Páginas

viernes, 10 de octubre de 2025

László Krasznahorkai / Como una casa en llamas

 


László Krasznahorkai
COMO UNA CASA EN LLAMAS

    1.
    Ya no me importa morir , dijo Korin, y tras un largo silencio, señalando un estanque cercano, preguntó: ¿Aquello son cisnes?
    2.
    Siete muchachos lo rodeaban justo en el centro del puente que pasaba por encima del ferrocarril, agachados, empujándolo contra la barandilla, seguían exactamente igual que media hora antes, cuando lo habían atracado, pero con la diferencia de que ya nadie quería robarle, pues, aunque resultaba evidente que era fácil asaltar a una persona como él, no merecía la pena debido a las imprevisibles consecuencias del hecho, porque el hombre seguro que no tenía nada y lo que podía poseer parecía más bien un lastre insondable, o sea que, cuando esto fue quedando claro, paulatinamente, a partir de un punto determinado del caótico, tormentoso y, para ellos, «tremendamente aburrido» monólogo de Korin, desde el momento, más o menos, en que empezó a hablar de cómo había perdido la cabeza, los chicos no se levantaron, ni lo dejaron allí como a un loco, sino que permanecieron tal como estaban, guiados por el motivo que los había traído al lugar, agachados, formando un semicírculo, inmóviles, ya que entretanto había caído poco a poco la noche sobre ellos; los acalló la oscuridad que se posó con el silencio crepuscular de las fábricas, y la mudez expresaba de la forma más profunda su atención, a la que, como Korin ya no interesaba, sólo le quedaba un objeto: las vías que pasaban por debajo.

    3.
    Nadie le pidió que hablara, sólo querían su dinero, pero él no lo soltó, sino que aseguró no llevar nada encima y empezó a darle a la sin hueso, tartamudeando al principio, luego de forma más fluida y por último sin parar, aunque, eso sí, se le notaba que peroraba por el pánico que le daban los ojos de los siete muchachos o, tal como comprendió más tarde, porque el estómago se le encogió de miedo y él, dijo, necesitaba desahogarse cuando el miedo le atenazaba el estómago, es más, como la angustia no se le iba, ya que no podía saber si portaban o no un arma, se sumió más y más en su discurso, decidido a contarles todo, todo por fin a quien fuese, pues desde que emprendiera, en secreto —¡y en el último momento!—, el «gran viaje», como lo llamaba, no había intercambiado ni una palabra con nadie, ni una sola palabra, por cuanto hacerlo se le antojaba demasiado peligroso, y, por cierto, tampoco se le había presentado la ocasión, puesto que en el camino no se había topado con nadie que fuese inofensivo, con nadie a quien no tuviese que temer; la verdad era que nadie le parecía lo bastante inocente, o sea que había de temer a todos, como dijo de entrada, en todos veía a un solo hombre, a aquel que, de forma directa o desde un segundo plano, mantenía algún contacto con sus perseguidores, alguna relación cercana o lejana, pero relación al fin y al cabo, algún trato con aquellos que, en su opinión, conocían cada uno de sus pasos, aunque él era más rápido, explicó posteriormente, siempre llevaba «como mínimo medio día» de ventaja, si bien los fugaces triunfos de los tiempos y de los escenarios también se cobraban su precio; ni una palabra a nadie, realmente, sólo ahora, por miedo, bajo la presión natural del pánico, adentrándose en territorios más y más importantes de su vida, ofreciendo una visión más y más íntima, más y más profunda de sus entresijos, con el único objeto de sobornarlos, de ganarse su confianza, de borrar simplemente al agresor que había en sus agresores, de convencer a los siete de lo siguiente: no sólo se rendía, sino que con esa rendición iba incluso al encuentro de sus atracadores.

    4.
    Olía a alquitrán; el asqueroso, penetrante y contundente olor a alquitrán se extendía por doquier, y no lo remediaba ni siquiera el fuerte viento, porque éste, que los calaba, por cierto, hasta los huesos, sólo levantaba y remolineaba el olor, pero no conseguía sustituirlo por otro; de manera que en toda la zona, en un tramo de kilómetros y kilómetros, pero en particular allí, entre aquellos raíles que entraban desde el este y se desplegaban luego como un abanico y la estación de Rákosrendező que se vislumbraba a sus espaldas, la atmósfera consistía en eso, en olor a alquitrán, y difícilmente podía precisarse qué contenía, además, este hedor, si humo y hollín acumulados, si la fetidez de los cientos y cientos de miles de convoyes que pasaban traqueteando, de las traviesas, del balasto y del acero de las vías, aunque no cabía la menor duda de que incluía otros elementos ocultos, que sólo podían mentarse mediante circunloquios o que eran directamente innombrables, tales como la ingente carga de la futilidad humana que una voluntad vomitiva —la cual adoptaba millones de caras y, vista desde la altura del puente, se plasmaba en una aterradora inutilidad— traía en cientos y cientos de miles de convoyes; y el aire era alimentado también, sin duda, por el espíritu de lo desértico, de lo abandonado, del fantasmagórico letargo fabril que se había aposentado durante décadas sobre aquel paisaje, donde Korin trataba ahora de situarse, él, que en su huida sólo quiso, en principio, pasar al otro lado, con rapidez, sin ruido y sin llamar la atención, a fin de proseguir su camino hacia el hipotético centro de la ciudad y que ahora se veía obligado, por así decirlo, a asentarse en ese gélido y ventoso punto del mundo, forzado a agarrarse —barandilla, bordillo, asfalto, metal— de detalles que parecían importantes desde la altura de los ojos, pero que eran, por supuesto, todos casuales, de tal modo que un puente que cruzaba por encima de las vías del tren a unos cien metros de la estación de mercancías de Rákosrendező dejó de ser un segmento inexistente en el mundo para transformarse en un segmento existente, se convirtió en uno de los episodios iniciales más significativos de su nueva vida o, como él mismo lo formuló luego, de su amok, un puente por el que, si no lo hubieran detenido allí, habría pasado ciegamente.

    5.
    Empezó de golpe, sin introducción, ni pálpito, ni preparativos, ni impulso; el descubrimiento se precipitó sobre él justo en un momento dado de su cuadragésimo cuarto cumpleaños y enseguida le resultó tremendamente doloroso, tal como cuando aquellos siete cayeron sobre él, hacía unos instantes, allí, en medio del puente, de manera igualmente inopinada e imprevisible, dijo; estaba sentado a la orilla de un río, como solía a veces, porque no le daban ganas de volver a su casa vacía precisamente el día de su cumpleaños, estaba sentado, pues, y, en efecto, se le clavó de pronto, explicó, el reconocimiento de que, por amor de Dios, no comprendía nada de nada, ay, ay, ay, no tenía ni la menor idea, Jesús, María y José, no entendía el mundo, y acto seguido se estremeció al pensar que la cosa se formulaba así en su interior, en ese plano del tópico, de la banalidad, de la repugnante ingenuidad, pero de eso se trataba exactamente, dijo, de súbito se vio terriblemente estúpido a sus cuarenta y cuatro años, un tonto vacuo e idiota, cuya memez había caracterizado, precisamente, el modo en que, durante cuarenta y cuatro años, había entendido el mundo, aunque lo cierto era, como pudo apreciar entonces junto al río, que no sólo no lo comprendía, sino que no entendía nada de nada, y lo peor era que durante cuarenta y cuatro años había creído entender, fue lo peor de esa tarde de su cumpleaños, que pasó solo a la orilla del río, lo peor de lo peor, porque, para colmo, el descubrimiento no venía acompañado por aquello de «bueno, pero ahora lo entiendo», pues no recibió un saber nuevo a cambio de aquel otro, sino un pavoroso embrollo cada vez que pensaba en el mundo a partir de ese momento, y lo cierto es que esa tarde reflexionó de forma terriblemente profunda sobre el universo y se devanó los sesos tratando de penetrar en él, pero no pudo ser, la complejidad se volvió más y más opaca, y Korin llegó a tener la sensación de que tal complejidad era en sí el sentido del mundo que trataba de comprender a fuerza de torturarse, que el universo era, por tanto, idéntico a su propia complejidad; hasta allí llegó y no cejó en su empeño sino cuando se dio cuenta de que comenzaba a dolerle la cabeza.

    6.
    Por entonces llevaba ya muchos años viviendo solo, explicó a los siete muchachos, agachado él también, apoyando la espalda contra la barandilla y sacudido por el viento de noviembre que azotaba el puente, viviendo solo, dijo, pues su matrimonio se había roto antes debido al asunto Hermes (con un ademán indicó que posteriormente entraría en detalles), pero luego él «se quemó en una intensa relación amorosa», tanto que decidió ya nunca más siquiera acercarse a una mujer, lo cual, por supuesto, no significó aislarse por completo, porque siempre había alguna mujer para las noches difíciles, prosiguió Korin mirando a los chicos, ya que, si bien estaba solo, sí tenía, lógicamente, vínculos con las más diversas personas, relaciones laborales debido a su trabajo en el archivo, vecinales debido a su trato con los vecinos, callejeras debido a su tránsito por las calles, mercantiles y tabernarias debido a las compras en las tiendas y al consumo de alcohol en las tabernas, y así sucesivamente, y, pensándolo bien, dijo, al fin y al cabo se mantuvo en la cercanía de muchas personas, aunque sólo fuese en el rincón más remoto de esa cercanía, de bastantes personas para ser exactos, hasta que éstas también se fueron apartando, básicamente desde la época en que en el archivo, en la escalera de su edificio, en la calle, en la tienda y en las tabernas se sintió obligado a explicar que, por desgracia, abrigaba la sensación de que perdería la cabeza, pues cuando entendieron que no lo pensaba en un sentido simbólico ni metafórico, sino tal y como lo decía, esto es que, por desgracia, estaba a punto de perder aquella parte del cuerpo que coronaba su cuello, salieron todos corriendo cual si él fuese una casa en llamas, por así decirlo, y todo se disolvió rápidamente a su alrededor, y allí se quedó él, como una casa en llamas, porque la gente empezó a apartarse y no se dirigía a él en el archivo y luego procedieron a no devolverle el saludo, a no sentarse a su mesa, hasta que por último se desviaban en la calle al verlo, ¿me entienden ustedes?, preguntó Korin a los siete muchachos, cuando lo veían acercarse se apartaban en la calle, eso fue lo que más le dolió, añadió, más que aquello que le ocurrió en las cervicales, pues precisamente en esa situación lo que más necesitaba era compasión, dijo, y se le notaba que deseaba continuar hasta entrar en los detalles más ínfimos, así como a los siete chicos se les notaba todo lo contrario, que era inútil, que ellos siete no estaban por la labor ni dispuestos a responder a nada, que no les interesaba el asunto, sobre todo a partir del momento en que el «pavo ese empezó con aquello de perder la cabeza», como contaron más tarde a unos amigos, porque a ellos les importaba «un pijo», dijeron, se miraron, el mayor asintió con la cabeza dirigiéndose a los demás, viniendo a sugerir, más o menos, que «dejémoslo, no merece la pena», o sea que los siete se quedaron agachados sin abrir la boca, observando el punto de fuga de los raíles y de tanto en tanto, cuando un tren de mercancías pasaba traqueteando debajo de ellos, alguno preguntaba cuánto faltaba, a lo cual otro, siempre el mismo, un chico rubio que se había situado junto al mayor, miraba el reloj y se limitaba a decir que ya avisaría cuando llegara el momento y que hasta entonces a callar.

    7.
    Si Korin hubiera estado al tanto de que la decisión, precisamente la decisión, había nacido, si hubiera observado aquel gesto de la cabeza, desde luego nada habría sucedido tal como acaeció, pero no lo sabía porque no se dio cuenta, y a todas luces interpretaba las cosas de manera muy diferente de como eran en realidad; a él, desde luego, aquella situación —agachado entre aquellos muchachos y sacudido por el viento— le resultaba más y más inquietante, precisamente porque no ocurría nada, ni acababa de entenderse qué querían de él, si es que querían algo, y él necesitaba una explicación de por qué no lo soltaban o por qué no lo dejaban allí tirado, una vez que los había persuadido de que no tenía ni un céntimo y de que todo esto era inútil, necesitaba una explicación y, de hecho, contaba con ella, aunque no fuera la correcta desde el punto de vista de los siete muchachos, ya que para él, que sabía perfectamente cuánto dinero guardaba escondido en la manga derecha del abrigo, el hecho de esa inmovilidad, de ese silencio, de esa inactividad, de ese no suceder nada, adquiría un significado cada vez más grande en lugar de tener uno a cada momento más pequeño y tranquilizador para su persona, de modo que, mientras en la primera mitad de un instante se disponía a levantarse de un salto y salir corriendo, al final de ese mismo instante se quedaba allí, como quien no deseaba más que eso, y continuaba hablando como si sólo hubiese empezado a exponer su situación, es decir, estaba al mismo tiempo listo para huir y listo para quedarse, pero siempre acababa decidiéndose por lo último, por miedo, claro está, y comunicaba una y otra vez que se sentía muy a gusto por haber ido a parar a ese círculo de máxima confianza y por ser al fin escuchado, puesto que tenía cosas que decir, es más, tenía una cantidad ingente de cosas que decir, una cantidad estremecedora, en el sentido estricto de la palabra; hasta cuándo tendría que contar su historia para que se comprendiera que el miércoles, hacía unas treinta o cuarenta horas, aunque ya no recordaba exactamente cuántas, fue el día decisivo en que tomó conciencia de que debía emprender, en efecto, el «gran viaje», el día en que tomó conciencia de que todo, desde Hermes hasta la soledad, se dirigía para él en una dirección, el día en que comprendió que estaba ya realmente en camino, puesto que todo se arregló y todo se derrumbó, es decir, todo se arregló ante él y todo se derrumbó tras él, que es lo que suele ocurrir normalmente en ese tipo de «grandes viajes», dijo Korin.

    8.
    Las farolas sólo ardían sobre las dos escaleras, proyectando su luz en desolados y escalofriantes conos, mientras el viento las azotaba una y otra vez; todas las demás luces de neón instaladas en los treinta y tantos metros que había entre ambas estaban rotas, de modo que no llegaba ni una pizca de claridad allí donde estaban agachados, aunque se distinguían mutuamente con exactitud, igual que percibían la oscura inmensidad del cielo gracias a las luces destrozadas, aquel cielo que acaso habría podido reflejar su masa oscura e inmensa, titilante por la vibración de las estrellas, en el gigantesco paisaje ferroviario que se extendía abajo, si hubiera existido una relación entre las temblorosas estrellas y el opaco color rojo de los innumerables semáforos esparcidos entre las vías, mas no había entre ellos relación alguna, pues no existía un orden común, ni nexo, sólo órdenes distintos y nexos distintos arriba y abajo y en todas partes, porque se miraban ciegamente el bosque de estrellas y el bosque de semáforos, como ciegos eran también el uno respecto al otro los grandes principios de la existencia, ciega la oscuridad y ciega la irradiación, ciega la tierra y ciego el cielo, creando de tal forma una simetría muerta de todo cuanto es extenso en la mirada perdida de un punto de vista superior y, en su centro, una insignificante mancha: Korin… en el puente… y los siete muchachos.

    9.
    Más loco que una cabra, explicaron al día siguiente a alguien de la zona, el tío estaba más loco que una cabra, era más tonto que un haba, decían, aunque quizá deberían haberlo eliminado de alguna manera, porque nunca se sabía si la gente así no acababa delatando al personal, al fin y al cabo les vio la cara a todos, añadieron luego cuando se quedaron solos, podría haber registrado qué ropa, qué zapatos y qué otras cosas llevaba cada uno aquella tarde, sí, reconocieron al día siguiente, tendrían que haberlo liquidado, aunque nadie pensó en eso en su momento, se encontraban tranquilamente agachados en el puente, pues todo estaba perfectamente preparado abajo, se limitaban a observar el paisaje oscuro allá donde se perdían las vías, esperaban las primeras señales del tren de las seis y cuarenta y ocho allá lejos, para bajar entonces a toda pastilla hasta el terraplén y ocupar sus puestos detrás de los arbustos, para que empezara entonces el baile, o sea que a nadie, señalaron, a nadie se le ocurrió que el juego pudiera concluir de otra manera, esto es, que no acabara con la victoria total, el acierto supremo, el pleno, o sea, la muerte, de modo que un tipo así podía representar claramente un peligro, podía delatarlos, dijeron, porque, histérico perdido, el hombre podía chivarse de forma totalmente inesperada a los maderos, y la cosa adquirió ese cariz, los muchachos llegaron a esa conclusión, puesto que no prestaban atención, en absoluto, de lo contrario se habrían dado cuenta de que precisamente él no constituía ningún peligro para ellos, pues luego ni siquiera supo si había ocurrido algo allí a eso de las seis y cuarenta y ocho, el hombre se fue sumiendo más y más en el miedo y, por causa de éste, en el relato, que, por qué negarlo, carecía de toda estructura desde el comienzo, no poseía nada que pudiera atraer el interés, sólo ritmo y densidad, ya que él quería contarlo todo a la vez, ya que todo coexistía al mismo tiempo en su interior, lo que le había ocurrido y lo que había descubierto, todo ello, dijo, se concentró en un conjunto aquella mañana de un día miércoles, hacía treinta o cuarenta horas, a una distancia de doscientos veinte kilómetros de allí, en una agencia de viajes, cuando estaba a punto de tocarle el turno y él se disponía a preguntar a qué hora salía el siguiente vuelo de Budapest y a qué precio estaba el billete, cuando de repente sintió ante el mostrador que no podía averiguar eso allí, y en ese preciso momento divisó en el reflejo del vidrio del mostrador a dos empleadas del instituto psiquiátrico del distrito, a dos enfermeras disfrazadas de idiotas humanos que no hacían más que rezumar agresividad por los poros de la piel, las vio a su espalda, en la entrada.

    10.
    Los del instituto psiquiátrico del distrito, dijo Korin, nunca le explicaron por qué había empezado a acudir allí, cómo funcionaba el sistema desde la primera vértebra cervical hasta el ligamento, no le aclararon nada, no se lo aclararon porque no sabían, porque no entendían nada de nada, porque una indescriptible oscuridad reinaba en su cerebro, se quedaron mirándolo al principio como terneros al encontrarse con una puerta nueva y luego actuaron como si la propia pregunta fuese en sí una estupidez y, al mismo tiempo, una señal, una prueba fehaciente de su locura, el mero hecho de presentarse con una cuestión así —se lanzaron entonces miradas cargadas de significado y asintieron levemente con la cabeza— ya lo decía todo, claro que sí, tras lo cual cambiaron de tema, con la lógica consecuencia de que él se abstuvo de formularles preguntas al respecto y se dedicó a dilucidar él mismo el problema al tiempo que, imperturbable, seguía cargándolo sobre sus hombros, se dedicó a comprender qué suponía esa vértebra cervical en concreto, qué significaba ese ligamento en concreto y cómo pintaba el crítico encaje de lo uno con lo otro, suspiró Korin, cómo era posible que le encajaran el cráneo simplemente sobre la vértebra superior, cuando lo pensó en aquel momento, dijo ahora, cuando pensó que el hueso occipital se insertaba en la vértebra cervical, la mera idea de que su cráneo estaba fijado mediante ligamentos a su columna vertebral y que eso lo sostenía todo, la mera idea de ver así su interior mientras lo pensaba, lo estremeció, se le puso la piel de gallina y se le seguía poniendo cada vez que pensaba en ello, puesto que resultaba evidente, tras una somera inspección y una breve autoobservación, que ese encaje era el más delicado, el más sensible, el más vulnerable y desprotegido de todo el organismo y que, en consecuencia, allí radicaba el problema, en esa conjunción, tal como pudo comprobar, allí empezaba y allí acababa, puesto que si los médicos no eran capaces de extraer ninguna conclusión de las radiografías, que fue lo que, en efecto, ocurrió, a él no le cabía la menor duda, tras sumirse en el orden un tanto más profundo de la inspección y de la autoobservación, de que, ciertamente, el dolor provenía de ese punto de conexión, de encaje y de encuentro entre el hueso occipital y la primera vértebra cervical, de modo que allí cabía concentrar, lógicamente, toda la atención, o acaso en los ligamentos, aunque en aquel instante no lo sabía aún con certeza, aunque sí sabía con exactitud, cosa esta que le transmitía claramente el dolor que se iba intensificando día tras día, semana tras semana, mes tras mes, que el proceso había comenzado y progresaba de forma imparable, y que, visto desde una perspectiva objetiva, todo conducía a la destrucción definitiva de la relación entre el cráneo y la columna vertebral, así como, en última instancia, y no en un sentido metafórico —¿por qué?, inquirió Korin mostrando su cuello, ¿la sostendrá acaso ese trocito de piel?—, a la pérdida inevitable de la cabeza.

    11.
    Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve pares de raíles se podían contar abajo desde lo alto del puente, y los siete difícilmente podían hacer algo más que contarlos y recorrerlos una y otra vez con la mirada hasta su desembocadura en aquella oscuridad apenas punteada por las luces rojas de los semáforos, difícilmente podían hacer algo más mientras esperaban a que el de las seis y cuarenta y ocho apareciera por fin en la lejanía, la tensión que se dibujó de pronto en los rostros de todos ellos tras la anterior calma sólo se refería ya a la llegada del de las seis y cuarenta y ocho, ya que la esperanza ligada al tío, que así fue como lo llamaron definitivamente tras unos cuantos intentos en el relato de sus experiencias al día siguiente, la esperanza de abreviar el tiempo de espera atracándolo se frustró después de arrinconarlo durante un cuarto de hora, y no habrían sido capaces de prestar atención ni a una sola palabra de aquel monólogo interminable y creciente que, apretado contra la barandilla y rodeado por los muchachos, desgranaba sin parar, porque el tío se enrollaba y se enrollaba, contaron al día siguiente, y ellos se limitaron a desconectar, pues no se podía aguantar de otra manera, desconectaron la mente por completo, porque de lo contrario, con la mente conectada, añadieron, deberían haberlo liquidado para no perder la razón, y ellos, por desgracia, desconectaron para no perderla, y fue así como tampoco lo cachearon, aunque deberían haberlo hecho, no tendrían que haber omitido eso, se acusaron mutuamente, no fue conveniente que así ocurriera, repitieron una y otra vez, ya que los siete sabían perfectamente qué sucedía en un caso normal cuando un testigo como éste no desaparecía por completo, por no mencionar el detalle de que a ellos, que empezaban a tener cierto renombre como navajeros en los barrios más serios, la tarea no les habría resultado una novedad ni particularmente arriesgada.

    12.
    Lo que se le vino encima, dijo Korin sacudiendo la cabeza en un gesto de incredulidad, era en un principio casi inconcebible y casi insoportable, pues, una vez observada y comprobada la complejidad de las cosas, tuvo que renunciar primero, como consecuencia de esa contemplación inicial, a la «concepción patológicamente jerárquica del mundo», tuvo que derribar la «falsa pirámide», liberarse de la fe ciega en la ilusión sumamente efectiva, pero sobre todo infantil, de que el mundo era un todo insuperable y de que ese todo poseía una permanencia y una estabilidad eternas y, dentro de esa permanencia y estabilidad, una estructura unitaria, una cohesión rigurosa entre los elementos, un sistema con una dirección determinada, con una evolución, un progreso y una velocidad, esto es, un contenido bonito y redondo, a todo ello tuvo que decir «no» de entrada, para luego, mucho más tarde, a unos cien pasos más o menos, dijo, corregir lo que había definido inicialmente como ajuste de cuentas con el pensamiento jerárquico, pero no necesitó esa corrección y ese ajuste de cuentas para perder de vista para siempre, como falso y equívoco, ese orden mundial crecido hasta convertirse en pirámide e incapaz de negar su propio sentido, porque lo extraño, lo muy extraño, dijo, era que no perdió nada, lo que ocurrió, concretamente, fue que esa noche de su cumpleaños se convirtió en punto de partida no de una merma sino de una ganancia, concretamente, de una ganancia casi inconcebible, casi insoportable, porque allí, en ese lento proceso entre la ribera del río y el centésimo paso de la lucha interna, descubrió, después de calar la terrible complejidad del mundo, que éste no existe, mas sí, en cambio, todos los pensamientos e hilos de pensamientos sobre él, es más, descubrió que sólo éstos existen en miles y miles de variantes: existen en cuanto miles y miles de imaginaciones del espíritu humano que describe el mundo, es decir, dijo, en cuanto meras palabras, en cuanto Verbo que flota sobre las aguas, o sea, añadió, quedó claro de pronto que era un error considerar que la suposición de lo correcto daba como resultado elegir lo correcto, puesto que no tenemos que elegir, sino que hemos de calmarnos, no debemos elegir entre lo correcto y lo incorrecto, sino constatar tranquilamente que no se nos ha confiado nada, comprender que el acierto de ninguno de los sistemas de pensamiento depende de su verdad, ya que no existe nada que nos permita comprobarlo, sino de su belleza, y es la belleza la que genera la fe en su acierto, esto ocurrió, dijo Korin, esto ocurrió aquella noche de su cumpleaños entre la ribera del río y el centésimo paso de sus cavilaciones, la toma de conciencia de la inconmensurable importancia de la fe, la comprensión repetida de aquel antiguo saber de que el mundo es creado y sostenido por la fe en él y abolido por la desaparición de dicha fe, tras lo cual, claro está, una riqueza inmensa y paralizante se le vino encima, dijo, pues a partir de ese momento supo que todo cuanto había existido seguía existiendo y él fue a parar de manera inesperada a un lugar de una gravedad tremenda, desde el que podía verse perfectamente, ay, por dónde empezar, suspiró, podía verse, por ejemplo… que Zeus seguía existiendo, que aún vivían todos los dioses del Olimpo, que en el cielo continuaban Yavé y el Señor y, tras ellos, todos los fantasmas de los rincones; que no debíamos angustiarnos y, sin embargo, teníamos que angustiarnos, por cuanto nada se perdía sin dejar huella, por cuanto la no existencia poseía su sistema, igual que lo existente; y seguían vivos tanto Alá como el Príncipe rebelde y las estrellas muertas del firmamento, así como la Tierra desnuda con sus leyes sin dios y el hecho terrorífico del infierno y también el reino demoníaco: realidades, miles y miles de mundos, dijo Korin, cada uno según su orden particular, sublime o terrible, miles y miles, continuó levantando la voz, miles y miles en una única relación ausente, así pensaba en aquel momento sobre las cosas, prosiguió, y al llegar a ese punto y considerar una y otra vez la plenitud ilimitada de la existencia, empezó a ocurrirle algo a su cabeza, algo cuyo previsible resultado ya había mencionado, acaso porque no soportó esa riqueza, la inmensidad inagotable de los dioses y del pasado, pues al fin y al cabo no sabía, hasta ese mismo día no tenía claro por qué exactamente, pero lo cierto era que, paralelamente a los dolores del cuello y de la espalda, de pronto comenzó a olvidar, olvidó una cosa tras otra, sin orden ni concierto, sin sistema alguno, por rachas, primero dónde había metido la llave que, momentos atrás, había llevado en la mano, después en qué página había dejado de leer el libro el día anterior, luego qué sucedió hacía tres días, un miércoles, desde la mañana hasta la noche, posteriormente lo importante, lo urgente, lo aburrido y lo insignificante, por último el nombre de su madre, olvidó el aroma de los melocotones, olvidó de dónde conocía esas caras que le resultaban familiares, olvidó que había realizado ya las tareas por realizar, en una palabra, dijo, todo empezó a desaparecer de su cabeza, el mundo entero, poco a poco, sin nexo ni sentido alguno, como si lo que quedaba bastase o como si algo fuera siempre más importante que aquello que una fuerza superior e incomprensible condenaba para él al olvido.

    13.
    Debo de haber bebido de las aguas del Leteo , explicó Korin y, mientras sacudía la cabeza desesperado, dando a entender que probablemente nunca comprendería cómo habían transcurrido los hechos, sacó un paquete de Marlboro: ¿Tiene alguno de ustedes fuego?
    

   14.
    Eran todos más o menos de la misma edad, el más joven tenía quizá once, el mayor unos trece o catorce, pero todos escondían como mínimo una navaja de afeitar en un estuche, y no sólo la escondían, sino que todos, desde el más pequeño hasta el mayor, manejaban a la perfección esa que llamaban «pincho», o esas tres que denominaban «dispositivo», no había entre ellos ni uno que no fuera capaz de desenvainar la navaja en un abrir y cerrar de ojos, tenerla entre dos dedos, y, sin pestañear, clavando la vista en la víctima, darle luego a ésta en la yugular con la rapidez de un rayo, eso era lo que mejor sabían hacer, en especial juntos, los siete a la vez, lo cual los convertía en personajes particularmente peligrosos, y, en efecto, empezaba ya a conferirles cierta fama y, claro, ellos habían practicado con regularidad hasta llegar a donde estaban, habían practicado siguiendo un plan de entrenamiento preciso, lo habían repetido cientos y cientos de veces en escenarios siempre distintos hasta llegar a una velocidad y a una coordinación inimitables e insuperables, de modo que cuando alcanzaron un nivel perfecto, cuando en un ataque quedaba claro sin mediar palabra quién daba el primer paso y quién se quedaba atrás y en qué orden, ya no había lugar para la fanfarronería, simplemente no cabía ni hablar del asunto, tal era el grado de perfección y armonía; además, el espectáculo de la sangre que brotaba en esos casos ya les hacía un nudo en la garganta, los enmudecía, los volvía disciplinados y serios, muy serios en cierto sentido, lo cual les suponía una carga excesiva, por lo que necesitaban algo que les mostrara la muerte de forma más lúdica, más casual, o sea, implicando cierto riesgo, pues eso era lo que buscaban todos, eso era lo que les interesaba, ése era el motivo por el que llevaban ya varios días en aquel lugar, para divertirse durante la tarde y a primera hora de la noche desde hacía unas cuantas semanas.

    15.
    En el gesto, contó Korin al día siguiente en las oficinas de la compañía aérea MALÉV, no había ninguna ambigüedad, aquel acto de buscar el paquete de cigarrillos era tan normal y cotidiano, tan inocente e inofensivo, era de hecho el resultado de una idea repentina e inesperada destinada a disminuir un poco la tensión mediante una actitud amistosa, un simple intento de suavizar un poco la situación ofreciendo cigarrillos a todos ellos, o sea, fue realmente así, no exageraba, dijo, pero tan pronto como su mano emergió del bolsillo con el paquete de Marlboro, apareció de repente otra mano sobre su muñeca, pero no la rodeó como una esposa, sino que la paralizó, de modo que la muñeca se vio inundada por un calor, sintió que los músculos se le debilitaban, explicó asombrado al día siguiente, pero sólo aquellos que sostenían el paquete de Marlboro, y a todo esto no se oyó ni una voz, es más, salvo el muchacho más cercano a él, aquel que, malentendiendo su gesto, lo agarró con pasmosa y acrobática habilidad, los demás ni siquiera se inmutaron, se limitaron a mirar el paquete de cigarrillos, que caía, luego uno lo levantó, sacó un pitillo, le dio a otro la cajetilla, que recorrió entonces toda la ronda, hasta que él, Korin, fingió, asustado, que nada, que sólo se había producido un insignificante y ridículo accidente que no merecía ni ser mencionado y al que ni siquiera él concedía ninguna importancia, y agarró entonces con la otra mano, la inocente, la muñeca herida, pero no entendió enseguida cuanto había ocurrido, aunque luego, poco a poco, fue comprendiendo y apretó con el pulgar la pequeña herida, porque era sólo eso, un corte minúsculo, y cuando el repentino y habitual alboroto enloquecido comenzó a acallarse en su cabeza, declaró con decisión al día siguiente, y el cerebro se sintió inundado por una calma fría, como antes la muñeca por la sangre, él ya estaba seguro de que lo matarían.

    16.
    El trabajo en el archivo, dijo tras esperar a que el cigarrillo se encendiera en la mano del último muchacho, o mejor aún, dijo con voz temblorosa, su cometido allí no era de aquellos que destrozaban, humillaban, explotaban y consumían a las personas, no, no era ése su caso, es más, podía afirmar, afirmó, que, tras «el triste vuelco que había dado su papel entre los hombres», el trabajo se convirtió para él en lo más importante, en el único refugio, tanto el obligatorio como el voluntario, esto es, la ocupación personal a la que, al margen de su horario laboral, se dedicaba por causa del descubrimiento que había desarrollado en los últimos meses y que le había resultado decisivo, el descubrimiento, concretamente, de que la historia no era la prueba más amarga sino, antes bien, la más divertida demostración de la inaccesible esencia de la realidad, pues todo su afán como historiador local para clarificar la historia, para crearla, fijarla y cuidarla, lo elevaba a la extraordinaria gracia de la libertad, porque cuando fue capaz de comprender que la historia no era más que una peculiar mezcla, casual si se tenía en cuenta su origen y cínica si se pensaba en sus objetivos, una mezcla de recuerdos de la realidad, de saberes e imaginaciones humanas referidas al pasado, de conocimientos y de falta de conocimientos, de rechazos, mentiras y exageraciones, de fidelidad a los datos, de informaciones erróneas, de interpretaciones correctas e incorrectas, de sugestiones y de encauzamiento de numerosas convicciones en una dirección, el trabajo en el archivo, o, tal como lo llamaban allí, la clasificación de los documentos bajo la rúbrica correspondiente y todas sus variaciones, representaba, en efecto, la libertad en sí, pues daba igual en qué se ocupaba, daba igual qué tarea realizaba, si inventariaba los documentos de forma general, selectiva o simplificada, si inventariaba o describía los fondos, hiciera lo que hiciera, tocara lo que tocara en ese archivo de dos mil metros de documentos, él conservaba la historia, pero marraba la realidad, para expresarlo de algún modo, aunque el hecho de haber tomado conciencia de ello le regalaba la certeza absoluta de ser invulnerable e inamovible y, en cierto sentido, hasta intocable, en cuanto individuo que comprendía que lo que obraba era superfluo, por absurdo, pero también que esa superfluidad y ese absurdo poseían cierta misteriosa e inimitable dulzura, sí, dijo, sin duda, su trabajo lo elevó a la libertad, aunque ello supuso también un problema, puesto que, por desgracia, no lo alzó a una libertad suficiente, es decir, al haber probado en los últimos meses el carácter excepcional de la libertad, ésta enseguida empezó a parecerle poco y él comenzó a desear y a anhelar la libertad máxima, a pensar en cómo proceder para conseguirla, hacia dónde debía dirigirse, y entonces lo torturó por primera vez, allá en el archivo, la pregunta de dónde encontrar la libertad suprema.

    17.
    Todo eso, toda esa historia suya, se remontaba muy lejos, dijo Korin, hasta el día en que declaró por primera vez que, como estaban haciendo de él un simple loco en un mundo totalmente loco, él no lo consentiría, pues, aunque hubiera sido una estupidez negar que tarde o temprano «ése sería su final», esto es, que tarde o temprano ocurriría algo así como la locura, también quedaba claro que hasta entonces se produciría alguna cosa más, él, dijo, no veía la locura como una amenaza funesta que comenzaba a oprimir mucho antes y frente a la cual había de temblar, no, en absoluto, él, personalmente, no tembló ni un instante ante tal posibilidad, pero sólo se trataba, explicó luego a los siete muchachos, de que un buen día perdió la chaveta, como quien dice, porque, pensándolo bien, su historia no empezó en la ribera del río, sino mucho antes, muchísimo antes de los hechos ocurridos junto a aquel río, cuando se adueñó de él una desesperación hasta entonces desconocida, una desesperación que, de una profundidad hasta entonces desconocida, sacudió incluso los cimientos de su ser, o sea que de pronto, de un día para el otro, tomó conciencia de que estaba mortalmente desesperado por causa de la «situación del mundo», como lo formuló en aquel momento, y esto no se produjo en su caso como consecuencia de un estado de ánimo pasajero, sino en forma de una iluminación agudísima, dijo, de esas que se grababan para siempre como con hierro candente; le llegó, concretamente, la iluminación de que en el mundo no quedaba nada noble, suponiendo que alguna vez hubiera existido algo semejante, no quería exagerar, pero realmente, en serio, no existía nobleza a su alrededor, sea como fuere, nunca más volvería a haber nada bello ni nada bueno, aunque sonara pueril, como pueriles eran también, lo reconocía, las consecuencias de la desesperación que sentía por la historia, así, por ejemplo, el haber recorrido día tras día las fondas tratando de colocar su amargura, deseoso de encontrar a alguien entre los «ángeles celestiales», como los llamó en ese estado de derrumbamiento, hasta que finalmente halló a una persona a la que pudo contarle todo, y luego llegó incluso a volver un arma contra sí mismo, sin éxito, gracias a Dios, dijo ahora, pues todo transcurrió de una forma realmente muy, pero que muy ingenua, no cabía la menor duda, pero así comenzó todo, a partir de aquella desesperación nació él, nació el «nuevo Korin», desde entonces empezó a reflexionar sobre las cosas, sobre cómo eran y qué le esperaba a él, ya que así eran ellas, aunque luego comprendió que no le aguardaba nada de nada, tomó conciencia de que, en el fondo, estaba acabado, y decidió que vale, perfecto, de acuerdo, ésa era su situación, pero ¿entonces qué?, ¿entregarse?, ¿largarse en silencio de este mundo?, ¿o qué?, y precisamente esa pregunta, o el mero hecho de formularla en ese plan de «todo da igual», lo condujo en línea recta como una flecha al día de la decisión definitiva, a aquella mañana de un miércoles, cuando quedó claro que había llegado el momento, que no podía seguir, que debía actuar de inmediato, lo condujo en línea recta como una flecha pero al mismo tiempo haciéndolo pasar por estaciones despiadadamente difíciles, que ellos siete bien podían atestiguar, dijo todavía agachado en el puente, ellos conocían esas difíciles estaciones, empezando por la comprensión de la complejidad del mundo en la ribera del río hasta la siguiente profundización, que se produjo cuando él, historiador local de una población situada en el culo del mundo, tuvo que entender la inmensa riqueza de los pensamientos relativos al inexistente universo y a la fuerza creadora y exclusiva de la fe, cuando se apoderó de él la tremenda angustia por el olvido y por la pérdida de la cabeza, hasta que el sabor de la libertad en el archivo lo condujo finalmente a la última estación, donde no se podía ya seguir, donde había que tomar una decisión o, mejor dicho, donde debía declarar que él, por su parte, no estaba dispuesto a continuar ni a dejar que las cosas continuasen como querían, sino sólo a «actuar», o sea, a hacer todo lo contrario de lo que hacían quienes lo rodeaban, de modo que estaba decidido, por ejemplo, a pensar en profundidad y a no quedarse, sino a irse, a irse del lugar al que estaba determinado, se marcharía para siempre, pero no así, sin más, pues entonces se le ocurrió, entonces le vino la idea de marcharse al centro del mundo, allí donde se toman las decisiones, donde ocurren y se disponen las cosas, como antaño en Roma, es decir, resolvió que haría las maletas y se marcharía a esa «Roma», pues, se preguntó, ¿qué hacía él en aquel archivo a doscientos veinte kilómetros al sudeste de Budapest cuando podía estar en el centro del mundo, toda vez que estaba acabado?, ¿no?, y justamente empezaba a cristalizar la idea en su siempre dolorida cabeza y se disponía a aprender idiomas cuando, a última hora de la tarde, al quedar solo en el archivo, se puso a dar vueltas, dijo, entre los estantes y fue a parar por casualidad, realmente por casualidad, a un rincón intacto con un anaquel también intacto y bajó una caja que había permanecido igualmente intacta como mínimo desde la segunda guerra mundial y extrajo de aquella caja calificada como «Documentos familiares carentes de interés» un material registrado con la signatura  IV .3/10/1941-42, lo extrajo y así cambió su vida, porque lo que allí encontró decidió de una vez para siempre cuanto tenía que hacer si pretendía «actuar» en su «última despedida», le aclaró de una vez para siempre cómo tenía que obrar tras tantos años de reflexión, de cavilación, de tormento a sus espaldas, es decir, debía dejar atrás aquellos años, mandarlos a la mierda, era preciso que hiciera eso de inmediato, puesto que el material, el fascículo con la signatura  IV .3/10/1941-42, no dejaba la menor duda respecto a la forma de proceder que imponía aquella tristura provocada por la pérdida de la nobleza, es decir, dejaba patente qué le quedaba por hacer o, dicho de otro modo, dónde y sobre todo en qué debía buscar él, tan despojado de ella, esa libertad tan anhelada, esa máxima libertad en la Tierra.

    18.
    A ellos únicamente les interesaba el tirador para el cebado de peces, explicaron al día siguiente en el bar Bingo, no la estupidez increíble y concentrada que brotaba del tío aquel y que, saliendo sin parar, parecía no tener fin, aún más, al cabo de una hora era cada vez mayor la evidencia de que el tipo se estaba volviendo loco por su propia cháchara alucinante, pero todo era inútil, dijeron, el tío se esforzaba en vano, les importaba un rábano, soplaba y soplaba y no había manera de pararlo, igual que sucedía en el puente con el viento, pero ellos no pensaban en el tío aquel, para qué, no se ocupaban de él, como tampoco del viento, que soplara tranquilamente, pues a ellos sólo les importaban los tres tiradores, a ver si funcionaban cuando pasara el de las seis y cuarenta y ocho, en ese momento, minutos antes de la llegada del tren de pasajeros, todos ellos pensaban más que nada en eso, en los tres tiradores profesionales para el cebado de peces, tiradores que, contaron, habían pillado por nueve mil florines en el mercado negro, en el Mercado Polaco de la plaza Attila József, esos tres tiradores profesionales alemanes que ellos entonces llevaban ocultos bajo sus chaquetas; les picaba la curiosidad por saber cómo superarían el envite, puesto que, según sus informaciones, con esos tiradores se podía disparar incomparablemente más fuerte que con los húngaros, por no hablar de los lanzamientos a mano, pues, según algunos, esos trastos alemanes no solamente eran más fuertes, sino que acertaban casi en un cien por cien de los casos; eran, por ende, sin la menor duda los mejores, en particular, según las informaciones de que disponían, debido al riel que, instalado directamente sobre el mango con la horquilla, estaba destinado a reducir al mínimo los posibles temblores e inseguridades de la mano que sostenía el tirador, por cuanto mantenía fijo el brazo hasta el codo, eso sí, supuestamente, claro, supuestamente, dijeron los muchachos, pero no pudieron imaginar en sueños cómo sería en realidad, porque lo que podía el chisme ese era algo fenomenal, aseguraron, lo aseguraron sobre todo los cuatro que no tuvieron la posibilidad de estrenarlo, era algo absolutamente fenomenal.

    19.
    Volvió a pasar bajo ellos, traqueteando, un tren de carga, y el puente vibró de nuevo con suavidad y siguió vibrando hasta que pasó el último vagón —dejando dos saltarines puntos rojos en su estela—, y enmudeció poco a poco y no tardó en callar también el traqueteo de las ruedas, y en el silencio que se produjo, a remolque de los puntitos rojos que se alejaban, justo encima de las vías, a no más de un metro de altura, apareció una tropa de murciélagos pisando los talones al convoy rumbo a la estación de Rákosrendező, sin ningún ruido, en perfecto silencio, como un medieval ejército de fantasmas; volaban en formación cerrada, pegados el uno al otro, a una velocidad misteriosamente constante, se deslizaban en riguroso orden entre los raíles, dando la sensación de que se dejaban arrastrar a Budapest aprovechando el corredor de aire formado por el tren, como si éste les enseñara el camino, como si los llevara, los chupara, y ellos, los murciélagos, llegaran sin esfuerzo alguno, sin moverse, con las alas desplegadas, a la oscura Budapest, a un metro de altura sobre las traviesas.
    20.
    De hecho, él no fumaba, dijo Korin, sólo llevaba el paquete de Marlboro porque hubo de cambiar dinero durante el viaje a fin de tener suelto para la máquina de café, y el estanquero al que se dirigió en una de las estaciones sólo estaba dispuesto a darle monedas si compraba un paquete de cigarrillos, o sea que no le quedó más remedio, lo compró, pero luego no lo tiró, pues pensó que ya le serviría para algo, y he aquí que, dijo, en efecto, ahora le venía de perillas, claro, pero él, a decir verdad, no lo necesitaba, aunque una vez sí, dijo Korin alzando el dedo índice, lo confesaba con toda sinceridad, una única vez sí que le vinieron ganas de fumar un cigarrillo, concretamente cuando se marchó de aquella oficina de IBUSZ sin resolver su asunto, todo por culpa de las dos enfermeras del instituto psiquiátrico; pasó a su lado, ellas seguro que lo siguieron con la vista, luego se lanzaron la una a la otra miradas cargadas de significado, pero no se abalanzaron sobre él, al menos no lo hicieron en el acto, sino que le fueron a la zaga, aunque él no se diera la vuelta en ningún momento, sabía con cada una de las células de su cuerpo que las dos enfermeras iban detrás, y él, dijo Korin, se marchó a casa sin pensárselo dos veces y comenzó a hacer las maletas, y si bien había pasado ya por la venta de la casa, la liquidación de sus bienes muebles, la destrucción de la enorme cantidad de escritos, diarios, apuntes, fotocopias y cartas acumulada en el curso de los años, la quema de todos los documentos oficiales, certificados, partida de nacimiento, tarjeta de crédito, documento de identidad, etcétera, etcétera, con la excepción del pasaporte, si bien había pasado por todo eso y no le pesaba ya ninguna carga superflua, al entrar en su casa se desesperó por completo, pues tuvo la sensación de que debía partir de inmediato, cosa esta que, sin embargo, no podía decidir por la cantidad ingente de preparativos, lo cual, no obstante, era un error, pues descubrió que no había tal «cantidad ingente de preparativos», bastó una hora larga y ya estaba listo para partir, imagínense, dijo alzando la voz, bastó una hora, después de meses, para emprender el viaje, para franquear la puerta y salir de su vivienda, que no volvería a pisar nunca más, una hora para convertir en realidad el proyecto de dejar todo eso para siempre, y entonces, cuando estaba listo para partir y se hallaba exactamente en el centro de la desocupada casa, miró alrededor y contempló aquel vacío sin pena ni dolor, y se dio cuenta de esto: bastaba una hora para liquidarlo todo, para estar de pie en medio de la vivienda liquidada, para esfumarse; pues sí, en ese momento, dijo Korin, le habría gustado encender un pitillo, le habría gustado fumar un buen cigarrillo, aunque pareciera extraño, le entraron ganas de saborearlo, habría aspirado bien hondo el humo y lo habría expulsado lentamente, pero ése fue el único caso en que lo deseó, ni antes ni después, nunca, nunca jamás, de hecho, ni siquiera entendía lo ocurrido.

    21.
    Un archivero, explicó Korin, y más aún un candidato a archivero jefe como él, tenía que saber muchas cosas, pero él estaba en condiciones de revelarles algo, de asegurarles, en concreto, que ni como archivero, ni como archivero jefe en ciernes, disponía él de los conocimientos imprescindibles para viajar en los topes o en las garitas de los trenes de carga, o sea que después de decidir que, en su condición de persona esencialmente perseguida, no podía elegir ni autobuses, ni trenes de pasajeros, ni estaba entre sus posibilidades el recurrir al autostop, ya que lo descubrirían en el acto, lo identificarían y lo detendrían, víctima de una «ruta fija y por tanto controlable en cualquier momento», empezó un horrible calvario, «imagínense ustedes», dijo Korin, él, que, como bien sabían, llevaba décadas viviendo exclusivamente entre su domicilio, su fonda, su archivo y, como mucho, su tienda de comestibles, y que, sin exagerar, no salía nunca de ese cuadrado, ni por una sola hora, se encontró de pronto en la parte trasera, abandonada y para él desconocida, de una estación, dando tumbos por los raíles, haciendo equilibrios sobre las traviesas, prestando atención a semáforos y agujas, escondiéndose en zanjas o tras arbustos tan pronto como aparecía un tren o un ferroviario, pues la cosa funcionaba así, raíles, traviesas, semáforos, agujas y desapariciones, saltar de entrada sobre el convoy en movimiento y bajarse luego del convoy en movimiento, con la permanente congoja durante doscientos veinte kilómetros, temiendo que el guardia nocturno, el jefe de estación o el ferroviario encargado de revisar ejes y frenos se diera cuenta de su presencia; era algo sencillamente horroroso, dijo, incluso en ese momento, en que todo ello pertenecía ya al pasado, le daba terror pensar en qué se había metido con ese viaje, pues no sabía qué definir como lo más agotador y desesperante, si el frío glacial en la garita del guardafrenos o el no poder dormir ni atreverse a hacerlo, si la estrechez del lugar, que no le permitía estirar las piernas, de tal modo que debía permanecer todo el rato de pie, alcanzando así el grado máximo de la desesperación, o el hecho de recibir siempre galletas, café y chocolate en los bares de las estaciones, por lo que al cabo de dos días no paraba de sentir náuseas; la verdad, explicó a los siete muchachos, la verdad era que todo se resumía en una gran mierda, bien podían creérselo, y no sólo por el frío o el insomnio o las piernas entumecidas o las ganas de vomitar, sino porque no sabía si iba en la buena dirección, eso lo inquietaba sin cesar, ya que si bien al principio se aseguraba, leyendo el papel pegado al costado del convoy, de que la dirección era la correcta, luego, al pasar por una ciudad o una aldea, fuera Békéscsaba, Mez berény, Gyoma o Szajol, enseguida perdía la confianza, y la incertidumbre crecía dentro de él de kilómetro en kilómetro y no tardaba en faltar un pelo para que él se arrojara del vagón y se subiera de un salto a otro tren que iba en sentido contrario, auque luego decidía no llevar eso a cabo, diciéndose que ya lo haría en una estación más grande, que allí la paleta de posibilidades era más amplia, pero enseguida se arrepentía de su decisión, se arrepentía de haberse quedado y de no haber saltado a tiempo del tren en marcha, y entonces se sentía totalmente perdido, pero debía mantener la mente siempre despejada, por el riesgo de llegar a un terreno peligroso, de que aparecieran operarios de la compañía de ferrocarriles, guardagujas o maquinistas o quién sabe qué otros, porque entonces todo se habría acabado, por lo tanto había que bajar de la garita, ponerse a cubierto, ya sea en una zanja, en un edificio, en un arbusto o en lo que fuese, es decir que de ese modo, explicó Korin, de ese modo llegó él allí, congelado hasta el tuétano, le habría gustado comer algo salado o tal vez no, tal vez prefería seguir ya camino hacia el centro de la ciudad, porque aún debía encontrar un alojamiento para esa misma noche, con el fin de estar preparado para la mañana siguiente, cuando abrieran las oficinas de la compañía aérea MALÉV.

    22.
    Lo asombroso fue que la piedra elegida, que debía de tener, más o menos, el tamaño del puño de un niño, hizo añicos la ventanilla a la primera, no sólo oyeron el golpe a pesar del traqueteo del tren, sino que vieron incluso cómo una de las muchas ventanas que pasaron a toda velocidad se rompía en miles de minúsculos fragmentos, puesto que el tren llegó, contaron al día siguiente, llegó con un ligero retraso, pero llegó, explicaron, y ellos, a la primera señal, bajaron corriendo hasta el parapeto que habían preparado junto al terraplén y, cuando el convoy pasó junto a ellos, se levantaron de un salto y ¡fuego!, tres de ellos con los tiradores para el cebado de peces, tres con tirachinas normales y uno simplemente con la mano, pero todos de forma coordinada como si se tratase de una línea de tiradores, ¡fuego!, dispararon contra el tren de las seis y cuarenta y ocho, dispararon y la ventanilla estalló a la primera, pero ellos, no contentos con eso, soltaron una segunda salva, y sólo había que prestar atención al posible chirrido del freno de emergencia, prestarle toda la atención, pero entonces comprobaron que nada, que nadie tiró del freno, no se oyó ese previsible chirrido agudo, probablemente porque debía de reinar un pánico enorme allí dentro, y todo, aunque costara entenderlo, realmente todo, explicaron con más detalle en el bar Bingo, debió de transcurrir en menos de un minuto, en unos veinte segundos más o menos, resultaba muy difícil determinarlo con exactitud, aunque lo cierto era que ellos estaban perfectamente preparados, tenían que estarlo, tenían que considerar la posibilidad de que se accionara el freno de mano, pero como no ocurrió nada en ese minuto o, más concretamente, en esos veinte segundos, intentaron una segunda salva y comprobaron que también ésta funcionó, oyeron que las piedras golpeaban a una velocidad vertiginosa, ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta, que daban en el costado de los vagones, hasta que al final una de las últimas dio en el blanco, en una ventanilla que se hizo añicos a una velocidad pasmosa y con un estruendo espantoso, pero luego, cuando se escondieron, es decir, cuando se retiraron a una distancia prudente y empezaron a analizar el asunto a su manera, o sea, con arrobo creciente, llegaron a la conclusión de que el segundo impacto debió de haberse producido en el coche postal, mientras que el primero —se les quebró la voz por el entusiasmo—, el primero acertó de lleno, y entonces repitieron la escena una y otra vez, a partir de entonces la escena empezó a dar vueltas entre ellos como un dedo que hacía cosquillas, a circular entre el uno y el otro, a pasar del uno al otro hasta que todos se retorcían en el suelo, jadeando, hipando y ronqueando al tiempo que no lograban contener la estúpida risa que, cuando les venía, no podían refrenar, y ahora tampoco, mientras decían: ése, ¡cazado!, y se golpeaban el uno al otro, mientras decían: ese otro, joder, ¡cazado! y ¿qué te parece, cabrón?, ¿qué te parece, cabrón, cabrón?, se pinchaban el uno al otro: porque ése, ¡cazado!, y así continuaban hasta desfallecer, a distancia segura del escenario de los hechos y lejos también del supuesto suceso, de la muerte de alguno de los pasajeros del tren, sin que, lógicamente, Korin intuyera nada de nada, como tampoco llegó a saber nunca qué ocurrió después de que los siete muchachos se levantaran de súbito y desaparecieran de aquel puente como si los hubiera tragado la niebla, como si nunca hubieran estado, los siete se esfumaron para siempre, mientras él salía disparado sin siquiera mirar atrás; empezó a correr en la dirección contraria, lejos, repetía para sus adentros, cuanto más lejos mejor, se decía jadeando, lo único importante era no perder la dirección en medio de aquella carrera, el centro de la ciudad, que era precisamente el objetivo, el centro de Budapest, y allí era preciso dar con algún lugar para pasar la noche, para recogerse, para calentarse, comer un poquito o no, sea como fuere, necesitaba un alojamiento, algún refugio nocturno gratuito, puesto que no podía gastar dinero, puesto que no sabía cuánto necesitaría para comprar el billete, un lugar tranquilo, contó al día siguiente en las oficinas de MALÉV, era lo único que anhelaba cuando de pronto, sin esperarlo, se halló libre, cuando los siete se esfumaron de golpe sin decir una palabra y él, con la pierna dormida y tras retirar la mano de la herida, pues había dejado de sangrar, empezó a correr aprovechando esa posibilidad inesperada, corrió y corrió todo lo que pudo, avanzó y avanzó rumbo a la luz cada vez más densa, caminó, agotado por el cansancio y el miedo, y le tenía sin cuidado lo que dijeran de él, le importaba una mierda saber si corría precisamente al encuentro de sus perseguidores, dijo, se limitaba a mirar a quienes venían en dirección contraria, buscaba su mirada, buscaba a la única persona a la que él, extenuado y muerto de hambre, pudiera dirigir la palabra.

    23.
    Soy un hombre así y así , empezó a explicar Korin, con los brazos abiertos, ni bien llegó a una aglomeración y vio a una joven pareja, pero luego, al percibir todo el peso de la imposibilidad de decir quién era y el peso también de que, además, eso no interesaba a nadie, se limitó a añadir: ¿Sabéis de algún sitio… para pasar la noche?
    24.
    La música, el lugar, la multitud, esto es, la cantidad de rostros jóvenes; la penumbra, el volumen del sonido, el humo; el muchacho y la muchacha a los que se dirigió, que cacheaban a quienes querían acceder a la sala y atendían la caja, que lo dejaron entrar, que le indicaron dónde estaba esto y aquello, al tiempo que explicaban en tono amistoso que claro que sabían una solución, puesto que ésa era, precisamente, la mejor, entrar y quedarse en el Almássy, porque prometía ser sin duda una fiesta de película, con los Balaton, dijeron, y con Mihály Víg, y que esas juergas solían durar hasta el amanecer, o sea que no se preocupara; luego el increíble amontonamiento, el hedor y por último esos ojos vidriosos, vacuos y tristes por doquier, en una palabra, de repente todo, contó Korin al día siguiente en las oficinas de MALÉV, todo lo agobió, después de los largos días de soledad y de aquella hora de peligro.













No hay comentarios:

Publicar un comentario