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viernes, 22 de diciembre de 2023

Stephen King / Soy la puerta

 


Stephen King
SOY LA PUERTA

    Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire, alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable.


    —Tú eres la puerta —repitió Richard reflexivamente—. ¿Estás seguro de que mataste al chico… y de que no fue todo un sueño?
    —No fue un sueño. Y tampoco lo maté… ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la puerta. Richard suspiró.
    —¿Lo enterraste?
    —Sí.
    —¿Recuerdas dónde?
    —Sí. —Hurgué en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes, con sus vendajes. Me escocían espantosamente—. Si quieres verla, tendrás que traer el «buggy» de las dunas. No podrás empujar esto —señalé mi silla de ruedas—, por la arena.
    El «buggy» de Richard era un «Volkswagen 1959» con neumáticos grandes como cojines. Lo usaba para recoger los maderos que traía la marea. Desde que había dejado su actividad de agente inmobiliario en Maryland, vivía en Key Caroline y confeccionaba esculturas con los maderos de la playa, que luego vendía a los turistas de invierno a precios desorbitados.
    Le dio una chupada a su cigarro y miró el Golfo.
    —Aún no. ¿Quieres volver a contarme la historia? Suspiré y traté de encender mi cigarrillo. Me quitó las cerillas y lo hizo él. Di dos chupadas, inhalando profundamente. El prurito de mis dedos era enloquecedor.
    —Está bien —asentí—. Anoche a las siete estaba aquí afuera, contemplando el Golfo y fumando, igual que ahora, y…
    —Remóntate más atrás —me exhortó.
    —¿Más atrás?
    —Háblame del vuelo. Sacudí la cabeza.
    —Richard, lo hemos repasado una y otra vez. No hay nada…
    Su rostro arrugado y fisurado era tan enigmático como una de sus esculturas de madera pulida por el océano.
    —Es posible que recuerdes —dijo—. Es posible que ahora recuerdes.
    —¿Te parece?
    —Quizá sí. Y cuando hayas terminado, podremos ir a buscar la tumba.
    —La tumba —repetí. La palabra tenía un acento hueco, atroz, más tenebroso que todo lo demás, más tenebroso aún que aquel tétrico océano por donde Cory y yo habíamos navegado hacía cinco años. Tenebroso, tenebroso, tenebroso.
    Bajo las vendas, mis nuevos ojos escrutaron ciegamente la oscuridad que las vendas les imponían. Escocían.
    Cory yo entramos en la órbita impulsados por el Saturno 16, aquel que los comentaristas denominaban el cohete Empire State Building. Era una mole, sí señor. Comparado con él, el viejo Saturno 1—B parecía un juguete, y para evitar que arrastrase consigo la mitad de Cabo Kennedy había que lanzarlo desde un silo de setenta metros de profundidad.
    Sobrevolamos la Tierra, verificando todos nuestros sistemas, y después nos disparamos. Rumbo a Venus. El Senado quedó atrás, debatiendo un proyecto de ley sobre nuevos presupuestos para la exploración del espacio profundo, mientras la camarilla de la NASA rogaba que descubriéramos algo, cualquier cosa.
    —No importa qué —solía decir Don Lovinger, el niño prodigio del Proyecto Zeus, cada vez que tomaba unas copas de más—. Tenéis todos losartefactos, más cinco cámaras de TV reacondicionadas y un primoroso telescopio con un trillen de lentes y filtros. Encontrad oro o platino. Mejor aún, encontrad a unos bonitos y estúpidos hombrecillos azules, para que podamos estudiarlos y explotarlos y sentirnos superiores a ellos. Cualquier cosa. Para empezar, nos conformaríamos con el fantasma de Blancanieves.

    Cory y yo estábamos ansiosos por complacerle, a poco que fuera posible. El programa de exploración del espacio profundo había sido siempre un fracaso. Desde Borman, Anders y Lovell que habían entrado en órbita alrededor de la Luna, en 1968, y habían encontrado un mundo vacío, hostil, semejante a una playa sucia, hasta Markhan y Jacks, que se posaron en Marte quince años más tarde y encontraron un páramo de arena helada y unos pocos líquenes maltrechos, el programa había sido un fiasco costoso. Y había habido bajas. Pedersen y Lederer, que girarían eternamente alrededor del Sol porque todo había fallado en el penúltimo vuelo Apolo. John Davis, cuyo pequeño observatorio en órbita había sido perforado por un meteorito a pesar de que sólo existía una posibilidad entre mil de que se produjera semejante accidente. No, el programa espacial no prosperaba. Tal como estaban las cosas, el vuelo orbital alrededor de Venus sería nuestra última oportunidad de cantar victoria.
    Fue un viaje de dieciséis días —comimos un montón de concentrados, jugamos muchas partidas de naipes, y nos contagiamos mutuamente un resfriado— y desde el punto de vista técnico fue un paseo. Al tercer día perdimos un transformador de humedad atmosférica, recurrimos al dispositivo auxiliar, y eso fue todo, con excepción de algunas nimiedades, hasta el regreso. Vimos cómo Venus crecía y pasaba del tamaño de una estrella al de una moneda de veinticinco céntimos y luego al de una bola de cristal lechoso, intercambiamos chistes con el control de Huntsville, escuchamos cintas magnetofónicas de Wagner y los Beatles, vigilamos los dispositivos automáticos que lo abarcaban todo, desde las mediciones del viento solar hasta la navegación del espacio profundo. Practicamos dos correcciones de rumbo a mitad de trayecto, ambas infinitesimales, y después de nueve días de vuelo Cory salió de la nave y martilleó la AEP retráctil hasta que ésta se decidió a funcionar. No pasó nada raro hasta que…
    —La AEP —me interrumpió Richard—. ¿Qué es eso?
    —Un experimento frustrado. La jerga de la NASA para designar la Antena de Espacio Profundo… Irradiábamos ondas pi en alta frecuencia para cualquiera que se dignara escucharnos. —Me froté los dedos contra los pantalones pero fue inútil. En todo caso empeoró el prurito—. El mismo principio del radiotelescopio de West Virginia…, tú sabes, el que escucha a las estrellas. Sólo que en lugar de escuchar transmitíamos, sobre todo a los planetas del espacio profundo: Júpiter, Saturno, Urano. Si hay vida inteligente en ellos, en ese momento se estaba echando una siesta.
    —¿El único que salió fue Cory?
    —Sí. Y si introdujo una peste interestelar, la telemetría no la detectó.
    —Igualmente…
    —No importa —proseguí, irritado—. Sólo interesa el aquí y el ahora. Anoche ellos asesinaron a ese chico, Richard. No fue agradable verlo… ni de sentirlo. Su cabeza… estalló. Como si alguien le hubiera ahuecado los sesos y le hubiera introducido una granada de mano en el cráneo.
    —Termina el relato —dijo Richard. Lancé una risa hueca.
    —¿Qué quieres que te cuente?
    Entramos en una órbita excéntrica alrededor del planeta. Una órbita radical, declinante, de noventa por ciento quince kilómetros. En la segunda pasada nuestro apogeo estuvo más alto y el perigeo más bajo. Disponíamos de un máximo de cuatro órbitas. Recorrimos las cuatro. Le echamos una buena mirada al planeta. Más de seiscientas fotos y Dios sabe cuántos metros de película.
    La capa de nubes está formada en partes iguales por metano, amoníaco, polvo y mierda voladora. Todo el planeta se parece al Gran Cañón en un túnel de viento. Cory calculó que el viento soplaba a unos novecientos kilómetros por hora cerca de la superficie. Nuestra sonda transmitió durante todo el descenso y después se apagó con un gemido. No vimos vegetación ni rastros de vida. El espectroscopio sólo detectó vestigios de minerales valiosos. Y eso era Venus. Nada de nada…, con una sola salvedad: me asustó. Era como girar alrededor de una casa embrujada en medio del espacio. Sé que ésta no es una definición muy científica, pero viví sobrecogido por el miedo hasta que nos alejamos de allí. Creo que si se nos hubieran parado los cohetes, me habría degollado en medio de la caída. No es como la Luna. La Luna es desolada pero relativamente antiséptica. El mundo que vimos era totalmente distinto de cuantos se habían visto antes. Quizá sea una suerte que esté cubierto por el manto de nubes. Parecía una calavera descarnada… Ésta es la única analogía que se me ocurre.
    Durante el vuelo de regreso nos enteramos de que el Senado había resuelto reducir a la mitad el presupuesto para la exploración espacial. Cory dijo algo así como «parece que volvemos a la época de los satélites meteorológicos, Artie». Pero yo estaba casi contento. Quizás el espacio no es un buen lugar para nosotros.
    Doce días más tarde Cory estaba muerto y yo había quedado lisiado para toda la vida. Todas las desgracias nos ocurrieron durante el descenso. Falló el paracaídas. ¿Qué te parece esta ironía? Habíamos pasado más de un mes en el espacio, habíamos llegado más lejos que cualquier otro ser humano, y todo terminó mal porque un tipo con prisa por tomarse un descanso dejó que se enredaran unos cordeles.
    La caída fue violenta. Un tripulante de uno de los helicópteros dijo que nos precipitamos del cielo como un bebé gigantesco, con la placenta flameando atrás. Cuando nos estrellamos medesvanecí.
    Recuperé el conocimiento mientras me transportaban por la cubierta del
Portland.
Ni siquiera habían tenido tiempo de enrollar la alfombra roja que teóricamente deberíamos haber recorrido. Yo sangraba. Sangraba y me llevaban a la enfermería sobre una alfombra roja que no estaba ni remotamente tan roja como yo…
    —…Pasé dos años en el hospital de Bethesda. Me dieron la Medalla de Honor y una fortuna y esta silla de ruedas. Al año siguiente vine aquí. Me gusta ver cómo despegan los cohetes.
    —Lo sé. —Richard hizo una pausa—. Muéstrame las manos.
    —No. —La respuesta fue inmediata y vehemente—. No puedo permitir que ellos vean. Te lo he advertido.
    —Han pasado cinco años —dijo Richard—. ¿Por qué ahora, Arthur? ¿Me lo puedes explicar?
    —No lo sé. ¡No lo sé! Quizás eso, sea lo que fuere, tiene un largo período de gestación. ¿Y quién puede asegurar, además, que me contaminé en el espacio? Eso, lo que sea, pudo haberse implantado en Fort Lauderdale. O tal vez en este mismo porche. Qué se yo.
    Richard suspiró y contempló el agua, ahora enrojecida por el sol del crepúsculo.
    —Procuro creerte. Arthur, no quiero pensar que estás perdiendo la chaveta.
    —Si es indispensable, te mostraré las manos —respondí. Me costó un esfuerzo decirlo— . Pero sólo si es indispensable.
    Richard se levantó y cogió su bastón. Parecía viejo y frágil.
    —Traeré el «buggy» de las dunas. Buscaremos al chico.
    —Gracias, Richard.
    Se encaminó hacia la huella accidentada que conducía a su cabaña: veía el tejado de ésta asomando sobre la Duna Mayor, la que atraviesa casi todo el ancho de Key Caroline. El cielo había adquirido un feo color ciruela, sobre el agua, en dirección al Cabo, y el fragor del trueno me llegó débilmente a los oídos.
    No sabía cómo se llamaba el chico pero lo veía de vez
    en cuando, caminando por la playa al ponerse el sol, con la criba bajo el brazo. El sol le había bronceado y estaba moreno, casi negro, y siempre vestía unos vaqueros deshilachados, tijereteados a la altura del muslo. Del otro lado de Key Caroline hay una playa pública, y en una jornada propicia un joven emprendedor puede reunir hasta cinco dólares, tamizando pacientemente la arena en busca de monedas enterradas. A veces le saludaba agitando la mano y él contestaba de igual manera, ambos con displicencia, extraños pero hermanos, eternos habitantes de ese mundo de derroche, de «Cadillacs», de turistas alborotadores. Supongo que vivía en la pequeña aldea apiñada alrededor de la estafeta, a casi un kilómetro de mi casa.
    Cuando pasó esa tarde ya hacía una hora que yo estaba en el porche, inmóvil, alerta. Hacía un rato que me había quitado las vendas. El prurito había sido intolerable, y siempre se aliviaba cuando podían ver con sus ojos.
    Era una sensación que no tenía parangón en el mundo: como si yo fuera un portal entreabierto a través del cual espiaban un mundo que odiaban y temían. Pero lo peor era que yo también podía ver, hasta cierto punto. Imaginad que vuestra mente es transportada al cuerpo de una mosca común, una mosca que mira vuestra propia cara con un millar de ojos. Entonces quizás empezaréis a entender por qué tenía las manos vendadas incluso cuando no había nadie cerca, nadie que pudiera verlas.
    Empezó en Miami. Yo tenía que tratar allí con un hombre llamado Cresswell, un investigador del Departamento de Marina. Me controla una vez al año, porque durante un tiempo tuvo todo el acceso que es posible tener a los materiales secretos de nuestro programa espacial. No sé qué es exactamente lo que busca. Tal vez un destello taimado en mis ojos, o una letra escarlata en mi frente. Dios sabe por qué. La pensión que cobro es tan generosa que se vuelve casi embarazosa.
    Cressweil y yo estábamos sentados en la terraza de su habitación, en el hotel, discutiendo el futuro del programa espacial norteamericano. Eran aproximadamente las tres y cuarto. Empezaron a picarme los dedos. No fue algo gradual. Se activó como una corriente eléctrica. Se lo mencioné a Cresswell.
    —De modo que tocó una hiedra venenosa en esa islita escrofulosa —comentó sonriendo.
    —El único follaje que hay en Key Caroline es un arbusto de palmito —respondí—. Quizás es la comezón del séptimo año. —Me miré las manos. Manos Absolutamente vulgares. Pero me picaban.
    Más tarde firmé el mismo viejo documento de siempre («Juro solemnemente que no he recibido ni revelado ni divulgado ninguna información susceptible de…») y volví a Key Caroline. Tengo un antiguo «Ford», equipado con freno y acelerador de mano. Lo adoro…, me hace sentirme autosuficiente.
    El trayecto de regreso es largo, por la Autopista 1, y cuando salí de la carretera y doblé por la rampa de salida de Key Caroline ya estaba casi enloquecido. Las manos me escocían espantosamente. Si alguna vez habéis tenido que soportar la cicatrización de un corte profundo o de una incisión quirúrgica, quizás entenderéis la clase de comezón a la que me refiero. Algo vivo parecía estar arrastrándose por mi carne y horadándola.
    El sol casi se había ocultado y me estudié cuidadosamente las manos bajo el resplandor de las luces del tablero. Ahora en las puntas de los dedos había unas pequeñas manchas rojas, perfectamente circulares, un poco por encima de la yema donde están las impresiones digitales y donde se forman callos cuando uno toca la guitarra. También había círculos rojos de infección entre la primera y la segunda articulación de cada pulgar y de cada dedo, y en la piel que separaba la segunda articulación del nudillo. Me llevé los dedos de la mano derecha a los labios y los aparté rápidamente, con súbita repulsión. Dentro de mi garganta se había formado un nudo de horror, algodonoso y asfixiante. Los puntos donde habían aparecido las marcas rojas estaban calientes, afiebrados, y la carne estaba blanda ygelatinosa, como la pulpa de una manzana podrida.
    Durante el resto del trayecto traté de convencerme de que en verdad había tocado una hiedra venenosa sin darme cuenta. Pero en el fondo de mi mente germinaba otra idea chocante. En mi infancia había tenido una tía que había pasado los últimos diez años de su vida encerrada en un desván, aislada del mundo. Mi madre le llevaba los alimentos y estaba prohibido pronunciar su nombre. Más tarde me enteré de que había padecido la enfermedad de Hansen, la lepra.
    Cuando llegué a casa telefoneé al doctor Flanders, que vivía en tierra firme. Me atendió su servicio de recepción de llamadas. El doctor Flanders estaba participando de un crucero de pesca, pero si se trataba de algo urgente el doctor Ballenger…
    —¿Cuándo regresará el doctor Flanders?
    —A más tardar mañana por la tarde. ¿Le parece…?
    —Sí.
    Colgué lentamente el auricular y después marqué el número de Richard. Dejé que la campanilla sonara doce veces antes de colgar. Permanecí un rato indeciso. La comezón se había intensificado. Parecía emanar de la carne misma.
    Conduje la silla de ruedas hasta la biblioteca y extraje la destartalada enciclopedia médica que había comprado hacía muchos años. El texto era exasperantemente vago. Podría haber sido cualquier cosa, o ninguna.
    Me recosté contra el respaldo y cerré los ojos. Oí el tic tac del viejo reloj marino montado sobre la repisa, en el otro extremo de la habitación. También oí el zumbido fino y agudo de un reactor que volaba hacia Miami. Y el tenue susurro de mi propia respiración.
    Seguía mirando el libro.
    El descubrimiento se infiltró lentamente en mí y después se implantó con aterradora brusquedad. Tenía los ojos cerrados pero seguía mirando el libro. Lo que veía era algo desdibujado y monstruoso, una imagen deformada, cuatridimensional, pero igualmente inconfundible, de un libro.
    Y yo no era el único que miraba.
    Abrí los ojos y sentí la contracción de mi músculo cardíaco. La sensación se atenuó un poco, pero no por completo. Estaba mirando el libro, viendo con mis propios ojos las letras impresas y las ilustraciones, lo cual era una experiencia cotidiana perfectamente normal, y también lo veía desde un ángulo distinto, más bajo, y con otros ojos. No lo veía como un libro sino como algo anómalo, algo de configuración aberrante e intención ominosa.
    Alcé las manos lentamente hasta mi rostro, y tuve una macabra imagen de mi sala transformada en una casa de horrores.
    Lancé un alarido.
    Unos ojos me espiaban entre las fisuras de la carne de mis dedos. Y en ese mismo instante vi cómo la carne se dilataba, se replegaba, a medida que esos ojos se asomaban insensatamente a la superficie.
    Pero no
fue
eso lo que me hizo gritar. Había mirado mi propia cara y había visto un monstruo.
    El «buggy» de las dunas bajó por la pendiente de la lona y Richard lo detuvo junto al porche. El motor ronroneaba intermitentemente. Hice rodar mi silla de ruedas por la rampa situada a la derecha de la escalinata común y Richard me ayudó a subir al vehículo.
    —Muy bien, Arthur —dijo—. Tú mandas. ¿A dónde vamos?
    Señalé en dirección al agua, donde la Duna Mayor finalmente empieza a menguar. Richard hizo un ademán de asentimiento. Las ruedas posteriores giraron en la arena y partimos. Yo solía burlarme de Richard por su manera de conducir, pero esa noche no lo hice. Tenía demasiadas cosas en las cuales pensar… Y demasiadas cosas para sentir. Ellos estaban disgustados con la oscuridad y me daba cuenta de que hacían esfuerzos por espiar entre las vendas, exigiéndome que se las quitara.
    El «buggy» se zarandeaba y rugía entre la arena en dirección al agua, y casi parecía levantar vuelo desde la cresta de las dunas más bajas. A la izquierda, el sol se ponía con sanguinaria espectacularidad. Directamente enfrente y del otro lado del agua, las nubes oscuras avanzaban hacia nosotros. Los rayos zigzagueaban sobre el mar.
    —A tu derecha —dije—. Junto a esa tienda. Richard detuvo el «buggy» junto a los restos podridos de la tienda, despidiendo un surtidor de arena. Metió la mano en la parte posterior y extrajo una pala. Respingué cuando la vi.
    —¿Dónde? —preguntó Richard inexpresivamente.
    —Allí —respondí, señalando.
    Se apeó y se adelantó despacio por la arena, vaciló un segundo, y después clavó la pala en el suelo. Me pareció que excavaba durante un largo rato. La arena que despedía por encima del hombro tenía un aspecto húmedo. Las nubes eran más negras y estaban más altas, y el agua parecía furiosa e implacable bajo su sombra y en el reflejo rutilante del crespúsculo.
    Mucho antes de que dejara de excavar me di cuenta de que no encontraría al chico. Lo habían cambiado de lugar. La noche anterior no me había vendado las manos, de modo que habían podido ver… y actuar. Si habían conseguido servirse de mí para matar al chico también podían haberlo hecho para trasladarlo, incluso mientras dormía.
    —No hay nada aquí, Arthur.
    Arrojó la pala sucia en la parte posterior del «buggy» y se dejó caer, cansado, en el asiento. La tormenta en ciernes proyectaba sombras movedizas, semicirculares, sobre la playa. La brisa cada vez más fuerte hacía repicar la arena contra la carrocería herrumbrada del vehículo. Me picaban los dedos.
    —Me usaron para transportarlo —dije con voz opaca—. Están asumiendo el control, Richard. Están forzando su puerta para abrirla, poco a poco. Cien veces por día me descubro en pie delante de un objeto que conozco como una espátula, un cuadro o una lata de guisantes, sin saber cómo he llegado allí, y tengo las manos alzadas, mostrándoselo, viéndolo como lo ven ellos, como algo obsceno, como algo contorsionado y grotesco…
    —Arthur —murmuró—. No, Arthur. Eso no. —Bajo la luz menguante su rostro tenía una expresión compungida—. Has dicho que estabas
enpie
delante de algo. Has dicho que
transportaste
el cuerpo del chico.
Pero tú no puedes caminar, Arthur.
Estás muerto de la cintura para abajo.
    Toqué el tablero de instrumento del «buggy» de las dunas.
    —Esto también está muerto. Pero cuando lo montas puedes hacerlo marchar. Podrías hacerlo matar. No podría detenerse aunque quisiera. —Oí que mi voz aumentaba de volumen histéricamente—. ¿Acaso no entiendes que soy la puerta? ¡Ellos mataron al chico, Richard! ¡Ellos transportaron el cuerpo!
    —Creo que será mejor que consultes a un médico —dijo con tono tranquilo—. Volvamos.
    —¡Investiga! ¡Pregunta por el chico, entonces! Averigua…
    —Dijiste que ni siquiera sabes cómo se llama.
    —Debía de vivir en la aldea. Es un pueblo pequeño. Pregunta…
    —Cuando fui a buscar el «buggy» telefoneé a Maud Harrington. No conozco a una persona más chismosa que ella, en todo el Estado. Le pregunté si había oído el rumor de que un chico vuelto anoche a su casa. Contestó que no.
    —¡Pero tenía que vivir en esta zona! [Tenía que vivir aquí!
    Arthur se dispuso a hacer girar la llave del encendido, pero le detuve. Se volvió para mirarme y yo empecé a quitarme las vendas de las manos.
    El trueno murmuraba y gruñía desde el Golfo.
    No había consultado al médico ni había vuelto a llamar a Richard. Pasé tres semanas con las manos vendadas cada vez que salía. Tres semanas con la ciega esperanza de que desaparecieran. No era un comportamiento racional, lo confieso. Si yo hubiera sido un hombre sano que no necesitaba una silla de ruedas para sustituir sus piernas o que había vivido una vida normal consagrándose a una ocupación normal, quizás habría recurrido al doctor Flanders o a Richard. Aun en mis condiciones podría haberlo hecho si no hubiera sido por el recuerdo de mi tía, aislada, virtualmente convertida en una prisionera, devorada en vida por su propia carne enferma. De modo que guardé un silencio desesperado y le pedí al cielo que
me permitiera descubrir
un día, al despertarme, que todo había sido una pesadilla.
    Y poco a poco los sentí. A ellos. Una inteligencia anónima. Nunca me pregunté qué aspecto tenían ni de dónde provenían. Habría sido inútil. Yo era su puerta, y su ventana abierta sobre el mundo. Recibía suficiente información de ellos para sentir su revulsión y su horror, para saber que nuestro mundo era muy distinto del suyo. La información también me bastaba para sentir su odio ciego. Pero igualmente seguían espiando. Su carne estaba implantada en la mía. Empecé a darme cuenta de que me usaban, de que en verdad me manipulaban.
    Cuando pasó el chico, alzando la mano para saludarme con la displicencia de siempre, yo ya casi había resuelto llamar a Cressweil, a su número del Departamento de Marina. Había algo cierto en la teoría de Richard: estaba seguro de que lo que se había apoderado de mí me había atacado en el espacio profundo o en esa extraña órbita alrededor de Venus. La Marina me estudiaría pero no me convertiría en un monstruo de feria. No tendría que volver a ahogar un grito cuando me despertaba en la oscuridad crujiente y los sentía vigilar, vigilar, vigilar.
    Mis manos se estiraron hacia el chico y me di cuenta de que no las había vendado. Vi los ojos que miraban en silencio, en la luz crepuscular. Eran grandes, dilatados, de iris dorados. Una vez había pinchado uno con la punta de un lápiz y había sentido que un dolor insoportable me recorría el brazo. El ojo pareció fulminarme con un odio impotente que fue peor que el dolor físico. No volví a pincharlo.
    Y ahora estaban mirando al chico. Sentí que mi mente se disparaba. Un momento después perdí el control de mis actos. La puerta estaba abierta. Corrí hacia él por la arena, moviendo velozmente las piernas insensibles, como si éstas fueran maderos accionados por un mecanismo. Mis propios ojos parecieron cerrarse y sólo vi con aquellos ojos extraterrestres: vi un monstruoso paisaje marino de alabastro rematado por un cielo semejante a una gran franja purpúrea, y vi una cabaña ladeada y corroída que podría haber sido la carroña de una desconocida bestia carnívora, y vi un ser abominable que se movía y respiraba y llevaba debajo del brazo un artefacto de madera y alambre, un artefacto compuesto por ángulos rectos geométricamente imposibles.
    Me pregunto qué pensó él, ese pobre chico anónimo con la criba bajo el brazo y los bolsillos hinchados por una insólita multitud de monedas arenosas perdidas por los turistas, qué pensó él cuando me vio correr hacia él como un director ciego tendiendo las manos sobre una orquesta lunática, qué pensó él cuando los rayos postreros del sol cayeron sobre mis manos, rojas y fisuradas y fulgurantes con su carga de ojos, qué pensó cuando las manos batieron súbitamente el aire un momento antes de que estallara su cabeza.
    Sé qué fue lo que pensé yo.
    Pensé que había atisbado por encima del borde del universo y había visto ni más ni menos que los ruegos del infierno. El viento tironeó de las vendas y las transformó en pequeños gallardetes flameantes a medida que las desenrollaba. Las nubes habían ocultado los vestigios rojos del crepúsculo, y las dunas estaban oscuras y cubiertas de sombras. Las nubes desfilaban y bullían sobre nuestras cabezas.
    —Debes hacerme una promesa, Richard —dije, levantando la voz por encima del viento cada vez más fuerte—. Si tienes la impresión de que intento…, hacerte daño, corre. ¿Me entiendes?
    —Sí.
    El viento agitaba y ondulaba su camisa de cuello abierto. Su rostro permanecía impasible, con los ojos reducidos a poco más que dos cavidades en la prematura oscuridad.
    Cayeron las últimas vendas.
    Yo miré a Richard y ellos miraron a Richard. Yo vi una cara que conocía desde hacía cinco años y que había aprendido a querer. Ellos vieron un monolito viviente, deforme.
    —Los ves —dije roncamente—. Ahora losves. Se apartó involuntariamente. Sus facciones parecieron dominadas por un súbito pavor incrédulo. Un rayo hendió el cielo. Los truenos rodaban sobre las nubes y el agua se había ennegrecido como la del río Estigia.
    —Arthur…
    ¡Qué inmundo era! ¿Cómo podía haber vivido cerca de él, cómo podía haberle hablado? No era un ser humano sino una pestilencia muda. Era…
    —¡Corre! ¡Corre, Richard!
    Y corrió. Corrió con grandes zancadas. Se convirtió en un patíbulo recortado contra el cielo imponente. Mis manos se alzaron, se alzaron sobre mi cabeza con un ademán aullante, aleteante, con los dedos estirados hacia el único elemento familiar de ese mundo de pesadilla: estirados hacia las nubes.
    Y las nubes respondieron.
    Brotó un rayo colosal, blanco azulado, que pareció marcar el fin del mundo. Alcanzó a Richard, lo envolvió. Lo último que recuerdo es la fetidez eléctrica del ozono y la carne quemada.
    Me desperté en mi porche, plácidamente sentado, mirando hacia la Duna Mayor. La tormenta había pasado y la atmósfera estaba agradablemente fresca. Se veía una tajada de luna. La arena estaba virgen, sin rastros del «buggy» de Richard.
    Me miré las manos. Los ojos estaban abiertos pero vidriosos. Se hallaban extenuados. Dormitaban.
    Sabía bien qué era lo que debía hacer. Tenía que echar llave a la puerta antes de que pudieran terminar de abrirla. Tenía que clausurarla definitivamente. Ya empezaba a observar los primeros signos de un cambio estructural en las mismas manos. Los dedos empezaban a acortarse… y a modificarse.
    En la sala había una pequeña chimenea, y en verano me había acostumbrado a encender una fogata para combatir el frío húmedo de Florida. Prendí otra ahora, moviéndome de prisa. Ignoraba cuánto tardarían en captar mis intenciones.
    Cuando vi que ardía vorazmente me encaminé hacia la cuba de queroseno que había en la parte posterior de la casa y me empapé ambas manos. Se despertaron de inmediato, con un alarido de dolor. Casi no pude llegar de vuelta a la sala, y a la fogata. Pero lo conseguí.
    Todo eso sucedió hace siete años.
    Aún estoy aquí, contemplando el despegue de los cohetes. Últimamente se han multiplicado. Éste es un gobierno que da importancia a la exploración espacial. Incluso se habla en enviar otra serie de sondas tripuladas a Venus.
    Averigüé el nombre del chico, aunque eso ya no importa. Tal como sospechaba, vivía en la aldea. Pero su madre creía que pasaría aquella noche en tierra firme, con un amigo, y no dio la alarma hasta el lunes siguiente. En cuanto a Richard…, bien, de todos modos la gente opinaba que Richard era un bicho raro. Piensan que tal vez volvió a Maryland o se fugó con una mujer.
    A mí me toleran, aunque tengo fama de ser excéntrico. Al fin y al cabo, ¿cuántos ex astronautas les escriben regularmente a los funcionarios electos de Washington para decirles que sería mejor invertir en otra cosa el dinero que se asigna a la exploración espacial?
    Yo me apaño muy bien con estos garfios. Durante el primer año los dolores fueron atroces, pero el cuerpo humano se acostumbra a casi todo. Me puedo afeitar e incluso me ato los cordones de los zapatos. Y como veis, escribo bien a máquina. Creo que no tendré problemas para meterme la escopeta en la boca ni para apretar el gatillo. Veréis, esto empezó hace tres semanas.
    Tengo sobre el pecho un círculo perfecto de doce ojos dorados.

Stephen King
El umbral de la noche

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