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miércoles, 7 de agosto de 2024

Antonio Muñoz Molina / Literatura de insomnio

Illustration by Jonathan Wolstenholme


Literatura de insomnio

El purgatorio de no dormir se transmuta sin esfuerzo en un paraíso de lectura


Antonio Muñoz Molina
7 de junio de 2013

En algunos viajes se sobrelleva el insomnio como una maleta muy pesada; esa maleta que se ha subido y bajado por escaleras, que se ha recogido de cintas transportadoras, que se ha ido volviendo una roma compañía, que se ha levantado con dificultad para depositarla en el portaequipajes de un taxi. De una noche a otra, el insomnio se ha ido agravando, se ha adaptado a los sucesivos tamaños mezquinos de las habitaciones de hotel, se ha dejado adivinar en la perspectiva de un corredor vacío y en el dibujo de la moqueta. Al abrir la puerta con la llave magnética, en la primera ojeada a la cama y a la luz recién encendida en las mesas de noche, el insomnio es otro huésped fantasma que se ha adelantado para ocupar su sitio. El insomnio es una criatura de las habitaciones de hotel como el pulpo gigante lo es de las profundidades submarinas. La presencia exagerada del televisor enfrente de la cama ya anuncia las deshoras inevitables frente a la pantalla encendida. Las cortinas en la ventana están de antemano ligeramente separadas para permitir el paso de la primera claridad del día que advertirán los ojos extenuados de permanecer abiertos.


El insomnio en los viajes, las noches en blanco del jet lag, son el reino de las lecturas excesivas, de las lecturas febriles, del hartazgo y el desagrado de leer, de la lectura que se disgrega en una somnolencia agitada que no llega a la condensación plena del sueño, en un duermevela de palabras escritas o como murmuradas al oído por una voz monótona. Parece que los párpados pesan y lo recién leído se desliza muy rápido en el sinsentido. Hay que apagar rápido la luz, que encogerse de lado en la cama extraña, que apoyar la cara contra una almohada demasiado grande o demasiado mullida y en cualquier caso misteriosamente refractaria al descanso.

Algunos de los grandes libros de mi vida me afectaron más porque los leí sin interrupción en las noches de insomnio

Hay que encender la luz de nuevo. Hay que mirar la hora. Hay que elegir entre quedarse en la oscuridad con los ojos muy abiertos o apretando los párpados y capitular del todo al insomnio. En el extremo del cansancio es posible alcanzar una serenidad resignada, y entonces la privación del sueño se convierte en una conquista: horas por delante de un silencio muy limpio, en las que será posible leer sin ninguna interrupción, oyendo si acaso, cuando se acerque el amanecer, un canto solitario de mirlo. El purgatorio del no dormir se transmuta sin esfuerzo en un paraíso de lectura. Algunos de los grandes libros de mi vida me afectaron más porque los leí sin interrupción en rachas de varias horas, en las noches sucesivas de insomnio tras el regreso de un viaje, después de esa noche escamoteada del vuelo entre Nueva York y Madrid, cuando a la una de la madrugada azafatas amables y despóticas deciden que son las siete y que ha llegado la hora de cambiar de golpe la oscuridad por una luz de clínica y de tomar un arbitrario desayuno. Así leí Vida y destino, de Vasili Grossman, sus muchos centenares de páginas devoradas en unas cuantas noches de jet lag. En otro regreso las noches sin dormir me las consumió una meticulosa biografía de Emily Dickinson, Lives Like Loaded Guns, de Lyndall Gordon. La concentración excesiva, la ofuscación mental de insomnio, exageraban la claustrofobia y el miedo de los personajes de Grossman bajo la sombra de Stalin en la misma medida en la que lo volvían a uno más sensible a toda la virulencia de las pasiones secretas que podían cruzarse y alimentarse entre sí en el mundo estrecho y cerrado en el que se movía Emily Dickinson.


En sus noches de insomnio, en el cuarto cerrado del que acabó por no salir nunca cuando había visitas, Emily Dickinson corregía de manera incesante poemas y escribía cartas a la luz de una vela. En estas noches mías de no dormir yo he leído sobre todo las cartas que escribía Gustave Flaubert, también a deshoras, también en un cuarto de solterón y solitario, muchas de ellas después de haber trabajado todo el día en la escritura de Madame Bovary. Cartas de insomnio en el insomnio: las de Emily Dickinson, oraculares y concisas, caben en un libro; las de Flaubert ocupan cinco volúmenes y varios miles de páginas en la edición de La Pléiade. De ese océano de palabras se pueden extraer riquezas que no parece que puedan agotarlo nunca. Siruela publicó hace unos años las cartas dirigidas a Louise Colet en una traducción de Ignacio Malaxecheverría. En mi viaje de insomnio yo he llevado conmigo esta vez una selección de ochocientas páginas muy tupidas de texto, muy bien presentadas y anotadas por Bernard Masson, en una de esas ediciones de bolsillo atractivas y baratas que son la gloria de las librerías francesas.

Uno de los atractivos de la correspondencia de Flaubert es seguir la escritura lentísima de 'Madame Bovary'

En Madame Bovary Flaubert quiso lograr lo que nadie había imaginado antes que él, una prosa que tuviera un grado máximo de control e intensidad, al mismo tiempo limpia y flexible, tan objetiva como un informe científico, tan soberana y completa en su significado como una ecuación matemática. En una carta dice que una metáfora ha de aspirar a la precisión de la geometría. En la generación anterior a la suya, Balzac y Stendhal habían escrito novelas atropelladas de peripecias en las que la narración quedaba interrumpida casi a cada párrafo por los comentarios en primera persona del autor. En una carta Flaubert explica, célebremente, su ideal inverso: que el autor sea tan omnipresente pero tan invisible entre sus personajes como Dios entre sus criaturas. Balzac y Stendhal podían escribir una novela completa en unas semanas, a la velocidad risueña a la que componían Mozart o Rossini. Uno de los atractivos casi perversos de la correspondencia de Flaubert es seguir paso a paso la escritura lentísima de Madame Bovary, que se prolonga a lo largo de cinco años y centenares de cartas. No existe otro monumento como ese al oficio de la literatura: la soledad de cada día, la paciencia obstinada, la vigilancia cuidadosa de cada palabra, el corregir y tachar, copiar de nuevo, volver sobre lo escrito, sin permitirse ninguna indulgencia, prefiriendo, dice Flaubert, “rabiar como un perro” antes que dar por hecha una frase apresurada, antes de que un párrafo alcance su plena maduración.

Pero cada día, después del trabajo “deliciosamente atroz” en la novela, a las dos o a las tres de la madrugada, después de pasarse diez horas midiendo milimétricamente cada palabra, Flaubert, con una fortaleza física e intelectual inexplicables, en un estado de estimulación que hace imposible el sueño, Flaubert se pone a escribirle a un amigo o a su amante de París. Y entonces la escritura misma es el desmentido de todos sus principios, porque ahora se deja llevar sin control alguno por lo que se le pasa por la cabeza, se entrega a la desmesura de contar, inventar, divagar, reírse con una risa como de Cervantes o de Rabelais, a la confesión impúdica, al chisme y al escarnio, a todo lo que no se permite en la novela. Y esa carta larguísima escrita a toda velocidad en una madrugada de insomnio es tan admirable como una página de Madame Bovary que costó una semana entera.


EL PAÍS





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