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domingo, 20 de abril de 2025

Héctor Abad / Adiós al gran escribidor

 

Mario Vargas Llosa


Adiós al gran escribidor

BIOGRAFÍA


Héctor Abad Faciolince
20 de abril de 2025

A todos nos puede pasar. Al fin y al cabo, los seres humanos solemos ser un enredo de antipatías, prejuicios y rencores. A veces sucede que aquellos escritores que amábamos, pero con quienes, por las piruetas del tiempo y los avatares de la historia, dejamos de estar de acuerdo en asuntos políticos, de repente nos parece que ya no piensan ni escriben bien. Es injusto y, no obstante, ocurre. Doy algunos ejemplos en español:

Pablo Neruda le escribe una Oda a Stalin; Manuel Machado hace un panegírico de Franco; Borges le recibe a Pinochet una medalla; Vargas Llosa apoya a la hija de Fujimori o a Javier Milei. En los cuatro casos que he citado, tanto Neruda como Machado, tanto Borges como Vargas Llosa, cometieron un error. El orden en que los he puesto es cronológico, pero, bien mirado, están también en orden de desacierto, de mayor a menor: una oda a Stalin es un crimen; un elogio a Franco, una vileza; es más grave darle la mano a Pinochet que echarle una mano de lejos a Milei.

Y sin embargo, si uno no es un fanático, las odas elementales de Neruda (a oficios, al vino o al pan) no dejan de ser bellas, pese a Stalin; los poemas pictóricos de Manuel Machado están a la altura de los de su hermano Antonio, el bueno; Borges no dejará nunca de ser el escritor portentoso que fue, quizá el más grande de toda América hasta el día de hoy, así haya saludado a Pinochet. Y no por un traspiés que uno no comparte, Vargas Llosa se vuelve, como afirman tantos tontos, un reaccionario insufrible y un escritor de segunda categoría. Decir esto es una bajeza, una bobada y una mezquindad.


El autor de La ciudad y los perros, de Conversación en la Catedral, de La fiesta del Chivo y de La guerra del fin del mundo está entre los más grandes que dio nuestra antigua lengua en todo el siglo XX y parte del XXI. Tiene algunas novelas menos buenas que las anteriores, claro, así como el Persiles no está al nivel del Quijote, ni el Libro de arena es tan alto como Ficciones, ni La mala hora parece escrito por la misma mano que escribió Cien años de soledad. Ni los más grandes genios son capaces de permanecer siempre en la genialidad, pero deben ser juzgados por sus cumbres y no por sus mesetas o sus simas.

Si se lo juzga por sus obras cumbre, Mario Vargas Llosa es uno de los grandes novelistas de nuestra lengua. Él mismo decía (con modestia equivocada) que su talento era escaso, pero que era muy trabajador. Fue un escritor completo, capaz de renunciar a casi todo lo que no fuera literatura para llegar a ser lo que fue. Se dedicó a su oficio como lo hace un monje al Señor o a su misión terrena un comandante militar. En Mario se combinaban la disciplina, el ascetismo y el rigor. Era siempre el primero de la clase, como lo definió su agente, Carmen Balcells. Onetti y Rulfo (magníficos ambos) preferían beber que escribir, y no los juzgo. Otros ha habido que prefieren vivir (hablar, velar por su familia, caminar, cultivar su jardín, viajar, tirar). Vargas Llosa fue un escritor total. Quizá lo único que lo distrajo, a veces para mal, fue la política, pero esta es para casi todos los que tienen figuración pública una tentación irresistible. Tuvo la suerte de perder las absurdas elecciones en las que se metió. Perdió la presidencia de un país sin remedio (como parecen ser todos los nuestros), pero alcanzó los premios más importantes de la lengua y del mundo: el Cervantes, el Nobel, y fue el primero en llegar a Inmortal de Francia sin ser francés.

La gloria, sin embargo, bien mirada, no es lo más importante en la vida de un hombre. Lo que importa de verdad es dejar en quienes se cruzaron con él por aquí, algún recuerdo amable. Un consejo feliz, un espaldarazo en un momento fatal. Puedo dar fe de que de Vargas Llosa voy a tener siempre el recuerdo de sus grandes novelas, pero también del interés inmerecido, de la bondad gratuita, de la franqueza sin cálculo, de la lealtad en la amistad y la generosidad en las palabras y en los hechos.

EL ESPECTADOR


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