
Erica Jong
SOLA
Bennett dormido. La cara hacia arriba. Los brazos en los costados. Marie Winkleman no está con él. Me deslizo dentro de mi cama mientras la luz azul baja por la ventana. Soy demasiado feliz para dormir. Pero ¿qué le contaré a Bennett por la mañana? Tendida en la cama pensando en Adrian (que acaba de salir en su coche y en este momento ya debe de haberse perdido sin remedio). Le adoro. Cuanto más se pierda, más perfecto parecerá a mis ojos.
Despierto a las siete y permanezco tendida en la cama durante dos horas más, esperando que despierte Bennett. Profiere un gemido, se echa un pedo y se levanta. Comienza a vestirse en silencio, tropezando por el dormitorio. Me pongo a cantar. Entro y salgo a saltos del baño.
—¿Dónde desaparecisteis ayer noche? —le pregunto alegremente—. Os buscamos por todas partes.
—¿Dónde desaparecí?
—En aquella discoteca…; de repente desaparecisteis. Con Adrian Goodlove os buscamos por todas partes…
—¿Me buscasteis por todas partes? —se mostró muy ácido y sarcástico.
—¡Tú y tus Liaisons Dangereuses ! —dijo.
Lo pronunció mal. Me invadió una gran compasión por él.
—Tendrás que inventarte una historia mejor que esa —añadió.
La mejor defensa es una buena ofensa, pensé. El consejo de la Esposa de Bath a las mujeres lascivas: ataca siempre a tu marido la primera.
—¿Dónde demonios desapareciste con Marie Winkleman?
Me lanzó una mirada de incomprensión:
—Estábamos exactamente en la sala contigua contemplando cómo follabas prácticamente en la pista de baile. Acto seguido, os fuisteis…
—¿Estabais allí ?
—Tras el tabique, justamente.
—Ni siquiera vi un tabique.
—No viste nada —sentenció.
—Pensé que os habíais ido. Estuvimos horas buscándoos en coche. Luego regresamos. Seguimos perdiéndonos.
—Claro —carraspeó a su manera nerviosa.
Era un sonido que recordaba un tamborileo bajo y de muerte. Pero enmudecido: lo que más odiaba de nuestro matrimonio, la música de fondo de nuestros peores momentos juntos.
Tomamos el desayuno sin hablar. Esperé, medio encogida, que cayeran los reproches, pero Bennett no me acusó más. Su huevo duro tamborileó en la huevera. Su cucharilla rechinó en el café. En el silencio mortal que existía entre los dos, cada sonido y cada movimiento parecían exagerados, como si se tratara del primer plano de una película. Su manera de decapitar la parte superior del huevo podía ser una epopeya de Andy Warhol. Huevo , se titularía. Seis horas de la mano de un hombre amputando la parte superior de la cabeza de un huevo. Cámara lenta.
Ahora su silencio resultaba tan extraño, pensé, porque se habían dado ocasiones en que me criticó duramente a causa de mis pequeños fallos: mi fallo por prepararle café a la hora adecuada por la mañana, mi fallo al hacer cierto recado, mi fallo al señalarle una indicación de la carretera cuando nos habíamos extraviado en una ciudad extranjera. Pero ahora, nada.
Siguió carraspeando nerviosamente y echando vistazos a la cabeza abierta de su huevo. Su tos era su única protesta.
Aquella tos me hacía retroceder a uno de los peores momentos que pasamos juntos. La primera Navidad de nuestro matrimonio. Nos encontrábamos en París. Bennett se sentía desagradablemente deprimido, y así estuvo casi desde la primera semana después de casarnos. Odiaba el ejército. Odiaba Alemania. Odiaba París. Me odiaba, como si fuera yo la responsable de estas y otras cosas. Glaciares de quejas que se extendían a lo lejos, muy por debajo de la superficie del mar.
Durante todo el largo trayecto en coche desde Heidelberg a París, Bennett casi no me dijo una sola palabra. El silencio es el más contundente de los instrumentos contundentes. Parece martillearte clavándote en el suelo. Te hunde cada vez más profundamente en tu sentido de culpabilidad. Hace que las voces dentro de tu cabeza te acusen con más pertinacia que las voces exteriores.
Veo todo el episodio en mi recuerdo claramente como si se tratara de un filme en blanco y negro muy contrastado. Dirigido por Ingmar Bergman, quizá. Nosotros mismos actuamos en la versión cinematográfica. ¡Si por lo menos pudiéramos zafarnos de representar siempre nuestros propios papeles!
Nochebuena en París. El día fue blanco y grisáceo. Pasearon por Versalles esta mañana sintiendo compasión por las estatuas desnudas. Las estatuas eran de un blanco deslumbrador. Las sombras, gris pizarra. Los setos, tan aplastados como sus sombras. El viento, tan cortante como frío. Tenían los pies insensibles. Sus pisadas arrancaban un sonido tan vacío como sus corazones. Están casados, pero no son amigos.
Ahora es de noche. Cerca del Odeón. Cerca de Saint Sulpice. Suben las escaleras del Metro. El ruido de pies helados resuena.
Los dos son americanos. Él es alto y delgado, con cabeza pequeña; un oriental de pelo oscuro y lanudo. Ella es rubia, bajita y desgraciada. Da traspiés a menudo. Él nunca da traspiés. La odia por su manera de dar traspiés. Ya os lo hemos contado todo. Excepto la historia.
Miramos abajo desde lo alto de la escalera de caracol de un hotel de la Rive Gauche, mientras suben hasta el quinto piso. Ella le sigue vuelta tras vuelta. Contemplamos cómo asoma la parte alta de sus cabezas. Acto seguido vemos sus rostros. La expresión de ella es petulante y triste. La mandíbula de él denota carácter obstinado. Carraspea nerviosamente.
Llegan al quinto piso y encuentran la habitación. Él abre la puerta sin ninguna dificultad. La estancia es una desaseada y familiar habitación de hotel en París. Todo en el lugar huele a húmedo. La colcha, vulgar, está descolorida. La alfombra, raída por los bordes. Tras un tabique de cartón hay un lavabo y un bidé. Es muy probable que las ventanas den sobre unos tejados, pero las cubren unas pesadas cortinas de terciopelo marrón. Ha empezado a llover de nuevo y se puede oír la lluvia mandando su mensaje en morse sobre la terraza, más allá de las ventanas.
Ella observa para sí misma cómo todos los hoteles de veinte francos de París tienen el mismo e imaginario decorador. No puede decírselo a él. Pensaría que es una niña mimada. Pero se lo dice a sí misma. Odia la estrecha cama de matrimonio combada en medio de la habitación. Odia el cabezal en vez de un almohadón. Odia el polvo que se le mete por la nariz al levantar la colcha. Odia París.
Él se desnuda, temblando. Observaréis la belleza de su cuerpo, muy lampiño, su espalda recta, sus pantorrillas magras, con oscuros y alargados músculos, y sus dedos largos. Pero su cuerpo no es para ella. Se enfunda el pijama como un reproche. Ella permanece en pie con las medias puestas.
—¿Por qué siempre tienes que hacerme esto? Consigues que me sienta tan sola.
—Es culpa tuya.
—¿Qué quieres decir con que es culpa mía? Esta noche yo deseaba ser feliz. Es Nochebuena. ¿Por qué me acusas? ¿Qué he hecho?
Silencio.
—¿Qué he hecho?
La mira como si el no saberlo fuera otra ofensa.
—Mira, limitémonos a dormir ahora. Limitémonos a olvidarlo.
—Olvidar ¿qué?
Él no dice nada.
—¿Olvidar que me acusas? ¿Olvidar que me estás castigando por nada? ¿Olvidar que estoy sola y tengo frío, que es Nochebuena y, una vez más, me la has estropeado? ¿Es esto lo que quieres olvidar?
—No voy a discutir.
—Discutir ¿qué? ¿ Qué quieres discutir?
—¡Cállate! No voy a tenerte chillando en el hotel.
—¡Me importa una mierda lo que no quieres que haga! Me gustaría que me trataran de una manera civilizada. Me gustaría que, por lo menos, me hicieras el favor de contarme por qué te ha entrado esta cobardía. Y no me mires así…
—¿De qué manera?
—Como si el hecho de que no te adivine el pensamiento fuera el peor pecado. No puedo adivinar tus pensamientos. No sé por qué estás tan majareta. No puedo intuir cada uno de tus deseos. Si es esto lo que esperas en una esposa, te aseguro que yo soy incapaz de dártelo.
—No es eso lo que espero, francamente.
—Entonces, ¿de qué se trata? Por favor, dímelo.
—No debería hacerlo.
—¡Cielo santo! ¿Acaso pretendes que sea lo más natural que yo pueda adivinarte el pensamiento? ¿Es ese el tipo de mamá que quieres?
—Si tuvieras un poco de simpatía por mí…
—¡Pero si la tengo ! ¡Dios mío! Lo que pasa que no me das ninguna oportunidad.
—Has desconectado. No me escuchas.
—Fue algo que pasó en el cine, ¿verdad?
—¿Qué? ¿En el cine?
—De nuevo un examen. ¿Por qué tienes que interrogarme como si fuera un delincuente? ¿Por qué tienes que someterme a un interrogatorio …? Fue la escena del funeral… El niñito mirando a su madre muerta. Te pasó algo en aquel momento. Fue entonces cuando te deprimiste.
Silencio.
—Bien; ¿no fue aquello?
Silencio.
—Ah, vamos, Bennett, me pones furiosa . Por favor, dímelo. Por favor.
(Pronuncia las palabras una a una, como si hiciera unos regalitos. Como pequeños y duros excrementos).
—¿Qué tenía la escena que pudiera afectarme?
—No me lo preguntes. ¡Dímelo!
(Ella le rodea con sus brazos. Él la aparta. Ella cae al suelo asida a la pierna de su pijama. Parece más una escena de rescate que un abrazo, ella ahogándose y él permitiéndole a regañadientes que se agarre a su pierna para sostenerse).
—¡Levántate!
—¡Si me lo contaras! —llorando.
—Me voy a la cama. —Dando una sacudida para apartar su pierna.
—Bennett, por favor , no lo hagas; por favor, dime algo —dejando caer su cara en el suelo.
—Estoy demasiado furioso.
—Por favor.
—No puedo.
—Por favor.
—Cuanto más me lo pides, más frío me siento.
—Por favor.
Están tendidos en la cama. El cabezal del costado de ella está húmedo. Tiembla y solloza. Parece que él no la oye. Cada vez que se dan la vuelta (en medio de la cama hay un bache), él es el primero que le da la espalda. Esto sucede repetidamente. La cama está hundida en el centro como una canoa de tronco.
A ella le gusta el calor y la dureza de la espalda de él. Le agradaría pasarle los brazos y olvidar toda la escena, como si no hubiera sucedido nunca. Cuando hacen el amor, están juntos por un tiempo. Pero él no querrá. Aparta la mano de ella bruscamente de la bragueta de su pijama. La aparta. Ella se vuelve de espaldas. Él se desplaza hacia el borde de la cama.
—Esto no es ninguna solución —dice él.
Escucha caer la lluvia. En la calle se oyen ocasionales gritos de estudiantes que vuelven a casa borrachos. Adoquines húmedos. ¡París puede ser tan húmedo! Después del cine, estuvieron en Notre Dame. Se vieron apretujados entre abrigos de lana húmedos y abrigos de pieles húmedos. La misa del gallo. Puntas de paraguas goteando en sus zapatos. No podían moverse ni adelante ni atrás. Una multitud les mantenía inmóviles allí, atascados en las naves laterales. Paix dans le monde , dijo una voz estridente, amplificada por obra y gracia de la electrónica. No hay nada que huela peor que las pieles húmedas.
Él se encuentra en su casa de Washington Heights. Ha fallecido su padre. No siente nada. Es gracioso que no sienta nada. Cuando la gente muere se supone que se debe sentir algo.
Te dije que no sentí nada. ¿Por qué siguen preguntándomelo? Porque tengo que conocerte. Nunca has perdido a nadie. Nunca se te ha muerto nadie. ¿Por eso me odias? Sentimos un alivio. Te encontrabas en el oeste del Central Park cuanto sentimos un alivio. ¿Es culpa mía? ¿Conoces aquella funeraria china de Pell Street? Cuando la gente muere regresan a su propio lugar. Racistas en la muerte. Nunca creyó en Dios. Nunca fue a la iglesia. Dicen las oraciones en chino. Y pensé: ¡cielos, no entiendo una palabra! El ataúd estaba abierto. Esto es importante. De no ser así, no desearías creer en la muerte. Psicológicamente correcto. No obstante, parece extraño. Acto seguido los familiares se acercan y se quedan con el último dinero que te queda. El negocio proveerá, dijeron, pero se cerró el negocio. Estaba en el primer curso de bachillerato. Podía empezar a trabajar al acabar los estudios, dijo la señora de la asistencia social. Pero entonces pensé: acabaré siendo camarero. Y ni siquiera puedo ser camarero en un restaurante chino porque no sé chino. Seré un ratero, pensé, un indeseable. Tengo que entrar en la universidad. Mientras tú estabas en el oeste de Central Park y pasabas fines de semana en Cambridge. En la facultad de medicina daba de comer a los animales del laboratorio. La noche de Navidad. Todos salieron. Me encontraba en el laboratorio dando de comer a aquellas condenadas ratas . Se toca para demostrarse que no está muerta. Recuerda las dos primeras semanas de su pierna rota. Solía masturbarse de manera constante y convencerse así de que podía sentir algo más que dolor. El dolor fue entonces una religión. Un compromiso total.
Hace correr las manos por su vientre. Su dedo es demasiado pequeño. Mete dos y los separa. Sin embargo sus uñas son demasiado largas. Arañan.
¿Qué pasará si él se despierta?
Quizá desea que despierte para que vea lo sola que se encuentra.
Sola, sola, sola. Mueve sus dedos rítmicamente. ¿Se pueden sentir los colores en las puntas de los dedos? Así se siente el rojo. La cavidad más profunda parece morada. Morado real. Como si la sangre allí dentro fuera azul.
—¿En quién piensa cuando se masturba? —le preguntó su analista alemán.
¿En quién pienza? Pienzo luego exizto . La verdad es que no piensa en nadie y en todo el mundo. En su analista y en su padre. No; en su padre, no. No puede pensar en su padre. En un hombre, en un tren. Un hombre bajo la cama. Un hombre sin rostro. Su rostro está en blanco. Su pene tiene un ojo. El ojo llora.
Siente que las convulsiones del orgasmo la absorben violentamente alrededor de sus dedos. Cae la mano a uno de sus costados, y entonces se sumerge en un sueño profundo.
Sueña que ha vuelto al apartamento donde creció, pero en esta ocasión fue planeado por un arquitecto de sueño.
Los vestíbulos que llevan a los dormitorios de tres paredes serpentean como antiguos lechos de río, y la despensa de la cocina es un túnel de viento con armarios colgados demasiado altos para que se puedan alcanzar. Las cañerías producen un ruido de ancianos haciendo gárgaras; las losas del suelo respiran. En su dormitorio, la puerta de cristal esmerilado está llena de rostros que lloran su angustia a la luna con bocas en forma de O. Una larga sílaba de luz de la luna se desliza plateando el suelo, y luego se rompe a pedazos con el ruido del cristal roto. Los rostros en la puerta parecen lobos. La sangre se entumece en las comisuras de las bocas.
El baño de la criada tiene una bañera con las patas en forma de garras donde una niña puede imaginar que se ahogará. Cuatro farolas de latón cuelgan del techo de la sala de estar. Es alto y aparece cubierto de un laminado de oro. Sobre la sala de estar hay un mirador con unas barras haciendo de barandilla, lo bastante separadas para que una niña pase por entre ellas y empiece a flotar en el aire. Un tramo más de escalera y se encuentra en el estudio, que huele a trementina. El techo es puntiagudo como el sombrero de bruja. Un candelabro de hierro claveteado cuelga de una cadena negra en el centro mismo. Lo balancea suavemente el viento que silba entre la ventana norte trapezoidal y la ventana sur trapezoidal.
La mascarilla mortuoria en yeso de Beethoven cuelga en la pared. Sus párpados abovedados están cerrados. Se sube a una silla y pasa los dedos por los párpados. El hollín negro raya la cera. Ahora ha dejado sus huellas dactilares en los ojos de Beethoven. A buen seguro algo horrible sucederá.
Sobre la mesa hay una calavera. Al lado, un candelabro. Es una naturaleza muerta que su abuelo ha preparado. ¿Existen cosas como las naturalezas muertas?
En el caballete hay una pintura a medio acabar de la calavera y el candelabro. ¿Qué está más muerto? ¿La propia calavera, o bien la naturaleza muerta de la calavera? Y, por otra parte, ¿qué muerte durará más?
En un rincón de la habitación hay un armario. La guerrera verde de su marido está colgada allí, vacía. Las mangas ondean al viento. ¿Está muerto? Se siente muy aterrada. Corre por la puerta de la trampilla del estudio y baja las escaleras. Repentinamente se cae, sabiendo que morirá cuando dé con el fondo. Lucha por gritar, y en la lucha despierta. Se sorprende al encontrarse en París y no en la casa de sus padres. Él aún permanece tendido como si estuviera muerto. Ella contempla su cara durmiendo —la boca grande con las comisuras abarquilladas, las cejas abocetadas como la caligrafía china—, y piensa que dentro de un año no estarán juntos o tendrán un bebé que no se parecerá a ella.
—Feliz Navidad —dice él, abriendo los ojos.
Hacen el amor esperanzadamente.
Está helando y la lluvia de la noche anterior ha puesto las calles vidriosas. Se visten y salen a dar un paseo, la sostiene con firmeza, pero de alguna manera ella va patinando. Le advierte que dé «pasos cortos».
—Como si tuviera los pies atados —dice ella.
Él no se ríe.
Pasean por la Île Saint-Louis y admiran la arquitectura. Señalan originales esculturas en piedra en los segundos pisos de las casas. Se paran a contemplar a tres ancianos pescando pececitos serpenteantes en el Sena gris y crecido. Se toman una docena de ostras en un restaurante alsaciano y más tarde pastelillos de cebolla, y se emborrachan con vino. Pasean por las calles vidriosas de nuevo, agarrados como para toda la vida. Ella se pregunta a dónde iría si él la dejara. Evoca a retazos el hogar con el que soñó la noche anterior. Sabe que no puede volver allí. No tiene donde ir. Ningún lugar. Le coge muy fuerte. «Te quiero», le dice.
Cuando oscurece se paran a tomar una bûche de Noël y café en un pequeño restaurante que mira a Notre Dame desde la orilla izquierda. ¿Estará él pensando abandonarla? No sabe nunca lo que él piensa. Pretende que fue un día feliz, despreocupado. Él nunca deja de cogerla con fuerza por la cintura cuando atraviesan juntos las calles heladas.
—Da pasos cortos —sigue aconsejándole—. Te vas a romper el cuello y me arrastrarás contigo.
—¿Qué haría yo sin ti? —le dice ella. Él carraspea nerviosamente, pero no dice nada. El filme acabaría aquí, en el momento de la tos, quizá. Pero recuerdo los hechos que se sucedieron: la avería del coche, que nos obligó a tomar el tren para volver a Heidelberg; los cuatro soldados franceses que compartían
Ella está tendida junto a él muy nuestro coche cama de segunda clase y eructaron y se echaron pedos durante todo el trayecto a Alemania, como si estuvieran dando empuje al tren; la caída precipitada de la litera más alta (que yo ocupaba) al suelo. Un repentino ataque de diarrea que me hizo pasar por alto aquella caída no menos de seis veces en aquella noche (y en una ocasión salté directamente a la ingle del soldado francés que ocupaba la litera más baja, quien se mostró muy amable al respecto, consideradas las circunstancias).
Y luego la vuelta a Heidelberg pasada la Navidad y teniendo que enfrentarse al ejército de nuevo. (Durante el permiso intentamos figurarnos que sólo éramos una pareja americana que vivía en Europa por gusto).

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