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lunes, 11 de diciembre de 2023

Borges y los pantalones de Robert Lowell

Robert Lowell


Borges y los pantalones 

de Robert Lowell

Osvaldo Ferrari estaba sentado frente a Borges, como otras veces, en un café tranquilo de Buenos Aires. Conversaban. De pronto, el periodista hace referencia a Nueva Inglaterra y los buenos poetas que ha dado esa región. Cita a Robert Lowell, dos veces premio Pulitzer, que en Life Studies había proclamado «Yo mismo soy el infierno», y no se equivocaba. «Sí, por supuesto, yo lo conocí», afirma Borges, sin demasiadas ganas de afirmar. «¿A Robert Lowell?», pregunta Osvaldo, intrigado. «Sí, cuando estuvo aquí, en Buenos Aires. Caramba, no sé si… quizá sea indiscreto decir que estaba pontificando en una reunión, y vinieron a buscarlo de parte de la embajada de los Estados Unidos, y lo llevaron al manicomio. Cosa muy triste estar así, pontificando, sintiéndose muy seguro, y luego aparecen dos personas, silenciosas pero irresistibles… y se lo llevan. Sí, bueno, pero olvidemos eso. [Años después] Yo estuve con él en Inglaterra, y él había sin duda olvidado ese episodio, y yo también lo olvidé. Por lo menos mientras estuvimos juntos».

En realidad, Borges nunca olvidó aquel enigmático episodio, que solo le refirió a Ferrari de un modo confuso y ligero, a modo de recuerdo, pero sin recordar demasiado. Tal vez por esa razón, cuando el periodista insistió, el escritor fue un poco más allá, pero sin ir demasiado, al decir que nunca leyó los poemas de Robert Lowell, «y creo que es seguro decir que nunca leeré los poemas de Robert Lowell». En todo caso, añadió brevemente, como cuando viertes solo un poco de veneno en la copa, «quizá podrían gustarme sus poemas si fuera capaz de mantenerse con los pantalones puestos». Tema zanjado, aunque no demasiado zanjado. No puedes hablar de pantalones bajados, y creer que ahí se acaba todo. Normalmente, cuando te bajas los pantalones, solo estás empezando.

Adolfo Bioy Casares.

Borges fue un poco más explícito con Adolfo Bioy Casares que con Ferrari, que, al fin y al cabo, era periodista. En la entrada del 10 de septiembre de 1962 de sus diarios, Bioy anota: «Me cuenta Borges que un poeta norteamericano, Robert Lowell, pagado por los Estados Unidos, está aquí, habla en favor de Fidel Castro y es un imbécil. Este Lowell dijo, delante de la madre de Borges: ‘¿Cuál es la mujer más linda de Buenos Aires? Para go to bed with her. ¿Cuál es el mejor poeta de Buenos Aires?’. Borges: ‘No estoy acostumbrado a estas conversaciones de certámenes. No me interesan. No tiene sentido su pregunta. Como no tendría sentido preguntarle cuál es el mejor poeta norteamericano’. […] Lowell regaló a Borges un grabado; para colgarlo arrancó un lienzo de Norah, diciendo: This is no good. La madre lo miraba perpleja. Borges: ‘No se puede decir a los dueños de una casa que algo que tienen es horrible… Si está ahí es porque alguien lo eligió’».

Hasta aquí lo que contaron Borges y Bioy Casares, de lo que se deduce que Lowell estuvo en la casa del primero. Pero estos testimonios no sirven para conocer todo lo que ocurrió en la visita de Robert Lowell a Argentina. También disponemos del testimonio de Elizabeth Bishop, poeta y amiga de Lowell. Ella lo esperaba a pie de avión, así como a su mujer Elizabeth Hardwick y su hija de cinco años Harriet, cuando llegaron a Brasil a principios de junio de 1962. Las memorias de Bishop ayudan a intuir cómo el desastre argentino se cocía desde mucho antes, a fuego lento. «Bebe cada vez más y se muestra violento en las cenas de amigos», anotó Bishop en An Oral Biography, donde también se refiere a la agresividad de Lowell durante su encuentro con Clarice Lispector, en Río de Janeiro. No obstante, para lo que bebía Lowell, las cosas marcharon relativamente bien, después de tres meses de estancia en Brasil. El 1 de septiembre la familia del poeta regresó a Nueva York en barco, y él se quedó para continuar travesía hacia Argentina y Paraguay.

El viaje por el sur del continente de Lowell estaba patrocinado por el Congreso por la Libertad de la Cultura, un organismo intervenido por la CIA, interesada en lavar la imagen cultural de Estados Unidos y contrarrestar la influencia de los poetas comunistas, como Pablo Neruda. Naturalmente, el viaje no cumplió del todo sus objetivos. Keith Botsford, representante itinerante del Congreso por la Libertad, es un testimonio clave para reconstruir el paso del poeta por Argentina. Lo acompañó en todo momento, incluidos los peores trances. Lo hermoso es que dejó registro del desastre en un diario del viaje, que se animó a hacer público en 1981, cuatro años después de la muerte de Lowell. «Cuando llegamos a Argentina, se bebía seis vodka-martinis dobles antes del almuerzo. Y me obligaba a beber con él». Este lamento de Botsford, tan humano e ingenuo, revela que la misión del poeta en Sudamérica resultaba lo suficientemente vaga como para que su prioridad fuera beber y proponer maniobras obscenas a todas las mujeres que le llamaban la atención.

Elizabeth BishopElizabeth Bishop.

Lowell cumplía a rajatabla con los martinis, cuando fue invitado a comer en la Casa Rosada. Naturalmente, llegó entonado a la cita. Juan Gelman escribió hace algunos años sobre este episodio: «[En el palacio presidencial] se adensaban los aires golpistas, y Lowell no tardó en calificar de analfabeto al agregado cultural de la embajada yanqui allí presente. El siguiente insulto fue para el general que luego —en cuestión de días— sería presidente de la República: Juan Carlos Onganía«. Botsford vivió el almuerzo con angustia y temor. Los rostros de los militares sentados a la mesa, «serios y distinguidos», según relata, no ocultaban la irritación que les provocaba un Lowell «sin corbata y con una chaqueta a cuadros muy chillones». En ese ambiente provocador, el poeta norteamericano solicitó que lo condujesen a conocer las estatuas de la ciudad. Tenía debilidad por ellas. Y como «poseía la energía de media docena de maníacos, siendo solo un maníaco», Botsford no se atrevió a desanimarlo. Ante un militar ecuestre, de bronce, el poeta de Nueva Inglaterra pronunció un discurso sobre Hitler, ensalzando al Führer y a la figura del superhombre. En el momento culminante, se bajó los pantalones, se encaramó al caballo del militar y se declaró «César de la Argentina». Y a Botsford su «lugarteniente». Empieza a entenderse mejor la referencia de Borges a los pantalones de Lowell, pero sin entenderse del todo. Avancemos.


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Robert Lowell

Lowell descendió de la estatua, se vistió, y regresó a su hotel para estar en condiciones de beber seis martinis antes del próximo almuerzo. Lo peor, es decir lo mejor, estaba por llegar. Aunque ya se palpaba. Estaba en la atmósfera. El agregado cultural de la embajada americana, al que tan bien había insultado en la Casa Rosada, había organizado un encuentro con Borges como parte del plan para estrechar lazos con escritores no comunistas. En realidad, al concertar esa cita se había preparado el escenario para el desastre perfecto. Ese día la casa de Borges, en la Recoleta, era un hervidero. Rafael Alberti estaba de visita y se habían reunido varios amigos para agasajarlo con su presencia.


María Teresa León

Cuando el premio Pulizter franquea la puerta, todo se vuelve borroso. Es difícil de precisar la cadena de acontecimientos. Borges, a través de los diarios de Bioy Casares, ofrece algunos detalles, pero, como decía antes, sin precisar suficientemente. El grabado, el lienzo de Norah Borges, las impertinencias. Bah. Menucias. Por fortuna, están los diarios de Botsford. En su versión, una vez en la residencia de la Recoleta, Lowell siguió tratando sus demonios internos a base de cócteles de vodka y martinis. Era un hombre leal a sus gustos. A media tarde, acabó tirado por el suelo, como antes se había acostado sobre una estatua ecuestre, de aires militares. El relato de Botsford en este punto nos aproxima al final, en el que se reivindica el aborrecimiento de Borges hacia Lowell. Todo encaja de pronto. Incluso se puede oír el clic: «Borges se quedó en su silla, reflexivo, y habló mucho sobre su madre y sus primeros años en el Río de La Plata. Era divertido verlo escoger las palabras. Incluso le leyó fragmentos de Chesterton para calmarlo». Cuando Lowell se repuso, apenas levemente, regresó a la bebida. Nada de lo que le contaba Borges le interesaba. Ni siquiera podía oírlo. Se acercaba el momento culminante. Cuando se cruzó con la pareja de Rafael Alberti, María Teresa León, la empujó y se encerró con ella en un cuarto de la casa. ¿Qué pasó ahí dentro? No está claro. Uno puede imaginárselo. Incluso puede tratar de no imaginarlo. Los invitados a la fiesta intentaron abrir la puerta, sin éxito. Lowell estaba tan borracho, tan pasado de rosca, que había tomado la precaución de cerrar con llave. El alcohol a veces ofrece momentos de lucidez. Al otro lado de puerta, sin embargo, había demasiados literatos como para encontrar a alguien que la derribase de una patada. A cambio, llamaron a la embajada americana. El personal se demoró. Cuando llegó, tumbó la puerta fácilmente y un doctor asumió el control de la situación. Metido en una camisa de fuerza, condujeron a Lowell a la Clínica Bethlehem, donde lo amarraron de piernas y brazos con correas de cuero. «Después de eso, lo visité casi a diario. Fueron necesarias grandes dosis de Thorazina para estabilizarlo», relató Botsford, que siempre creyó que cuando Borges hablaba de «pantalones» se refería a la conducta sexual de Lowell en su casa, con María Teresa León.

JOT DOWN


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