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domingo, 5 de enero de 2025

Alice Munro / Una carrera desesperada

 




Una carrera desesperada

La autora canadiense fue galardonada por ser “la maestra del cuento contemporáneo”. Recorrido por su vida y su método de trabajo.

Juan David Torres
10 de octubre de 2013

A los 17 o 18 años, Alice Munro, de soltera Laidlaw, escribió una historia breve y pensó publicarla. Por entonces, de modo fugaz, había conocido a Gerald Fremlin, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que le llevaba siete años y la atraía. Munro estaba en su primer año en la universidad; estudiaba periodismo y literatura. Una extraña ansia, que había comenzado hacía siete años, la impulsaba a escribir relatos cortos, basadas en su vida familiar y su niñez.

Decidida a publicar, planeó entregar el manuscrito de su cuento a Fremlin. “Pensé —diría a la revista Paris Review muchos años después— que él estaba conectado con la revista, y cuando escribí esa historia parte de mi plan era entregarle el manuscrito. Entonces conversaríamos y él se enamoraría de mí, y todo comenzaría. Le llevé la historia y él dijo: ‘John Cairns es el editor, está en el pasillo’. Ese fue nuestro único intercambio”.

No volvió a saber de Fremlin y a finales del año siguiente dejó la universidad, se casó con James Munro y largó hacia Vancouver.


Alice Munro había vivido toda su niñez en la zona rural de Wingham, en Ontario, Canadá. Su padre, criador de zorros, y su madre, profesora, le dieron una niñez apacible, sosegada. “Amaba todo eso cuando niña. Luego, cuando me convertí en adolescente, me sentí un poco agobiada”. Por entonces, el cansancio provocó en ella sentimientos algo distintos al mero escape: quería irse, sí, y se fue a Vancouver y construyó una vida de clase media, trabajando junto con su esposo y soñando con tener hijos. Un año después nació su primera hija. Munro tenía veinte años; era 1951. Debía responder por ellas; nunca había sido una persona adinerada; había vivido bien, pero de un modo modesto.

Cuando estaba en séptimo grado se prometió ser escritora. La decisión, aunque parezca precoz, fue seguida a cabalidad. Pese a los problemas cotidianos, Munro escribía todos los días, casi de manera compulsiva. “Escribía desesperadamente durante el embarazo —dijo—, porque pensaba que nunca sería capaz de hacerlo después. Cada embarazo me estimuló para conseguir algo grande antes de que la bebé naciera. Pero, de hecho, no conseguí nada grande”.

En esos años nacieron sus tres hijas, y Munro, disciplinada, escribía mientras tomaban las siestas, entre una y tres de la tarde. Luego, cuando crecieron, escribía en cuanto se iban al colegio, y en las tardes retomaba el trabajo en casa. Había ocasiones en que escribía con una mano y con la otra acariciaba a la bebé en la cuna.

Fueron tiempos de derrota, en cualquier caso. Su primera publicación sólo aparecería en 1968. Mientras sus hijas crecían, Munro publicaba pequeñas historias en diversas revistas. Había enviado varios de sus manuscritos a The New Yorker, pero recibía respuestas sin firma, de esta suerte: “La escritura está muy bien, pero el tema ya es bastante familiar”. Escribía sin pausa y en 1963, junto con su esposo y sus hijas, se trasladó a Victoria y abrió una librería: Munro’s Books. Debía estar pendiente de las ventas, atender a sus hijas y escribir. “Trabajaba en la tienda dos días a la semana —dijo en Paris Review—. Solía trabajar hasta la una de la mañana y luego levantarme a las seis. Y recuerdo haber pensado, ya sabes, tal vez voy a morir, esto es terrible, voy a tener un ataque al corazón. Sólo tenía unos treinta y nueve, o algo así, y pensé: ‘Bueno, incluso si lo hago, tengo muchas páginas escritas hoy’. Ahora todos pueden ver cómo salió. Era una especie de carrera desesperada”.


La desesperación se convirtió en dos objetos, dos libros de relatos: Dance of the Happy Shades (1968) y La vida de las mujeres (1971). Fue en 1971 cuando dejó Victoria y también a su esposo. La relación, en aquel pueblo pequeño, había desmejorado y ya es bien sabido que un pueblo pequeño es un infierno grande. Munro se alejó, dictó clases de escritura creativa y se arrepintió: no hallaba un punto de encuentro con sus estudiantes, casi todos hombres. ¿Escribir? Lo hacía día a día.

Sucedía, por ese entonces y también después, que una historia no cobraba forma, que Munro se sentía incapaz de escribirla. “Cualquier historia que vaya a ser buena, por lo general, cambiará”. No siempre, sin embargo, encontraba una arquitectura para sus cuentos; de tanto en tanto quería escribir algo más extenso, pero no había modo de negarlo: escribía historias cortas, no extensas novelas. “Es muy difícil quitarse esta sensación de que haces fragmentos —dijo— si todo lo que dejas atrás son historias dispersas. Estoy segura de que podría pensar en Chéjov, pero aun así”.


En una ocasión intentó escribir una novela, es cierto; tenía algo más de treinta años y había en ella algo de su adolescencia y su niñez. Pero aquellas letras tenían algo que la incomodaba. “No era correcta para mí y pensé que tendría que abandonarla. Estaba muy deprimida. Entonces me di cuenta de que todo lo que tenía que hacer era alejarme de ella y rehacerla en forma de cuentos. Así pude manejarla. Fue en ese momento cuando aprendí que nunca iba a escribir una novela porque no podía pensar de ese modo”.

Con esa frontera dispuesta, Munro publicó en 40 años sólo libros de relatos: Las lunas de Júpiter, El progreso del amor, Amistad de juventud, El amor de una mujer generosa, Escapada y La vista desde Castle Rock.


Y en medio estaba la vida: Alice Munro fue escritora residente de la Universidad de Ontario y volvió al lugar en el que siempre había vivido, a los paisajes que conocía desde antes. Esa misma vida le permitió escribir todas las mañanas, de ocho a once, y con la edad se fue convirtiendo, dijo, en una mujer compulsiva, que se imponía una cuota diaria de páginas.

Esa misma vida, de un modo más bien azaroso, fue la que en 1976 la hizo cruzarse de nuevo con Gerald Fremlin.


Más de veinte años después de haberlo conocido, Fremlin llamó un día cualquiera a casa de Munro. Recordó quién era, le pidió que se tomaran un café. Tomaron tres martinis, almorzaron. En la tarde hablaron de vivir juntos. Poco después se instalaron en Clinton, donde habrían de vivir siempre y donde Munro recibió ayer la noticia de que recibirá el Premio Nobel de Literatura. Sólo se separaron cuando, en abril pasado, Fremlin murió.

“Una de las razones para quedarme aquí —dijo en la entrevista con Paris Review, cuando su esposo aún vivía— es que el paisaje es muy importante para los dos. Es algo tremendo que tenemos en común. Y gracias a Gerry lo aprecio de un modo muy distinto. No podría entender otro paisaje o país o pueblo de este modo. Y ahora me doy cuenta, así que nunca me iré de aquí”.


EL ESPECTADOR


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