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martes, 28 de noviembre de 2023

Mariana Enríquez / El mirador






Mariana Enríquez
EL MIRADOR


Siempre había querido decirle a la nena, la hija del último y actual dueño, que no tuviera miedo. No había nada que temer. Ella estaba ahí, pero la nena no la percibía, no podía verla; nadie podía percibirla salvo que, claro, tomara forma. Pero sin forma le estaba negada la presencia. La nena no tenía sensibilidad especial alguna: solo estaba aterrada. Pasaba corriendo frente a la escalera que llevaba al mirador del hotel, imaginando que allí, en la torre, que durante años fue la construcción más alta de Ostende, se escondía una loca, una loca de cabello largo que se miraba en el espejo, vestida con un camisón blanco; le tenía miedo al cocinero italiano que echaba leña dentro de la caldera, aun después de que fuera despedido (creía que podía encontrarlo en los pasillos, acechante, y que la echaría al fuego a ella también, junto con la madera). Ahora, ya una mujer, la hija del dueño no pasaba los inviernos en el hotel. Decía que no soportaba la mediocridad del balneario solitario en los inviernos helados, puro viento y sin siquiera un cine abierto en Pinamar; decía que también le tenía miedo a un eventual ladrón. Pero era mentira. Se trataba del mismo miedo que la paralizaba en los pasillos circulares del hotel cuando era chica, que la alejaba del comedor casi monacal del primer piso, o del gran espejo que esperaba su restauración en la habitación-depósito, donde temía ver reflejado algo desconocido.
    Extraño. Y más raro aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica. La huésped que aseguraba escuchar festivos ruidos en el comedor principal, que se disolvían con un precavido chistido cuando ella intentaba acercarse. El cocinero que confirmaba los rumores de los fantasmas celebrantes. Todo falso. Ella era la encargada de encontrarle al hotel eso que los demás temían o inventaban. Y nunca lo había logrado. Ni cuando los belgas abandonaron el hotel para irse a la guerra. Ni durante los años de la arena, con el edificio enterrado hasta el primer piso. Ni en el verano de la ballena, con todas esas moscas que invadieron la playa con su zumbido de muerte alimentándose del animal muerto y varado. El verano que nadie se bañó.
    Sí, se alojaba en el hotel gente desesperada. Sí, los había escuchado rumiar deseos de muerte y les había regalado sueños de infancias terribles y dolores olvidados. Pero ninguno había estado listo. Y era mentira que el tiempo no pasaba para seres como ella. Estaba cansada. Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.
    Y si este saco de mierda no entra en la valija me voy a cagar de frío, hace frío de noche en la costa, pensó Elina, y no pudo evitar ponerse a llorar otra vez como le pasaba siempre ahora con cada pequeño contratiempo; como cuando se le quemaba la lamparita del comedor y no tenía repuesto —ni idea de cómo cambiarla—; como cuando se olvidaba de pagar la luz y tenía que cruzar la ciudad hasta las oficinas de la empresa; como cuando se quedaba sin pastillas y salía a buscar una farmacia de turno a las cuatro de la mañana. Había pedido licencia en la facultad, y había tratado de fingir cierta cordura para familia y amigos, pero tan complicado era que ya no contestaba el teléfono y apenas los mails y que se lo bancaran; no le importaba lo preocupados que estaban. Ni siquiera les informó que había dejado terapia para quedarse solo con las pastillas; no tenía nada más que hablar ni que desenterrar, solo quería ese estado vagamente distante y químico que la desconectaba pero le permitía vivir un poco, cada vez menos, pero lo suficiente.
    Ni siquiera tenía ganas de ir al hotel pero se lo había prometido a sí misma, hacía meses, antes del hospital, cuando todavía creía que una semana en el mar podía hacerla sentir mejor, obligarla a dejar de pensar en Pablo. Se había ido y no había vuelto a llamarla, ni a escribirle; no sabía si estaba vivo o muerto, y ella prefería cualquiera de las dos noticias, cualquiera de las dos antes que la vida en suspensión esperándolo desde hacía un año. Como siempre, le mandó un mensaje avisándole adónde se iba. Incluso le mandó el teléfono. Iba a cumplir años en el hotel. Si Pablo estaba vivo, si alguna vez la había querido, tenía que llamar.
    Extrañaba las caricias en la espalda, reírse de su paranoia, sus intentos inútiles de consolarla, las horas que tardaba en bañarse, que casi no le gustara comer, los  huesos de su cadera, la forma de hablar moviendo las manos; quería poder volver a mirar sus fotos y ponerse celosa cuando él le prestaba más atención al gato que a ella y caminar bajo el sol él siempre con anteojos negros y los llamados de madrugada y mirarlo dormir y que supiera quedarse callado y ella irritada cuando él estaba demasiado tiempo callado y las mañanas rogándole que no se fuera y llorar cuando se iba aunque volviera a las dos horas y ella nunca nunca lo hubiera dejado así, sin noticias, sin despedida ingrato pero qué pasaba si se había muerto porque era posible nadie había sabido más de él salvo que se lo ocultaran pero cómo podrían ocultarle algo si la habían visto vomitar sangre de no comer, si la habían visto mordiendo la almohada hasta rasgar la funda si la habían visto lastimándose y borracha y esperando durante horas un mail la mirada fija en la pantalla hasta el dolor de cabeza y los ojos rojos y llorar sobre el teclado y no salir esperando un llamado; si la habían escuchado mandándolos a la mierda todas esas pelotudeces de seguir adelante a rey muerto rey puesto la vida continúa tenés que coger hay miles de hombres estás linda vamos a bailar quiero presentarte a alguien.
    Le gustó la chica, pero con los años había aprendido a no confiar en las primeras impresiones. Recordaba aquella vez, hacía casi veinte años, cuando había visto llegar a una mujer rubia, con la nariz roja de llorar y los ojos perdidos; esa misma noche descubrió que pasaba unos días en el hotel para estar cerca del mar y tratar de consolarse, un poco, de la muerte de su hijo. Ella tomó la forma del niño, y se le apareció en los pasillos, en la habitación, cerca del balneario, en la escalera que llevaba al primer piso; pero la mujer solo gritó y gritó y se la llevaron en una ambulancia. Estaba con su marido. Había aprendido la lección: solo debía intentarlo con mujeres solas.
    La chica se llamaba Elina, y estaba sola. Era hermosa, pero no se daba cuenta. Tenía las ojeras del insomnio y demasiados cigarrillos; tenía una expresión desafiante y era antipática con los locuaces y encantadores dueños. Ni siquiera miraba a los demás huéspedes. El primer día no bajó a la playa, ni a desayunar, ni a almorzar, y en la cena movió la comida en el plato y disimuladamente tomó tres pastillas con el vino. Ella supo que Elina odiaba la playa. ¿Por qué estaba ahí entonces? Algo le había pasado en una playa, años atrás. Ella debía averiguarlo esa misma noche, para que Elina lo recordara en sueños.
    Caminó por los pasillos alfombrados de azul hasta la habitación. Elina había pagado una de las mejores, con microondas y heladera, una suite , pero estaba claro que no iba a usar ninguna de las comodidades. Todavía no era el momento de tomar forma. Mañana. Esta noche bastaba con que soñara con aquella noche en la playa, cuando Elina tenía diecisiete años y pensaba que era invulnerable; esa noche cuando a la salida de un boliche había accedido a acompañar al hombre borracho hasta el balneario vacío. Él le había tapado la boca para que no gritara, pero Elina ni siquiera se había movido, por miedo. Y después no se lo había contado a nadie. Solamente se había lavado, y había llorado, y se había comprado unas cremas íntimas para aliviar el olor y el ardor de la arena que le quemaba la suave piel interna.
    Qué lindo momento para acordarme de esa mierda, pensó Elina, y miró por la ventana de su habitación, que daba a la pileta. No es que lo hubiera olvidado, pero rara vez esa noche en la playa aparecía en sueños. Pero sabía que por eso la había dejado Pablo. Porque él a veces la tocaba y ella recordaba la arena entre las piernas y el dolor, y tenía que pedirle basta, y jamás había podido explicarle nada por miedo, hasta que él se había hartado y cómo no, si ella estaba arruinada para siempre.
    Afuera una pareja hablaba, cada uno sentado en su reposera, tomada de las manos. Los detestó. Los chicos se daban chapuzones aunque no hacía calor, y un hombre de unos cincuenta años leía un libro de tapas amarillas, a la sombra. Pocos huéspedes, o al menos esa era la sensación que daba el hotel, tan silencioso. Esta no fue una buena idea, pensó Elina, y esperó una hora, dos horas, pero nadie la llamó desde la recepción para avisarle que tenía un llamado. Treinta y un años tan sin saber qué hacer. Qué hacer. Veinte años más dando clases en la facultad. Veinte años más de docente . Veinte años más de poca plata y morirse sola; veinte años de reuniones de profesores y rezongos. No tenía otro plan. Y además, si tenía que ser franca, a lo mejor ya ni siquiera podía volver a ser docente . En su última clase, se había puesto a llorar mientras explicaba a Durkheim, qué tarada. Salió corriendo. No podía olvidar las risitas de los chicos, nerviosas antes que crueles, pero cómo le hubiera gustado matarlos. Se encerró en la sala de profesores. Alguien la encontró temblando. Algún otro llamó a una ambulancia y poco más recordaba hasta que despertó en una clínica —cara, con profesionales encantadores e insoportables, pagada por su madre—, y las sesiones de grupo, y la horrible sensación de que no le importaba lo que decían los demás, y pensar en cómo morir mientras hacía actividades prácticas («¿podré clavarme el pincel en la yugular?»), y las sesiones de terapia individual donde se quedaba muda porque no podía explicar nada y el alta dudosa. Sus padres le habían alquilado un departamento para que fuera independiente, para que se recuperara antes, para que se integrara, todos esos lugares comunes. Y Pablo que ni siquiera había preguntado por ella, dondequiera que estuviera. Y volver a la facultad un mes a instancias del psiquiatra, pero solo lo había logrado dos semanas, y licencia, y ahora la playa.
    Se recogió el pelo en una desprolija cola y decidió ir a almorzar —como de costumbre, se había  despertado demasiado tarde, porque ya no controlaba la cantidad de pastillas que estaba tomando—. Y después, se dijo, a la playa. Había sol. Decían que el mar tranquilizaba. Cuando salía, pasó junto a unas extrañas esculturas de ovejas que parecían salidas de un pesebre enorme, y miró con cierta curiosidad a dos adolescentes jugando a embocar un corcho dentro de la boca de un sapo de bronce.
    Otra vez movió la comida en el plato, pero se las arregló para pasar dos bocados y una Seven-Up entera, por lo menos azúcar. Y salió hacia el balneario, que quedaba apenas a una cuadra de distancia; se llegaba por un camino de empedrado rodeado de arbustos que le cortaron la respiración, y si algo se esconde ahí, pero corrió y llegó hasta las antiguas escaleras de madera y el mar, la playa enorme más diáfana y de arena más clara que en el resto de la costa, y el cielo de un azul violáceo porque iba a llover. Se sentó en una de las sillas, bajo la carpa, y miró a unos hombres cuarentones de cuerpos todavía esbeltos jugar al fútbol; pensó en acercarse, a lo mejor llevarse uno a la cama por qué no si no garchaba desde hacía un año, pero sabía que no, que la desesperación se huele, y ella apestaba. Vio a las chicas desafiando el viento con sus bikinis. Y esperó la lluvia. Se dejó empapar. Y cuando el pelo largo ya le goteaba sobre los pantalones, cuando ya el agua fría le chorreaba desde el cuello hasta el pecho y el vientre, sacó del bolso la gillette y empezó con los exactos cortes en el brazo, uno, dos, tres, hasta ver la sangre y sentir el dolor y algo parecido a un orgasmo. Que siguiera el frío, así podía cubrirse. Aunque no le importaba tanto. Solo temía que algún alma caritativa lo notara, se compadeciera, e hiciera el temido llamado a Buenos Aires o a la ambulancia o a la línea de asistencia al suicida.
    Cuando volvió, preguntó si había recibido algún llamado. «No, querida», le dijo la telefonista, toda sonrisas. En la habitación, se hundió en la bañadera y volvió a repasar los cortes, para que la sangre flotara a su alrededor y tiñera el agua de rojo. Era hermoso. Se hundió y abrió los ojos bajo el agua, a un océano de espuma rojiza.
    No había querido hablar con nadie, pero en el desayuno una chica recién llegada —creía, porque estaba muy pálida, y parecía algo incómoda— se sentó en su mesa. Por la mañana el comedor se llenaba. Elina pidió café con leche, para poder seguir despierta, porque no había dormido y se sentía mareada. El corazón pataleó dentro de su pecho con la primera embestida de la cafeína, pero no le importó. Qué lindo morir así, de pronto, sin planearlo, de una forma tan sencilla. Mucho mejor que las pastillas: cuando lo había intentado, cuando despertó con un tubo en la garganta, se dio cuenta de lo difícil que era conseguir una sobredosis. Después comprendió su error, aprendió cuáles eran las pastillas que debía haber tomado, pero no se atrevió a repetirlo.
    La chica le preguntó, después de un tímido hola, si había subido a la habitación de Saint-Exupéry. Elina le dijo que todavía no, aunque pensaba qué mierda me importa la pieza de un escritor. Pero la chica insistió. No por afán literario. «Me dijeron que si se sacan fotos ahí adentro, siempre salen borroneadas. Dicen que queda registrado el fantasma. Yo no sé. Pero este hotel se merece un fantasma».
    A lo mejor, le dijo Elina, pero el de Saint-Exupéry no me da miedo, la verdad. La chica se rio. Tenía una risa rara, forzada pero no falsa. Como si no estuviera acostumbrada a reírse. Le cayó bien. O por lo menos no le resultó tan antipática como los chicos ricos y parafinados, los señores de conversación tan interesante, las chicas relajadas con sus novios de anteojos y libros bajo el brazo, los cuarentones que descorchaban, por la noche, vinos caros y los olían, mientras suspiraban antes de encender un puro.
    «¿Y sabías lo del mirador?», le preguntó la chica. Algo, dijo Elina. Nomás que no se lo muestran a cualquiera, porque la estructura es vieja, no lo reciclaron y es peligroso. La chica negó con la cabeza. Tenía manos largas, pero era muy bajita. El efecto resultaba desproporcionado, a punto de ser deforme. «No es peligroso. La escalera es empinada. Yo lo conozco. Podríamos ir. No lo cierran con llave, es mentira. La puerta está un poco trabada. Hay que empujarla».
    Está bien, dijo Elina. Mañana vamos. Pidió esas veinticuatro horas de gracia para ver si podía dormir. Y, más importante, para encontrar algún locutorio con Internet, por si Pablo había escrito.
    Pero nunca llegó al locutorio. Reconocía el temblor en las manos, la falta de aire, esa necesidad de salir del cuerpo, ese pensar siempre en lo mismo. Encendió un cigarrillo en el pasillo y volvió fumando a la habitación, a esperar la noche y el día siguiente boca arriba en la cama, con la televisión encendida pero incapaz de comprender el sentido de programa alguno, aterrada porque no podía llorar.
    Los seres como ella no se entusiasmaban, no se excitaban. Solo estaban seguros. Y ella estaba segura de que Elina era la indicada. Que iba a hacerlo.
    La había llevado hasta el mirador. Era cierto que los dueños cerraban la puerta que daba a la escalera de madera, tan empinada, con llave; pero por supuesto esas herramientas no podían detenerla. Elina había subido tras ella, respirando con dificultad; en la subida, se había clavado una astilla en la mano, pero ni siquiera se quejó. Y cuando llegó hasta el espacio cuadrado del mirador, las ventanas desde donde, en puntas de pie, se podía ver el mar a lo lejos, la luz ocre, el olor a madera y las sombras por debajo, en una suerte de hueco bajo la torre, ella la vio sonreír.
    —La hija del dueño, cuando era chica, creía que acá tenían escondida a la loca.
    —¿Qué loca? —Elina seguía sonriendo.
    —Ninguna loca, nunca hubo una. La nena había leído algún libro con una loca encerrada y se sugestionó.
    —Siempre encierran a las locas en los libros —murmuró Elina.
    —Podrían escaparse.
    —Podrían —dijo Elina, y se sentó en el suelo, a jugar con restos de vidrios de una reforma que nunca había terminado de realizarse—. Cumplí años anteayer —continuó—. Treinta y un años.
    —¿Y no quisiste festejarlos?
    Elina la miró, y la chica sonrió, aunque seguramente no era eso lo que tenía que hacer. A lo mejor debía abrazar a Elina, como solía ver que hacían las personas. Pero eso podía arruinarlo todo.
    Mejor era traerla al mirador otra vez, al día siguiente.
    Y dejarla encerrada.
    Y a lo mejor mostrarle su verdadera forma antes de abandonarla sola ahí arriba.
    Y evitar que los huéspedes y los dueños escucharan los gritos. Era capaz de controlar qué llegaba a los oídos de la gente y qué no.
    Y esperar a que el hambre la desesperara, y hablarle desde el otro lado de la puerta, hablarle de que nadie vendría a buscarla, porque a nadie le interesaba.
    A lo mejor incluso entrar otra vez, varias veces si hacía falta, y mostrarle cada vez algo más de su verdadera forma. Y de su verdadero olor. Y, por su supuesto, de su verdadero tacto. Ah, ella sabía que nada aterraba tanto como su tacto.
    Y esperar el golpe, el ruido, los gritos: Elina había observado con atención no solo las ventanas, sino la escalera. Un paso en falso en esa escalera era suficiente. Y si no, Elina podía volver a subirla, y volver a arrojarse desde lo alto. Era capaz de hacerlo.
    Y entonces el hotel tendría a Elina paseando en círculos con sus manos frías y sus brazos ensangrentados.
    Y ella sería libre, porque al fin la había encontrado.






Escribí este cuento a pedido, como suele ocurrir con muchos de mis cuentos, pero en una circunstancia particular. Fue después de una suerte de encierro-residencia de escritores en el Viejo Hotel Ostende, bajo la siempre generosa atención de los Salpeter, especialmente de la querida Roxana. El hotel, como se sabe, tiene sus mitos y también su pasado literario notable: la trama de Los que aman, odian, la novela policial escrita a cuatro manos por Bioy y Silvina Ocampo, transcurre allí. Y también se alojó en el Saint-Exupéry, se puede visitar su habitación. Y varias medallas más. Como sea, fuera de temporada, en 2005, se había ahí reunido un grupo enorme del que sólo nombraré a algunos porque no tengo buena memoria y no recuerdo a la totalidad de los invitados: Hebe Uhart, insólita e inteligente como siempre; Fogwill, con sus hijos; Fabián Casas que una noche tuvo miedo; Juan Forn que vino una tarde y jugó al fútbol; Marina Mariasch al lado de la chimenea porque hacía frío. Fue intenso y divertido y también hubo encontronazos y malhumores y antipatías. Mariano Llinás filmó todo acompañado de Agustín Mendilaharzu. No sé qué hizo con el material y por mí está bien. Yo no estaba en mi mejor temporada mental, por resumirlo de alguna manera.

Se me ocurrió que el hotel necesitaba un fantasma. Me contaban muchas historias pero ninguna de fantasmas y me encargué de eso. Escribí sobre dos jóvenes, en (más o menos) dos planos, una es la fantasma-vampira, la otra está deprimida. Alguien me dijo alguna vez –creo que Claudio Zeiger– que los planos de dos mujeres jóvenes le recordaban a “Lejana” de Cortázar pero, como suele suceder, si fue una influencia no fue consciente, no estaba pensando en ese magnífico cuento cuando escribí éste que, por supuesto, no se le compara. Pero “El mirador” tiene cosas que me gustan: esa mujer joven amarga, la soledad radical de la tristeza patológica y la locación: me gustan los cuentos sobre o en hoteles, y no sólo los de terror, aunque especialmente. Ningún lugar que recibió a tanta gente con sus fantasmas y sus oscuridades puede dejar de ser un lugar hechizado. El mejor cuento de terror que leí en mi vida se llama “Campanadas”, es de Robert Aickman y transcurre en un hotel. Es terrorífico, un desquicio y una exquisitez.

“El mirador” está incluido en mi primer libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama, que en 2009 publicó Emecé y ahora acaba de ser reeditado por Anagrama. También apareció en Libro de huéspedes. 100 años del viejo hotel Ostende (Planeta) una historia del lugar desde múltiples ángulos que como bonus incluye algunos de los cuentos escritos en aquel encuentro: éste y los de Marina Mariasch, Cecilia Pavón, Pedro Molina Temboury y Dani Umpi.


Este artículo fue publicado originalmente el día 3 de febrero de 2017






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