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domingo, 10 de diciembre de 2023

Lo escrito escrito queda / Los diarios de Virginia Woolf

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Virginia Woolf. Foto: Cordon.

Lo escrito escrito queda: los diarios de Virginia Woolf


Yolanda Morató
31 de mayo de 2020

Una escritora se pone de moda (recordemos que la moda no es otra cosa que el reflejo de los gustos pasajeros de cierta colectividad y, por tanto, durante un tiempo, pueden despreciarse de manera sistemática los matices que presente cualquier juicio crítico). De repente, el hecho de decir que no te gusta lo que publica, o lo que simboliza en público, se convierte en un pecado, en una reacción supuestamente motivada por algún tipo de envidia o en pura insolencia. Si, además, dicha escritora comienza a adquirir cierto papel contestatario —esté o no justificado, con mayor o menor éxito— disentir resulta aún más grave. ¿Cómo oponerse a un icono? ¿Cómo jugar a ser David contra Goliat?

El caso de Virginia Woolf pertenece sin duda a esta categoría: convertida en un icono a partir de finales de los sesenta, cuando un sector del feminismo, interesado claramente en figuras que fueron víctimas del suicidio (la propia Woolf, pero también Alfonsina StorniSylvia PlathUnica ZürnAlejandra Pizarnik o Anne Sexton), la rescata de entre las docenas de mujeres valiosas de la primera parte del siglo XX y la coloca en el podio de la literatura del modernismo anglonorteamericano. Personalmente, estoy en contra de las clasificaciones porque son grandes productoras de injusticias y desigualdades, que quedan, además, patentes, gracias a otros bonitos factores como el amiguismo y las influencias, la endogamia y los favores debidos y por deber. Aunque, sin duda, el mayor problema de santificar a un ser humano es descubrir los pecados que, para colmo, ha dejado por escrito sin ningún remilgo.

El referente bíblico del pecado lo saco a colación porque la frase que da título a este artículo bebe también de la misma fuente, ese gran compendio de aventuras, enseñanzas y tragedias que es la Biblia. En el Evangelio según San Juan (19:22) aparece Pilatos y su célebre quod scripsi, scripsi o «lo que he escrito he escrito». No es de extrañar, por tanto, que llegado el momento de una posible entrada en la posteridad, Leonard Woolf, el marido de Virginia, se encargase, como gran editor que era, de darle forma a todo aquello que su mujer había escrito de manera más personal, es decir, lograr que los diarios de su mujer quedaran en una buena posición de salida a ese futuro que habitamos hoy. Así, de los veintiséis volúmenes, extrajo lo que no convenía y mantuvo los fragmentos más benévolos. El resultado de su collage, publicado en 1953 con el título de A Writer’s Diary, es una curiosa hagiografía en la que predominan las reflexiones sobre los procesos de escritura, los deseos literarios y algunas menudencias sobre la vida cotidiana de su mujer. Como cabía esperar, eliminó la mayor parte de lo que no convenía. Como quedaba mucho por leer y analizar, entraron con pies de plomo los biógrafos, y también los filólogos y otros especialistas de los estudios literarios y sacaron algunas cosas que nos dejaron con la boca abierta.

En Virginia Woolf IconBrenda Silver nos recuerda que, a principios de los sesenta, el nombre de la escritora apenas se recordaba en Estados Unidos. En 1962 lo puso de nuevo en el mapa Edward Albee, gracias a la obra de teatro ¿Quién teme a Virginia Woolf?, que estuvo en cartel (y en acalorados debates de los principales medios) en Nueva York. Dos años después, la obra se representó en Londres, para acabar convertida en 1966 en una película que contó con Richard Burton y Elizabeth Taylor como protagonistas. Con la reseña de la obra en el New York Times, empezaron a llegar cartas de indignación. ¿No era una profanación utilizar el nombre de una gran escritora para un propósito tan miserable? ¿No era aquello una historia homosexual disfrazada? La trama es sencilla: una pareja de académicos de una pequeña universidad de Nueva Inglaterra se pasa la vida discutiendo y lanzándose amargos reproches.

Después de este episodio, como recuerda Silver, Virginia Woolf se había convertido en una «vaca sagrada». En realidad, escribir de manera crítica sobre ella nunca ha sido fácil. Para empezar porque, como sucede con otras dinastías de escritores, a lo largo de las décadas la familia se ha encargado de redactar muchas de las obras de referencia. Grandes biógrafas y estudiosas como Hermione LeeJane MarkusJulia Briggs y Victoria Glendinning se han dejado años en documentar la época y el contexto de las obras, pero son poca competencia si tienes a siete u ocho familiares directos e indirectos creando bibliografía elogiosa de lectura fácil. Ahí están los sobrinos y las mujeres de los sobrinos, Quentin Bell, su mujer Anna Olivier Bell (editora de los diarios de Virginia Woolf) y Jean Moorcrof Wilson (casada con Cecil Woolf); las sobrinas-nietas, como Virginia Nicholson y Emma Woolf, y demás estirpe de ese grupo cerrado y endogámico que fue Bloomsbury. Nino Strachey, autora de Rooms of their Own: Virginia Woolf, Vita Sackville-West and Eddy Sackville-West, ha trabajado, por ejemplo, para English Heritage y es la directora del Research for the National Trust.

El propio Bell contaba, sin que le doliesen prendas, que al grupo de Bloomsbury: «el éxito parecía llegar por deseo divino. Una gran parte de Bloomsbury estaba integrada por los herederos de familias «aristocráticas», «aristocracias» como las que Virginia Woolf describe en Night and Day». Y en el seno de estas aristocracias se perpetuaron las tradiciones y los estilos de vida de siglos anteriores. La pobre de Angelica Garnett, otra de las sobrinas de Virginia, terminó casada con el antiguo amante de su padre sin que una sola persona del modélico grupo —ni su madre Vanessa ni su tía Virginia— pudiera hacerle el favor de advertírselo. David Garnett le escribió en una carta a Lytton Strachey tras ver al bebé recién nacido: «Su belleza es impresionante… pienso en desposarla; cuando ella tenga veinte yo tendré cuarenta y seis… ¿será algo escandaloso?».

Que el grupo de Bloomsbury tenía estas cosas ha quedado de manifiesto tras la visita a algunos archivos y la lectura de las distintas biografías de quienes vivieron en aquella época. No se entra, por tanto, a valorar aquí la calidad de Virginia Woolf como novelista. Pero, si estamos elevando a Woolf a la categoría de icono feminista y militante por la igualdad, igual de importante es analizar entonces el conjunto de sus diarios, «una escritura que no cuenta como escritura», como ella misma afirmó, en los que se pueden leer sus convicciones acerca de las mujeres, el dinero, las clases sociales y ciertas razas y pueblos (se casó con un judío, «mi judío», lo llamaba, denominaciones que repetía con otros escritores). Así que empecemos por esto último, el antisemitismo de Virginia Woolf, sobre el que hay un par de obras interesantes de la experiencia de su marido, destinadas a levantar el telón para que los espectadores veamos una pequeña parte testimonial de lo que allí había.

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Virginia y «su judío»

Leonard Woolf publicó dos obras en las que volcó sus problemas con las reacciones antisemitas de quienes lo rodeaban. La primera, The Wise Virgins, empezó a escribirla al poco tiempo de casarse y apareció, para disgusto de Virginia, en 1914; Leonard fechó el relato «Three Jews» tres años más tarde. Las razones por las que se casó con Virginia nunca quedarán claras: nadie lo obligó, no lo necesitaba y, sin embargo, dio un paso que le dejó un poso de infelicidad palpable por más que, al final de sus vidas, hicieran un balance positivo. Ni en sus extensos apuntes autobiográficos ni en sus decisiones vitales se logra comprender por qué se entregó al menosprecio constante de su entorno alguien con un carácter humilde y cabal, de convicciones pacifistas y antiimperialistas. Los primeros años de su matrimonio con Virginia son, por tanto, claves para ver (y leer) que no lo llevaba bien, por mucho que ahora se quiera justificar en algunos estudios que llamarlo «mi judío» era un chiste privado en su vida conyugal.

En el «1917 Club», que Leonard había fundado con Oliver StracheyRamsay MacDonald —el primer laborista en convertirse en primer ministro— y otros miembros del partido, se trataban las tensiones entre las comunidades árabes y judías. Sin embargo, fuera de este círculo, Leonard intentaba que su identidad se tratase de manera discreta, por utilizar un eufemismo, algo que parece que no siempre conseguía. En el círculo de Bloomsbury, el marido de Virginia ocupaba un lugar complicado. Anthony Julius recoge distintos momentos de estas reuniones endogámicas, clasistas y antisemitas. En una de ellas, recuerda cómo «en voz alta, Virginia Woolf ordenó, señalando a su marido, Leonard: «Dejad que conteste el judío»; a lo que Leonard respondió: «No lo haré hasta que no lo pidas como es debido»».

Se dirá que no se puede confiar en lo que unos y otros contaron u oyeron, así que vayamos a la fuente: su mujer y sus diarios. Su manera de estereotipar a los judíos es especialmente grave, pues, al estar casada con uno, ni siquiera tuvo la excusa de la ignorancia o de los clichés que tan asentados estaban en la época. No se trata, pues, de una mala interpretación —como han pedido sus críticos más benevolentes— del papel que juegan ciertos grupos en sus obras de ficción, donde los personajes judíos (como el que aparece en Los años) son repulsivos, sino de un comportamiento sistemático hacia el otro cuando pertenece a dicho grupo dentro y fuera de la ficción.

La técnica del recorte

En Virginia Woolf, la descontextualización y el recorte de frases funcionan de manera excepcional. Pongamos algunos ejemplos que ilustren cómo beneficia la poda del entorno. «No hay puertas, cerraduras o cerrojos que puedas ponerle a la libertad de mi mente» es una frase que, aislada de su contexto, resulta fabulosa, si no fuera porque la precede otra: «Cerrad las bibliotecas si queréis: pero no hay puertas…». La connotación es muy fuerte y significativa en un momento en el que el cambio fundamental para las mujeres venía de la mano del acceso a las instituciones, a la cultura y a las calles. Con la primera frase, la escritora con más recursos de la época deja claro que no le importa lo que le pase a la comunidad en la que vive: se pueden cerrar todas las bibliotecas que haya, pues ella ya tiene la libertad de su mente, la de la comodidad de su casa y la de sus atiborrados anaqueles. Lo que les ocurra a las demás, no es asunto suyo.

Se ve aún con mayor claridad en la manera en que trata los temas patrimoniales. Como corresponde a las clases nobles o adineradas, las luchas por los espacios no son un asunto colectivo, sino estrictamente personal y circunscrito a un grupo muy reducido. En The Common Reader, se recorta tanto la célebre frase sobre esa «habitación propia» y las quinientas libras al año que se olvida que va en detrimento de un hecho histórico fundamental como el sufragio femenino, que acaba de aprobarse en ese momento:

Debo decirte que mi tía, Mary Beton, murió al caer de un caballo mientras tomaba el aire cabalgando por Bombay. Las noticias de su herencia me llegaron una noche, casi al mismo tiempo en que se aprobaba la ley que otorgaba el voto a las mujeres. La carta de un abogado se deslizó en el buzón y cuando la abrí me encontré con que me había dejado quinientas libras al año de por vida. De entre las dos —la del voto y la del dinero—, el dinero, que ahora tengo, me pareció infinitamente más importante.

No es necesario seguir en este punto: que el dinero heredado por vía aristocrática sea «infinitamente más importante», es decir, que la experiencia individual, su habitación y sus quinientas libras al año, prime sobre la colectiva, el sufragio femenino, pone mucho sobre la mesa. Entre otras citas famosas se encuentra la publicada en El Sr. Bennett y la Sra. Brown (1924), en la que nos recuerda que «en torno a diciembre de 1910 cambió la naturaleza humana». No obstante, no deja de resultar de lo más burgués que lo ilustre con ejemplos de su servicio doméstico, por ejemplo, con la figura del cocinero en la época georgiana: «que es una criatura llena de luz y aire fresco; que entra y sale del salón, primero para tomar prestado el Daily Herald, luego para pedir consejo sobre un sombrero. ¿Se pueden pedir casos más solemnes del poder de cambio de la raza humana?». Sobran los comentarios.

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Virginia Woolf con su nieta Angelica Garnett, en 1934. Foto: Cordon.

Virginia y las mujeres

Que la escritora tenía un problema generalizado con sus contemporáneas no debería ser ningún secreto. No soportaba ni a Edith Sitwell ni a Nancy Cunard ni a Vernon Lee ni a Rebecca West ni a Katherine Mansfield. En el mundo literario, para gustarle a Woolf tenías que estar muerta. A las vivas las describía en sus diarios por su aspecto físico, no por sus logros. Si había algún tipo de halago, no lo dejaba correr sin su correspondiente adversativa. Después de muchos años leyendo sus diarios y cartas he podido comprobar que todas estas declaraciones actúan, muchas veces, como un indicador interesante para calibrar la valía de muchas mujeres brillantes de la época: las que salgan mal paradas tienen muchas posibilidades de haber sido coetáneas sobresalientes. Apenas se salva alguna: tuvo para repartir incluso a aquellas a las que publicó en su propia editorial.

Muchos de sus boicots se llevaban a cabo, por supuesto, subrepticiamente. El ejemplo de su actitud cobarde y sibilina frente a Edith Sitwell es revelador: le hizo una maliciosa reseña de su libro de poemas en el Times Literary Supplement, que publicó de forma anónima el 10 de octubre de 1918, y esa misma noche acudió a la fiesta que daban los tres hermanos Sitwell. En su diario no dejó constancia de nada hasta dos días más tarde. Sobre la fiesta describió con quien habló y, de pasada, dejó como únicas frases sobre la anfitriona, la obra que había vapuleado o cualquier otro particular lo siguiente: «Edith Sitwell es una joven muy alta, con una expresión permanente de asombro, curiosamente coronada con un tocado alto de seda verde que le oculta el cabello, por lo que no se sabe si tiene». Nada sobre su obra. Solo una crítica anónima en uno de los medios más prestigiosos y un paseo por la fiesta de la criticada, como si la cosa no fuera con ella.

En 1925, The Hogarth Press publicó el tercer libro de poemas de la interesantísima Nancy Cunard (Parallax, injustamente oscurecido desde entonces), pero Virginia Woolf se centró en dejar constancia en su diario de lo mucho que le desagradaba todo lo que rodeaba a Cunard: «Odio el fracaso, y para no fracasar, debemos continuar avanzando, pensando, planeando, imaginando… aceptando a Nancy Cunard». Las entradas sobre la poeta entre los años 1924 y 1926 son esclarecedoras, en especial las correspondientes a los días 21 de junio de 1924, 1 de noviembre de 1924 y 3 de marzo de 1926. En ellas muestra su desagrado por encontrársela en alguna fiesta, por tener que toparse con su «mirada sincera», por imaginar que su marido se habrá reunido con ella.

Esto es solo un adelanto de un ensayo más extenso en el que se documenta la influencia de Virginia Woolf en la configuración del canon de su generación. En este punto, sin embargo, conviene ser claros y separar facetas. Al igual que los datos que tenemos sobre la vida de Picasso no nos impiden admirar la genialidad de muchas de sus obras, tampoco debería sucedernos en el caso de Woolf. No obstante, que alguien la defienda como icono feminista y defensora de los derechos sociales, como modelo vital e inspiración para presentes y futuras generaciones de mujeres solo puede ser producto del desconocimiento de sus escritos personales y del impacto que sus acciones tuvieron en las vidas de otras personas.

 

JOT DOWN



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