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jueves, 26 de diciembre de 2024

Ray Bradbury / El comienzo del fin

Ilustración de Triunfo Arciniegas



Ray Bradbury
El fin del comienzo



    Detuvo en medio del jardín la cortadora de césped, pues sintió en ese momento que se había puesto el sol y ya aparecían las estrellas. El césped recién cortado que le había llovido sobre la cara y el cuerpo moría dulcemente. Sí, allí estaban las estrellas, pálidas al principio, pero encendiéndose en el cielo claro y desierto. Oyó que la puerta de alambre se cerraba de pronto, y sintió que su mujer lo observaba como él observaba la noche.

    —Es casi la hora —dijo ella.
    El hombre asintió, en silencio; no necesitaba consultar el reloj. En seguida se sintió muy viejo, y luego muy joven, muy frío, y después muy caliente, y ya de un modo, y ya de otro. De pronto estaba a muchos kilómetros de distancia. Era su propio hijo que hablaba seriamente, moviéndose y ocultándose así los golpeteos del corazón y los terrores que sentía otra vez enfundado en el nuevo uniforme, mientras examinaba los víveres, los frascos de oxígeno, el casco de presión, el traje del espacio, y se volvía como todos los hombres de la Tierra a contemplar el cielo que se poblaba rápidamente, esa noche.
    Luego, en seguida, era otra vez el padre de su hijo, y tenía las manos en el mango de la cortadora de césped.
    Su mujer lo llamó.
    —Ven a sentarte aquí, en el porche.
    —Tengo que moverme.
    La mujer bajó los escalones y cruzó el jardín.
    —No te preocupes por Robert. No le pasará nada.
    —Pero es todo tan nuevo —se oyó decir el padre—. No se hizo nunca. Piénsalo: un cohete tripulado por un hombre que sube esta noche a construir la primera estación del espacio. Santo Dios, no es posible, no existe, no hay cohete, no hay campo de pruebas, no hay nadie que cuente los segundos, no hay técnicos. En verdad, yo tampoco tengo un hijo llamado Bob. Todo esto es demasiado para mí.
    —Entonces, ¿qué haces aquí, afuera, mirando?
    El hombre sacudió la cabeza.
    —Bueno, esta mañana, un poco tarde, mientras iba a la oficina, oí que alguien se reía a carcajadas. Me sorprendió, de modo que me detuve en medio de la calle. Era yo quien se reía. ¿Por qué? Porque sabía al fin lo que Bob iba a hacer esta noche; al fin lo creía. Devoto, es una palabra que nunca uso, pero así fue como me sentí, allí, inmóvil en medio de todo aquel tránsito. Después, a media tarde, me sorprendí tarareando. Tú conoces la canción:
Una rueda en otra rueda. Un camino en medio del aire
. Me reí otra vez. La estación del espacio, por supuesto, pensé. La rueda de rayos huecos donde Bob vivirá seis u ocho meses, y que después llegará a la luna. De vuelta en casa, recordé otra estrofa de la canción.
La fe mueve la ruedita. La gracia de Dios mueve la rueda
. ¡Tenía ganas de saltar, de gritar, de arder en llamas!
    La mujer le tocó el brazo.
    —Si nos vamos a quedar afuera, por lo menos estemos cómodos.
    Llevaron dos mecedoras hasta el centro del jardín y se sentaron, en silencio, mientras las estrellas nacían de la oscuridad en pálidos añicos de cristal de roca, esparcidos de horizonte a horizonte.
    —Vaya —dijo al fin la mujer—. Es como esperar los fuegos de artificio de Sisley Field, todos los años.
    —Hay más gente, esta noche…
    —No puedo dejar de pensarlo: mil millones de personas observando el cielo en este mismo momento, abriendo la boca todas a la vez.
    Aguardaron, sintiendo que la tierra se movía bajo las sillas.
    —¿Qué hora es?
    —Las ocho menos once minutos.
    —Siempre tan exacto; debes de tener un reloj en la cabeza.
    —Esta noche no puedo equivocarme. Te lo podré decir un segundo antes del lanzamiento. ¡Mira! El aviso: faltan diez minutos.
    En el cielo occidental se abrieron cuatro llamaradas carmesíes, vacilaron en el aire sobre el desierto, y luego se hundieron extinguiéndose silenciosamente sobre la tierra.
    En la nueva oscuridad, el marido y la mujer no se mecieron en sus sillas.
    Al cabo de un rato, el hombre dijo:
    —Faltan ocho minutos.
    Otra pausa.
    —Siete minutos.
    Esta vez la pausa pareció más larga.
    —Seis…
    La mujer, con la cabeza echada haciaatrás, escudriñó las estrellas más próximas y murmuró:

    —¿Por qué?
    Cerró los ojos.
    —¿Por qué los cohetes? ¿Por qué esta noche? ¿Por qué todo? Me gustaría saberlo.
    El hombre estudió el rostro de su mujer, pálido a la vasta luz pulverizada de la Vía Láctea. Sintió el latido de una respuesta, pero esperó a que ella continuara.
    —Quiero decir, ¿no es como antes, cuando la gente preguntaba por qué los hombres escalaban el monte Everest y ellos decían: «Porque está aquí»? Nunca lo entendí. Para mí no era una respuesta.
    Cinco minutos, pensó él. El tictac del tiempo… El reloj pulsera… una rueda en otra rueda… Una ruedita movida por… una rueda movida por… un camino en medio de… ¡Cuatro minutos! Ahora: los hombres acomodados en el cohete, la colmena, los tableros iluminados…
    Los labios del hombre se movieron.
    —Esto en realidad es el fin del comienzo. La Edad de Piedra, la Edad de Bronce, la Edad de Hierro; de ahora en adelante todas serán para nosotros el nombre único de un tiempo en que caminábamos por la tierra y oíamos a la mañana el canto de los pájaros y llorábamos de envidia. La llamaremos, tal vez, la Edad de la Tierra, o acaso la Era de la Gravedad. Durante millones de años luchamos contra la gravedad. Cuando éramos amebas y peces tratábamos de salir del mar sin que la gravedad nos destruyese. Una vez seguros sobre la playa, tratamos de mantenernos de pie sin que la gravedad nos rompiera ese nuevo invento, la columna vertebral. Procurábamos entonces caminar sin tambalearnos, y correr sin caernos. Durante mil millones de años la gravedad nos obligó a vivir enclaustrados, se burló de nosotros con el viento y las nubes, las mariposas y las langostas. Por eso es tan terrible lo de esta noche… Es el fin de la antigua gravedad del hombre, la era que nos recordará siempre al hombre viejo. Ignoro desde cuándo contarán las eras, si desde los persas, que imaginaron tapices volantes, o desde los chinos, que celebraban cumpleaños y años nuevos con cometas y cohetes voladores, o desde un minuto cero, un increíble segundo de la próxima hora. Pero hemos llegado al fin de mil millones de años de prueba, al fin de algo largo, y para nosotros, los humanos, honroso, de todos modos.
    Tres minutos… dos minutos cincuenta y nueve segundos… dos minutos cincuenta y ocho segundos…
    —Pero —dijo la mujer— todavía no sé por qué.
    Dos minutos, pensó el hombre.
¿Listo? ¿Listo? ¿Listo
? A la distancia la voz de la radio, anunció.
¡Listo! ¡Listo! ¡Listo
! Las rápidas, débiles respuestas desde el susurrante cohete.
¡Control! ¡Control! ¡Control
!
    Esta noche, pensó el hombre, aun cuando fracasemos esta primera vez, enviaremos una segunda y una tercera nave e iremos a todos los planetas, y más tarde a todas las estrellas. Y avanzaremos todavía más hasta que las palabras importantes, como inmortal y eterno, cobren sentido. Palabras importantes, sí, eso es lo que queremos. Continuidad. Desde que nuestras lenguas se movieron por vez primera en nuestras bocas, hemos estado preguntando: ¿Qué significa todo esto? Ninguna otra pregunta tenía sentido. Respirábamos el aliento de la muerte. Pero si desembarcamos en diez mil mundos que giran alrededor de diez mil soles desconocidos, la pregunta se desvanecerá. El hombre será infinito y eterno, así como el espacio es infinito y eterno. El hombre perdurará, como perdura el espacio. Los individuos morirán como siempre, pero nuestra historia se extenderá tanto, que ya no necesitaremos escudriñar el futuro, sabiendo que sobreviviremos mientras haya tiempo. Conoceremos la seguridad, y por lo tanto la respuesta que tanto buscamos. Agraciados con el don de la vida, lo menos que podremos hacer es preservar el don de lo infinito. Una meta digna de nuestro esfuerzo.
    Las mecedoras seguían susurrando dulcemente en el césped.
    Un minuto.
    —Un minuto —dijo en voz alta.
    —¡Oh!
    —Espero que Bob…
    Estará perfectamente…
    —Oh, Dios, protégelo…
    Treinta segundos.
    —Atención ahora.
    Quince, diez, cinco…
    —¡Atención!
    Cuatro, tres, dos, uno.
    —¡Allí! ¡Allí! ¡Oh, allí, allí!
    Los dos gritaban. Los dos se pusieron de pie. Las sillas cayeron hacia atrás, sobre el césped. El hombre y la mujer vacilaron, se buscaron las manos procurando aferrarse, sostenerse. Vieron el color deslumbrante del cielo, y, diez segundos después, la gran cometa ascendente que quemaba el aire, apagaba las estrellas y se lanzaba en un vuelo de llamas para trasformarse en una nueva estrella en la profusión renacida de la Vía Láctea. El hombre y la mujer se abrazaron como si hubiesen tropezado con el borde de un increíble acantilado, sobre un abismo hondo y sombrío que parecía insondable. Mirando el cielo, se oyeron sollozar y gritar. Pasó un rato, y al fin hablaron.
    —Partió, ¿verdad?
    —Sí…
    —Todo está bien, ¿verdad?
    —Sí… sí.
    —¿No cayó?
    —No, no, todo está bien. Bob está bien, todo está bien.
    Se separaron.
    El hombre tocó con la mano el rostro de ella, y se miró los dedos húmedos.
    —Maldición —dijo—. Maldición.
    Aguardaron otros cinco, otros diez minutos hasta que la oscuridad les dolió en las cabezas y en las retinas como un millón de granos de sal ardiente. Cerraron los ojos.
    —Bueno —dijo ella—. Entremos ahora.
    El hombre no podía moverse. La mano se le movió buscando el mango de la cortadora de césped. Vio lo que la mano acababa de hacer y dijo:
    —Todavía me falta algo…
    —Pero no podrás ver.
    —Lo suficiente —dijo el hombre—. Tengo que terminar. Después nos sentaremos un rato en el porche, antes de ir a dormir.
    Ayudó a su mujer a poner las sillas en el porche, y la sentó, y luego volvió al jardín y apoyó las manos en la barra de la cortadora de césped. La cortadora de césped. Una rueda dentro de otra rueda. Una simple máquina que uno sujeta con las manos, y que avanza con un empujóny un repiqueteo mientras uno camina detrás con una callada filosofía. Un chasquido, y luego un silencio cálido. Una rueda que gira, y luego las suaves pisadas del pensamiento.
    Tengo mil millones de años de edad, se dijo, tengo un minuto. Mido un centímetro, no, diez mil kilómetros de altura. Miro hacia abajo y no alcanzo a verme los pies, tan distantes están, tan lejos se han ido.
    Empujó la cortadora de césped. El césped saltó como una lluvia y cayó suavemente a su alrededor; el hombre se regocijó, saboreó las briznas y sintió que era toda la humanidad bañándose, finalmente, en la fuente de la vida.
    Recordó entonces, otra vez, la canción de las ruedas y la fe y la gracia de Dios que ascendían en medio del cielo donde aquella estrella única, entre un millón de estrellas fijas, se atrevía a moverse, a seguir avanzando.
    Terminó de cortar el césped.

Ray Bradbury
Remedio para melancólicos




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