Jerzy Kosinski
LA ISLA
Éramos varios los asistentes de arqueólogo que trabajábamos en una de las islas con un profesor que, durante años, había estado excavando y desenterrando los restos de una antigua civilización que había florecido quince siglos antes de la Era Cristiana.
Se trataba de una civilización avanzada, afirmaba el profesor, pero, en cierto momento, la había destruido una catástrofe masiva. Cuestionaba la teoría predominante de que un catastrófico terremoto, seguido por un maremoto, había sacudido la isla. Recogíamos fragmentos de alfarería, cerníamos cenizas buscando restos de artefactos y desenterrábamos materiales de construcción, todo lo cual era catalogado por el profesor como una prueba para respaldar su labor, inédita aún.
Al cabo de un mes, decidí abandonar las excavaciones y visitar una isla vecina. En mi prisa por alcanzar la balsa me fui sin mi sueldo, pero me prometieron que me lo enviarían con la primera lancha correo. Yo podía vivir un día con el dinero que llevaba encima.
Al llegar, me pasé la jornada viendo las cosas que valía la pena conocer allí. Un volcán dormido, de anchas laderas cubiertas por una porosa roca de lava, que los vientos y las lluvias trocaran en tierra pobre pero cultivable, señoreaba la isla.
Fui al puerto; una hora antes de la puesta del sol, cuando refrescaba, los botes pesqueros partían para la labor nocturna. Observé cómo se deslizaban por las aguas serenas y casi sin oleaje hasta que sus formas alargadas y bajas desaparecieron. De pronto, las islas perdieron la luz reflejada por sus espinas dorsales de rocas y se tornaron desnudas y negras. Luego, como si se ahogaran silenciosamente bajo la superficie, desaparecieron una por una.
En la mañana del segundo día, fui hasta el muelle al encuentro de mi lancha correo. Con consternación, comprobé que mi sueldo no había llegado. Me quedé parado en el muelle, preguntándome qué haría para vivir y si podría abandonar la isla algún día. Varios pescadores estaban sentados junto a sus redes, observándome; adivinaban que me pasaba algo. Tres de ellos se acercaron y me hablaron. Como no los comprendí, contesté en los dos idiomas que conocía: sus semblantes se tornaron hoscos y hostiles y me volvieron bruscamente la espalda. Esa noche, traje a la playa mi saco de dormir y me tendí sobre la arena.
Por la mañana, gasté el resto de mi dinero en una taza de café. Después de haberme paseado por las serpenteantes calles que se extendían detrás del puerto, eché a andar por los achaparrados campos, rumbo a la aldea más próxima. Los nativos estaban sentados en la sombra, observándome de soslayo. Con hambre y sed, volví a la playa, bajo un calcinante sol. No tenía nada que permutar por comida o dinero: ni un reloj, ni una estilográfica, ni gemelos de camisa, ni una cámara fotográfica, ni una billetera. A mediodía, cuando el sol estaba alto y la gente de la aldea se refugió en sus casas, fui a la comisaría. Encontré al único policía de la isla dormitando junto al teléfono. Lo desperté, pero, al parecer, le costaba comprender hasta el más simple de mis gestos. Le señalé el teléfono, volviendo del revés mis bolsillos vacíos; hice señales y tracé dibujos y hasta le representé con una pantomima la sed y el hambre. Todo esto no surtió efecto: el policía no mostró interés ni comprensión y el teléfono siguió cerrado. Era el único de la isla: la guía de turismo que yo leyera hasta se había molestado en anotar el hecho.
Por la tarde me paseé por la aldea, sonriéndoles a sus habitantes, confiando en que me ofrecerían un trago o me invitarían a comer. Nadie contestó a mi saludo: la gente me volvía la espalda y los comerciantes, simplemente, hacían caso omiso de mi existencia. La iglesia estaba en la isla más grande del grupo y yo no tenía ningún medio de llegar allí para pedir comida y alojamiento. Volví a la playa, como si esperase que surgiera ayuda del mar, hambriento y exhausto. El sol me había causado una jaqueca que me martilleaba la cabeza, sentía oleadas de mareos. De pronto, oí hablar en un idioma extranjero. Me volví y vi a dos mujeres sentadas cerca del agua. Sobre sus muslos y antebrazos, pendían gruesos pliegues de grasa surcados por venas: sus grandes senos colgantes estaban comprimidos en exagerados corpiños.
Tomaban el sol, tendidas sobre sus toallas de playa y rodeadas por un equipo de picnic: cestos con comida, termos, sombrillas y bolsos de red llenos de frutas. Una pila de libros, junto a ellas, exhibía en forma visible los números de la biblioteca. Evidentemente, eran turistas que paraban en casa de una familia local. Me acerqué a ellas, lenta pero directamente, cuidando de no alarmarlas. Dejaron de hablar y las saludé con una sonrisa, usando mi idioma esta vez. Me contestaron en otro. No teníamos un idioma común, pero adiviné que la comida se acercaba. Me senté a su lado, como si comprendiese que me habían invitado. Cuando empezaron a comer, miré los comestibles: ellas no lo notaron o hicieron caso omiso de mi ávida mirada. A los pocos minutos, la mujer que me parecía más madura me ofreció una manzana. La comí lentamente, tratando de disimular mi hambre y confiando en obtener algo más sólido. Ambas me observaban atentamente. En la playa hacía calor y dormité. Pero desperté cuando ambas mujeres se levantaron, con los hombros y las espaldas enrojecidos por el sol. Arroyos de sudor veteaban la arena adherida a sus fláccidos muslos y la grasa se escurría bajo la piel de sus caderas cuando se inclinaron con esfuerzo para recoger sus cosas. Les ayudé. Con gesto de asentimiento que denotaba un estado de ánimo propicio al flirteo, echaron a andar por el lado interior de la playa; las seguí.
Llegamos a la casa donde se alojaban. Al entrar, volví a sentirme mareado; tropecé con un peldaño de la escalinata y me desplomé. Riendo y parloteando, ambas me desnudaron y me llevaron a una cama grande y baja. Aturdido aún, señalé mi estómago. Sin demora, las dos mujeres corrieron a traerme carne, frutas y leche. Antes de que pudiese terminar de comer, corrieron las cortinas y se quitaron los trajes de baño. Desnudas, se dejaron caer sobre mí. Quedé sepultado bajo sus gruesos vientres y sus anchas espaldas; me sujetaron los brazos y me manosearon, oprimieron, estrujaron y golpearon el cuerpo.
Por la mañana, fui al muelle. La lancha correo llegó, pero no traía el cheque ni ninguna carta para mí. Me quedé observando a la embarcación que se alejaba bajo el ardiente sol que disipaba la niebla matinal, revelando una por una las lejanas islas.
Jerzy Kosinski
Pasos
Buenos Aires, Losada, 1969, pp. 16-19

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