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jueves, 11 de enero de 2024

Julio Cortázar / Clone

 


Julio CortázarBIOGRAFÍA

Clone



         Todo parece girar en torno a Gesualdo, si tenía derecho a hacer lo que hizo o si se vengó en su mujer de algo que hubiera debido vengar en sí mismo. Entre dos ensayos, bajando al bar del hotel para descansar un rato, Paola discute con Lucho y Roberto, los otros juegan canasta o suben a sus habitaciones. Tuvo razón, se obstina Roberto, entonces y ahora es lo mismo, su mujer lo engañaba y él la mató, un tango más, Paolita. Tu grilla de macho, dice Paola, los tangos, claro, pero ahora hay mujeres que también componen tangos y ya no se canta siempre la misma cosa. Habría que buscar más adentro, insinúa Lucho el tímido, no es tan fácil saber por qué se traiciona y por qué se mata. En Chile puede ser, dice Roberto, ustedes son tan refinados, pero nosotros los riojanos meta facón nomás. Ríen, Paola quiere gin-tonic, es cierto que habría que buscar más atrás, más abajo, Carlo Gesualdo encontró a su mujer en la cama con otro hombre y los mató o los hizo matar, ésa es la noticia de policía o el flash de las doce y media, todo el resto (pero seguramente en el resto se esconde la verdadera noticia) habría que buscarlo y no es fácil después de cuatro siglos. Hay mucha bibliografía sobre Gesualdo, recuerda Lucho, si te interesa tanto averigualo cuando volvamos a Roma en marzo. Buena idea, concede Paola, lo que está por verse es si volveremos a Roma.


          Roberto la mira sin hablar, Lucho baja la cabeza y después llama al mozo para pedir más tragos. ¿Te referís a Sandro?, dice Roberto cuando ve que Paola se ha perdido de nuevo en Gesualdo o en esa mosca que vuela cerca del cielo raso. No concretamente, dice Paola, pero reconocerás que ahora las cosas no son fáciles. Se le pasará, dice Lucho, es puro capricho y berrinche a la vez, Sandro no irá más lejos. Sí, admite Roberto, pero entre tanto el grupo es el que paga los platos rotos, ensayamos mal y poco y al final eso se tiene que notar. Es cierto, dice Lucho, cantamos crispados, tenemos miedo de meter la pata. Ya la metimos en Caracas, dice Paola, menos mal que la gente no conoce casi a Gesualdo, la patinada de Mario les pareció otra audacia armónica. Lo malo va a ser si en una de ésas nos pasa con un Monteverdi, masculla Roberto, a ése se lo saben de memoria, che.

          No dejaba de ser bastante extraordinario que la única pareja estable del conjunto fuera la de Franca y Mario. Mirando de lejos a Mario que hablaba con Sandro frente a una partitura y dos cervezas, Paola se dijo que las alianzas efímeras, las parejas de un breve buen rato se habían dado muy poco dentro del grupo, por ahí algún fin de semana de Karen con Lucho (o de Karen con Lily, porque Karen ya se sabía y Lily a lo mejor por pura bondad o para saber cómo era eso aunque Lily también con Sandro, latitud generosa de Karen y de Lily, después de todo). Sí, había que reconocer que la única pareja estable y que merecía ese nombre era la de Franca y Mario, con anillo en el dedo y todo el resto. En cuanto a ella misma alguna vez se había concedido en Bérgamo una habitación de hotel, por si fuera poco llena de cortinados y puntillas, con Roberto en una cama que parecía un cisne, rápido interludio sin mañana, tan amigos como siempre, cosas así entre dos conciertos, casi entre dos madrigales, Karen y Lucho, Karen y Lily, Sandro y Lily. Y todos tan amigos, porque de hecho las verdaderas parejas se completaban al final de las giras, en Buenos Aires y Montevideo, allí esperaban mujeres y maridos y niños y casas y perros hasta la nueva gira, una vida de marinos con los inevitables paréntesis de marinos, nada importante, gente moderna. Hasta que. Porque ahora algo había cambiado desde. No sé pensar, pensó Paola, me salen pedazos sueltos de cosas. Estamos todos demasiado tensos, damn it. De golpe así, mirar de otra manera a Mario y a Sandro que discutían de música, como si por debajo imaginara otra discusión. Pero no, de eso no hablaban, justamente de eso era seguro que no hablaban. En fin, quedaba el hecho de que la única verdadera pareja era la de Mario y Franca aunque desde luego no era de eso que estaban discutiendo Mario y Sandro. Aunque a lo mejor por debajo, siempre por debajo.

          Irán los tres a la playa de Ipanema, por la noche el grupo va a cantar en Río y hay que aprovechar. A Franca le gusta pasear con Lucho, tienen la misma manera de mirar las cosas como si apenas las rozaran con los dedos de los ojos, se divierten tanto. Roberto se colará a último minuto, lástima porque todo lo ve en serio y pretende auditorio, lo dejarán a la sombra leyendo el Times y jugarán a la pelota en la arena, nadarán y comentarán mientras Roberto se pierde en un semisueño donde vuelve a asomar Sandro, esa paulatina pérdida de contacto de Sandro con el grupo, su agazapado empecinamiento que les está haciendo tanto mal a todos. Ahora Franca lanzará la pelota blanca y roja, Lucho saltará para atraparla, se reirán como tontos a cada tiro, es difícil concentrarse en el Times, es difícil guardar la cohesión cuando un director musical pierde contacto como está ocurriendo con Sandro y no por culpa de Franca, no es desde luego su culpa como tampoco es culpa de Franca que ahora la pelota caiga entre las copas de los que beben cerveza bajo una sombrilla y haya que correr a disculparse. Plegando el Times, Roberto se acordará de su charla con Paola y Lucho en el bar; si Mario no se decide a hacer algo, si no le dice a Sandro que Franca no entrará jamás en otro juego que en el suyo, todo se va a ir al diablo, Sandro no sólo está dirigiendo mal los ensayos sino que hasta canta mal, pierde esa concentración que a su vez concentraba al grupo y le daba la unidad y el color tonal de los que tanto han hablado los críticos. Pelota al agua, carrera doble, Lucho primero, Franca tirándose de cabeza en una ola. Sí, Mario debería darse cuenta (no puede ser que no se haya dado cuenta todavía), el grupo se va a ir irremisiblemente al diablo si Mario no se decide a cortar por lo sano. ¿Pero dónde empieza lo sano, dónde hay que cortar si no ha pasado nada, si nadie puede decir que haya pasado alguna cosa?

          Empiezan a sospechar, lo sé y qué voy a hacer si es como una enfermedad, si no puedo mirarla, indicarle una entrada sin que de nuevo ese dolor y esa delicia al mismo tiempo, sin que todo tiemble y resbale como arena, un viento en la escena, un río bajo mis pies. Ah, si otro de nosotros dirigiera, si Karen o Roberto dirigieran para que yo pudiera diluirme en el conjunto, simple tenor entre las otras voces, tal vez entonces, tal vez por fin. Ahí como lo ves está siempre ahora, dice Paola, ahí lo tenés soñando despierto, en mitad del más jodido de los Gesualdos, cuando hay que medir al milímetro para no irse al corno, justo entonces se te queda como en el aire, carajo. Nena, dice Lucho, las mujeres bien no dicen carajo. Pero con qué pretexto hacer el cambio, hablarle a Karen o a Roberto, sin contar que no es seguro que acepten, los dirijo desde hace tanto y eso no se cambia así nomás, técnica aparte. Anoche fue tan duro, por un momento creí que alguno me lo iba a decir en el entreacto, se ve que no pueden más. En el fondo tenés razón de putear, dice Lucho. En el fondo sí pero es idiota, dice Paola, Sandro es el más músico de todos nosotros, sin él no seríamos esto que somos. Esto que fuimos, murmura Lucho.

          Hay noches ahora en que todo parece alargarse interminablemente, la antigua fiesta —un poco crispada antes de perderse en el júbilo de cada melodía— cada vez más sustituida por una mera necesidad de oficio, de calzarse los guantes temblando, dice Roberto broncoso, de subir al ring previendo que te van a dar por el coco. Delicadas imágenes, le comenta Lucho a Paola. Tiene razón, qué joder, dice Paola, para mí cantar era como hacer el amor y ahora en cambio una mala paja. Vení vos a hablar de imágenes, se ríe Roberto, pero es verdad, éramos otros, mirá, el otro día leyendo ciencia-ficción encontré la palabra justa: éramos un clone. ¿Un qué? (Paola). Yo te entiendo, suspira Lucho, es cierto, es cierto, el canto y la vida y hasta los pensamientos eran una sola cosa en ocho cuerpos. ¿Como los tres mosqueteros, pregunta Paola, todos para uno y uno para todos? Eso, m’hija, concede Roberto, pero ahora lo llaman clone que es más piola. Y cantábamos y vivíamos como uno solo, murmura Lucho, no este arrastrarse de ahora al ensayo y al concierto, los programas que no acaban nunca, nunquísima. Interminable miedo, dice Paola, cada vez pienso que alguno va a patinar de nuevo, lo miro a Sandro como si fuera un salvavidas y el muy cretino está ahí colgado de los ojos de Franca que para peor cada vez que puede mira a Mario. Hace bien, dice Lucho, es a él a quien tiene que mirar. Claro que hace bien pero todo se va yendo al diablo. Tan poco a poco que es casi peor, un naufragio en cámara lenta, dice Roberto.

          Casi una manía, Gesualdo. Porque lo amaban, claro, y cantar sus a veces casi incantables madrigales demandaba un esfuerzo que se prolongaba en el estudio de los textos, buscando la mejor manera de aliar los poemas a la melodía como el príncipe de Venosa lo había hecho a su oscura, genial manera. Cada voz, cada acento debía hallar ese esquivo centro del que surgiría la realidad del madrigal y no una de las tantas versiones mecánicas que a veces escuchaban en discos para comparar, para aprender, para ser un poco Gesualdo, príncipe asesino, señor de la música.
          Entonces estallaban las polémicas, casi siempre Roberto y Paola, Lucho más moderado pero flechando justo, cada uno su manera de sentir a Gesualdo, la dificultad de plegarse a otra versión aunque sólo se apartara mínimamente de lo deseado. Roberto había tenido razón, el clone se iba disgregando y cada día asomaban más los individuos con sus discrepancias, sus resistencias, al final Sandro como siempre zanjaba la cuestión, nadie discutía su manera de sentir a Gesualdo salvo Karen y a veces Mario, en los ensayos eran siempre ellos los que proponían cambios y encontraban defectos, Karen casi venenosamente contra Sandro (un viejo amor fracasado, teoría de Paola) y Mario resplandeciente de comparaciones, ejemplos y jurisprudencias musicales. Como en una modulación ascendente los conflictos duraban horas hasta la transacción o el acuerdo momentáneo. Cada madrigal de Gesualdo que agregaban al repertorio era un nuevo enfrentamiento, la recurrencia acaso de la noche en que el príncipe había desenvainado la daga mirando a los amantes desnudos y dormidos.
          Lily y Roberto escuchando a Sandro y a Lucho que juegan a la inteligencia después de dos scotchs. Se habla de Britten y de Webern y al final siempre el de Venosa, hoy es un acento que habría que cargar más en O voi, troppo felici (Sandro) o dejar que la melodía fluya en toda su ambigüedad gesualdesca (Lucho). Que sí, que no, que en ésta está, ping-pong por el placer de los tiros con efecto, las réplicas aguijón. Ya verás cuando lo ensayemos (Sandro), tal vez no sea una buena prueba (Lucho), me gustaría saber por qué, y Lucho harto, abriendo la boca para decir lo que también dirían Roberto y Lily si Roberto no se cruzara misericordioso aplastando las palabras de Lucho, proponiendo otro trago y Lily sí, los otros claro, con bastante hielo.

          Pero se vuelve una obsesión, una especie de cantus firmus en torno al cual gira la vida del grupo. Sandro es el primero en sentirlo, alguna vez ese centro era la música y en torno a ella las luces de ocho vidas, de ocho juegos, los pequeños ocho planetas del sol Monteverdi, del sol Josquin des Prés, del sol Gesualdo. Entonces Franca poco a poco ascendiendo en un cielo sonoro, sus ojos verdes atentos a las entradas, a las apenas perceptibles indicaciones rítmicas, alterando sin saberlo, dislocando sin quererlo la cohesión del clone, Roberto y Lily lo piensan al unísono mientras Lucho y Sandro vuelven ya calmados al problema de O voi, troppo felici, buscan el camino desde esa gran inteligencia que nunca falla con el tercer scotch de la velada.
          ¿Por qué la mató? Lo de siempre, le dice Roberto a Lily, la encontró en el bulín y en otros brazos, como en el tango de Rivero, ahí nomás el de Venosa los apuñaleó en persona o acaso sus sayones, antes de huir de la venganza de los hermanos de la muerta y encerrarse en castillos donde habrían de tejerse a lo largo de los años las refinadas telarañas de los madrigales. Roberto y Lily se divierten en fabricar variantes dramáticas y eróticas porque están hartos del problema de O voi, troppo felici que sigue su debate sabihondo en el sofá de al lado. Se siente en el aire que Sandro ha comprendido lo que Lucho iba a decirle; si los ensayos siguen siendo lo que son ahora, todo se volverá cada vez más mecánico, se pegará impecable a la partitura y al texto, será Carlo Gesualdo sin amor y sin celos, Carlo Gesualdo sin daga ni venganza, al fin y al cabo un madrigalista aplicado entre tantos otros.

          —Ensayemos con vos, propondrá Sandro a la mañana siguiente. En realidad sería mejor que vos dirigieras desde ahora, Lucho.
          —No sean tíos bolas, dirá Roberto.
          —Eso, dirá Lily.
          —Sí, ensayemos con vos a ver qué pasa, y si los otros están de acuerdo, seguís al frente.
          —No, dirá Lucho que ha enrojecido y se odia por haber enrojecido.
          —La cosa no es cambiar de dirección, dirá Roberto. Claro que no, dirá Lily.
          —Capaz que sí, dirá Sandro, capaz que nos haría bien a todos.
          —En todo caso, yo no, dirá Lucho. No me veo, qué quieres. Tengo mis ideas como todo el mundo pero conozco mis incapacidades.
          —Es un amor este chileno, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
          —Decidan ustedes, dirá Sandro, yo me voy a dormir.
          —A lo mejor el sueño es buen consejero, dirá Roberto. Es, dirá Lily.

          Lo buscó después del concierto, no que las cosas hubieran andado mal pero de nuevo esa crispación como una amenaza latente de peligro, de error, Karen y Paola cantando sin ánimo, Lily pálida, Franca sin mirarlo casi, los hombres concentrados y como ausentes a la vez; él mismo con problemas de voz, dirigiendo fríamente pero atemorizándose a medida que avanzaban en el programa, un público hondureno entusiasta que no bastaba para borrar ese mal gusto en la boca, por eso buscó a Lucho después del concierto y allí en el bar del hotel con Karen, Mario, Roberto y Lily, bebiendo casi sin hablar, esperando el sueño entre anécdotas desganadas, Karen y Mario se fueron enseguida pero Lucho no parecía querer separarse de Lily y Roberto, hubo que quedarse sin ganas, con la copa del estribo alargándose en el silencio. Al fin y al cabo es mejor que seamos de nuevo los de la otra noche, dijo Sandro echándose al agua, a vos te buscaba para repetirte lo que ya te dije. Ah, dijo Lucho, pero yo te contesto lo que ya te contesté. Roberto y Lily otra vez al quite, hay variantes posibles, che, por qué insistir solamente con Lucho. Como quieran, a mí me da igual, dijo Sandro bebiéndose el whisky de un trago, hablen entre ustedes, después de decidir me lo dicen. Mi voto es Lucho. El mío es Mario, dijo Lucho. No se trata de votar ahora, qué joder (Roberto exasperado y Lily pero claro). De acuerdo, tenemos tiempo, el próximo concierto es en Buenos Aires dentro de dos semanas. Yo me pego un salto a La Rioja para ver a la vieja (Roberto, y Lily yo tengo que comprarme una cartera). Tú me buscas para decirme esto, dijo Lucho, está muy bien pero una cosa así necesita explicaciones, aquí cada uno tiene su teoría y tú también desde luego, es hora de ponerlas sobre el tapete. En todo caso esta noche no, decretó Roberto (y Lily por supuesto, me caigo de sueño, y Sandro pálido, mirando sin verlo el vaso vacío).

          «Esta vez se armó la gorda», pensó Paola después de erráticos diálogos y consultas con Karen, Roberto y algún otro, «del próximo concierto no pasamos, cuantimás que es en Buenos Aires y no sé por qué algo me trinca que allá todo el mundo va a hacer la pata ancha, al final la familia sostiene y en el peor de los casos yo me quedo a vivir con mamá y mi hermana a la espera de otra chance».
          «Cada cual debe tener su idea», pensó Lucho, que sin hablar demasiado había estado echando sondas para todos lados. «Cada uno se las arreglará a su manera si no hay un entendimiento clone como diría Roberto, pero de Buenos Aires no se pasa sin que las papas quemen, me lo dice el instinto. Esta vez fue demasiado».

          Cherchez la femme. ¿La femme? Roberto sabe que más vale buscar al marido si se trata de encontrar algo sólido y cierto, Franca se evadirá como siempre con gestos de pez ondulando en su pecera, inocentes ojeadas enormes verdes, al fin y al cabo no parece culpable de nada y entonces buscar a Mario y encontrar. Detrás del humo del cigarro Mario casi sonriente, un viejo amigo tiene todos los derechos, pero claro que es eso, empezó en Bruselas hace seis meses, Franca me lo dijo enseguida. ¿Y vos?, Roberto riojano meta facón de punta. Bah, yo, Mario el sosegado, el sabio gustador de tabacos tropicales y ojos verdes grandísimos, yo no puedo hacer nada, viejo, si está metido está metido. «Pero ella», quisiera decir Roberto y no lo dice.

          En cambio Paola sí, quién iba a atajar a Paola a la hora de la verdad. También ella buscó a Mario (habían llegado la víspera a Buenos Aires, faltaba una semana para el recital, el primer ensayo después del descanso había sido pura rutina sin ganas, Jannequin y Gesualdo casi lo mismo, un asco). Hacé algo, Mario, que sé yo pero hacé algo. Lo único que se puede es no hacer nada, dijo Mario, si Lucho se niega a dirigir no veo quién es capaz de reemplazar a Sandro. Vos, coño. Sí, pero no. Entonces hay que creer que lo hacés a propósito, gritó Paola, no solamente dejas que las cosas te resbalen delante de las narices sino que encima nos largas parados a todos. No alces la voz, dijo Mario, te escucho muy bien, créeme.

          Fue así, como te lo cuento, se lo grité en plena cara y ya ves lo que me contesta el muy. Sh, nena, dice Roberto, cornudo es una fea palabra, si llegas a decirla en mis pagos armas una hecatombe. No lo quise decir, se arrepiente a medias Paola, nadie sabe si se acuestan juntos y al final qué importa que se acuesten o que se miren como si estuvieran acostados en pleno concierto, el asunto es otro. En eso sos injusta, dice Roberto, el que mira, el que se cae adentro, el que va como mariposa a la lámpara, el infecto idiota es Sandro, nadie le puede reprochar a Franca que le haya devuelto esa especie de ventosa que él le aplica cada vez que la tiene delante. Pero Mario, insiste Paola, cómo puede aguantar. Supongo que le tiene confianza, dice Roberto, y él sí está enamorado de ella sin necesidad de ventosas ni caras lánguidas. Ponele, acepta Paola, ¿pero por qué se niega a dirigirnos cuando Sandro es el primero en estar de acuerdo, cuando Lucho mismo se lo ha pedido y todos se lo hemos pedido?
          Porque si la venganza es un arte, sus formas buscarán necesariamente las circunvoluciones que la vuelven más sutilmente bella. «Es curioso», piensa Mario, «que alguien capaz de concebir el universo sonoro que surgía de los madrigales se vengara tan crudamente, tan a lo taita barato, cuando le estaba dado tejer la telaraña perfecta, ver caer las presas, desangrarlas paulatinamente, madrigalizar una tortura de semanas o de meses». Mira a Paola que trabaja y repite un pasaje de Poichè l’avida sete, le sonríe amistosamente. Sabe muy bien por qué Paola ha vuelto a hablar de Gesualdo, por qué casi todos ellos lo miran cuando se habla de Gesualdo y bajan la vista y cambian de tema. Sete, le dice, no marques tanto sete, Paolita, la sed se la siente con más fuerza si dices suavemente la palabra. No te olvides de la época, de esa manera de decir callando tantas cosas, y hasta de hacerlas.

          Los vieron salir juntos del hotel, Mario llevaba a Franca del brazo, Lucho y Roberto desde el bar podían seguir su lento alejarse abrazados, la mano de Franca ciñendo la cintura de Mario que volvía un poco la cabeza para hablarle. Subieron a un taxi, el tráfico del centro los metió en su lenta serpiente.
          —No entiendo, viejo —le dijo Roberto a Lucho—, te juro que no entiendo nada.
          —A quién se lo dices, compañero.
          —Nunca estuvo más claro que esta mañana, todo saltaba a la vista porque de vista se trata, ese inútil disimulo de Sandro que se acuerda tarde de disimular el muy imbécil, y ella todo lo contrario, por primera vez cantando para él y solamente para él.
          —Karen me lo hizo notar, tienes razón, esta vez ella lo miraba a él, era ella que lo quemaba con los ojos y vaya si esos ojos pueden si quieren.
          —Con lo cual ya ves —dijo Roberto—, por un lado el peor desajuste que hemos tenido desde que empezamos, y a seis horas del concierto y qué concierto, acá no perdonan, lo sabes. Eso por un lado, que es la evidencia misma de que la cosa está hecha, es algo que lo sentís con la sangre o con la próstata, a mí eso no se me ha escapado nunca.
          —Casi las palabras de Karen y de Paola aparte de la próstata —dijo Lucho—. Yo debo ser menos sexy que ustedes, pero esta vez también para mí resulta transparente.
          —Y por el otro lado ahí lo tenés a Mario tan contento yéndose con ella de compras o de copetines, el matrimonio perfecto.
          —Ya no puede ser que él no sepa.
          —Y que la deje hacerle esos arrumacos de putona barata.
          —Vamos, Roberto.
          —Ma qué carajo, chileno, por lo menos déjame desahogarme.
          —Hacés bien —dijo Lucho—, nos hace falta antes del concierto.
          —El concierto —dijo Roberto—. Me pregunto si…
          Se miraron, era de cajón que se encogieran de hombros y sacaran los cigarrillos.

          Nadie los verá pero lo mismo se sentirán incómodos al cruzarse en el lobby, Lily mirará a Sandro como si quisiera decirle algo y vacilará, se detendrá al lado de una vitrina y Sandro con un vago saludo de la mano se volverá hacia el quiosco de cigarrillos y pedirá un Camel, sentirá la mirada de Lily en la nuca, pagará y echará a andar hacia los ascensores mientras Lily se despegará de la vitrina y le pasará al lado como desde otro tiempo, desde otro efímero encuentro que ahora revive y lastima. Sandro murmurará un «qué tal», bajará los ojos mientras abre el atado de cigarrillos. Desde la puerta del ascensor la verá detenerse a la entrada del bar, volverse hacia él. Encenderá aplicadamente el cigarrillo y subirá a vestirse para el concierto. Lily irá al mostrador y pedirá un coñac, que no es bueno a esa hora como tampoco es bueno fumar dos Camel seguidos cuando hay quince madrigales esperando.
          Como siempre en Buenos Aires, los amigos están allí y no sólo en la platea sino buscándolos en los camarines y las bambalinas, encuentros y saludos y palmadas, por fin de vuelta, hermano, pero qué linda estás Paolita, te presento a la madre de mi novio, che Roberto vos estás engordando demasiado, hola Sandro; leí las críticas de México, formidables, el rumor de la sala completa, Mario saludando a un viejo amigo que pregunta por Franca, debe andar por ahí, la gente empezando a aquietarse en sus plateas, diez minutos todavía, Sandro haciendo un gesto sin apuro para reunirlos, Lucho zafándose de dos chilenas pegajosas con libro de autógrafos, Lily casi a la carrera, son tan adorables pero no se puede hablar con todos, Lucho junto a Roberto echando una ojeada y de golpe hablándole a Roberto, en menos de un segundo Karen y Paola a la vez dónde está Franca, el grupo en la escena pero dónde se metió Franca, Roberto a Mario y Mario qué se yo, la dejé en el centro a las siete, Paola dónde está Franca, y Lily y Karen, Sandro mirando a Mario, ya te digo, volvía por su cuenta, debe estar al caer, cinco minutos, Sandro yendo hacia Mario con Roberto cruzándose callado, vos tenés que saber qué pasa, y Mario ya te dije que no, pálido mirando el aire, un empleado hablando con Sandro y Lucho, carreras en las bambalinas, no está, señor, no la han visto llegar, Paola tapándose la cara y doblándose como si fuera a vomitar, Karen sujetándola y Lucho por favor, Paola, contrólate, dos minutos, Roberto mirando a Mario callado y pálido como acaso callado y pálido salió Carlo Gesualdo de la alcoba, cinco de sus madrigales en el programa, aplausos impacientes y el telón siempre bajo, no está señor, hemos mirado por todas partes, no llegó al teatro, Roberto cruzándose entre Sandro y Mario, lo has hecho vos, dónde está Franca, a gritos, el murmullo sorprendido del otro lado, el empresario temblando, yendo hacia el telón señoras y señores, rogamos por favor un momento de paciencia, el grito histérico de Paola, Lucho forcejeando para detenerla y Karen dando la espalda, alejándose paso a paso, Sandro quebrándose en los brazos de Roberto que lo sostiene como a un pelele, que mira a Mario pálido e inmóvil, Roberto comprendiendo que ahí tenía que ser ahí en Buenos Aires, ahí Mario, no habrá concierto, no habrá nunca más concierto, el último madrigal lo están cantando para la nada, sin Franca lo están cantando para un público que no puede oírlo, que empieza desconcertadamente a irse.

Nota sobre el tema de un rey y la venganza de un príncipe

          Cuando llega el momento, escribir como al dictado me es natural; por eso de cuando en cuando me impongo reglas estrictas a manera de variante de algo que terminaría por ser monótono. En este relato la «grilla» consistió en ajustar una narración todavía inexistente al molde de la Ofrenda Musical de Juan Sebastián Bach.
          Se sabe que el tema de esta serie de variaciones en forma de canon y fuga le fue dada a Bach por Federico el Grande, y que luego de improvisar en su presencia una fuga basada en ese tema —ingrato y espinoso—, el maestro escribió la Ofrenda Musical donde el tema real es tratado de una manera más diversa y compleja. Bach no indicó los instrumentos que debían emplearse, salvo en el Trío-Sonata para flauta, violín y clave; a lo largo del tiempo incluso el orden de las partes dependió de la voluntad de los músicos encargados de presentar la obra. En este caso me serví de la realización de Millicent Silver para ocho instrumentos contemporáneos de Bach, que permite seguir en todos sus detalles la elaboración de cada pasaje, y que fue grabado por el London Harpsichord Ensemble en el disco Saga XID 5237.
          Elegida esta versión (o después de ser elegido por ella, ya que escuchándola me vino la idea de un relato que se plegara a su decurso) dejé pasar el tiempo; nada puede ser apurado en la escritura y el aparente olvido, la distracción, los sueños y los azares tejen imperceptiblemente su futuro tapiz. Viajé a una playa llevando la fotocopia de la tapa del disco donde Frederick Youens analiza los elementos de la Ofrenda Musical; vagamente imaginé un relato que enseguida me pareció demasiado intelectual. La regla del juego era amenazadora: ocho instrumentos debían ser figurados por ocho personajes, ocho dibujos sonoros respondiendo, alternando u oponiéndose debían encontrar su correlación en sentimientos, conductas y relaciones de ocho personas. Imaginar un doble literario del London Harpsichord Ensemble me pareció tonto en la medida en que un violinista o un flautista no se pliegan en su vida privada a los temas musicales que ejecutan; pero a la vez la noción de cuerpo, de conjunto, tenía que existir de alguna manera desde el principio, puesto que la poca extensión de un cuento no permitiría integrar eficazmente a ocho personas que no tuvieran relación o contacto previos a la narración. Una conversación casual me trajo el recuerdo de Carlo Gesualdo, madrigalista genial y asesino de su mujer; todo se coaguló en un segundo y los ocho instrumentos fueron vistos como los integrantes de un conjunto vocal; desde la primera frase existiría así la cohesión de un grupo, todos ellos se conocerían y amarían u odiarían desde antes; y además, claro, cantarían los madrigales de Gesualdo, nobleza obliga. Imaginar una acción dramática en ese contexto no era difícil; plegarla a los sucesivos movimientos de la Ofrenda Musical contenía el reto, quiero decir el placer que el escritor se había propuesto antes que nada.
          Hubo así la cocina literaria imprescindible; la telaraña de las profundidades habría de mostrarse en su momento, como ocurre casi siempre. Para empezar, la distribución instrumental de Millicent Silver encontró su equivalencia en ocho cantantes cuyo registro vocal guardaba una relación analógica con los instrumentos. Esto dio:

Flauta: Sandro, tenor.
Violín: Lucho, tenor.
Oboe: Franca, soprano.
Corno inglés: Karen, mezzo soprano.
Viola: Paola, contralto.
Violonchello: Roberto, barítono.
Fagote: Mario, bajo.
Clave: Lily, soprano.

          Vi a los personajes como latinoamericanos, con asiento principal en Buenos Aires donde ofrecerían el último recital de una larga temporada que los había llevado a diferentes países. Los vi en el inicio de una crisis todavía vaga (más para mí que para ellos), donde lo único claro era esa fisura que empezaba a operarse en la cohesión propia de un grupo de madrigalistas. Había escrito los primeros pasajes al tanteo —no los he cambiado, creo que nunca he cambiado el comienzo incierto de tantos cuentos míos, porque siento que sería la peor traición a mi escritura— cuando comprendí que no era posible ajustar el relato a la Ofrenda Musical sin saber en detalle qué instrumentos, es decir, qué personajes figuraban en cada pasaje hasta el fin. Entonces, con una maravilla que por suerte todavía no me ha abandonado cuando escribo, vi que el fragmento final tendría que abarcar a todos los personajes menos a uno. Y ese uno, desde las primeras páginas ya escritas, había sido la causa todavía incierta de la fisura que se estaba dando en el conjunto, en eso que otro personaje habría de calificar de clone. En el mismo segundo la ausencia forzosa de Franca y la historia de Carlo Gesualdo, que había subtendido todo el proceso de la imaginación, fueron la mosca y la araña en la tela. Ya podía seguir, todo estaba consumado desde antes.
          Sobre la escritura en sí: Cada fragmento corresponde al orden en que se da la versión de la Ofrenda Musical realizada por Millicent Silver; por un lado el desarrollo de cada pasaje procura asemejarse a la forma musical (canon, trío-sonata, fuga canónica, etc.) y contiene exclusivamente a los personajes que reemplazan a los instrumentos con arreglo a la tabla supra. Será pues útil (útil para los curiosos, pero todo curioso suele ser útil) indicar aquí la secuencia tal como la enumera Frederick Youens, con los instrumentos escogidos por la señora Silver:

Ricercar a 3 voces: Violín, viola y violoncello.
Canon perpetuo: Flauta, viola y fagote.
Canon al unísono: Violín, oboe y violoncello.
Canon en movimiento contrario: Flauta, violín y viola.
Canon en aumento y movimiento contrario: Violín, viola y violoncello.
Canon en modulación ascendente: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violonchelo.
Trío-Sonata: Flauta, violín y continuo (violonchelo y clave).

1. Largo
2. Allegro
3. Andante
4. Allegro

Canon perpetuo: Flauta, violín y continuo.
Canon «cangrejo»: Violín y viola.
Canon «enigma»:

a) Fagote y violoncello
b) Viola y fagote
c) Viola y violoncello
d) Viola y fagote

Canon a 4 voces: Violín, oboe, violoncello y fagote.
Fuga canónica: Flauta y clave.
Ricercar a 6 voces: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violoncello, con continuo de clave.
(En el fragmento final anunciado como «a 6 voces», el continuo de clave agrega el séptimo ejecutante).

          Como esta nota es ya casi tan extensa como el relato, no tengo escrúpulos para alargarla otro poco. Mi ignorancia en materia de conjuntos vocales es total, y los profesionales del género encontrarán aquí amplio motivo de regocijo. De hecho, casi todo lo que conozco sobre música y músicas me viene de la tapa de los discos, que leo con sumo cuidado y provecho. Esto vale también para las referencias a Gesualdo, cuyos madrigales me acompañan desde hace mucho. Que mató a su mujer es seguro; lo demás, otros posibles acordes con mi texto, habría que preguntárselo a Mario.


Julio Cortázar

Queremos tanto a Glenda




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