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sábado, 6 de enero de 2024

El oficio de escribir / Los detalles y las moscas

Gay Talese
Gay Talese.

LOS DETALLES Y LAS MOCAS Un detalle de mierda

Era la primera semana de agosto y yo no tenía donde caerme muerto, así que me fui al Reina Sofía, como otras veces. Me acomodé de pie ante el Guernica, vagamente interesado en el cuadro. Me gustaba tenerlo como banda sonora, acunando mis pensamientos mientras atendía al entorno. En este cuadro es muy importante precisamente el entorno, la atmósfera de que se rodea, los murmullos, las moscas, si las hay. Ese día, a última hora de la tarde, sucedió algo poco habitual, y durante unos minutos nos quedamos a solas con la pintura cuatro visitantes. Fue un instante mágico, de una soledad confortable y fresca. Todos estudiaban los secretos de la obra menos yo, que me fijé sin querer en uno de los vigilantes, en cuya frente se había detenido una mosca. Cuando la perdí de vista, desganado, advertí con fascinación que el vigilante estaba empalmado. No supe reprimir la risa, que apagué como pude con una mano. Hostia santísima, me dije, mientras comprobaba si las otras tres personas seguían mirando con obstinación la pintura. Lo hacían. En el siguiente minuto la erección siguió allí. El vigilante, curiosamente, parecía ignorarla, impertérrito, tal vez demasiado ocupado en tareas de vigilancia. En fin. Cuento esto porque ese instante fue la última constatación brutal de qué importantes son los detalles insignificantes.

Hacía tres semanas, tendido en la playa, había vuelto a sentirme acosado por esta teoría, leyendo Honrarás a tu padre, de Gay Talese, en cuyo transcurso se relata el asesinato de tres hombres mientras cenan en el restaurante Cypress Garden, en Queens (Nueva York). Las víctimas solían formar parte de la organización de Joseph Bonnano, jefe de una de las cinco familias de la mafia que había en Nueva York durante los años 60, aunque últimamente se habían unido a otra facción. El asesino, cuenta Talese, era un hombre «bajito y fornido» que entró segundos antes por la puerta trasera del restaurante y atravesó tranquilamente la cocina, ocultando la subametralladora debajo de su «gabardina negra». Pese a que había una veintena de personas en el local, nadie le prestó atención. Solo las víctimas, que lo reconocieron y se pusieron en pie. Pero el arma ya los apuntaba directamente y «una ráfaga de veinte balas los alcanzó a corta distancia». El crimen se había consumado, y la muerte violenta de tres mafiosos parecía el hecho relevante de la escena. Pero entonces Gay Talese relata algo absolutamente insignificante, un detalle atroz y casi invisible, pero gracias al cual yo oí el clic de la página, y me la creí definitivamente. «Mientras el asesino daba media vuelta –escribe el autor– y se dirigía de regreso a la cocina, la otra gente que había en el restaurante se metió debajo de las mesas, se escondió en los rincones o corrió hacia la puerta principal. En una mesa desocupada fue encontrado un tenedor envuelto en espaguetis apoyado sobre un plato». Ese tenedor, el bocado de espaguetis que el comensal no pudo llevarse a la boca, es un detalle menor, bizantino incluso, pero resplandeciente, como cuando te fumas un cigarro en el desierto, en mitad de la noche. Él solo ilumina toda la escena, es una cerilla imperecedera, y nos da una idea del miedo, que en literatura es algo difícil de trasladar. Basta un detalle intrascendente, pero lamentablemente casi nadie sabe dónde conseguirlo.

Truman Capote
Marilyn Monroe y Truman Capote.

Un asesinato, incluso un triple asesinato, no deja de ser un inmenso brochazo en mitad de una página. Puede pasar perfectamente desapercibido, pese a su tamaño y alcance. En cambio, un buen detalle difícilmente se sustrae al ojo humano. La verosimilitud está en el detalle, sostenía Chejov. Cuando lees no vas sino buscando detalles, que son los que a la postre permiten creer en lo que se cuenta. Incluso descifrar el secreto de un libro. A un libro, de hecho, solo hay que pedirle que despierte un fondo de perplejidad o desasosiego sepultados, y eso solo se consigue labrando un detalle suficientemente pequeño y perfecto. Cualquier puede escribir una novela. Es algo que pasa a diario. Basta un bote de pintura y una brocha. El resto lo hace el dinero del editor, que es un señor, en esencia, que entiende de negocios. Una buena novela requerirá, en cambio, escribir con un lápiz lo bastante pequeño que podrás agarrarlo con dos dedos. Por eso escasean las buenas novelas, porque exigen detalles minúsculos debajo de los cuales se esconden los grandes misterios.

Truman Capote cuenta en el prefacio de Música para camaleones que la escritura es divertida y fácil hasta que te exiges descender al fondo de los detalles, donde todo es oscuro y a menudo se avanza a tientas. «Dejó de ser divertido cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alucinante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal». Eso coincide con la definición exacta del detalle: algo sutil pero brutal. Quién podría leer un libro sin detalles. Los escritores de ficción a quienes no les preocupan los detalles concretos incurren en eso que Henry James denominó especificación endeble. El ojo se escurre sobre las palabras de la página mientras la atención del lector se despista.

La literatura es un descenso endiablado al detalle. Casi puede escucharse la palabra «¡banzai!» antes de la explosión de uno de ellos, iluminando el libro en la oscuridad. Los escritores son distintos unos de otros en función de sus detalles. Los detalles generan tu estilo. «¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!», recomendaba a sus alumnos Nabokov, que era un tío que escribió Pálido fuego, pero que era feliz simplemente persiguiendo mariposas. También la vida son pequeños detalles, como perseguir mariposas. Te mueres a veces por un detalle, porque un día, cuando sales de casa, no sabes qué te dice tu mujer, te paras para que lo repita, y cuando al fin la entiendes, te vas a trabajar, cierras la puerta, y al poner un pie en la calle te aplasta un elefante que acababa de escaparse del circo. Esa tontería que te dice tu mujer –«no traigas pan»–, que tú no oíste bien, que te obligó a retroceder, volver sobre tus pasos, perder 30 segundos, es efectivamente una tontería, un detalle, pero que te mató.

Recuerdo una anécdota de Juan Belmonte relatada por Enrique Vila-Matas. En uno de esos instantes decisivos para la carrera de un torero, aguardando por el sexto toro de la tarde, Belmonte advirtió cómo su rival Joselito hacía en el quinto la faena más grande del mundo. En ese instante, con la plaza puesta en pie, aplaudiendo como loca, extasiada ante tanta belleza y riesgo, Belmonte se fijaba solo en que de su media de seda sobresalía un pelo de la pierna. Manda cojones.

Nabokov
Vladímir Nabokov.

Recordar esto me hace calcular que existe un exceso de atención concentrada en las cosas importantes, por llamarlas así, como cuando miras continuamente el Guernica e ignoras su entorno, incluida las moscas. Adriano IV (de nombre Nicolás Breakspeare, 1100-1159) fue el papa número 169 de la Iglesia católica. Tras la muerte de Anastasio IV fue elegido por unanimidad su sucesor, siendo consagrado el 18 de junio de 1155. El uno de septiembre de 1159 se encontraba en Anagni, y se acercó a la fuente de la plaza del pueblo para beber agua fresquita, pero insólitamente una mosca entró en su garganta, y al no poder extraérsele, el papa falleció de asfixia. Solo fue un detalle. Qué es sino la mosca: un detalle de nada. Pero el demonio está en esa clase de detalles. Cuántas veces no hemos considerado algo un «detalle sin importancia», incluso un «detalle de mierda», y a la larga advertimos que en realidad era importantísimo.

En la redacción del periódico para el que trabajé durante una época atroz de mi vida, un compañero de la sección de sucesos que se sentaba a mi lado se enzarzaba a menudo en largas conferencias telefónicas con sus fuentes. Él apenas hablaba. Decía «sí», «no», «ahá», «hostiaputa» pero sobre todo decía «dame detalles». Esta es la pregunta clave del periodismo. Ni siquiera es una pregunta. Es el salvoconducto a la verdad, que a menudo no existe y no hay más remedio que inventarla. Esa tarea compleja requiere detalles, exclusivamente, hechos concretos, pequeñitos e irrefutables. Hay un relato de Roald Dahl, titulado Racha de suerte (cómo me hice escritor), demostrativo del tipo de material con el que se redacta una novela, una crónica periodística, e incluso el Padrenuestro. En un momento dado, la historia nos sitúa ante el narrador y a un tal Forester en un restaurante. La camarera dispone dos platos de salmón ahumado. El narrador sabe algo que Forester quiere averiguar, y de lo que va tomando notas. Llega el plato principal, que es «pato asado con verduras y una salsa espesa y sabrosa». La naturaleza del plato exige usar tenedor y cuchillo. El narrador comienza a ponerse nervioso, e incluso pierde el hilo de lo que desea contar, cuando advierte que cada dos por tres Forestar deja el lápiz para coger el tenedor y viceversa. Tanto es así, que se harta, y dice: «Si quiere, trataré de escribir lo que ocurrió y se lo mandaré. Luego usted podrá reescribirlo como es debido». Entretanto comerán tranquilos con tenedor, en lugar de con lápiz. «¡Espléndida idea!», admite Forester, que solo le hace un ruego a su interlocutor, pero suficientemente importante: «Por favor, ponga muchos detalles. Eso es lo que cuenta en nuestra profesión, los detalles insignificantes, como por ejemplo, que se le había roto el cordón del zapato izquierdo, o que una mosca se posó en el borde de su copa durante el almuerzo o que el hombre con quien estaba hablando tenía un diente partido».

Detalles insignificantes. No se necesita nada más para ponerse a escribir. Un detalle de mierda te acerca al triunfo. O lo echa todo a perder. Existen millones de historias que lo demuestran. Cada uno de nosotros podría citar cien. Mil. Este artículo podría extenderse el doble de lo que lo hace. El triple. Su lectura, si quisiéramos, podría durar cien años. Mil. Pero no hay necesidad. Recuerdo que Luchino Visconti, durante el rodaje de una de sus películas descartó una escena ya filmada, que después de repetir una vez y otra vez, al fin había quedado redonda. La interpretación era compleja, el diálogo de la toma especialmente largo e intenso, en fin. Había salido a pedir de boca después de horas de ensayos. Pero cuando todo estaba aparentemente bien, más que bien, perfecto, más que perfecto, incluso, Visconti echó un jarro de agua fría, más que fría, sobre el equipo de rodaje, y dijo que aquella perfección tenía fallos insignificantes, pero lo bastante importantes como para anular la escena una vez más. Cuando sus asistentes y los actores inquirieron por las razones de Visconti, este señaló que en la biblioteca del fondo en el que se rodaba había un libro que no se correspondía con la época. Resultaba harto difícil, o más que harto difícil imposible, que el espectador de la película reparase en él, pero Visconti no podría dormir pensando que en aquella biblioteca, al fondo, había un libro que, por la fecha en la que se situaba el relato histórico de la película, era imposible que hubiese sido escrito.

Visconti
Luchino Visconti.
JOT DOWN

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