susurros que sonaban hirientes, continuó la sierra:
    «Di, ¿eso es lo que quieres? ¿Que no te llame más cuando venga? ¿Que no sepas que he llegado y estoy aquí, ni cuándo? ¿Que pasen dos meses y luego tres y otros dos y en medio no me encuentres ni me veas ni sepas nada de mí, ni si mi mujer ya ha muerto?»
    El hombre debió levantarse también (no sé si de la cama o de una butaca) y acercarse a donde ella estaba, de pie, probablemente no desnuda, sólo descalza, nadie se queda desnudo en medio de una habitación más que unos segundos, o si va de camino a otro sitio y se para, al cuarto de baño o a una nevera. Aunque haga mucho calor. Hacía mucho calor. La voz del hombre continuó, ahora con más calma y quizá por eso ya sin susurro, siempre impostada como la de un cantante que la está midiendo hasta cuando discute; también era aguda en tono normal, definitivamente, vibrada como la de un predicador o un cantor de góndola.
    «Yo soy tu esperanza, Miriam. Llevo siéndolo un año y nadie puede pasarse sin su esperanza. ¿Tú crees que vas a encontrar otra tan fácilmente? Desde luego no en la colonia, nadie se va a meter dentro de donde yo ya he estado.»
    «Eres un hijo de puta, Guillermo», dijo ella. «Piensa lo que quieras, tú verás.» Los dos se habían contestado con celeridad, tal vez Miriam había acompañado su frase de algún gesto ignoto de su brazo expresivo. Y de nuevo hubo un silencio, el silencio o la pausa necesarios para que quien ha insultado pueda retroceder y congraciarse sin retirar el insulto ni pedir perdón, cuando hay mutuo abuso lo dicho acaba por diluirse solo, como las disputas entre hermanos cuando aún son pequeños. O bien se acumula, pero siempre queda para más tarde. Miriam debía de estar pensando. Debía de pensar lo que sabría de sobra y habría pensado santísimas veces y lo mismo que yo pensaba, aunque yo no supiera nada ni contara con los antecedentes. Yo pensaba que el hombre Guillermo llevaba razón y tenía la sartén por el mango. Pensaba que a Miriam no le quedaba más que seguir esperando y hacerse cada vez más imprescindible por cualquier medio, aunque fuera fraudulento y procurar insistir lo menos posible, desde luego no volver a ordenar o exigir la muerte violenta de aquella mujer que se hallaba en España enferma y no estaba al tanto de lo que acontecía en La Habana cada vez que su marido diplomático o industrial o quizá comerciante se trasladaba allí para sus negocios o sus misiones. Pensé que Miriam también podía tener razón en sus sospechas y quejas, que todo fuera un engaño y no existiera esa esposa en España, o bien sí la hubiera, pero estuviera sanísima e ignorara que ante una desconocida mulata de otro continente ella fuera una moribunda de quien se aguardara y deseara la muerte, por cuya muerte tal vez se rezara o aún peor, cuya muerte, en ese otro extremo del mundo, se anticipara con el pensamiento y con la palabra, o se acelerara.
    No sabía de qué parte ponerme, porque cuando uno asiste a una discusión (aunque no la vea y sólo la oiga: cuando uno asiste a algo y empieza a saberlo) no puede permanecer casi nunca del todo imparcial, sin sentir simpatía o antipatía, animadversión o piedad por uno de los contendientes o por un tercero del que se habla, la maldición del que ve u oye. Me di cuenta de que no lo sabía por la imposibilidad de saber la verdad, la cual, sin embargo, no siempre me ha parecido determinante a la hora de tomar partido por las cosas o por las personas. Quizá el hombre había enredado a Miriam con falsas promesas cada vez más insostenibles, pero también cabía la posibilidad de que no, y de que ella, en cambio, no quisiera a Guillermo más que para salir del aislamiento y de la escasez, de Cuba, para mejorar, para casarse o más bien estar casada con él, para no seguir ocupando su propio lugar y ocupar el de otra persona, el mundo entero se mueve a menudo sólo para dejar de ocupar su lugar y usurpar el de otro, sólo por eso, para olvidarse de sí mismo y enterrar al que ha sido, todos nos cansamos indeciblemente de ser el que somos y el que hemos sido. Me pregunté cuánto tiempo llevaría casado Guillermo. Yo llevaba casado nada más dos semanas, y lo último que quería era que Luisa muriese, al contrario, era justamente esa amenaza traída por su enfermedad momentánea lo que hacía un rato me había provocado angustia. Lo que estaba oyendo al otro lado de la pared no contribuía a tranquilizarme, o a despejar mis malestares que, bajo diferentes formas, como ya he dicho, me rondaban desde la ceremonia. Aquella conversación espiada estaba agudizando mi sensación de desastre, y de pronto me miré a propósito en el espejo mal iluminado que tenía delante, la única luz encendida le quedaba lejos, con las mangas de mi camisa arremangadas, mi figura sentada en penumbra, un hombre aún joven si me miraba con benevolencia o retrospectivamente, con la voluntad de reconocer al que había ido siendo, pero casi de mediana edad si me miraba con anticipación o con pesimismo, 
adivinándome para dentro de muy poco más tiempo. Al otro lado, más allá del ensombrecido espejo, había otro hombre con quien una mujer me había confundido desde la calle y que tal vez, por tanto, guardaba conmigo cierta semejanza, podía ser un poco más viejo, por eso o por lo que fuera llevaría casado más tiempo, el suficiente, pensé, para querer la muerte de su esposa, para empujarla a ella, como había dicho. Aquel hombre habría tenido, cuando quiera que hubiese sido, su viaje de novios, la misma sensación de inauguración y término que tenía yo ahora, habría empeñado su futuro concreto y perdido su futuro abstracto, hasta el punto de necesitar buscarse él también su propia esperanza en la isla de Cuba, adonde iba con frecuencia por su trabajo. También Miriam era la esperanza de él, alguien de quien ocuparse, alguien por quien preocuparse y temer y a quien tener miedo acaso (no olvidaba el gesto del asimiento, la garra, cuando ese gesto había estado dirigido a mí, «Eres mío», «Voy por ti», «Ven acá», «Estás en deuda», «Yo te mato»). Me miré en el espejo y me incorporé un poco, para que mi rostro quedara mejor alumbrado por la distante luz de la mesilla de noche y mis rasgos no se me aparecieran tan sombríos, tan umbrosos, tan sin mi pasado, tan cadavéricos; y al hacerlo entró en el campo visual de ese espejo la cabeza de Luisa más iluminada por su cercanía a la lámpara, y vi entonces que tenía los ojos abiertos y como idos, con el dedo pulgar rozándose los labios, acariciándoselos, un gesto frecuente entre los que escuchan, o en ella cuando lo hace. Al ver que la estaba viendo reflejada, cerró los ojos inmediatamente e inmovilizó el pulgar, como si quisiera que yo siguiera creyendo que estaba dormida, como si no deseara dar ocasión a que ella y yo habláramos ahora ni luego sobre lo que ambos —lo descubría ahora— habíamos oído decir al compatriota Guillermo y a la blanca mulata Miriam. Pensé que el malestar que yo experimentaba lo debía de sentir ella aún más, redoblado (una mujer que aspiraba a esposa, una esposa que aspiraba a muerta), hasta el punto de preferir que cada uno escuchara por su cuenta, a solas, no juntos, y cada uno guardara para sí, inexpresados, los pensamientos o los sentimientos que nos suscitaban la conversación contigua y la situación que se desprendía de ella, e ignorara los del uno el otro, tal vez los mismos. Eso me hizo sospechar al instante que quizá, en contra de lo que parecía (se la había visto tan contenta durante la ceremonia, me manifestaba su ilusión sin reservas, estaba disfrutando tanto del viaje, le había dado tanta rabia desaprovechar una tarde de turismo y paseo en La Habana por culpa de su indisposición), también ella se sentía amenazada e inquieta por la pérdida de su futuro, o por su alcanzamiento. Entre nosotros no había abuso, y por tanto cuanto decíamos, cuanto dijéramos o discutiéramos o pudiéramos reprocharnos (cuanto nos ensombreciera), no iba a diluirse por sí solo o tras un silencio, sino que iba a tener su peso, iba a influir en lo que siguiera, en lo que fuera a pasarnos (y tenía que pasarnos aún media vida unidos); y del mismo modo que yo me había abstenido de formular cuanto estoy formulando ahora (mis presentimientos desde la boda y más tarde), veía que Luisa cerraba los ojos para que yo no pudiera hacerla partícipe de mis impresiones respecto a Guillermo y Miriam y la mujer española enferma, ni ella a mí de las suyas. No era desconfianza ni falta de compañerismo ni ganas de ocultamiento. Era simplemente instalarse en el convencimiento o superstición de que no existe lo que no se dice. Y es verdad que sólo lo que no se dice ni expresa es lo que no traducimos nunca.
    Mientras me hacía estas reflexiones (pero fueron muy rápidas) y miraba durante unos segundos (pero fueron prolongados, no sé si minutos) la cabeza de Luisa a través del espejo y veía que persistía en mantener cerrados los ojos que habían estado abiertos y meditativos, perdí la noción del tiempo y la atención momentáneamente (miraba, luego no oía), o tal vez Guillermo y Miriam siguieron callados e hicieron de esa pausa una reconciliación sin palabras, o bien bajaron tanto la voz que ya no eran susurros cortantes en lo que hablaban, sino cuchicheos del todo inaudibles desde mi lado del muro. Volví a prestar oído, y durante un rato no oí nada, no se oía nada, incluso me pregunté si en aquellos instantes de distracción mía habrían salido del cuarto sin que yo lo advirtiera, quizá habían decidido hacer una tregua para bajar a comer algo, puede que su cita original hubiera sido para eso tan sólo y no para verse arriba. No pude evitar pensar que su reconciliación sin palabras, de darse, tendría que ser asimismo una reconciliación sexual, pues cuando hay mutuo abuso los sexos son a veces lo único reconciliable, y que quizá estaban de pie y vestidos en el centro de la habitación, idéntica a la mía, donde se habrían encontrado antes de que Miriam dijera lo último que le había escuchado, «Eres un hijo de puta, Guillermo» lo habría dicho descalza. Las piernas tan fuertes de ella, pensé, podían aguantar largo rato de pie, cualquier acometida sin flaquear ni retroceder ni buscar apoyo, al igual que habían esperado en la calle hincadas como navajas, ahora ya no se preocuparía por los pliegues rebeldes de su falda si la tenía aún puesta, la falda toda pliegue ahora y por fin olvidado el bolso o la falda sobre una silla. No sé, no se oía nada, ni respiraciones, y por eso, con mucho tiento pero en realidad no tanto porque ya sabía que Luisa estaba despierta y en todo caso fingiría seguir dormida, me levanté de los pies de la cama y salí de nuevo al balcón. Ahora ya era noche también horaria y los habaneros estarían cenando, las calles que se divisaban desde el hotel estaban casi vacías, menos mal que Miriam no seguía aguardando abandonada por todos. La luna era pulposa y no corría el aire. Estábamos en una isla, en otro extremo del mundo del que yo procedía en un cuarto; el sitio en que se había consolidado todo lo nuestro y en que viviríamos juntos, Madrid, nuestro matrimonio, quedaba muy lejos, y era como si esa lejanía del lugar que nos había unido nos separara también un poco a nosotros en nuestro viaje de novios, o quizá era que nos alejábamos porque no compartíamos lo que para ninguno era un secreto y sin embargo se estaba convirtiendo en uno por no compartirlo. La luna era pulposa y la misma. Quizá desde lejos se puede desear y acelerar la muerte de quien nos es tan próximo, pensé acodado. Quizá hacerlo a distancia, planearla a distancia, lo convierte en un juego y una fantasía, y son todas admisibles, las fantasías. No lo son los hechos, para los que no hay enmienda ni vuelta atrás, sólo ocultamiento. Para las palabras oídas ni siquiera eso, sino a lo sumo olvido con suerte.
    De pronto, desde el balcón, a través de él y no ya del muro, a través del balcón de ellos que había quedado entornado y del nuestro que permanecía abierto y en el que yo me hallaba acodado, volví a oír la voz de Miriam con claridad, y ahora no hablaba sino canturreaba, y lo que canturreó fue esto:
    «Mamita mamita, yen yen yen, serpiente me traga, yen yen yen.»
    Interrumpió el canturreo apenas iniciado, y sin transición (ni exasperación ya tampoco) le dijo a Guillermo:
    «Tienes que matarla.»
    «Está bien, está bien, ya lo haré, ahora sigue acariciándome», respondió él. Pero eso no me alteró ni me preocupó ni me sobresaltó (no sé si a Luisa), porque lo había dicho como una madre hastiada que contesta cualquier cosa, sin pensárselo, a un hijo insistente que se empeña en lo que no es posible. Es más, creí saber entonces, por esa respuesta, que si existía aquella mujer en España Guillermo no le haría daño, y que en aquella situación o historia quien saldría dañada sería Miriam en todo caso. Creí saber entonces que Guillermo mentía (mentía en algo), y supuse que Luisa, tan acostumbrada como yo a traducir y percibir los temblores y detectar la sinceridad del habla, también se habría dado cuenta y se habría sentido aliviada no respecto a Miriam, pero sí respecto a la mujer enferma. Y Miriam, que en esos momentos no se habría dado cuenta de la insinceridad de Guillermo o habría resuelto descansar un rato y no dársela o volver a engañarse o simplemente cejar en el afán de su vida durante unos instantes, canturreó otro poco, y yo sabía lo que sería. Había pasado más tiempo del que yo pensaba, pensé, no podía ser, no había pasado tanto para que pudieran haber llevado a cabo una reconciliación sexual silenciosa y en regla y estuvieran ahora apaciguados por ella. Pero así debía haber sido, pues era como si los dos estuvieran calmados y echados, Miriam hasta distraída, cantaba distraídamente, con las interrupciones propias de quien en realidad canturrea sin percatarse de que lo hace, mientras se limpia con parsimonia o acaricia a quien está a su lado (un niño al que se le canta). Y lo que canturreó fue esto:
    «Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen.»
    Esas palabras sí me sobresaltaron, aún más que las primeras del canturreo por lo que éstas tenían de confirmación (a veces uno oye bien pero no da crédito a sus oídos), y sentí un ligero escalofrío como los que había padecido Luisa al comienzo de su indisposición. Y Miriam añadió en tono neutro si no desmayado, también ahora sin transición:
    «Si no la matas me mato yo. Tendrás una muerta, o ella o yo.»
    Guillermo no contestó esta vez, pero mi sobresalto y mi escalofrío eran previos a las frases de Miriam y se debían a la canción, que yo conocía de mucho antes porque esa canción me la cantaba mi abuela cuando era niño, o, mejor dicho, no me la cantaba, pues no era precisamente una canción para niños y en realidad formaba parte de una historia o cuento que, aunque tampoco era para niños, sí me contaba para meterme miedo, un miedo irresponsable y risueño. Pero además de eso, a veces, cuando estaba aburrida sentada en un sillón de su casa o la mía, abanicándose y viendo pasar la tarde mientras esperaba a que llegara mi madre a buscarme o a relevarla, canturreaba canciones sin darse cuenta, para distraerse sin el propósito de distraerse, canturreaba sin observar lo que hacía, con la misma desgana y desentendimiento con que Miriam había canturreado ahora ante un balcón entornado, y con el mismo acento. Era ese canto inconsciente que no tiene destinatario, el mismo canto de las criadas cuando fregaban los suelos o colgaban la ropa con pinzas, o pasaban la aspiradora o perezosos plumeros los días en que yo estaba enfermo y no iba al colegio y veía el mundo desde mi almohada oyéndolas a ellas en su matinal espíritu, tan distinto del vespertino; el mismo tarareo insignificante de mi propia madre cuando se peinaba o se iba poniendo horquillas ante el espejo o se colocaba peineta y se colgaba pendientes largos para ir el domingo a misa, ese canto femenino entre dientes (pinzas u horquillas entre los dientes) que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, pero que alguien, el niño refugiado en su almohada o apoyado en el quicio de una puerta que no es la de su dormitorio, escucha y aprende y ya no olvida, aunque sólo sea porque ese canto, sin voluntad ni destinatario, es pese a todo emitido y no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina. Ese canto indeliberado y flotante debió de ser canturreado en todas las casas del Madrid de mi infancia todas las mañanas a lo largo de muchos años, como un mensaje sin significado que vinculaba a la ciudad entera y la emparentaba y armonizaba, un persistente velo sonoro y contagioso que la cubría, desde los patios hasta los portales, ante las ventanas y por los pasillos, en las cocinas y en los cuartos de baño, por las escaleras y en las azoteas, con delantales, mandiles y batas y con camisones y vestidos caros. Fue canturreado por todas las mujeres de aquellos tiempos que no están muy lejanos de éstos, las criadas muy de mañana desperezándose, y las señoras o madres un poco más tarde, cuando se arreglaban para salir de compras o a algún recado superfluo, todas ellas igualadas y unidas por su continuo y común zumbido y acompañadas a veces por el silbido de los muchachos que no estaban en los colegios y que aún participaban, por eso, del mundo mujeril en que se desenvolvían: los chicos de las tiendas con sus bicicletas de reparto y sus pesadas cajas, los niños enfermos en sus camas salpicadas de tebeos y cromos y cuentos, los niños trabajadores y los niños inútiles, silbando y envidiándose mutuamente. Ese canto fue cantado en toda ocasión y a diario, con voces eufóricas y voces apesadumbradas, estridentes y decaídas, morenas y melodiosas y desafinadas y rubias, bajo todos los estados de ánimo y en cualquier circunstancia, sin que dependiera nunca de lo acontecido en las casas ni nunca lo juzgara nadie: como lo canturreó una doncella mientras miraba derretirse una tarta helada en la casa de mis abuelos, cuando aún no lo eran porque yo ni siquiera había nacido ni tenía posibilidad de hacerlo; y como lo silbó un muchacho ese mismo día y en esa misma casa al acercarse a un cuarto de baño en el que tal vez una mujer habría también tarareado algo llena de miedo y mojada de llanto y agua muy poco antes. Y ese canto lo cantaban las abuelas y también las viudas y las solteronas por las tardes con voz más quebradiza y tenue, sentadas en sus mecedoras o sofás o sillones vigilando y entreteniendo a los nietos o mirando de reojo retratos de personas ya idas o que no supieron retener a tiempo, suspirando y abanicándose, abanicándose su vida entera aunque fuera otoño y aunque fuera invierno suspirando y canturreando y contemplando transcurrir el transcurrido tiempo. Y a la noche, más intermitente y disperso, el canto podía seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido, el preludio del sueño y la expresión del cansancio, el mismo que Miriam me había permitido oír desde su habitación de hotel igual a la mía, ya de noche y con tanto calor en La Habana, durante mi viaje de novios con Luisa y mientras Luisa no cantaba ni decía nada, sino que apretaba su cara contra la almohada. Mi abuela cantaba sobre todo las canciones de su propia niñez, canciones de Cuba y de las ayas negras que la habían cuidado hasta los diez años, edad en que salió de La Habana para trasladarse al país al que ella y sus padres y sus hermanas creían pertenecer y conocían sólo de nombre, más allá del océano. Canciones o cuentos (ya no recuerdo o no los distingo). Con personajes animales de nombres absurdos, la Vaca Verum-Verum y el Monito Chirrinchinchín, historias tétricas o africanas, porque la Vaca Verum-Verum, recuerdo, era muy querida por la familia que la poseía, una vaca benefactora y amiga, una vaca como un aya o como una abuela, y sin embargo un día, acuciados por el hambre o por un mal pensamiento, los miembros de la familia decidían matarla y guisarla y comérsela, lo cual, comprensiblemente, la pobre Verum-Verum no perdonaba a personas tan próximas, y desde el momento en que cada miembro de la familia hubo probado un bocado de su carne troceada y ya vieja (y hubo por tanto incurrido en una especie de metafórica antropofagia), allí mismo, en el comedor, empezó a retumbar desde sus estómagos una voz cavernosa que ya nunca cesó y que repetía incansablemente con la voz que mi abuela ahuecaba al efecto sofocando la sonrisa: «Vaca Verum-Verum, Vaca Verum-Verum», y así hasta siempre desde sus estómagos. En cuanto al Monito Chirrinchinchín, creo que he olvidado sus peripecias por demasiado atropelladas, pero en todo caso me suena que su suerte no era más benigna y que acababa igualmente ensartado en el asador de algún hombre blanco desaprensivo. Aquel canturreo que había cantado Miriam en la habitación de al lado no tenía ningún significado para Luisa, y en eso, en nuestro conocimiento o entendimiento de lo que estaba ocurriendo y se estaba diciendo a través del balcón y del muro, había ahora una diferencia segura al menos. Porque mi abuela solía contarme aquella breve o incompleta historia recibida de sus ayas negras, en cuyo simbolismo sexual meridiano jamás había reparado, por cierto, hasta aquel momento, el de oírsela a Miriam, o, mejor dicho, el de oírle el canto funesto y un poco cómico que formaba parte de esa historia que me contaba mi abuela para meterme un miedo poco duradero y teñido de broma (me enseñaba el miedo y a reír del miedo): la historia decía que una joven de gran hermosura y mayor pobreza era pedida en matrimonio por un extranjero muy rico y apuesto y con mucho futuro, un hombre extranjero que se instalaba en La Habana con los mayores lujos y los proyectos más ambiciosos. La madre de la muchacha, viuda y dependiente de su única hija o más bien del acierto de sus necesarias nupcias, no cabía en sí de contento y concedía su mano al extraordinario extranjero sin dudarlo un instante. Pero en la noche de bodas, desde la habitación de los recién casados a cuya puerta debía de hacer suspicaz o resabiada guardia, la madre oía cantar a su hija, una y otra vez a lo largo de la larga noche, su petición de auxilio: «Mamita mamita, yen yen yen, serpiente me traga, yen yen yen». La posible alarma de aquella madre codiciosa quedaba sin embargo apaciguada por la reiterada y estrafalaria contestación del yerno, que le cantaba una y otra vez a través de la puerta y a lo largo de la larga noche: 'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando, yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen’. A la mañana siguiente, cuando la madre y la suegra decidía entrar en la habitación de los novios para llevarles el desayuno y ver sus rostros de dicha, se encontraba con una enorme serpiente sobre la cama sanguinolenta y deshecha en la que en cambio no había rastro de su infortunada y promisoria y preciada hija.
    Recuerdo que mi abuela reía tras contar esta macabra historia a la que quizá yo he añadido ahora algún detalle más macabro debido a mi edad adulta (no creo que ella mencionara en modo alguno la sangre ni la longitud de la noche); reía un poco con risa infantil y se abanicaba (quizá la risa de sus diez o menos años, la risa aún cubana), quitándole importancia a la historia y logrando que yo no se la diera tampoco con mis propios diez o menos años, o tal vez era que el miedo que podía infundir aquel cuento era un miedo femenino tan sólo, un miedo de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas, un miedo perteneciente a la misma esfera que el instintivo canto de las mujeres a lo largo del día y al final de la noche, en Madrid o en La Habana o en cualquier parte, ese canto del que participan también los niños y que luego olvidan cuando dejan de serlo. Yo lo había olvidado, pero no enteramente, pues sólo se olvida de veras cuando uno sigue no recordando después de que se lo ha obligado a recordar a uno. Yo había olvidado aquel canturreo durante muchos años, pero la voz distraída o vencida de Miriam no hubo de insistir ni esforzarse para que mi memoria lo recuperara durante mi viaje de novios con mi mujer Luisa, que yacía en la cama enferma y aquella noche de pulposa luna veía el mundo desde su almohada, o acaso no estaba dispuesta a verlo.
    Volví a su lado y le acaricié el pelo y la nuca, otra vez sudados, tenía la cara vuelta hacia los armarios, quizá cruzada de nuevo por falsas arrugas capilares y premonitorias, me senté a su derecha y encendí un cigarrillo, la brasa brilló en el espejo, no quise mirarme. Su respiración no era la de alguien dormido, y le susurré al oído:
    —Mañana estarás bien, mi amor. Duerme ahora.
    Fumé un rato sentado sobre la sábana, sin oír ya nada procedente de la habitación contigua: el canturreo de Miriam había sido el preludio del sueño y la expresión del cansancio. Hacía demasiado calor, no había cenado, no tenía sueño, yo no estaba cansado, no canturreé, no apagué aún la lámpara. Luisa estaba despierta pero no me hablaba, ni siquiera contestó a mi frase de buenos deseos, como si se hubiera enfadado conmigo a través de Guillermo, pensé, o a través de Miriam, y no quisiera manifestarlo, mejor esperar a que se diluyera en el sueño que no nos venía. Me pareció oír que Guillermo cerraba su balcón ahora, pero yo ya no estaba asomado al mío ni me llegué hasta él para comprobarlo. Sacudí la ceniza del cigarrillo con mala puntería y demasiada fuerza y sobre la sábana se me cayó la brasa, y antes de recogerla con mis propios dedos para echarla al cenicero, donde se consumiría sola y no quemaría, vi cómo empezaba a hacer un agujero orlado de lumbre sobre la sábana. Creo que lo dejé crecer más de lo prudente, porque lo estuve mirando durante unos segundos, cómo crecía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana.






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