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jueves, 1 de febrero de 2024

Danielle Steel / Blue / Capítulo l

 



Danielle Steel

BLUE

I

Cuando dejó atrás el control de aduanas del aeropuerto JFK de Nueva York, llevaba veintisiete horas de viaje a sus espaldas, contando el vuelo de Luanda a Londres, las cuatro horas de escala en Heathrow y el vuelo hasta Nueva York. Vestía vaqueros, botas de montaña y una pesada parca de algún excedente militar; el pelo, largo y rubio, lo llevaba recogido en un moño sin orden ni concierto que se había hecho al despertarse en el asiento del avión, justo antes de aterrizar. Había estado en África desde agosto, cuatro meses, más de lo habitual, y llegaba a Nueva York el 22 de diciembre. Había abrigado la esperanza de que estaría de nuevo en alguna misión en el extranjero para esas fechas, pero iba a tener que enfrentarse a unas Navidades sola en la gran ciudad.


    Podría haberse marchado a Los Ángeles para pasar las fiestas con su padre y su hermana, pero eso le parecía aún peor. Había dejado Los Ángeles hacía casi tres años y no sentía el menor deseo de regresar a la ciudad en la que se había criado. Desde que se marchara de allí, vivía como una nómada, como decía ella, trabajando para SOS Human Rights. Le encantaba su trabajo, y el hecho de que fuera tan absorbente que prácticamente le impedía pensar en su vida personal, una vida que nunca, ni en sus sueños más disparatados, había imaginado que llevaría, trabajando en esos países que ya conocía tan bien. Había ayudado a comadronas a traer niños al mundo o, cuando no había nadie más a mano, ella misma había hecho de partera. Había sostenido en sus brazos a niños moribundos, había consolado a sus madres y había cuidado de huérfanos en campamentos de desplazados. Había estado en zonas desgarradas por la guerra, había vivido dos levantamientos populares y una revolución, había sido testigo de una angustia, una pobreza y una devastación que de otro modo no habría conocido jamás. Todo aquello le permitía relativizar el resto de las cosas. En SOS/HR agradecían su disposición a viajar a algunas de las peores zonas en las que proporcionaba asistencia, por muy inhóspitas o peligrosas que fueran, por muy duras que resultasen las condiciones de vida. Cuanto más duras eran y cuanto más ardua su labor, más le gustaba.
    No le importaban nada los peligros a los que se exponía. De hecho, había desaparecido durante tres semanas en Afganistán, y la oficina central creyó que la habían matado. En Los Ángeles, su familia también temió que hubiera corrido esa suerte. Pero regresó al campamento, débil y enferma, después de que la acogiera una familia local, que la había cuidado hasta que le bajó la fiebre. Parecía aceptar lo peor que SOS/HR tenía para ofrecer con los brazos abiertos y de buen grado. Siempre podían contar con ella cuando necesitaban a alguien que se ofreciese voluntario y aguantase hasta el final sobre el terreno. Había estado en Afganistán, en distintas partes de África y en Pakistán. Sus informes eran precisos, perspicaces y útiles, y en dos ocasiones presentó su trabajo en la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y una, ante el Comisionado para los Derechos Humanos en persona, en Ginebra. Su forma de describir el sufrimiento de las personas a las que ayudaba, sin restar un ápice de crudeza y patetismo, resultaba impactante.
    Cuando aterrizó en Nueva York, estaba cansada física y mentalmente. Le había dado pena despedirse de las mujeres y los niños que había tenido a su cargo en un campamento de refugiados de Luena, Angola. Los cooperantes habían estado tratando de realojarlos, a pesar de las cortapisas que planteaba la maraña de trámites burocráticos. Le habría gustado quedarse seis meses o un año más. Los tres meses que solían durar las misiones le resultaban siempre demasiado cortos. Apenas tenían tiempo de familiarizarse con las condiciones del país antes de que los reemplazasen, aun cuando su cometido consistía tanto en informar con precisión acerca de las condiciones de vida como en cambiarlas. Hacían lo que podían mientras  estaba allí, pero era como vaciar el mar con una cuchara. Había tantas personas con necesidades desesperadas, y tantas mujeres y niños viviendo en circunstancias extremas...
    Aun así, Ginny era capaz de hallar motivos de alegría en lo que hacía y siempre aguardaba con impaciencia cada nuevo destino. Deseaba pasar el menor tiempo posible en Nueva York, y la perspectiva de las vacaciones la aterraba. Habría preferido pasarlas trabajando hasta la extenuación en algún lugar donde no existiera la Navidad, como no existía para ella en esos momentos. Qué mala suerte que hubiera aterrizado en Nueva York a tres días de las fiestas, las peores fechas del año para ella. Lo único que deseaba hacer era dormirse nada más llegar a su apartamento y despertarse cuando hubiera terminado todo. Las vacaciones, en su caso, eran sinónimo de sufrimiento.
    Aparte de las figurillas de madera que le habían tallado los niños del campamento de refugiados, no tenía ningún objeto que declarar en el control de aduanas. Sus tesoros en esos momentos eran los recuerdos que llevaba consigo allá adonde iba, de las personas a las que había conocido por el camino. Las posesiones materiales no le interesaban y lo único con lo que viajaba era una maleta pequeña y ajada y la mochila que acarreaba a la espalda. Nunca tenía tiempo para mirarse en el espejo mientras trabajaba, y tampoco le importaba. Una ducha caliente era su mayor lujo y placer, cuando podía darse una; el resto del tiempo se duchaba con agua fría, con el jabón que llevaba consigo. La ropa que tenía, es decir, los vaqueros, sudaderas y camisetas, estaba siempre limpia, pero nunca planchada. Le bastaba con tener ropa que ponerse, lo cual ya era más de lo que poseía mucha de la gente con la que trabajaba. Y con frecuencia regalaba su ropa a personas que la necesitaban más que ella. Salvo por una intervención en el Senado en la que habló con elocuencia, hacía tres años que no se ponía un vestido, zapatos de tacón o maquillaje. Cuando había presentado sus informes ante las Naciones Unidas o la Comisión de Derechos Hum
anos, había ido con unos viejos pantalones negros, jersey y zapatos planos. Lo único que le parecía importante era lo que tenía que decir, el mensaje que debían oír y las atrocidades que había presenciado a diario en el desempeño de su trabajo. Ginny observaba desde primera fila las crueldades y los crímenes cometidos contra mujeres y niños a lo largo y ancho del planeta. Y a ellos debía hablarles en su nombre cuando, al regresar a casa, le pedían que hablase. Sus palabras eran siempre contundentes, bien escogidas, y hacían que se les saltaran las lágrimas a quienes las escuchaban.
    Salió de la terminal y se llenó los pulmones del aire frío de la noche. La gente, los viajeros que habían llegado para pasar las vacaciones, se apresuraba a tomar los diferentes autobuses o subir a los taxis, o saludaba a sus familiares en el exterior de la terminal. Ginny, con sus ojos azul oscuro, casi marino, los observaba en silencio. Se puso seria un instante, mientras se debatía entre tomar el autobús lanzadera o bien ir en taxi. Estaba molida, le dolía todo el cuerpo después de un viaje tan largo y de haber tenido que dormir apretujada en el autocar. Aunque se sentía culpable por gastar dinero en sí misma después de todo lo que había visto a lo largo de sus misiones, acabó optando por darse ese gusto. Se acercó al bordillo y llamó a un taxi, que dio un volantazo y se acercó a recogerla al instante.
    Ginny abrió la portezuela, metió la maleta y la mochila en el asiento trasero, subió y cerró. El conductor, un joven paquistaní, la miró de arriba abajo y le preguntó adónde iba. Ella vio el nombre del taxista en la licencia expuesta en la mampara que dividía el vehículo. Le indicó la dirección y se lanzaron a toda pastilla en medio del tráfico del aeropuerto, en dirección a la autopista. Se le hacía raro encontrarse de vuelta en el mundo civilizado después de la inhóspita región en la que había estado destinada los últimos cuatro meses. Pero así era como se sentía cada vez que regresaba. Y cuando conseguía acostumbrarse, ya tenía que partir de nuevo. Siempre pedía que la reasignaran sin dilación, y solían hacerlo. Al cabo de casi tres años, era una de las trabajadoras más valiosas sobre el terreno, tanto por su buena disposición como por su experiencia.
    —¿De qué parte de Pakistán eres
? —preguntó cuando se incorporaban al tráfico que fluía hacia la ciudad, y el taxista le sonrió por el retrovisor.
    Era joven y pareció complacido por que hubiese adivinado su procedencia.
    —¿Cómo sabes que soy de allí? —le preguntó él a su vez, y ella sonrió también.
    —Estuve en Pakistán hace un año. —Entonces acertó de qué región provenía, y el joven la miró asombrado. Pocos americanos sabían algo sobre su país—. Pasé tres meses en Baluchistán.
    —¿Qué hacías allí? —inquirió intrigado, mientras el tráfico los obligaba a aminorar.
    Iban a tardar en llegar a la ciudad por culpa del tráfico, lento, propio de las vacaciones, y hablar con el conductor la ayudaría a mantenerse despierta. Y le parecía menos extraño que la gente a la que vería en Nueva York, que en ese momento serían como extranjeros para ella.
    —Trabajar —respondió en voz baja, mientras echaba una ojeada por la ventanilla a un paisaje que debería haberle resultado familiar pero que ya no lo era.
    Se sentía como una mujer sin hogar, y así era como se había sentido desde que se marchó de los Ángeles. Tenía la impresión de que aquella ciudad sería el último hogar de verdad que tendría en la vida, y lo prefería de esa forma. Ya no necesitaba ninguno, le bastaba con la tienda o el campamento en el que estuviera viviendo.
    —¿Es médica? —Había picado la curiosidad del taxista.
    —No, trabajo para una organización de derechos humanos —respondió vagamente, luchando 
contra el cansancio que la invadía en oleadas, sentada en el cómodo asiento, en el interior caldeado del taxi. No quería quedarse dormida antes de llegar a su apartamento, darse una ducha y meterse en la cama. Sabía que la nevera estaría vacía, pero le daba igual, había comido algo en el avión. Esa noche no le apetecía nada más y al día siguiente podría comprar lo que necesitase.
    Continuaron en silencio. Ella contempló los edificios de Nueva York que empezaban a perfilarse ante sus ojos. No podía negarse que la imagen era preciosa, pero le parecía un decorado de cine, no un lugar donde vivía gente real. La gente que ella conocía vivía en viejos barracones militares, campamentos de refugiados y tiendas de campaña, no en ciudades muy iluminadas sembradas de rascacielos y torres de apartamentos. A medida que pasaban los años, cada vez que regresaba se sentía más alejada de esa forma de vida. La organización para la que trabajaba, no obstante, tenía su sede central en Nueva York y por esa razón le parecía lógico seguir disponiendo de un apartamento en la ciudad. Era un caparazón hasta el que se arrastraba temporalmente, cada pocos meses, como un cangrejo ermitaño que necesitase un rincón en el que quedarse. Sin embargo, no le tenía el menor apego, nunca lo había considerado su hogar. Los únicos objetos personales que poseía seguían guardados en cajas que no se había molestado en desembalar. Esas cajas las había preparado su hermana, Rebecca, cuando Ginny vendió su casa y se marchó de Los Ángeles, y se las había enviado a Nueva York. Ni siquiera sabía qué contenían, y tampoco le importaba.
    Tardaron algo más de una hora en llegar a su apartamento, y le dejó una buena propina al taxista. El hombre volvió a sonreírle y le dio las gracias mientras ella rebuscaba las llaves de la casa en un bolsillo de la mochila. Luego salió al aire gélido. Parecía a punto de nevar. Depositó los bártulos en la acera, a su lado, y tuvo que pelearse un momento con la cerradura del portal. La fachada del edificio estaba un tanto estropeada. Soplaba un viento helado que subía del East River, a una manzana de distancia. Ella vivía en el número ochenta y tantos, cerca del East End; había alquilado aquel piso porque le gustaba pasear por la orilla del río cuando hacía más calor y ver pasar las embarcaciones. Después de residir durante años en una casa de Los Ángeles, un apartamento le resultaba menos agobiante y más impersonal, y eso era lo que prefería.
    Entró en el portal y, ya en el ascensor, pulsó el botón de la sexta planta. El edificio entero tenía cierto aire deprimente. Reparó en que varios vecinos habían colgado coronas de Navidad en las puertas. Ella ya no se molestaba en poner adornos navideños; desde que se había mudado a Nueva York, era la segunda vez que estaba en su apartamento por esas fechas. Había muchas cosas más importantes en el mundo en las que pensar que montar el árbol o colgar una corona en la puerta. Estaba deseando presentarse en las oficinas, pero sabía que los días siguientes estarían cerradas. Tenía pensado leer un poco, trabajar en su último informe, hacer recapitulación de la misión y recuperar horas de sueño. El informe la mantendría ocupada toda la semana y no tenía más que fingir que las fiestas no existían.
    Cuando entró en el piso y encendió las luces, vio que todo estaba tal y como lo había dejado. El viejo sofá raído que había adquirido en un rastrillo de Brooklyn parecía tan gastado como siempre. También había comprado un sillón reclinable de segunda mano, muy usado. que era el asiento más cómodo que había tenido en su vida. Con frecuencia se quedaba dormida en él con un libro en las manos. Frente al sofá había otro sillón grande, por si iba alguien a verla, cosa que no pasaba nunca. Pero estaba preparada por si acaso. Su mesa de centro consistía en un vetusto baúl metálico con pegatinas de viajes que había comprado al mismo tiempo que el sofá. También tenía una mesa pequeña de comedor con cuatro sillas completamente distintas, y una planta muerta en la repisa de la ventana, que en julio había decidido tirar a la basura pero había olvidado hacerlo y al final se había convertido en un elemento más de la decoración. La mujer que le limpiaba el piso no se había atrevido a tirarla. Aparte de eso, tenía unas cuantas lámparas viejas que iluminaban el salón con luz tenue, y un televisor que casi nunca encendía. Prefería leer las noticias en internet. En cuanto al mobiliario de su cuarto, se componía de una cama, una cómoda que también había comprado de segunda mano y una silla. Las paredes estaban desnudas. No era un lugar acogedor al que regresar, sino un sitio en el que dormir y en el que guardar la ropa. Cuando estaba fuera, una señora de la limpieza acudía una vez al mes, y cuando estaba en la ciudad, una vez a la semana.
    Dejó la maleta y la mochila en su habitación, y regresó al salón. Se sentó en el cómodo sofá y apoyó la cabeza en el respaldo, pensando en la larga distancia que había recorrido en las últimas veintiocho horas. Era como si hubiese estado en otro planeta y acabase de regresar a la Tierra. En eso estaba pensando aún cuando le sonó el móvil. No podía imaginar quién sería, teniendo en cuenta que las oficinas de SOS/HR estaban cerradas y que eran las diez de la noche. Se sacó el teléfono del bolsillo de la parka y contestó. Aunque lo había encendido al llegar al control de aduanas, no había nadie a quien quisiese llamar.
    —¡Has vuelto! ¿O todavía estás de viaje? —dijo la voz, alegremente. Era su hermana Rebecca, desde Los Ángeles.
    —Acabo de entrar por la puerta —respondió Ginny sonriendo.
    Se mandaban mensajes de texto con regularidad, pero hacía un mes que no hablaban. Y se le había olvidado que le había dicho qué día llegaba.
    —Debes de estar agotada —dijo Becky, como apiadándose de ella.
    Ella la era la cuidadora de la familia, la hermana mayor en quien Ginny se había apoyado durante toda la vida, la si bien en esos momentos hacía tres años que no se veían. Pero seguían muy unidas, gracias a las llamadas, el correo electrónico siempre que era posible y los mensajes de texto. Becky, que acababa de cumplir cuarenta años, le sacaba cuatro a Ginny. Estaba casada, tenía tres hijos y vivía en Pasadena, y su padre, cuyo Alzheimer avanzaba poco a poco pero sin cesar, se había instalado con ella hacía un par de años. El hombre ya no podía vivir solo, pero ni Becky ni Ginny deseaban ingresarlo en un asilo. La madre había fallecido hacía diez años. Él tenía setenta y dos, aunque Becky decía que aparentaba diez más desde que había enviudado. Había perdido las ganas de vivir.
    —Estoy cansada —reconoció Ginny— y odio venir por Navidad. Esperaba haber vuelto más pronto y haberme marchado otra vez antes de las fiestas, pero mi sustituto apareció con retraso —explicó, cerrando los ojos y luchando contra el sueño mientras escuchaba a su hermana—. Cruzo los dedos para que me manden fuera otra vez dentro de poco, pero todavía no me han dicho nada. —La animaba la idea de que no pasaría mucho tiempo en Nueva York. Lo que la deprimía no era el piso, sino no tener nada que hacer entre misión y misión, y no ser de utilidad para nadie en Nueva York. Solo deseaba marcharse de nuevo.
    —¿Y si te lo tomas con calma? Acabas de regresar a casa. ¿Por qué no vienes a vernos unos días antes de que vuelvan a mandarte lejos? —Le había pedido a Ginny que pasase las fiestas con ellos, pero ya le había contestado que no, para no variar.
    —Sí —respondió sin mucho convencimiento, quitándose la goma del pelo y dejando que la larga melena rubia le cayese en cascada por la espalda. No sabía lo guapa que era, y tampoco le preocupaba lo más mínimo. Ya no daba ninguna importancia a su aspecto, a diferencia de tiempo atrás, en una vida remota que había dejado de existir hacía tres años.
    —Deberías venir a vernos antes de que a papá se le vaya más la cabeza —le recordó Becky. Ginny no había sido testigo del deterioro lento pero implacable de su padre, y no se daba cuenta de cuánto había empeorado en los últimos meses—. El otro día se perdió a dos manzanas de casa. Lo trajo una vecina. No se acuerda de dónde vive. Los chicos procuran vigilarlo, pero a veces se les olvida y no podemos estar todo el día pendientes de él.
    Becky no había vuelto a trabajar desde que nació su hija mediana. Tenía una carrera prometedora como relaciones públicas que había abandonado para criar a sus hijos. Ginny no estaba segura de que hubiese hecho bien, pero Becky no parecía arrepentirse de aquella decisión. Su hijo y sus dos hijas eran ya adolescentes, y estaba más ocupada que nunca con ellos, aunque Alan siempre estaba al pie del cañón ayudándola, y cuidando del padre de ambas. Él trabajaba en el sector de la electrónica, era ingeniero, y proporcionaba a Becky y a sus hijos una vida sólida y estable.
    —¿Deberíamos contratar a una enfermera para papá, para que no cargues con tanto tú sola? —preguntó Ginny preocupada.
    —Lo aborrecería. Quiere seguir sintiéndose independiente. Aunque ya no le dejo sacar al perro; lo ha perdido dos veces. Y supongo que la cosa se pondrá mucho peor, la medicación no está haciendo el efecto de antes.
    Los médicos las habían advertido de que la medicación solo frenaría un poco el proceso, durante un tiempo, después ya no habría nada que hacer. Ginny intentó no pensarlo, cosa que le resultaba más fácil cuando estaba lejos. Becky se enfrentaba a diario a la realidad de su situación, y eso le producía cargo de conciencia, pero cuando hablaban por teléfono procuraba ponerse en su lugar. Ella no podía regresar a Los Ángeles. Mudarse allí de nuevo acabaría con ella. Ni siquiera había ido de visita desde que se marchó, y Becky se había mostrado increíblemente comprensiva al respecto, pese a tener que bregar con su padre sola. Lo único que quería Becky era que su hermana lo viese antes de que fuera demasiado tarde. Trató de transmitírselo sin crearle remordimientos ni asustarla. Pero el pronóstico para su padre no era esperanzador, la enfermedad iba avanzando de forma progresiva y Becky advertía los cambios cada día, sobre todo a lo largo del último año.
    —Iré a veros uno de estos días —le prometió Ginny, y lo decía de corazón. Ambas sabían, sin embargo, que no sucedería antes de que se marchase a su siguiente misión—. Bueno, ¿y tú qué tal? ¿Estás bien? —preguntó.
    Oía a los chicos de fondo. Becky no tenía un minuto al día para sí misma.
    —Todo bien, sí. Esto es una locura antes de Navidad, con los chicos en casa. Queríamos llevarlos a esquiar, pero no quiero dejar solo a papá, así que las chicas se irán con unos amigos, y Charlie, que tiene novia nueva y no puede separarse ni un minuto de ella, está encantado con que no vayamos a ninguna parte. Además, tiene que acabar de preparar las solicitudes para la universidad, con lo que me tocará hacer de taxista con él durante todas las fiestas.
    La idea de que su sobrino fuera a la universidad espabiló a Ginny y la hizo darse cuenta de lo rápido que había pasado el tiempo.
    —No me lo puedo creer.
    —Ni yo. Margie cumplirá dieciséis años en enero, y Lizzie va camino de los trece. ¿Adónde puñetas se fue mi vida mientras me turnaba para traer y llevar niños de un sitio para otro? En junio Alan y yo celebramos veinte años de casados. Da miedo, ¿eh?
    Ginny asintió con la cabeza, pensándolo. Recordaba la boda como si hubiese sido el día anterior. Ella tenía dieciséis años y había sido dama de honor.
    —Pues sí. No me puedo creer que tú tengas cuarenta años, y yo, treinta y seis. La última vez que lo pensé tú tenías catorce y llevabas aparato, y yo tenía diez años.
    Las dos sonrieron con el recuerdo. E
ntonces volvió Alan de trabajar, y Becky dijo que tenía que colgar.
    —Tengo que chamuscarle algo para la cena. Hay cosas que no cambian: sigo siendo negada para la cocina. Gracias a Dios, en Nochebuena cenamos en casa de la madre de Alan. No podría vérmelas otra vez con el pavo. Acción de Gracias casi acaba conmigo. —Eran la típica familia estadounidense, todo lo que Ginny nunca había sido.
    Becky siempre había hecho lo que se esperaba de ella. Se casó con su novio del instituto cuando aún estaban en la universidad. Después de licenciarse, compraron una casa en Pasadena con ayuda de los padres de ambos. Tenían tres hijos increíbles, y ella era la madre perfecta. Había sido presidenta de la asociación de padres y participó en los programas de lobatos de los scouts con su hijo, llevaba a las niñas a todas sus actividades extraescolares y les echaba una mano con los deberes, tenía una casa preciosa y se compenetraba a la perfección con Alan, con quien formaba un matrimonio sólido. Y en esos momentos cuidaba de su padre mientras Ginny recorría el mundo, yendo de una zona en guerra a otra, de un lugar inhóspito al siguiente, tratando de curar los males del mundo.
    El contraste entre las dos hermanas resultaba más marcado que nunca, aun así se querían y se respetaban. Con todo, a su hermana mayor le costaba comprender el camino que había elegido Ginny en los últimos años. Entendía sus motivos, pero no por ello dejaba de parecerle una reacción demasiado radical. Alan estaba de acuerdo con ella. Los dos esperaban que Ginny sentase la cabeza y volviese a llevar una vida normal. A pesar de todo lo que había ocurrido, consideraban que ya era suficiente, que aún estaba a tiempo de evitar volverse demasiado diferente, demasiado rara. Pese a que Becky admiraba lo que hacía Ginny, le daba miedo que estuviese llegando a ese punto. Tanto ella como su marido tenían la sensación de que debía renunciar a los viajes y los riesgos que corría a diario, no fuese a ser que acabaran matándola. Becky estaba convencida de que Ginny lo hacía para castigarse, pero ya era suficiente. Sin bien la causa era muy noble, dos años y medio viviendo en lugares agrestes como Afganistán era pasarse de la raya. A Alan y a ella les costaba imaginar lo que hacía allí. Y, aunque Becky nunca lo dijese de viva voz para no añadir presión a su hermana pequeña, lo cierto era que sí necesitaba ayuda para atender a su padre. Como Ginny pasaba tanto tiempo fuera y tan lejos, todos los momentos y las decisiones difíciles recaían sobre Becky. Ginny se había marchado antes de que comenzase el declive de su padre y, con el trabajo que tenía, nunca estaba cerca para arrimar el hombro.
    —Te llamo mañana —prometió Becky antes de colgar.
    Ambas sabían que sería un día horroroso. Como cada año. Era el aniversario del día en que la vida de Ginny había cambiado para siempre, el día en que todo aquello que más amaba había desaparecido de un plumazo. Un día que hubiese querido olvidar, o en el que habría preferido dormir hasta despertar al día siguiente, cada año. Pero nunca lo lograba. Esa noche se quedó tumbada en la cama sin pegar ojo, reproduciendo las escenas mentalmente una y otra vez, como siempre, pensando en todo lo que habría podido ser diferente, en por qué tuvo que ser como fue, en qué debería haber hecho ella y no hizo. Pero el resultado era siempre el mismo: ella estaba sola, y Mark y Chris habían muerto.
    Había ido con su marido a una fiesta que daban unos amigos dos días antes de Navidad. Como habría niños y un Santa Claus, también habían llevado a Christopher. Ginny no llegó a ver las fotos de Chris sentado en el regazo de Santa Claus, pero cuando Becky las guardó con el resto de las pertenencias de su hermana, junto con todos los álbumes de fotos de Chris de bebé y las fotos de la boda con Mark, se le partió el corazón. Estaban en las cajas que Ginny no había abierto nunca, las que tenía apiladas en la otra habitación de su piso de Nueva York. No tenía ni idea de lo que Becky le había enviado como recuerdo de su vida anterior y nunca se había sentido con fuerzas para comprobarlo.
    Ginny y Mark habían sido la pareja de oro, las estrellas de la cadena de televisión. Ella era reportera, y él, el presentador más famoso del sector. Los dos eran guapos, atractivos y estaban locamente enamorados. Se habían casado cuando Ginny tenía veintinueve años y su carrera en el mundo de la televisión empezaba a dar frutos. Mark, por su parte, ya era una estrella por aquel entonces. Al año siguiente nació Chris. Tenían una casa de ensueño en Beverly Hills y todo lo que siempre habían deseado, amén de un matrimonio y una vida que eran la envidia de sus amigos y conocidos.
    Aquella noche salieron hacia la fiesta con Chris en el asiento trasero vestido con un trajecito de terciopelo rojo y pajarita de tela escocesa. El pequeño tenía entonces tres años y estaba impaciente por sentarse en el regazo de Santa Claus. Mientras Ginny lo vigilaba, Mark fue a la barra a tomarse una copa de vino en compañía de otros hombres. Había sido un largo día para él. Ginny también se tomó una copa. La mayoría de los padres tenían una copa de vino en la mano y reinaba un humor festivo. Por fin estaban de vacaciones. Nadie se emborrachó. Cuando se marcharon de la fiesta para llevar a Chris a la cama, a Ginny no le pareció que Mark no estuviera en condiciones. Eso había dicho una y mil veces después: que no le pareció que Mark estuviera ebrio. Como si a fuerza de decirlo pudiera cambiar las cosas. Pero no cambiaban. La autopsia reveló que sus niveles de alcohol en sangre superaban el límite, no de manera apabullante, pero sí lo suficiente para afectar sus reflejos y ralentizar sus reacciones. Evidentemente, había bebido más de una copa mientras ella vigilaba a Chris y charlaba con las otras madres. Y, sabiendo lo 
responsable que era Mark, Ginny tenía la certeza de que su marido no había sentido que hubiese bebido más de la cuenta esa noche. De lo contrario, le habría pedido que condujese ella o llamase a un taxi.
    Regresaban a casa por la autopista. Había empezado a llover cuando el coche chocó con la mediana, volcó y se empotraron de frente contra un tráiler que aplastó su turismo. Mark y Chris fallecieron en el acto. Ginny pasó un mes ingresada con una vértebra del cuello rota y los dos brazos fracturados. Había hecho falta una grúa para sacarla del coche. Becky había acudido al hospital en cuanto la avisaron, pero no habían informado a Ginny sobre lo que había pasado con Mark y Chris. Becky se lo contó al día siguiente. En un abrir y cerrar de ojos, tres vidas habían quedado truncadas, incluida la de Ginny. Después de aquello, no volvió a la casa. Le pidió a Becky que se deshiciera de todo, salvo las cosas que embaló en cajas y que le envió más adelante a Nueva York.
    Ginny se quedó en casa de Becky hasta que se recuperó de la lesión cervical. Había tenido muchísima suerte: aunque llevó collarín durante seis meses, la rotura se había producido en una zona lo bastante alta para no provocarle parálisis. Dimitió de su puesto en la cadena de televisión, rehuía a sus amistades, no soportaba ver a nadie. Estaba segura de que habían muerto porque ella dejó que Mark se sentara al volante aquella noche; que era culpa suya que hubiese conducido él. Había dado por hecho que los dos habían bebido sendas copas de vino, ya que Mark no solía beber más. Además, a ella no le hacía gracia conducir de noche por la autopista. En ningún momento se le ocurrió preguntarle cuántas copas se había tomado, puesto que le pareció que estaba sobrio. Si le hubiese preguntado, se decía después, habría conducido ella, y tal vez Chris y él seguirían vivos. Becky sabía que su hermana no se lo perdonaría nunca, le dijeran lo que le dijesen. Y que nada cambiaría el hecho de que el marido de Ginny y su hijo de tres años estaban muertos.
    Sin llamar a nadie para despedirse, Ginny se mudó en abril a Nueva York, donde pasó un mes buscando trabajo en alguna organización humanitaria. Lo único que deseaba era alejarse todo lo posible de su vida anterior. En su fuero interno, Becky estaba segura de que su hermana no quería seguir viviendo y buscaba que la matasen en alguna de las misiones en las que se embarcaba, al menos durante el primer año. A Becky se le rompía el corazón al imaginar cómo se sentía y saber que nadie podía ayudarla. Tan solo esperaba que el tiempo aliviase las heridas de su hermana y la ayudase a vivir con lo ocurrido. Había dejado de ser esposa y madre, y había perdido a las dos personas a las que más quería del mundo. Además, había renunciado a una carrera profesional que se había labrado con mucho esfuerzo. Ginny había sido una buena periodista y las cosas le habían ido bien en la cadena de televisión. Había sido una mujer feliz, con éxito, plenamente realizada, y de la noche a la mañana su vida se había transformado en la peor pesadilla que pudiera imaginarse. Nunca hablaba de aquello, pero Becky entendía el martirio que suponía para ella, lo notaba. Por eso no insistía en lo relativo a su padre. Bastante tenía ya con las pérdidas y la tragedia que había sufrido. Becky no tenía valor para pedirle que se enfrentara a nada más. Por eso se hizo cargo de los cuidados del padre, mientras su hermana se jugaba la vida por todo el mundo.
    No obstante, algún día tendría que parar y afrontar que por mucho que corriera, por muy lejos que viajara, las dos personas a las que había perdido estaban muertas y no volverían nunca. Becky solo esperaba que no la mataran antes; por eso siempre le suponía un alivio enterarse de que se encontraba de regreso en Nueva York, aunque solo fuese durante un breve paréntesis. Al menos allí estaba a salvo. Tanto a una como a la otra les costaba creer que hacía casi tres años que no se veían, pero el tiempo había pasado volando. Becky andaba atareada con su familia, y Ginny siempre se hallaba en algún país lejano sumido en alguna crisis, jugándose la piel y expiando sus pecados.
    Alan se acercó para dar un beso a Becky y advirtió que parecía triste cuando colgó. Becky era una mujer bonita, pero nunca había sido tan espectacular como su hermana, sobre todo en los tiempos en que esta trabajaba en la cadena de televisión y le arreglaban el pelo y la maquillaban a diario. Pero, incluso sin todo eso, Ginny siempre había sido más guapa. Mientras que Ginny quitaba el hipo, Becky era del montón.
    —¿Estás bien? —preguntó Alan con gesto preocupado.
    —Acabo de hablar con Ginny. Está en Nueva York. Mañana es el aniversario. —Transmitió el resto con la mirada.
    Él asintió.
    —Si ha vuelto a Estados Unidos, debería venir a ver a su padre —dijo él con tono de desaprobación.
    Estaba harto de ver a Becky cargando sola con todo el peso y a Ginny sin hacer absolutamente nada. Siempre había una excusa que explicaba por qué no podía. Becky era más comprensiva que él. A Alan le parecía injusto.
    —Pues ha dicho que vendrá —respondió Becky en voz baja.
    Alan no replicó. Se quitó la chaqueta, se sentó en su sillón favorito y encendió la tele para ver las noticias, mientras Becky se iba a la cocina para prepararle la cena, pensando en su hermana. Las dos habían tenido desde siempre objetivos muy distintos en la vida, pero en los últimos tres años las diferencias entre ambas se habían acentuado aún más. Ya no tenían nada en común, salvo sus padres y la historia de su infancia. Su vida y la de su hermana estaban a millones de kilómetros de distancia.
    Ginny estaba pensando lo mismo cuando se metió en el cuarto de baño del apartamento de Nueva York, abrió el grifo de la ducha y se desvistió. Becky contaba con su marido, tres hijos adolescentes, una casa en Pasadena y una vida ordenada
, mientras que ella carecía de posesiones materiales que le importasen, solo contaba con un apartamento amueblado con trastos de segunda mano, y no tenía a nadie en su vida, salvo a las personas para las que trabajaba en todo el mundo. En cuanto el agua salió lo bastante caliente, se metió en la ducha y dejó que le empapase el cuerpo, largo y esbelto, y que se llevase las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Era consciente de lo dolorosa que sería la jornada siguiente para ella. La superaría, como hacía todos los años. Pero a veces se preguntaba por qué. ¿Por qué luchaba para aguantar y seguir con vida? ¿Por quién lo hacía? ¿De verdad importaba? Cada vez le costaba más hallar la respuesta a esas preguntas, a medida que pasaba el tiempo y nada cambiaba, y Mark y Chris seguían muertos. Le resultaba muy difícil creer que hubiese logrado vivir sin ellos durante esos tres interminables años.

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