Osamu Dazai
COLEGIALA
Es curioso lo que siento al despertarme cada mañana. Es una sensación similar a cuando juego al escondite, a cuando estoy quieta y me acurruco en la profunda oscuridad del armario y Deko abre la puerta de repente, la luz del sol entra súbitamente deslumbrándome y ella grita en voz alta: «¡Aquí estás!». Es un momento incómodo. Luego, con el corazón latiéndome desbocado, me arreglo el kimono por delante y salgo del armario. Siento repugnancia. No, eso no. No se parece a eso, es algo… es algo mucho más insoportable. Como abrir una caja y encontrarse dentro otra más pequeña, y que dentro de esta haya otra todavía más pequeña. Y la abres y te ocurre otra vez lo mismo, y luego otra vez, y otra y otra, y así vas abriendo una tras otra siete u ocho cajas cada vez más pequeñas, y al final del todo encuentras una cajita minúscula, del tamaño de un dado, y la abres y no hay nada dentro, está vacía. Así es como me siento. No me creo eso de que haya gente que se despierte al instante. Es algo turbio, muy turbio, como cuando el almidón se hunde en el agua, cada vez más al fondo, y poco a poco se va haciendo más nítida la parte superior; hasta que al final me despierto a causa del propio cansancio que me supone dormir. Las mañanas, son como… como una mentira transparente. Se me ocurren muchas, muchas cosas tristes por las mañanas y no las soporto. No me gustan, no. Por la mañana estoy más fea. Tengo las piernas agotadas y no quiero hacer nada. ¿Será porque no duermo profundamente? También debe de ser mentira eso que dicen de que por las mañanas te sientes más saludable. Las mañanas son grises. Siempre son lo mismo. Es lo más vacío que existe en el mundo. Siempre soy pesimista cuando me acabo de despertar y estoy en la cama. Me cansa estar en la cama. Me abruman pensamientos desagradables de los que me arrepiento, noto como me hacen presión en el pecho y me retuerzo.
Las mañanas son terribles.
—Papá —susurré en voz baja. Me dio un poco de vergüenza pero me sentí feliz, me incorporé y rápidamente deshice el futón.
Cuando lo levanté exclamé: «¡Aúpa!», sin darme cuenta. Aquello me llamó la atención. Hasta ahora no me creía capaz de pronunciar una palabra tan vulgar. «¡Aúpa!» es algo que suelen decir las ancianas. ¡Qué asco! ¿Por qué lo habré dicho? Me sentí rara, como si tuviese una anciana escondida dentro de mí. A partir de ahora tendré más cuidado. Es como cuando critico la vulgar forma de andar de algunos y me doy cuenta de que yo misma estoy andando igual. Mi actitud me parece bastante decepcionante.
Por las mañanas nunca me siento segura de mí misma. Me siento frente al tocador con el pijama puesto y me miro en el espejo. Cuando me miro sin las gafas me veo un poco borrosa, pero me resulta agradable. Las gafas son lo que más odio de mi cara, aunque llevar gafas tiene algunas cosas buenas que la gente no sabe. Me gusta mirar a lo lejos sin ellas. Se ve todo difuso y es maravilloso, como un sueño, o como cuando miras un diorama de papel. No se ve nada sucio. Solo se pueden ver las cosas grandes, los colores y las luces nítidas y fuertes. También me gusta quitármelas y mirar a la gente. Las caras me parecen todas dulces y bonitas. Es como si todo el mundo estuviese sonriendo a la vez. Además, cuando no llevo gafas no pienso en discutir ni me entran ganas de criticar a nadie. Simplemente me quedo callada, como distraída. En esos momentos los demás creerán seguro que soy una buena chica. Pensando en eso me entran ganas de quedarme así, abstraída, sin preocupaciones, como una tierna niña inocente. No me gustan las gafas. Me las pongo y entonces parece como si me quedara sin expresión. Las gafas me impiden mostrar emociones, cosas como romanticismo, belleza, pasión, debilidad, inocencia o tristeza. Además, me roban la capacidad de expresarme con la mirada. Me siento ridícula. Son como tener un fantasma encima de mi cara. Será por odiar tanto las gafas, pero pienso que tener unos ojos bonitos es lo más importante del mundo. Aunque no tuviese nariz o llevase la boca tapada, los ojos son lo que más resaltaría en mí. Sería maravilloso tener ese tipo de ojos que cuando alguien los mira le entran ganas de llevar una vida mejor. Mis ojos, en cambio, son grandes, nada más, por lo demás no tienen nada de especial. Me decepciona fijarme en ellos. Hasta mi madre dice que son aburridos. Serán de ese tipo de ojos que la gente conoce como «ojos sin luz». Son como el carbón, qué decepción. No hay nada que pueda hacer al respecto. ¡Qué horror! Cada vez que me miro en el espejo me entran unas ganas horribles de que mis ojos sean dulces y atractivos. Ojos como lagos azules, como mirar la inmensidad del cielo tumbada en la hierba y que en ellos se reflejen las nubes al pasar. Que incluso los pájaros puedan reflejarse en ellos claramente. Me gustaría poder conocer a mucha gente que tuviese unos ojos tan bonitos.
Hoy empieza el mes de mayo. ¡Qué contenta estoy! Cada vez queda menos para que llegue el verano. Salí al jardín y una flor de la fresera captó mi atención. Se me hace extraño que mi padre haya muerto. Murió y entonces desapareció, sin más. Es algo difícil de entender. Aún no termino de creérmelo. Echo de menos a mi hermana, a la gente de la que ya me había despedido o a la que hace mucho que no veo. Por las mañanas, me suelen venir a la cabeza anécdotas que ya pasaron o gente que ya no está. Es algo insípido pero, quizás por ello, insoportable, como el olor del nabo en salmuera.
Tengo dos perros, Chapy y Kaa . A Kaa le llamo así porque me da una pena horrible. Los dos vinieron hacia mí corriendo muy juntos. Los coloqué frente a mí y acaricié a Chapy . Su pelo es totalmente blanco y brillante, es muy bonito. A Kaa no le acaricié, Kaa está siempre sucio. Soy consciente de que, cada vez que acaricio a Chapy , Kaa suele estar ahí a su lado, poniendo cara de pena. Siempre parece a punto de ponerse a llorar. Por si fuera poco, es cojo. Kaa me hace sentir muy triste, por eso no me gusta demasiado. Me da tanta lástima que a veces le hago daño a propósito. Kaa parece un perro vagabundo, tanto que en cualquier momento los mataperros vendrán y se lo llevaran a la perrera y lo sacrificarán. Como tiene la pata así, es demasiado lento y no podrá huir. Kaa , corre, vete al fondo de la montaña. Nadie te tiene cariño, así que mejor muérete pronto. Kaa no es el único al que maltrato, también hago daño a algunas personas, las suelo incordiar hasta que se irritan. De verdad que soy una chica bastante desagradable. Me senté en el engawa mientras le acariciaba la cabeza a Chapy . El verde de las hojas de los árboles penetró por mis ojos e hizo que me sintiera miserable. Me entraron ganas de sentarme sobre la tierra y morirme.
Quise ver si era capaz de fingir que lloraba. Pensé que quizás me saldrían algunas lágrimas si contenía la respiración con fuerza y apretaba los ojos. Lo intenté, pero no lo conseguí. A lo mejor me he convertido en una mujer sin lágrimas.
Desistí y empecé a limpiar la habitación. Mientras, me puse a cantar Tōjin Okichi sin darme cuenta. Miré a mi alrededor furtivamente. Me pareció curioso haber cantado algo tan vulgar como Tōjin Okichi sin querer, cuando normalmente solo me intereso por Mozart o Bach. Me sentí ridícula. Exclamar «¡aúpa!» por la mañana y cantar aquello mientras limpiaba: me da miedo imaginarme qué clase de tonterías puedo llegar a decir cuando hablo en sueños. Pero de pronto todo me pareció muy gracioso, dejé de barrer y empecé a reírme yo sola.
Me puse la ropa interior nueva que había terminado de coser ayer. Tiene una pequeña rosa blanca bordada en la zona del pecho. Si me pongo ropa encima, el bordado no se ve. Nadie sabrá que existe. Me siento muy orgullosa de mí misma.
Mamá está muy liada preparando la propuesta matrimonial de alguien. Esta mañana salió de casa muy temprano. Desde que era pequeña, mi madre siempre se ha entregado mucho a los demás, así que ya estoy acostumbrada. Sorprende que siempre tenga algo que hacer. Siento una enorme admiración por ella. Como mi padre se pasaba el día estudiando, mi madre lo tenía que hacer todo, incluso lo que le tocaba hacer a él. Mi padre nunca tuvo mucho interés por conocer gente, pero mi madre siempre se ha esforzado por crear grupos de amistades verdaderamente agradables. Los dos eran muy distintos, pero estoy convencida de que se admiraban mucho el uno al otro. Eran un matrimonio agradable y pacífico, sin cosas malas, diría yo. Ay, ¡pero qué indiscreta soy!
Mientras se calentaba la sopa, me senté en la puerta de la cocina mirando distraída el bosque que se alza enfrente de nuestra casa. Entonces sentí algo curioso, como si en algún momento del pasado o en el futuro, sentada de esta misma manera en la entrada de la cocina, al igual que ahora, hubiese estado o llegase a estar mirando el bosque de enfrente pensando exactamente en esto mismo. Era como sentir todo el pasado, el presente y el futuro a la vez. Es algo que me ocurre de vez en cuando. Estar sentada hablando con alguien en una habitación y quedarme mirando a la esquina de la mesa con la mirada fija y moviendo la boca sin darme cuenta. Cuando ocurre, me siento de lo más extraña.
No recuerdo cuándo, pero en una situación similar, hablando de esto mismo, me estaba fijando en la esquina de una mesa y sentí claramente que en el futuro me iba a ocurrir eso mismo justamente. Cuando camino por el campo, incluso si está muy lejos, a cada momento me asalta la sensación de que ya había paseado por ese mismo camino en el pasado. A veces voy andando y arranco una hoja de uno de los cultivos plantados a un lado del camino, y entonces tengo la sensación de que ya había arrancado esa misma hoja en ese mismo camino, justo en ese lugar, en algún momento indefinido en el pasado. Y, acto seguido, siento que en el futuro volveré a arrancar esa misma hoja de ese mismo cultivo, en ese mismo sitio, y que el proceso se repetirá una y otra y otra vez. Hay más ejemplos. Una vez, cuando me bañaba, me miré las manos. Entonces, sentí que, dentro de muchos años, cuando me estuviera bañando, me acordaría de ese mismo instante en el que me miré las manos involuntariamente y me vendrá a la mente lo que sentí al haberlo hecho con aquella inocencia. Me entra la melancolía siempre que pienso estas cosas. Incluso una tarde, cuando metía arroz cocido en un recipiente, sentí como que algo me recorría rápidamente el cuerpo; aunque suene exagerado, podría decirse que fue como una inspiración, como algún tipo de pensamiento filosófico. Aquello me afectó y sentí como si mi cabeza, mi pecho y todo mi cuerpo se hubiesen vuelto transparentes. ¿Cómo explicarlo? Sentí una suave tranquilidad que me hizo ver que, si yo quería, podía llevar una vida verdaderamente hermosa. En aquel momento era capaz de mantenerme flotando ligera y grácil, como a merced de las olas, sin decir ni una sola palabra, con una flexibilidad y un silencio similares a los de los tokoroten cuando salen del molde al empujar la gelatina. En aquel momento no percibí aquello como una revelación filosófica. Más bien me pareció algo espantoso. Como el presentimiento de una vida silenciosa, como si fuera un gato al acecho. Aquello no podía acabar bien. Si una persona se mantiene en ese estado durante demasiado tiempo, bien podría llegar a perder la cabeza y convertirse en algo similar a un fanático religioso. Cristo. De todas formas, me resultaría de lo más extraño convertirme en una versión femenina de Cristo.
Al fin y al cabo, como tengo tanto tiempo libre y llevo una vida sin muchas dificultades, los cientos de miles de cosas que veo y escucho a diario, junto a todo lo que no consigo asimilar, dan como resultado que se me ocurran este tipo de ideas, una tras otra, como si fuesen fantasmas.
He desayunado sola en el comedor. Hoy he comido pepino por primera vez en todo el año. El color verde del pepino de mayo me hace sentir que el verano se acerca. Su frescor posee una tristeza que hace que sienta un vacío en el corazón, como un dolor sordo, o algo similar a las cosquillas. Cuando como sola en el comedor de mi casa, me entran unas ganas enormes de irme de viaje. Pienso en cosas como coger un tren y alejarme. Pero pronto aparté esas ideas de mi mente y me puse a leer el periódico. En la primera página aparecía una foto del señor Konoe. No sabría decir si es un hombre atractivo, pero lo cierto es que no me gusta la cara que tiene. No me gusta su frente. Lo más divertido de los periódicos es la publicidad de los libros. Les cobran por cada letra o por cada línea que escriben, cien o doscientos yenes de tarifa en total, por lo que siempre se esfuerzan para que sean lo más cortas y claras posibles. Para conseguir un mayor efecto, cada frase tiene que estar muy bien pensada; se ve a la legua que para poner cada letra y cada palabra le han dado muchas vueltas a la cabeza. No debe de haber muchas frases que cuesten tanto en el mundo. De alguna manera encuentro muy agradables los anuncios por palabras del periódico, me gustan.
Justo cuando he terminado de desayunar, he cerrado con llave y me he ido al instituto. «No hay de qué preocuparse, no va a llover», he pensado. De todas formas, quería llevarme el bonito paraguas que mi madre me había regalado ayer, así que lo cogí.
Mi madre usaba este umbrella [12] de joven. Me siento especialmente orgullosa de haber encontrado un paraguas tan curioso como este. Cuando lo llevo, me imagino paseando por los barrios más antiguos de París con él. Quizá, cuando termine la guerra, este tipo de paraguas occidentales que parecen sacados de un cuento de hadas se pongan de moda. Creo que con este paraguas iría bien un gorro estilo bonnet . Me pondría un vestido largo de color rosa con el escote muy abierto, unos guantes largos de color negro que sean de encaje y estén hechos de seda, y un sombrero de ala ancha adornado con una violeta grande y hermosa. Así vestida, iría a comer a un restaurante de París en su época de mayor esplendor. Me quedaría mirando a la gente que circula por la calle, con la mejilla ligeramente apoyada en mi mano, con aire melancólico, y entonces, quizás, alguien rozaría mi hombro con delicadeza. Entonces comenzaría la música. El Vals de la Rosa . ¡Ay! ¡Qué ridículo, qué ridículo! En realidad no se trata más que de un antiguo paraguas peculiar con el mango alargado. ¡Qué miserable! Pobre de mí. Soy como La niña de los fósforos del cuento de Andersen.
Al salir de casa, arranqué algunos de los hierbajos que crecen frente a la puerta para quitarle trabajo a mi madre. Quizás hoy me ocurra algo bueno. ¿Por qué hay algunas hierbas que al verlas me entran ganas de arrancarlas y, sin embargo, hay otras que dejo si al fin y al cabo son todas iguales? Unas hierbas por las que siento cariño y otras por las que no siento nada. Parecen idénticas, pero algunas son conmovedoras y otras detestables. ¿Por qué será que puedo diferenciarlas tan claramente? No tiene mucho sentido. Creo que a veces el gusto de las mujeres puede llegar a ser un disparate.
Tras diez minutos arrancando hierbas, me encaminé rápidamente hacia la estación de tren. Cuando pasé al lado de los cultivos que hay junto al camino, me entraron muchas ganas de sentarme a dibujarlos. Pero no podía retrasarme. Por el camino, atajé por la senda del bosque que atraviesa el recinto del templo sintoísta. Es un atajo que descubrí yo misma hace algún tiempo. Allí me percaté de que por doquier habían crecido pequeños montones de cebada de unos seis centímetros de alto. Se nota que este año también habían pasado los soldados. El año pasado vinieron muchos con caballos y se quedaron en el bosque del templo para descansar. Unas semanas después, en algunas zonas habían crecido pequeñas matas de cebada, al igual que ahora. Este año ocurrirá igual, seguro. Supongo que los granos de cebada debieron de caerse de los paquetes que los soldados llevaban para alimentar a sus caballos mientras iban de un lado a otro, y luego germinaron y comenzaron a crecer a la vera del camino. Pero como este bosque es tan profundo y no deja pasar la luz del sol, los pobrecitos no crecerán más y morirán, seguro.
Al salir de la senda del bosque del templo sintoísta, cerca de la estación, me crucé con cuatro o cinco obreros. Son los mismos obreros que cada mañana me vomitan las mismas palabras desagradables cuando paso. Me abstengo de repetirlas aquí, las palabras que me dicen. Ante tales alusiones no sé nunca cómo reaccionar, así que intenté adelantarles y dejarles atrás lo más rápido posible, pero para eso tenía que pasar por delante y deslizarme entre ellos. Esos obreros tan maleducados me aterran. Pero, para quedarme ahí quieta sin decir nada y dejarles que se vayan hasta que haya mucha distancia entre nosotros, hay que tener aún más valor. Supe que si los ignoraba se enfadarían conmigo. Las mejillas me empezaron a arder y me entraron unas ganas horribles de llorar. Pero no quería pasar por la vergüenza de que me viesen hacerlo, así que les sonreí abiertamente y pasé lentamente por detrás de ellos. Al final no ocurrió nada, pero la rabia aún me duraba después de haberme subido al tren. Quiero hacerme fuerte, noble y dura lo antes posible, para que este tipo de tonterías no me afecten.
Como quedaba un asiento libre junto a la puerta del tren, dejé mis cosas encima mientras me arreglaba los pliegues de la falda. Justo cuando iba a sentarme, un señor con gafas apartó lo que había dejado y se sentó.
—Verá… —le musité yo, medio tartamudeando—. Resulta que yo… iba a sentarme ahí.
Pero el hombre me ignoró, sonrió amargamente y empezó a leer el periódico sin hacerme caso. Pensándolo bien, no sé quién de los dos tendría más morro. Yo por haber dejado ahí mis cosas cuando no había nadie, o él por suponer que yo era una simple mocosa y que no me quejaría.
Como no había más remedio, dejé el umbrella y el resto de mis cosas en el portaequipajes del vagón y me puse a leer una revista, como suelo hacer siempre. Mientras la ojeaba, me vino algo extraño a la mente. Si me quitasen la lectura, al no haber tenido muchas experiencias reales, lloraría. Dependo mucho de lo que aparece en los libros. Cuando leo uno, tiendo a entusiasmarme y a simpatizar automáticamente con la historia y suelo adaptar su contenido a mi vida cotidiana, y luego, cuando leo otro libro, cambio totalmente mi mentalidad y me adapto a ese segundo libro sin ningún tipo de problema. Creo que este talento o, mejor dicho, esta astucia para robar cosas de otra gente y rehacerlas para que se adapten a mí, es mi única especialidad verdadera. Aunque lo cierto es que estoy harta de toda esta falsedad. Puede que si pasase más vergüenza a causa de mis fracasos diarios, mi personalidad acabaría fortaleciéndose definitivamente. Pero seguro que conseguiría disimular esos fracasos e inventaría cualquier excusa para evitar esas críticas. Fingiría que todo está bien y las ignoraría.
(Hasta estas frases las he sacado de un libro que he leído hace poco).
De verdad que a veces no sé cuál es mi verdadero yo. Cuando me quede sin libros para leer y no pueda fijarme en nada que pueda imitar, ¿qué haré? Me quedaré sin recursos, y quizás comience a dejar que pase el tiempo sin hacer absolutamente nada en la vida.
Pero también es cierto que no es bueno pensar a diario tantas cosas que no tienen nada que ver entre sí mientras voy en el tren. Noto una especie de molesto calor en el cuerpo que con el tiempo se vuelve inaguantable. Hay que hacer algo, tengo que hacer algo para solucionarlo, pero ¿qué podría hacer para conseguir encontrar la esencia de mí misma? Todas las autocríticas que me he hecho hasta ahora no han tenido ningún valor. Cuando intento sacarme defectos, me doy cuenta de todo lo desagradable y débil que hay en mí y entonces me vuelvo condescendiente conmigo misma, empiezo a mimarme y a tratarme con cariño y entonces llego a la conclusión de que, al final, el remedio es peor que la enfermedad. Es preferible no empezar a criticarme desde el principio. Sería una persona mucho más sincera si no pensase en nada, si tuviera la cabeza totalmente vacía.
En la revista que estoy leyendo hay un artículo titulado «Defectos de las mujeres jóvenes». Está firmado por varias personas, al parecer expertos en comportamiento juvenil. Cuando lo leí, sentí como si estuviesen hablando sobre mí y me entró mucha vergüenza. Dependiendo de la persona que escriba, las opiniones varían un poco, eso sí. La gente que siempre me ha parecido estúpida coincide con que es la que siempre dice las mayores estupideces. Luego sigo leyendo y miro las fotos de toda esa gente tan bien vestida y me río leyendo sus opiniones. Fingen que también hablan de manera elegante. En sus artículos, los religiosos siempre sacan el tema de las creencias de los jóvenes y sus orígenes, los pedagogos, desde el principio hasta el final, repiten sin cesar el valor de los favores recibidos en la infancia, y los políticos siempre acaban incluyendo al final de sus textos unos cuantos antiguos poemas chinos. Los novelistas escriben con afecto, usando palabras con estilo. Se nota que son presumidos. Aun así, reconozco que al final todos acaban exponiendo cosas bastante coherentes. Eso sí, todos suelen coincidir en que las mujeres jóvenes no tenemos ni una pizca de personalidad. Que estamos vacías. Que no sabemos lo que es la ambición sana y mucho menos la esperanza. Es decir, que no tenemos ideales. Criticamos a los demás, pero no somos conscientes de que podríamos aplicarnos nosotras el cuento. Las jóvenes nunca reflexionamos, no somos prudentes y no tenemos conciencia ni amor propio. Aunque en ocasiones podamos ser valientes, es extraño que alguna vez asumamos la responsabilidad de nuestros actos. Nos adaptamos con facilidad al estilo de vida que nos rodea, pero no nos apreciamos a nosotras mismas lo suficiente ni respetamos lo que tenemos a nuestro alrededor. No sentimos verdadera modestia. Carecemos de originalidad. Siempre estamos imitando algo. No conocemos lo que es el amor «verdadero» que un ser humano debe sentir para ser considerado miembro de la especie. Nos damos aires de elegancia, pero en realidad no tenemos ni una pizca de distinción. Y muchas otras cosas más. Podría seguir hasta el infinito.
Al leer todo esto, lo cierto es que algunas cosas de las que dicen ese tipo de publicaciones le dan a una que pensar. No puedo decir que esas opiniones no sean ciertas. Pero me da la impresión de que todo lo que aparece en estos artículos es algo superficial que ha sido escrito porque sí, sin tener nada que ver con lo que la gente de verdad, la gente como yo siente. Aparecen muchas expresiones como «lo cierto es que» o «esencialmente», pero luego no te explican qué es exactamente el amor «verdadero» o la conciencia «esencial». Puede que ellos sí que sepan de qué se trata. En ese caso, no saben cuánto les agradecería que me dijesen, en una simple frase, si debo ir a la derecha o a la izquierda por la vida, indicándome con autoridad el camino que debo seguir. Al estar todas nosotras tan perdidas en temas como expresar el amor, en lugar de decirnos qué no debemos hacer, deberían mandarnos con firmeza a hacer esto o lo otro, y así todas obedeceríamos a lo que nos dijesen. Aunque también puede que en realidad ninguna de nosotras tenga confianza en sí misma. La gente que publica aquí sus opiniones puede que tampoco tenga las cosas tan claras siempre. Nos regañan diciendo que no tenemos ni la esperanza ni las ambiciones que se supone que deberíamos tener, pero si actuásemos de forma correcta en busca de ideales, ¿hasta qué punto nos apoyarían y nos ayudarían estas personas que tanto nos critican ahora?
Nosotras sabemos, aunque sea de un modo difuso, a donde debemos ir, a donde nos gustaría ir, a ese bonito lugar al que hemos de llegar para desarrollarnos y crecer. Ansiamos llevar una buena vida. Nadie logrará quitarnos la esperanza. Estamos impacientes por tener un ideal al que poder aferrarnos. Pero si intentamos realizarnos y además tenemos que mantener una buena relación con nuestra familia, ¿cuánto esfuerzo necesitaremos? Tenemos que tener en cuenta las opiniones de nuestros padres, de nuestros hermanos y hermanas mayores. (A veces nos quejamos, diciendo cosas como que están anticuados, pero, en realidad, de ninguna manera estamos despreciando ni a la gente adulta que ha vivido más que nosotras, ni a los ancianos, ni a los que han sabido formar una familia. Al contrario, reconocemos su superioridad constantemente). Tenemos parientes cercanos con los que debemos mantener una buena relación. También tenemos conocidos y amigos. Y, finalmente, está «la sociedad», que nos arrastra con una fuerza enorme. Reflexionando, viendo y considerando todo esto, cualquiera piensa en desarrollar su propia personalidad. No puedo dejar de pensar en callarme y seguir mi camino como la mayoría de la gente, sin llamar la atención. Quizás esta sea la manera más inteligente de comportarse, creo yo. Me parece bastante cruel que se eduque a todo el mundo con los mismos valores e ideales cuando todos somos distintos. Con los años, me he ido dando cuenta de que la moral que nos inculcan en el instituto es muy distinta a la que rige en el mundo real. Si respetas estrictamente la moral del instituto, ten por seguro que estarás abocada a pasarte la vida haciendo el tonto. Te llamarán ridícula, nunca ascenderás socialmente y siempre serás una pobre de solemnidad. ¿Existirá alguien que nunca mienta? Si existe esa persona, será un perdedor toda su vida. En mi propia familia, sin ir más lejos, tenemos a una persona que vive de esta manera: se comporta de manera ejemplar y mantiene en todo momento la firme convicción de que existe un ideal que seguir. Sin embargo, todos mis familiares hablan mal de él. Le tratan como a un inútil. Yo no podría ser como él, eso sí que no, sabiendo que durante toda la vida me tratarán como a una tonta y que no me sentiría nunca realizada, y que me opondría a la forma de pensar de mi madre y a la de todos los demás miembros de mi familia. Me muero de miedo solo de pensarlo. Cuando era pequeña y veía que mi forma de pensar no coincidía con la de los demás, no paraba de preguntarle a mi madre por qué ocurría eso, y ella me contestaba invariablemente con alguna incoherencia. Me decía: «Pero qué niña más mala, qué desobediente eres», y hasta me parecía que se ponía triste.
A veces se lo preguntaba a mi padre, y él, al escuchar mi pregunta, simplemente sonreía, sin decir nada. Más tarde me enteré de que después iba y le comentaba a mi madre que yo era una niña muy despistada. Con los años, creo que me he ido convirtiendo en una cobarde. He llegado a tal punto que cuando me visto ya estoy pensando en la opinión de los demás. Lo cierto es que amo mi originalidad y me gustaría mostrarla, pero la mantengo oculta porque me da miedo expresarla claramente como algo propio. Me paso el día intentando hacerme pasar por la típica chica de la que todo el mundo pueda pensar que es buena persona. En las reuniones con el resto de la gente, me comporto de una manera de lo más servil. Charlo sobre cosas que en realidad no me interesan, o directamente miento, ocultando mis verdaderos sentimientos. De esta forma, me ahorro muchos problemas. Aun así, me parece algo desagradable. Espero que algún día la moral de la gente cambie. Entonces, toda esta vida aburrida y repleta de servilismo desaparecerá y no tendré que volver a vivir preocupada continuamente por la opinión de los demás.
¡Ah!, allí hay un asiento libre. Rápidamente bajé el paraguas y mis cosas del portaequipajes y me senté. A mi derecha, había un estudiante de secundaria y a mi izquierda una mujer que llevaba su bebé a espaldas con una chaqueta gruesa que les cubría a los dos. A pesar de ser bastante mayor, la mujer iba muy maquillada y llevaba un peinado muy a la moda. Tenía un rostro bonito, pero en su cuello se podían adivinar algunas arrugas bastante profundas. Me dio la sensación de que era una persona miserable, tan desagradable que hasta me entraron ganas de abofetearla. Supongo que la forma de pensar del ser humano cambia totalmente dependiendo de si uno está de pie o sentado. No sé si tendrá relación, pero cuando estoy sentada, suelo pensar en cosas superficiales y sin ninguna importancia. Frente a mí había cuatro o cinco hombres de negocios sentados. Tendrían la misma edad todos ellos, alrededor de unos treinta años. No había ninguno que me gustara. Tenían los ojos turbios y miraban al suelo, apáticos. Supongo que si les hubiese sonreído en ese momento, puede que me hubiese visto arrastrada a casarme con alguno de ellos. Solo por esa razón. Para las mujeres, una sonrisa es suficiente para sellar su destino. Qué miedo. Tendré cuidado con sonreír a la gente.
Luego me dio por pensar en cosas muy raras. Llevo un par de días obsesionada con el rostro del jardinero que viene a cuidar el jardín de casa. Es un jardinero como cualquier otro, está vestido de jardinero y tiene apariencia de jardinero de los pies a la cabeza. Pero en su cara falla algo. Tiene una cara que hace difícil que una se trague así como así que se dedica a lo que se dedica. Exagerando un poco, podría decirse que tiene cara de filósofo. Además, al ser moreno, resulta bastante atractivo. Pero lo mejor de él son sus ojos. También tiene las cejas bonitas. Su nariz es respingona, pero al tener ese tono de piel, no le queda mal y da toda la impresión de que es una persona resuelta. Sus labios también están bastante bien, aunque las orejas las tiene un poco sucias. Fijándose en las manos, uno sí que le reconocería como un jardinero, pero su cara, velada por ese sombrero elegante que suele llevar, me hace sentir lástima por él. Le comenté a mi madre en varias ocasiones que dudaba de si ese hombre había sido jardinero toda su vida y, al final, acabó regañándome. El furoshiki que cogí hoy para guardar mis cosas fue un regalo de mi madre. Me lo dio justo el día en el que el jardinero nos vino a visitar por primera vez. Aquel día estuvimos limpiando la casa a fondo. También estaban el carpintero que nos arregló la cocina y unos tipos que vinieron a cambiar el suelo de tatami. Mi madre estuvo ordenando el interior de las cómodas, y dentro de un cajón encontró este furoshiki y entonces me lo regaló. Es un furoshiki precioso y muy femenino. Es tan bonito que me da pena tener que hacerle un nudo para guardar las cosas dentro.
Allí sentada, lo posé sobre mi regazo y me dediqué a mirarlo de vez en cuando y a acariciarlo, como ausente. Me hubiese gustado que todos los que viajaban conmigo en el tren se hubiesen fijado en él, pero nadie lo miró. Pensé que si algún hombre se fijase en este furoshiki , aunque fuera solo por un instante, podría llegar incluso a casarme con él. La palabra instinto hace que me entren unas ganas irreprimibles de llorar. La grandeza del instinto, cuya fuerza no podemos manipular. Pensar en ello a raíz del tipo de cosas que me ocurren hace que enloquezca automáticamente. Pienso en qué debo hacer y me distraigo. No me permite negar ni afirmar, es como algo enorme que de repente me envuelve y me arrastra a su voluntad. Por una parte, estoy conforme con dejarme llevar, pero por otro lado lo observo y me entra una enorme tristeza. ¿Por qué no nos satisface pasar toda la vida amándonos solamente a nosotros mismos? Es lamentable ver cómo la razón va desapareciendo poco a poco. Me decepciona cuando el instinto aniquila mis sentimientos y hace que me olvide de mí misma, de quién soy, aunque solo sea por un instante. Casi me entran ganas de llorar solo de pensar que mi yo racional y mi yo pasional se guían claramente por un instinto que no sé si está equivocado. Me entran unas ganas tremendas de llamar a mis padres, de gritar su nombre a los cuatro vientos. Sin embargo, puede que la verdad que busco se encuentre oculta en algún lugar desagradable. Lo cual, naturalmente, también me parece lamentable.
En estos pensamientos estaba cuando finalmente llegamos a la estación de Ochanomizu. En el andén noté que todo lo que había pensado hasta ese momento se me había olvidado ya, pero me dio lo mismo. Intenté acordarme de lo que había estado pensando, pero no lo conseguí. Me puse nerviosa intentando retomar el hilo de mis pensamientos, pero no me vino nada a la mente. Nada. Mi mente estaba vacía. De vez en cuando me da la impresión de que he tenido ideas que me han impresionado, otras que me han hecho sufrir y otras que me han hecho sentir mucha vergüenza, pero que al final es como si no hubiese pasado nada. El instante, el ahora, eso sí que es interesante. Ahora, ahora, ahora. Cada «ahora» que señalo con el dedo se va volando lejos para dejar paso a un nuevo «ahora». «Vaya, ¿¡esto qué es!?», pensé mientras bajaba las escaleras del puente. Menuda idiotez. A lo mejor es que soy demasiado feliz.
Esta mañana, la profesora Kosugi estaba muy guapa. Es tan bonita como mi furoshiki . Le sienta muy bien el color azul. El clavel carmesí que llevaba en el pecho también llamaba la atención. Aunque me gustaría mucho más si no actuase tanto. Creo que finge demasiado. Adopta una pose forzada. Seguro que debe de acabar agotada de hacer de sí misma todo el día. Su carácter también es algo complicado. A lo largo del tiempo, he descubierto que tiene muchos aspectos difíciles de entender. Se puede intuir en ella un carácter sombrío que oculta con dificultad bajo esa alegre forma de actuar que tiene. A pesar de ello, es una mujer muy atractiva. Me da pena que no haya llegado a ser nada más que una simple profesora de instituto. Y aunque ya no tenga tanto éxito entre mis compañeras, a mí me sigue gustando igual que el primer día. Da la impresión de ser una de esas damas que viven en un antiguo castillo junto a un lago situado en medio de una montaña. Vaya, creo que la he elogiado demasiado. ¿Por qué las clases de la profesora Kosugi son siempre tan serias? ¿Acaso será un poco tonta? Me da lástima. Lleva ya un tiempo hablándonos sobre el patriotismo, y no se da cuenta de que es algo que ya teníamos claro desde antes de que nos lo empezase a explicar. Es natural que cualquiera sienta afecto por el lugar donde ha nacido. Me aburre.
Con la mejilla apoyada en la mano, acodada sobre el pupitre, me dediqué a mirar por la ventana. Las nubes estaban muy bonitas, quizá porque el viento soplaba fuerte en el cielo. Habían florecido cuatro rosas en un rincón del patio. Una amarilla, dos blancas y una rosa. Contemplando embobada las flores, llegué a la conclusión de que en verdad existe algo bueno y hermoso en el corazón de los seres humanos. Los que han sabido apreciar la belleza de las flores son humanos, y los que aman las flores también lo son.
Durante el almuerzo, estuvimos contando historias de miedo. Nos pusimos a gritar y a armar jaleo cuando Yasubē contó la historia de «La puerta que no se abre», que es una de las siete historias paranormales de nuestro instituto. La historia tenía un toque bastante psicológico, no era la típica historia de fantasmas. Como nos inquietó tanto, y a pesar de que acabábamos de comer, nos entró un hambre atroz. Enseguida, la Señora Bollo me dio un caramelo de dulce de leche. Tras eso retomamos de nuevo las historias de miedo. Parece que a todo el mundo le interesan este tipo de historias. ¿Constituirá algún tipo de estímulo? Luego dejamos el tema de los fantasmas y alguien contó un cotilleo sobre Fusanosuke Kuhara. ¡Qué bueno! Me reí a carcajadas cuando me lo contaron.
Por la tarde, en clase de dibujo, salimos al patio para dibujar el paisaje. ¿Por qué el profesor Itō será tan aficionado a ponerme en apuros siempre que se le presenta la ocasión? De nuevo he tenido que hacer de modelo para su dibujo. Como mi paraguas causó sensación entre las chicas de clase, se armó tanto jaleo que el profesor Itō se enteró y me hizo posar sujetándolo del mango al lado de las rosas del rincón del patio. El profesor dijo que me iba a hacer un retrato y que lo iba a presentar a un concurso. Acepté posar para él, pero solo durante media hora. Es agradable ayudar a la gente, aunque sea solo un poco. Pero la verdad es que también me cansa mucho estar a solas con él. Es muy insistente en todo lo que dice, y se pasa el rato soltando teorías y más teorías. Además, mientras me dibuja no hace más que hablar sobre mí. ¿Será porque le impongo respeto? Casi nunca le respondo, me da pereza. Se nota a la legua que es una persona insegura. Se ríe de forma extraña y, aun siendo profesor, hay veces en las que hasta se sonroja. Cuando le veo comportarse así, me entran ganas de vomitar. ¡Puaj! No soporto cuando me dice que le recuerdo a su hermana pequeña fallecida. Imagino que será una buena persona en el fondo, pero detesto su comportamiento, repleto de gestos superficiales.
Hablando de gestos de ese tipo, reconozco que yo también tengo muchos, quizás todavía más que él. Además, en mi caso puede que incluso yo actúe con más astucia si cabe. La verdad es que soy bastante presumida. A veces suelo pensar que finjo demasiado y luego me veo arrastrada por esa pose que me he creado yo misma. Me estoy transformando en una auténtica mentirosa. Aunque esto también lo finjo. No sé qué hacer.
«Quiero ser natural, quiero ser sincera», recuerdo que pensaba con todas mis fuerzas mientras posaba en silencio para el profesor. ¡Basta ya de leer tantos libros! Mi vida se está llenando de ideas sin sentido, me he convertido poco a poco en una persona pedante y orgullosa. Qué humillación. Te pones a pensar en las cosas que te atormentan, en que no tienes objetivos, en que deberías tomar una parte más activa en tu propia vida o en que te contradices a ti misma, hasta que descubres que no se trata más que de simples emociones. En realidad, con esto no haces más que engañarte consolándote a ti misma. Supongo que tengo demasiada autoestima.
Y ahí estaba yo, haciendo de modelo pero con un corazón tremendamente sucio en mi interior. Estoy segura de que el dibujo del profesor no recibirá ningún premio. No puede salir nada bueno de él con lo mala persona que soy yo. Sé que no debería decir esto, pero no puedo dejar de pensar que el profesor Itō es un poco tonto. Ni siquiera es consciente de que tengo una rosa bordada en mi ropa interior.
Mientras estaba allí de pie y en silencio, en la misma postura y aburrida, noté que me entraban unas ganas incontrolables de tener mucho dinero. Tan solo con diez yenes bastaría. Me encantaría leer a Madame Curie. Luego, de repente, sin venir a cuento, me vino un deseo feroz de que mi madre llegase a vivir muchos años más. En cierto modo, es durísimo posar para el profesor. Me quedé agotada tras la sesión.
Después de clase, fui a escondidas con Kinko, la hija del monje budista, a la peluquería Hollywood a que nos hiciesen un peinado bonito. Al terminar, como no me dejaron el pelo como les había pedido, me sentí algo chafada. De todas formas, hay que reconocer que no soy nada guapa. ¡Vaya decepción! Tras el episodio de la peluquería me quedé totalmente desanimada. Y más por el arrepentimiento que me entró por haber ido a escondidas a un lugar así para que me peinasen y me dejasen así de fea. Me sentía como una gallina sucia y desplumada, y peor aún, como si me hubiera tratado a mí misma con frivolidad. Kinko se emocionó y empezó a fantasear. «¿Y si fuese así a un miai?». Empezó a decir montones de barbaridades por el estilo y me dio la sensación de que de verdad iba a asistir a uno. «¿Qué tipo de flores quedarían bien con este peinado?». «Si voy vestida con kimono, ¿qué tipo de obi debería elegir?». Y así. Lo peor es que hablaba como si de verdad lo dijese en serio.
De verdad, Kinko es una chica encantadora pero no tiene nada en la cabeza.
Le pregunté riéndome que con quién sería la presentación, a lo que ella contestó tranquilamente: «Dicen que cada uno es bueno en su negocio». Le pregunté sorprendida qué significaba aquello y me contestó que las hijas de los monjes de un templo están predestinadas a casarse con los hijos de un monje de algún templo vecino. De esta forma, no tendrán que preocuparse nunca por el dinero. Me sorprendió su afirmación. Me da la impresión de que Kinko no tiene mucha personalidad. Debe de ser por eso que es tan femenina. Solo por el hecho de que nos hayan sentado juntas en clase, y a pesar de que yo no la esté tratando con especial cariño, ella va diciendo por ahí que soy su mejor amiga. ¡Qué chica tan encantadora! Estoy agradecida de que se preocupe tanto por mí y de que me escriba cada día, pero hoy ya se estaba entusiasmando demasiado y me estaba empezando a cansar.
Me despedí de ella y cogí el autobús. Siento algo que, no sé, algo como de lástima, en general. En el autobús había una mujer bastante desagradable. Llevaba puesto un kimono con la parte del cuello sucia y tenía el pelo rojizo y alborotado, sujeto en un moño con un palito. También tenía las manos y los pies sucios. Además, tenía una cara que hacía difícil distinguir si era hombre o mujer, como irritada, y de un color rojo negruzco. Y…, ah, me entran náuseas solo de pensarlo. Aquella mujer estaba embarazada y a veces se reía sola. Una gallina. Sentí que yo era igual, yo había ido a escondidas a la Hollywood a que me peinasen.
Me recordó vagamente a la señora de esta mañana, la que estaba sentada en el tren a mi lado e iba demasiado maquillada. Ay, pero qué sucias, ¡qué sucias somos las mujeres! Las mujeres somos desagradables. Siendo yo una de ellas, percibo perfectamente la suciedad que tenemos en nuestro interior y en nuestro exterior. Lo odio tanto que me chirrían los dientes solo de pensarlo. Es como ese olor tan insoportable a pescado que se te pega después de tocar los peces de colores: siento como si tuviese ese olor pegado por todo mi cuerpo. Aunque me lavara una y otra vez, no se me quitaría. Pensando en cómo día tras día mi cuerpo va emanando este olor corporal de hembra, cada vez más y más intenso, me entran ganas de morirme. De pronto, deseé tener alguna enfermedad. Si cayera gravemente enferma y adelgazara mucho a causa de haber sudado excesivamente, puede que llegara a alcanzar un estado total de pureza. Siento que poco a poco voy entendiendo mejor el significado de la religión.
Al bajar del autobús, me sentí algo mejor. No me gusta estar subida a los autobuses. Dentro, el aire es tibio e insoportable. Prefiero estar en tierra firme, pisar con los pies el suelo. Me gusto a mí misma cuando camino y voy pisando la tierra, aunque me da la impresión de que soy un poco despistada. Una persona descuidada.
Volviendo a casa, volviendo,
¿qué voy viendo mientras vuelvo?
Las cebollas de los huertos voy viendo.
Cantan las ranas, volviendo.
Y así fui cantando en voz baja hasta que me di cuenta de que mi comportamiento estaba siendo demasiado irritante. Qué infantil. Me odio a mí misma. Crezco físicamente pero no maduro. A partir de ahora me comportaré como una buena chica.
Como recorro todos los días el mismo camino para volver a casa, ya ha perdido para mí toda la belleza que pudo haber tenido en un principio. Solo hay árboles y más árboles, sendas para arriba, sendas para abajo, y huertos y nada más que huertos. Hoy, para variar, intenté hacer como si fuese una persona que viene de fuera y visitara la zona por primera vez. Veamos, soy la hija de un zapatero de Kanda que se adentra en las afueras por primera vez en su vida. Entonces, ¿qué impresión sacaría del sitio? ¡Qué idea tan buena! Qué idea tan patética. Me puse seria y miré a mi alrededor fingiendo una inseguridad exagerada.
Mientras bajaba por una pequeña alameda, me fijé en las ramas con hojas frescas que apuntaban hacia arriba. «¡Vaya!», exclamé en voz baja. Cuando pasé por el puente me asomé al arroyo y me quedé mirando mi reflejo un buen rato. «¡Guau, guau!», ladré imitando a un perro. Mientras miraba los huertos que había a lo lejos, entorné los ojos y me relajé. «Ay, me encanta», murmuré con un suspiro. Descansé un poco junto al templo sintoísta. El bosque que hay junto a él está muy oscuro, por lo que me levanté precipitadamente y exclamé: «¡Uy, qué miedo!». Me encogí de hombros, lo atravesé a toda prisa y al salir y ver la luz hice como si me sorprendiese.
Al cruzar por este camino rural, y tratar de verlo como si fuese algo nuevo para mí, totalmente nuevo, de repente empecé a sentirme muy sola. Al final, me senté con desgana en una pradera que había a un lado del camino. Allí sentada, desapareció aquel sentimiento que me había acompañado hasta hacía un momento; desapareció como haciendo ¡tin!
De pronto me puse muy seria y comencé a pensar en mi actitud de estos últimos días. ¿Por qué soy tan desagradable últimamente? ¿Por qué tengo tanta ansiedad? Siempre hay algo que me da miedo. El otro día me dijeron: «Cada vez te estás volviendo más vulgar, ¿no crees?». Puede que sea cierto. La verdad es que me estoy volviendo una chica bastante negativa. Me he convertido en una estúpida, vaya. ¡Qué mal, qué mal! ¡Qué débil soy! «¡Ah!», casi grité con todas mis fuerzas. Chasqueé con la lengua. Aunque intentes disimular lo cobarde que eres, con un grito así no conseguirás solucionar nada. Haz algo más. Quizá me haya enamorado de alguien. Me tumbé boca arriba.
«Papá», le llamé muy bajito. Papá… El cielo del atardecer está muy bonito y la niebla es de color rosa. Será porque la luz del sol poniente se perdió y se difuminó, por eso la niebla tenía ese ligero color rosado.
Aquella niebla rosa fluía lentamente por entre los árboles, pasaba por encima del camino, acariciaba la pradera y envolvía mi cuerpo suavemente. Hasta el último mechón de mi cabello quedó iluminado por ella. Pero lo que más me llamó la atención fue que el cielo estaba precioso. Por primera vez en mi vida, quise expresarle mis respetos a aquel cielo. Justo en ese momento supe que creía en Dios. Ese color, el color de aquel cielo, ¿cómo se llamará? El color de una rosa. El de un incendio. El del arcoíris. El de las alas de un ángel. El de un monasterio. No, no era ninguno de esos colores tan vulgares. Era algo todavía más divino.
Pensé con tanta fuerza: «Quiero amar a todo el mundo», que casi me entraron ganas de llorar. Contemplando el cielo fijamente, pude ver cómo iba cambiando poco a poco. Cada vez se tornaba más azul. Yo no hacía más que suspirar, y me entraron ganas de desnudarme allí mismo. Además, las hojas y la hierba nunca me habían parecido tan hermosas. Las toqué con cuidado.
Me gustaría poder llevar una vida hermosa.
Cuando llegué a casa vi que teníamos invitados. Mi madre también había vuelto. Se reían de algo, como siempre. Cuando mi madre está a solas conmigo y se ríe, aunque su cara exprese una gran alegría, lo hace en silencio. Sin embargo, cuando atiende a los invitados, su cara no expresa alegría en absoluto, pero se ríe con voz muy aguda. Les saludé e inmediatamente salí a la parte trasera de casa para lavarme las manos en el pozo. Cuando me quité los calcetines y comencé a lavarme los pies, vino el pescadero y nos dejó un gran pescado junto al pozo. «¡Aquí tienes, muchas gracias!», me dijo. No sé cómo se llamaría aquel pescado, pero por sus pequeñas escamas me dio la impresión de que debía de venir por lo menos del mar del norte.
Tras dejar el pescado en un plato y lavarme las manos de nuevo, me vino a la nariz un olor similar al del verano en Hokkaido. Me acordé de que hacía dos años, durante las vacaciones de verano, fui a visitar a mi hermana, que vive allí. En su casa, que está junto al puerto de Tomakomai, siempre huele a mar, imagino que por estar cerca de la playa. Recuerdo la escena: mi hermana preparaba a solas, hábilmente, un pescado en su inmensa cocina, por la tarde, con sus finas y blancas manos. En aquel momento, no sé por qué, me entraron unas ganas tremendas de que me hiciese caso y me tratase con algo más de cariño, pero por aquel entonces su hijo Toshi ya había nacido, por lo que mi hermana ya no me pertenecía solamente a mí. Notaba que corría un gélido viento entre nosotras y ya no me atrevía a abrazar sus finos hombros. Recuerdo también que, estando de pie en el rincón de aquella cocina ligeramente oscura, me fijaba atónita y desconsolada en la ternura con que sus pálidos dedos se movían. Pero todo eso forma ya parte del pasado, no son más que dulces recuerdos. Es curioso lo que me ocurre con los parientes. Si una persona ajena a la familia se va lejos, cada día su recuerdo se hace más y más débil, y me voy olvidando de esa persona, pero si es un pariente, entonces recuerdo sobre todo los buenos momentos.
Las bayas silvestres que crecen junto al pozo se están empezando a poner coloradas. Quizá dentro de dos semanas ya se puedan comer. El año pasado ocurrió algo curioso. Una tarde, mientras me comía las bayas que recogía, vi a Chapy que me miraba en silencio. Sentí lástima por él y le di una. Entonces se la comió. Le di un par más y también se las tragó. Me hizo tanta gracia que fui y sacudí el árbol para que cayesen más, entonces Chapy empezó a comérselas todas con ansia. ¡Qué tonto! Nunca había visto un perro que comiese bayas. Seguí comiéndomelas mientras las alcanzaba poniéndome de puntillas. Chapy también siguió comiendo las que estaban en el suelo. Fue gracioso. Al recordarlo, me entraron ganas de verle y le llamé: «¡Chapy!» .
Chapy vino corriendo desde la puerta principal, con aire altivo. De pronto, me entraron tantas ganas de hacerle mimos que apreté los dientes con fuerza, le di un tirón del rabo y entonces él me mordió la mano. Casi se me salta una lágrima, así que le arreé un golpe en la cabeza; entonces se fue a beber agua del pozo, haciendo ruido con la lengua como si nada.
Entré en mi habitación. La luz estaba encendida. Todo estaba en silencio. Papá no estaba. Desde que él no está, a veces siento un gran vacío dentro de casa y me entran ganas de quedarme en la cama sola, toda encogida. Me cambié y me puse un kimono. Al quitarme la ropa interior, tuve buen cuidado en darle un besito cariñoso al bordado de la rosa. Cuando me senté frente al tocador, desde el salón se volvieron a escuchar las carcajadas de mi madre y los invitados. ¡Qué estúpidos! Mi madre, cuando estamos las dos solas, es de lo más agradable, pero cuando vienen invitados a casa se pone distante conmigo y me trata de forma fría e indiferente. Justo en esos momentos es cuando más extraño a mi padre y me pongo triste.
Al mirarme en el espejo me noté el rostro muy vivo. Mi rostro tiene una personalidad aparte, como ajena a mí misma. Se trata de algo que no tiene nada que ver con mi tristeza ni con lo mal que lo paso habitualmente. Hoy ni siquiera me he puesto colorete y, aun así, tengo las mejillas de un tono encarnado. Además, los labios también los tengo rojos, pequeños y brillantes. Estoy guapa. Me quité las gafas y sonreí con dulzura. Mis ojos no están tan mal después de todo. En torno al iris tengo un ligero tono azul clarito. ¿Será por haber estado tanto tiempo fijándome en el hermoso cielo del atardecer? ¡Qué suerte!
Aquello me subió un poco el ánimo. Fui a la cocina a limpiar el arroz y entonces me volvió a invadir la tristeza. Echo de menos nuestra anterior casa, la que estaba en el barrio de Koganei. La echo tanto de menos que siento como si me ardiese el pecho cada vez que me acuerdo de ella. En aquella casa tan bonita, papá aún estaba con nosotras, y mi hermana también. Mi madre era joven, y se reía mucho. Cuando volvía de clase, mi madre y mi hermana solían estar en la cocina o en el salón charlando alegremente. Me preparaban la merienda y me mimaban, y yo me peleaba con mi hermana, y mis padres me regañaban, y yo salía corriendo y me iba muy, muy lejos en bicicleta. Por la tarde volvía y cenábamos como si nada hubiera pasado. La verdad es que lo pasaba de maravilla. No me preocupaba tanto de mí misma ni tenía que comportarme de manera extraña. Simplemente era una niña. ¡No me daba cuenta de lo privilegiada que era! No tenía preocupaciones, no me sentía sola, no sufría. Papá siempre fue un padre excelente. Mi hermana era muy cariñosa y yo iba siempre detrás de ella. Pero según fui creciendo, mi forma de ser fue empeorando. Sin darme cuenta, mis privilegios fueron desapareciendo y yo me quedé indefensa. ¡Qué mal! Ya no puedo hacer que los demás estén tan pendientes de mí como antes, y no hago más que abstraerme. Y eso, claro está, no ha hecho más que aumentar este sufrimiento que me atenaza constantemente.
Entonces mi hermana se casó y se fue de casa, y luego mi padre se murió. Mi madre y yo nos quedamos solas. Imagino que se siente muy triste. El otro día me dijo: «Ya no me quedan alegrías en esta vida. Para serte sincera, verte a ti tampoco es que me alegre mucho. Perdóname. ¿Qué sentido tiene la felicidad si no la voy a poder compartir con tu padre?». Dice que se acuerda de él cuando empieza a haber mosquitos y también cuando descose la ropa, e incluso cuando se corta las uñas. También se acuerda de él cuando el té está bueno. Aunque le trate con respeto y charle con ella, en el fondo es totalmente distinta a como era mi padre. El amor conyugal debe de ser una de las cosas más fuertes del mundo, incluso todavía más valioso que el amor de la familia.
Al verme reflexionando de una forma tan adulta para mi edad, me sonrojé y, con la mano mojada, me retiré el pelo hacia atrás. Lavando el arroz con buen ritmo, empecé a sentir mucho afecto hacia mi madre y pensé, de todo corazón, en que debería cuidarla más. Me voy a cambiar el peinado, voy a parar de ondulármelo y voy a dejármelo mucho más largo. Como a mi madre nunca le ha gustado que lleve el pelo corto, voy a dejármelo muy largo para poder así recogérmelo de alguna manera bonita y que a ella le guste. Lo cierto es que tampoco quiero llegar hasta ese punto solo para que esté contenta. No es agradable. Pensándolo bien, la irascibilidad que estoy teniendo últimamente tiene bastante que ver con mi madre. Me gustaría ser de esas hijas que comparten la manera de pensar de sus madres, pero tampoco quiero estar todo el día halagándola de manera exagerada. Me gustaría que me comprendiese sin que yo tuviese que darle explicaciones de ningún tipo y que me dejase vivir tranquila. Aunque yo pueda resultar bastante egoísta a veces, jamás haría nada que la perjudicase. Además, aunque sea duro y me pueda sentir sola, siempre respetaré lo más importante. Quiero mucho, mucho, muchísimo a mi madre y a esta familia, así que ella también debería creer plenamente en mí y no preocuparse tanto. Encontraré la mejor solución a nuestras diferencias, seguro. Me esforzaré al máximo. Para mí eso supondría un inmenso placer, pero mi madre no se fía nada y todavía me trata como si fuera una niña pequeña. Incluso se alegra en cierto modo cuando me comporto de manera infantil.
Para muestra, la tontería que hice el otro día. Cogí mi ukelele y empecé a tocarlo. Pompón, pompón … Me comporté como una niña pequeña adrede y entonces mi madre me dijo muy contenta: «¡Anda! ¿Está lloviendo? Se puede oír cómo caen las gotas de agua en el patio». Se hacía la tonta para gastarme una broma creyendo que yo de verdad estaba entusiasmada con el ukelele; me pareció realmente lamentable y me entraron ganas de llorar. ¡Mamá, yo ya soy adulta! Ya sé todo lo que una tiene que saber sobre el mundo. Cualquier duda que tengas, por favor, házmela saber. Si tuvieses la confianza de decirme que nuestra situación económica no es la que era, no te molestaría pidiéndote zapatos ni nada por el estilo. Sería una persona de confianza muy, muy modesta. De verdad te lo digo. Y sin embargo… Ay, sin embargo… De pronto me acordé de que había una canción así y se me escapó una carcajada. Pero fue muy silenciosa.
Me di cuenta de que estaba distraída pensando en una cosa tras otra con las manos metidas en la olla. Debía de parecer una tonta.
¡Mal, mal! Tuve que darme prisa en prepararle la cena a los invitados. ¿Qué podía hacer con el pescado grande que nos acababan de traer? Por si acaso, lo dejé fileteado y cubierto de miso. Pensé que así quedaría bastante bueno. En la cocina lo mejor es usar la intuición. Nos quedaba algo de pepino, así que lo empapé en vinagre, salsa de soja y mirin. Y luego hice una tortilla, mi especialidad. Después, un plato más. «¡Ah, sí! Voy a hacer un plato rococó», pensé. Es un plato que me inventé. Jamón cocido, huevo, perejil, repollo, espinacas… todo lo que queda por la cocina suelo colocarlo de forma bonita y lo sirvo. No requiere de una gran preparación, es muy económico y, aunque no es muy sabroso, le da a la mesa un toque alegre y colorido, como si fuese una gran comida de lujo. Una hojita verde de perejil detrás del huevo, una loncha de jamón cocido asomando como si fuese un coral rojizo, las hojas de un repollo colocadas como si fuesen pétalos de peonía o un abanico hecho con plumas de ave y una hoja de espinaca de color verde intenso con forma de pasto o incluso de lago. Al servir dos o tres de estos platos, los invitados evocan de pronto la Francia borbónica del siglo XVII. Bueno, en realidad no es para tanto, pero como no sé cocinar platos tan deliciosos como los de los cocineros de verdad, al menos los intento dejar bonitos para sorprender a los invitados y así lo disimulo. Es lo que yo digo siempre: lo más importante de la cocina es la apariencia del plato. Sin embargo, para preparar este plato rococó es necesario tener cierta sensibilidad artística. Si no se presta particular atención a la combinación cromática, el plato puede resultar un desastre. Como mínimo se ha de tener la misma delicadeza que yo tengo para hacer las cosas. El otro día busqué en el diccionario la definición de la palabra «rococó» y me entró la risa porque ponía que era un estilo de decoración recargado e insustancial. Es una buena definición, aunque a mí no me interesa buscarle una explicación a la belleza. La belleza pura siempre carece de sentido y de moral. Eso está claro. Por eso me gusta tanto el rococó.
Siempre me pasa igual. Mientras cocino y voy degustando los sabores, me invade una terrible sensación de vacío. Me muero de cansancio y me pongo melancólica. Cualquier esfuerzo por mi parte me abruma. Todo empieza a darme igual, ya nada me importa. Al final, me abandono a la desesperación y me despreocupo totalmente por el sabor y la apariencia, lo termino todo de manera precipitada y desordenada y se lo sirvo a los invitados de mal humor.
Los invitados de hoy me deprimían especialmente. Era el matrimonio Imaida, de Ōmori, y su hijo Yoshio, que cumple siete este año. El señor Imaida tiene casi cuarenta años y aún así mantiene una piel blanquecina, como si todavía fuese un joven atractivo. ¡Qué asco! ¿Por qué fumará Shikishima? Los cigarrillos con filtro transmiten una indudable sensación de suciedad. El tabaco debe fumarse sin filtro. Basta con que vea a alguien fumando Shikishima para que empiece incluso a dudar de su personalidad. El señor Imaida no hacía más que echar humo para arriba exclamando cosas como: «Ajá, ajajá, comprendo». Parece ser que ahora trabaja de profesor en una escuela nocturna. Su esposa es pequeña, cohibida y vulgar. Con cualquier comentario, aunque sea sobre algo aburrido, se retuerce de risa casi revolcándose por el suelo. A mí no me hacen nada de gracia esas cosas que tanto le divierten a ella. Lo mismo se piensa que reírse de esa manera tan exagerada por cualquier cosa es algo elegante. En el mundo en el que vivimos, esta clase de gente resulta ser la peor. La más sucia. ¿Cómo los llaman? ¿Petite bourgeoisie? Es ese tipo de gente que por cobrar un sueldo medianamente alto ya se creen superiores al resto. El hijo también es un pedante que no tiene ni pizca de coraje. Aun así, me contuve y sonreí, charlé con ellos y le dije a Yoshio lo mono que era mientras le acariciaba la coronilla. Les estuve mintiendo a todos descaradamente durante un buen rato, así que puede que después de todo resultaran ser bastante inocentes comparados conmigo. Todos comieron mis platos rococó y alabaron mi arte culinario. Me sentí desolada e irritada, tanto que me entraron ganas de echarme a llorar. No obstante, fingí estar alegre y me puse a comer junto a ellos, pero los continuos halagos necios de la señora Imaida me empezaron a molestar, por lo que me puse seria, decidí no mentir más y les dije:
—Estos platos no son nada deliciosos. Como no nos quedaba nada en la cocina improvisé esto como último recurso.
Mi intención fue decirles la verdad, pero ellos empezaron a reírse casi aplaudiéndome y repitiendo:
—Último recurso, dice. ¡Qué graciosa!
Tal era mi frustración que me entraron ganas de empezar a llorar a gritos y de tirarles a la cara los palillos y los cuencos. Empecé a sonreír aguantando toda mi rabia. Incluso mi madre se unió a ellos y dijo:
—La niña está resultando ser una gran ayuda en casa, ¿saben?
Mi madre, a pesar de haber intuido perfectamente mi tristeza, dijo esto sonriendo para agradar a los Imaida. Mamá, no tienes por qué seguirles de ese modo la corriente a los Imaida. Mi madre, cuando atiende a sus invitados, no es mi madre. Se convierte en una mujer débil. ¿Acaso se tiene que arrastrar tanto solamente por haber perdido a su marido? Me sentí miserable. Las palabras no acudían a mi boca. ¡Váyanse a su casa ya, por favor, váyanse ya, señores Imaida! Mi padre era un gran hombre. Además de amable, era una persona muy noble. Quieren burlarse de nosotras porque mi padre ya no está, váyanse ahora mismo, por favor. Me entraron muchas ganas de gritárselo al señor Imaida a la cara. Pero, al fin y al cabo, soy débil, así que le corté el jamón cocido a Yoshio y le pasé las verduras en conserva a su madre.
Tras terminar la cena, fui corriendo a la cocina y me puse a recoger. Quería quedarme sola lo antes posible. No es que sea una engreída, pero me parece un esfuerzo inútil atender a la conversación y reírme con esa gente. Ni siquiera consideré necesario tratarles con cortesía. No, no. No debería hacerlo y no lo hice. Ya había tenido bastante por esta noche. Yo ya había hecho todo lo que podía. Hasta mi madre parecía muy contenta de verme atendiéndoles amablemente mientras aguantaba sus estupideces. ¿Habrá sido suficiente todo aquello para agradarla? No sé qué sería lo correcto, si amoldarme a la situación separando mis sentimientos y emociones de las relaciones sociales y dar una buena imagen o, por el contrario, aunque pudieran llegar a hablar mal de mí, actuar sin ocultar mi verdadera personalidad con todo lo que eso conlleva. Envidio a las personas que tienen la suerte de poder llevar una vida tranquila junto a gente igual de débil, amable y tierna que ellos mismos. A pesar de que fuese posible llevar una vida sin sufrimiento, decidí que no me atormentaría con este tipo de cosas. Eso estaría mucho mejor. No dudo de que sería bueno ser algo más hospitalaria, aunque fuera a costa de ocultar mis sentimientos, pero si en un futuro me obligasen a escuchar con atención todos los días a gente como los Imaida y reírles las gracias, creo que me volvería loca.
Supe que no podría vivir en una prisión. Es más, no podría ni siquiera trabajar como sirvienta. Tampoco podría ser la esposa de nadie. Bueno, no, ser esposa, casarse, es algo distinto. Si alguna vez decidiese dedicar toda mi vida a una sola persona, por duro que fuese, haría todo lo que estuviese en mi mano para que funcionara. Lo haría lo mejor que pudiera porque justo ahí reside el placer de vivir, justo ahí reside la esperanza de un mundo mejor. Es algo natural. Trabajaría sin parar, desde por la mañana hasta que llegara la hora de acostarse. Haría la colada una y otra vez, sin descanso. Las veces que hiciera falta. Una de las cosas más desagradables del mundo es que se te acumule un montón de ropa sucia para lavar. Eso no ocurriría. Es algo que me pondría muy nerviosa. Siento como que no puedo morir tranquila si no lo he lavado todo primero. Cuando termino de lavar hasta la última prenda y la cuelgo en el tendedero, siento que ya puedo descansar en paz.
En esto, los Imaida se fueron. Dijeron que tenían algo que hacer y mi madre les acompañó a la puerta. Que mi madre les acompañe sin rechistar me molesta, pero el hecho de que el sinvergüenza de Imaida se aproveche de ella para cualquier cosa, que no es la primera vez que lo hace, me molesta mucho, muchísimo, tanto que me entran ganas de darle un bofetón. Sin embargo, los acompañé pacíficamente hasta la puerta y me quedé allí sola mientras la calle se iba oscureciendo; de nuevo me entraron unas ganas horribles de llorar.
En el buzón estaba el periódico de la tarde, además de dos cartas. Una era publicidad de las rebajas de verano de Matsuzakaya para mi madre y la otra era para mí, de mi primo Junji. Era una carta sencilla en la que me anunciaba que dentro de poco le trasladarían al regimiento de Maebashi, en la prefectura de Gunma. También mandaba un saludo para mi madre.
Al ser un oficial del ejército, no creo que mi primo Junji lleve una vida muy agradable que se diga, pero envidio su disciplina y la formación que recibe. La suya es una vida estricta sin las trivialidades del día a día que a mí me amargan. Junji siempre tiene muy claro lo que debe hacer en cada momento, e imagino que debe de ser muy reconfortante para uno mismo que eso ocurra. En mi caso, si no quiero hacer algo no tengo a nadie que me obligue. Hago las travesuras que me da la gana, e, incluso, si me entran ganas de estudiar, sé que tengo casi todo el tiempo del mundo para ponerme a ello. Cualquier deseo que tenga, confío en que acabará haciéndose realidad. Es de imaginar lo que podría ayudar en mi formación el que me exigiesen al menos un poco de esfuerzo. Sin duda agradecería que me atasen con más firmeza.
Hace poco leí en un libro que el mayor deseo de los soldados que están luchando en el campo de batalla es poder dormir profundamente. Siento lástima por los soldados y por todo lo que tienen que sufrir, pero por otra parte les tengo bastante envidia. La idea de que lo único que anhelan esos chicos en el mundo es poder dormir un poco, dejando de lado todo pensamiento absurdo, desagradable y complicado, me parece verdaderamente impecable y simple. Solo de imaginar su situación siento un gran placer. Quizá me viniese bien pasar una temporada en el ejército para hacerme más fuerte y así poder convertirme en una chica decidida y noble.
Por otro lado, también hay gente que no ha participado en ninguna batalla. Gente sincera como Shin. Cuando constato este hecho, no puedo dejar de pensar que soy una auténtica inútil. Soy una chica mala. Shin es el hermano menor de Junji y tiene la misma edad que yo. ¿Cómo puede ser tan buena persona? De todos mis familiares, no, de toda la gente que conozco en el mundo, Shin es sin duda quien mejor me cae. Shin es ciego. ¡Qué tragedia perder la luz de los ojos a una edad tan temprana! En las noches serenas como hoy, estando solo en su habitación, ¿cómo se sentirá? En nuestro caso, aunque estemos tristes, siempre podemos distraernos leyendo un libro o contemplando el paisaje, pero Shin no puede hacer nada de eso. Tan solo puede aguantar su tristeza en silencio. Hasta hace poco, se esforzaba mucho en los estudios, era bueno jugando al tenis y nadaba bastante bien, pero ahora ¿cómo serán su soledad y su sufrimiento? Anoche, también pensando en Shin, me quedé cinco minutos con los ojos cerrados al acostarme. Aunque estuviese dentro de la cama, aquellos cinco minutos con los ojos cerrados se me hicieron eternos y sentí como si me estuviese ahogando. Shin ya no podrá ver nunca nada, ni por la mañana, ni por la tarde, ni por la noche. Nunca. Me gustaría que se sincerase conmigo y me contase qué le molesta. Me gustaría que se enfadase alguna vez o que se comportase de un modo más egoísta. Pero Shin nunca dice nada. Nunca lo he escuchado hablar mal de nadie ni quejarse. Además, siempre habla de forma muy pausada y utiliza un lenguaje muy positivo. Este tipo de cosas hacen que me estremezca.
Pensando en todo aquello, barrí las habitaciones y luego me puse a calentar el agua para el baño. Mientras vigilaba el fogón, me senté sobre una caja vacía de mandarinas y terminé los deberes de clase, con la ayuda de la luz que producían las llamas que salían del carbón incandescente. Como el agua tardaba mucho en calentarse, empecé a leer de nuevo mi ejemplar de Bokutō Kidan [21] . Nada de lo que hay escrito en esta novela me parece desagradable o sucio. Aun así, hay partes en las que se aprecia bien a las claras la arrogancia del escritor, algo que, bajo mi punto de vista, le resta algo de fuerza a la obra. Además, utiliza conceptos algo anticuados. ¿Será porque el escritor lo escribió ya anciano? De todas formas, a los escritores extranjeros, a pesar de ser muy mayores, no les ocurren este tipo de cosas y lo expresan todo de manera más dulce que nosotros. Ellos no tienen nuestras ataduras. Por eso sus obras son tan agradables. A pesar de todo, esta novela no está nada pero que nada mal. Es relativamente sincera y en el fondo se intuye un poso de serena resignación, lo que le dota de cierta frescura. Entre todas las obras de este escritor, esta es la que más me gusta, sin duda, por lo directa que es. Imagino que debe de tener un fuerte sentido de la responsabilidad. Es un escritor con un sentimiento japonés muy arraigado, pero que, sin embargo, transmite todo lo contrario en la mayoría de sus obras, lo que bajo mi punto de vista las hace muy pesadas. Supongo que le gustará parecer malvado en cierto modo. Suele ocurrirle a la gente que es demasiado amorosa. Aparenta ser un rebelde y eso le resta fuerza a su obra. Pero aquí, en Bokutō Kidan, se intuye una honestidad tremenda, que casa muy bien con la soledad de los personajes. A mí me gusta.
En esto el agua de la bañera se terminó de calentar. Encendí la luz del cuarto de baño, me quité toda la ropa, abrí la ventana todo lo que pude y me metí en el agua en silencio. Por la ventana, se veía el reflejo de la luz de la lámpara en las hojas verdes de los arbustos. Brillaban las estrellas. Cada vez que miraba, ahí estaban, con su brillo. Mirando a lo alto, embelesada, aunque no lo quisiese, se infiltraba vagamente en mi campo visual la blancura de mi cuerpo. En silencio, empecé a darme cuenta de que era una blancura distinta a la de cuando era pequeña. Sentí mucha lástima de mí misma. Me quedé perpleja al pensar que el cuerpo sigue creciendo y creciendo, independientemente de lo que uno pueda sentir al respecto. Es un sentimiento insoportable. Me invade la tristeza cuando me doy cuenta de que no puedo detener de ningún modo este crecimiento tan acelerado. ¿No me quedará otra que dejar las cosas como son y contemplar como voy envejeciendo sin remedio? Me gustaría quedarme con el cuerpo de una muñeca para siempre. Entonces salpiqué en el agua con fuerza e hice como si todavía fuese una niña, pero eso no hizo más que aumentar mi tristeza. Empecé a sentir que no era capaz de encontrar una razón para seguir viviendo. Noté que me empezaba a asfixiar.
«¡Hermana!». En la pradera que hay junto al jardín, un niño llamó a su hermana llorando. Aquella voz me llegó al corazón. No es que me estuviese llamando a mí, pero sentí envidia de esa hermana por la que todavía hay alguien que derrama lágrimas. Si tuviese un hermano pequeño como ese niño, que me siguiera y que me tratase con cariño, no viviría con esta vergüenza que me consume cada día. Tendría más objetivos en la vida y quizás decidiera dedicarme exclusivamente a cuidarle. A buen seguro aguantaría cualquier sufrimiento. Me puse a fantasear con tanta vehemencia que luego me di cuenta de que me estaba dando mucha lástima a mí misma.
Al salir del baño no pude evitar echarle un último vistazo a las estrellas. No sé por qué esta noche me están llamando tanto la atención. Decidí salir al jardín para poder contemplarlas mejor. Había tantas que parecían estar cayéndose todas sobre mi cabeza. Ah, ya se acerca el verano. Había ranas cantando por las charcas, y el trigo siseaba al mecerse con el viento. Cada vez que alzaba la mirada veía más y más estrellas brillando sobre mí. El año pasado, no, no fue el año pasado, fue hace ya dos años, le insistí a mi padre en que saliésemos a pasear, y él, aunque ya estaba muy enfermo, salió al jardín para acompañarme. Papá siempre mostró una actitud de lo más juvenil. Fue un padre magnífico. Me acompañó ayudándose de su bastón y me enseñó una canción alemana que decía algo así como: «Tu hasta los cien años y yo hasta los noventa y nueve». Me habló sobre las estrellas, improvisó un poema y de vez en cuando escupía al suelo y me guiñaba un ojo. Cada vez que miro fijamente a las estrellas me acuerdo de él. Veo su cara como si la tuviera delante. Pero han pasado dos años desde aquello y poco a poco me he ido convirtiendo en una inútil. Incluso he llegado al punto de tener muchos secretos que nadie conoce.
Finalmente he vuelto a mi habitación y me he sentado frente al escritorio. He apoyado la cara en una mano y he contemplado la flor de lirio que tengo puesta en un pequeño jarrón. Huele bien. Oliendo un lirio es imposible que se me ocurran malos pensamientos, aunque esté sola y aburrida. Fue ayer por la tarde, cuando venía de paseo desde la estación, cuando entré en una floristería y compré este lirio; fue colocarlo, y la habitación me pareció completamente distinta. Da sensación de limpieza y cuando abres la puerta silenciosamente ya sientes el olor a lirio y a tranquilidad. No es posible imaginarse cuánto me ayuda esto. Mirando a la flor me doy cuenta de que ciertamente su poder es mucho mayor que el de la sabiduría de Salomón. De repente me acordé de aquella vez que visitamos Yamagata el verano pasado. Recuerdo que me entusiasmé al ver en la ladera de una montaña muchísimos lirios en flor. Como sabía que no podía escalar aquella pendiente tan empinada, no tuve más remedio que quedarme contemplándolos desde donde estábamos. Justo en aquel momento, un minero al que no conocía y que pasaba por la zona subió rápidamente la pendiente y, en tan solo unos segundos, sin decir nada volvió con tantos lirios que casi no pude cargar con ellos. Me los dio todos y se fue sin siquiera dedicarme una sonrisa ni nada. Eran montones de lirios. Supongo que no existe una persona en el mundo que haya recibido tantas flores en su vida, ni siquiera en su boda. Su aroma era embriagador. Nunca en mi vida me había sentido tan mareada. Sujetando con los brazos abiertos y con dificultad aquel ramo tan grande de color blanco, no podía ver nada. ¿Qué estará haciendo ahora aquel joven minero tan amable y atento? Trepó a un lugar peligroso y me trajo flores, eso es todo. Pero cada vez que veo un lirio me acuerdo de él.
Abrí el cajón del escritorio y, rebuscando en su interior, he encontrado un abanico que me regalaron el verano pasado. Sobre el papel blanco aparece dibujada una mujer de la era Genroku sentada incorrectamente al lado dos physalis de color verde. Mirando este abanico, empecé a sentir que los recuerdos del verano pasado ascendían como humo ante mis ojos. La vida en Yamagata, los viajes en tren, los yukata , las sandías, el río, las cigarras, los fūrin. De pronto me vi viajando en un tren, dándome aire con el abanico. La sensación que da cuando lo abres es realmente placentera. Se van abriendo las varas una a una y de repente el abanico se convierte en un objeto tremendamente ligero. Mi madre ha vuelto mientras jugaba dándole vueltas. Parecía de muy buen humor.
—Ay, ¡qué cansada estoy! —exclamó alegremente, sin mostrar en realidad ningún signo de cansancio.
Le gusta ayudar a la gente, qué le vamos a hacer.
—Cómo se complica todo —dijo mientras se quitaba el kimono y se metía en el baño.
Después de bañarse, mientras se tomaba el té conmigo, empezó a sonreír de manera enigmática. De pronto me soltó algo que no me esperaba:
—Últimamente decías que tenías muchas ganas de ir a ver La joven descalza, ¿verdad? Bien. Pues si todavía tienes tantas ganas te dejo que vayas. A cambio, quiero que me des un masaje en los hombros, hazme ese favor. Las cosas que se consiguen a base de esfuerzo se disfrutan más, ¿no crees?
Me volví loca de alegría. Es cierto que me moría por ver esa película, pero como últimamente no hacía más que vaguear, me daba reparo pedirle permiso a mi madre. Ella se enteró sin que le dijese nada y me ha hecho trabajar para que pueda ir a verla sin sentirme mal. Aquello sí que me dio una gran alegría. ¡Cuánto quiero a mi madre! Incluso le sonreí sin que ella me lo pidiera.
Como mi madre tiene muchas amistades, hacía mucho que no podíamos permitirnos el lujo de pasar un rato juntas por la noche. Imagino que estaría intentando esforzarse para que no nos menospreciasen. Mientras le daba aquel masaje, sentí claramente cómo su cansancio se transmitía poco a poco a mi cuerpo. Decidí, de nuevo, que a partir de ahora intentaría tratarla mejor. Me sentí muy mal al pensar que había sentido rencor hacia ella mientras estaba con los Imaida. Le pedí perdón en voz baja y sin abrir la boca. Creo que últimamente tiendo a pensar de manera egoísta en mí misma y al final adopto un comportamiento agresivo y acabo abusando de ella. No quiero pensar en cuánto le debe doler y en cuánto debe de sufrir cada vez que me comporto como lo hago.
Desde que mi padre no está, mi madre se ha vuelto muy frágil. Siempre me estoy quejando y contándole mis problemas, dependo mucho de ella, pero cuando ella busca apoyo en mí, aunque sea poco, me molesta y siento como si hubiese visto algo sucio en ella. Reconozco que es algo muy egoísta por mi parte, pero mi madre, al fin y al cabo, no es más que una mujer débil, al igual que yo. A partir de ahora intentaré complacerla más, intentaré entenderla mejor y hablaremos sobre lo que hemos vivido juntas, o sobre mi padre o sobre lo que sea. También me gustaría poder dedicarle más tiempo. Quiero sentir de esta manera para poder apreciar el placer de la vida. En el fondo, me preocupo mucho por ella e intento ser una buena hija, pero siempre acabo comportándome como una niña caprichosa. Incluso últimamente, he empezado a perder en cierto modo la inocencia. Estoy sucia por dentro y sé que no puede haber nada más vergonzoso en el mundo. ¿Qué es todo esto de lo que siempre me estoy quejando? Que si sufro, que si dudo, que si me siento sola o triste… Si lo dijese claramente, me moriría. Sabiendo perfectamente de qué se trata, no consigo encontrar ni una sola palabra o adjetivo que pueda describirlo en toda su amplitud. Simplemente me confunde y al final acabo perdiendo los nervios. Hay algo a lo que se le parece. Se dice que, antiguamente, las mujeres no eran más que esclavas y escoria que no tenían opinión propia, que eran muñecas a merced de los hombres. Pero comparándolas conmigo, tenían el sentimiento femenino más arraigado que yo. Eran tranquilas y tenían la suficiente sabiduría como para aceptar sin reparos una vida de sumisión. Reconocían la belleza de la pura abnegación y sabían apreciar el placer de prestar servicios sin recibir nada a cambio.
—Ay, ¡qué buena masajista eres! ¡Eres maravillosa!
Mi madre tiene una cierta tendencia a tomarme el pelo.
—¿A que sí? Es que lo hago de corazón. Pero dar masajes no es lo único que sé hacer bien. Si fuese solamente eso sería un poco triste, ¿no crees? Tengo otras muchas cualidades.
He dicho lo primero que se me ha venido a la cabeza, y eso me ha sentado bien. Llevaba dos o tres años sin poder hablar de corazón, con tanta sinceridad como esta noche. Pensé con alegría que quizá, cuando te aceptas a ti misma, es cuando realmente naces como una persona nueva y tranquila.
Esta noche, después de terminar el masaje, como agradecimiento por todo, le he leído en voz alta a mi madre unas cuantas páginas de Corazón, de Edmundo de Amicis. Mi madre, al ver que también leo este tipo de libros, ha puesto cara de alivio. El otro día me vio leyendo Belle de Jour , de Kessel y me quitó el libro para ver la portada, puso una cara muy triste y me lo devolvió sin decir nada. Aquello me hizo sentir mal y se me quitaron las ganas de seguir leyendo. Que yo sepa, mi madre nunca ha leído Belle de Jour. Supongo que debió de hacerse una idea de su argumento y eso le debió de sentar mal.
Mientras leía Corazón en voz alta, envuelta por el silencio de la noche, de vez en cuando me sentía tonta y me daba vergüenza de lo que pudiese pensar mi madre al escuchar lo estúpida que suena mi voz. Como todo estaba tan silencioso, la estupidez de mi voz resaltaba. Siempre que leo Corazón, me emociona tanto como cuando lo leía de pequeña. Siento como que limpia y purifica mi corazón y pienso que es una gran obra, pero leerla en voz alta es muy distinto a leerla en silencio, me sorprende y hace que me sienta incómoda. Aun así, mi madre baja la cabeza y se pone a llorar en las partes en las que aparecen Enrico y Garrone, los muchachos protagonistas de la novela. Mi madre es como la madre de Enrico, una madre grande y dulce.
Ya se ha acostado. Como esta mañana tuvo que salir muy pronto estará muy cansada. Le he ayudado a colocar bien el futón y le he sacudido ligeramente la planta de los pies. Siempre cierra los ojos nada más meterse en la cama.
Después he ido al baño para hacer la colada. Últimamente tengo la extraña costumbre de empezar a hacerla sobre las doce. Me parece una pérdida de tiempo tener que hacer la colada durante el día, aunque puede que por la noche también lo sea. Desde la ventana se podía ver la luna. Agachada, lavando la ropa con buen ritmo, le he sonreído. Ha fingido que me ignora. De repente, me ha venido a la mente la imagen de una pobre chica solitaria en algún otro lugar en el mundo, que, justo en ese mismo momento, mientras hace la colada al igual que yo, le ha sonreído a la luna. Sí, estoy segura de que hay alguien más en el mundo que lo ha hecho.
En una casa solitaria en la cima de una montaña de un campo lejano, justo ahora, en mitad de la noche, quizás haya una chica que sufre en silencio por algo mientras hace la colada en el patio trasero de su casa. En el pasillo de un sucio apartamento de los suburbios de París, también hay una chica de mi edad que, intentando no hacer ningún ruido, está sola haciendo la colada y ha sonreído a esta misma luna. Lo puedo ver claramente, incluso a todo color, como si lo estuviese viendo absolutamente todo con un telescopio inmenso.
En serio, nadie puede imaginarse nuestro sufrimiento. En un futuro próximo, cuando seamos adultas, el dolor y la pena que sentimos ahora puede que nos resulte algo gracioso, un simple recuerdo que carezca de la menor importancia, pero ahora mismo, no sé cómo sobrellevar este largo y desagradable periodo que nos toca vivir. Es algo que nadie te enseña a superar. ¿Será la juventud algún tipo de enfermedad como el sarampión, que nada más se cura pasándolo? Pero hay gente que muere a causa del sarampión, o que se queda ciega. No está bien dejar las cosas sin resolver. Nosotras nos pasamos los días deprimidas y enfadadas. A causa de esto, hay gente que pierde el rumbo y llega a un punto de no retorno, no se puede recuperar y su vida queda destrozada. Incluso hay gente que llega a suicidarse. Aunque los demás puedan sentir pena y digan cosas como: «Ay, ¡qué lástima!, si hubiese vivido un poco más se habría dado cuenta de que todo se soluciona con el paso de los años», el sufrimiento de esa persona habría sido inmenso. Pero, al final, todo el que quiere ayudarnos lo único que hace es repetir la misma lección evasiva de siempre. Reconozcamos que estamos abocadas a pasar vergüenza y a no obtener respuestas a nuestras plegarias. Eso no significa que simplemente nos interese vivir cada momento, pero es que no hacen más que señalarnos constantemente montañas que están demasiado lejos con la promesa de que si llegamos hasta allí podremos apreciar un paisaje maravilloso. Puede que los que dicen eso tengan razón, puede que eso sea totalmente cierto, pero no es menos cierto que ahora mismo estamos atenazadas por el dolor. Los demás lo ignoran, y nos dicen que aguantemos un poco, un poquito más, prometiéndonos que seremos capaces de llegar hasta la cima de aquella montaña y que una vez allí todo será mejor. Y la historia se repite una y otra vez. Seguro que debe de haber alguien que esté equivocado. Tú eres el malo.
He terminado la colada y he limpiado el baño. Después, al abrir la puerta de la habitación intentando no hacer ruido, me ha venido el olor a lirio. Por un momento noté una dulce frescura, como si mi cuerpo fuese totalmente transparente, hasta el corazón, como si me anegara una sublime ironía. De pronto, mientras me ponía el pijama, mi madre me ha hablado con los ojos cerrados. Como creía que ya estaba dormida, me he asustado. A veces me asusta haciendo este tipo de cosas.
—Como dijiste que querías zapatos de verano, aproveché para echar un ojo cuando estuve hoy en Shibuya, pero eran todos carísimos.
—No pasa nada, ya no me apetece tenerlos.
—Pero te hacen falta, ¿no?
—Sí.
Mañana volverá a ser un día exactamente igual que hoy. Sé que nunca en esta vida alcanzaré la felicidad. Lo sé certeramente. Pero será mejor irme a dormir creyendo que mañana la felicidad llegará, mañana seguro que llega. Me he dejado caer sobre el futón haciendo ruido aposta. ¡Ay, qué bien me siento! Como el futón está frío, siento un placentero frescor en la espalda. La felicidad llega una noche, cuando ya es tarde. Recuerdo vagamente una frase que decía así. Tras esperar mucho, mucho tiempo a que llegue la felicidad, al final no aguantas más y abandonas precipitadamente tu casa; pero al día siguiente, llega una noticia maravillosa a esa casa que acabas de dejar, pero ya es demasiado tarde. La felicidad llega una noche, cuando ya es tarde. La felicidad…
Se oyen las pisadas de Kaa que pasea por el jardín. Tap, tap, tap, tap. Los pasos de Kaa son de lo más peculiares. Aparte de tener la pata delantera derecha un poco más corta, tiene dos patas torcidas, por lo que tiene una manera triste y peculiar de caminar. Suele pasearse por el jardín a estas horas, ¿qué estará haciendo? Pobrecito Kaa. Esta mañana me he portado mal con él, mañana lo primero que haré será acariciarle.
Tengo una manía de lo más triste. No puedo dormir sin cubrirme la cara con las dos manos. Cuando lo hago, me quedo quieta. Ir a dormir me produce una sensación extraña. Es como si una fuerza, pesada como el plomo, tirase de mi cabeza con un hilo hacia abajo, como cuando una anguila o una carpa tiran del sedal. Cuando estoy a punto de quedarme dormida, siento como que la presión se afloja y entonces me despierto súbitamente. Otra vez, me tira fuertemente y casi me quedo dormida de nuevo, pero en ese momento el hilo vuelve a aflojarse un poquito. Se repite de la misma forma unas tres o cuatro veces y, por fin, tira con todas sus fuerzas, y así me quedo dormida hasta la mañana siguiente.
Buenas noches. Soy una Cenicienta sin príncipe. ¿Sabes en qué parte de Tokio vivo? Ya nunca más volveremos a vernos.

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