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domingo, 12 de noviembre de 2023

Claire Keegan / El olor del invierno

 



Claire Keegan
EL OLOR DEL INVIERNO

    Cada vez que volvió a pensar después en eso, Hanson nunca pudo decir por qué había bajado ese domingo con los chicos y la joven niñera a lo de Greer. Greer estaba muy mal, metido en algo a lo que Hanson no debería haberse acercado. Pero la cuestión era que había ido. Y había llevado a los chicos.


    Era un día cálido de otoño, pero el viento del atardecer ya tenía el olor del invierno. Soplaba casualmente desde el norte y sacaba de un sacudón el verano de los árboles. Hanson había dejado a Lily, su mujer, grávida de su tercer hijo, durmiendo en el sofá. No había querido despertarla, así que le dejó una nota: «Voy a lo de Greer, vuelvo pronto», con cruces, a modo de besos, trazadas con lápiz.
    Hanson lo tomó con calma y condujo con las ventanillas bajas. El olor a hojas quemadas, humo de un fuego y también algo más, como carne quemada, flotaba dentro de la camioneta. Hacía que Hanson se sintiera inquieto, pero tal vez solo era un granjero que quemaba una oveja muerta. El niño lloriqueó, pero la niñera lo rodeó con el brazo y, mientras avanzaban, le leyó un cuento de un libro ilustrado sobre un bombero heroico. Cuando Hanson frenó ante un portón de hierro, la niñera entendió que tenía que bajar y abrirlo, y volverlo a cerrar detrás de ellos. Doblaron en el camino largo y polvoriento, donde, entre las marcas de los neumáticos, crecía una senda de hierba verde. Dejaron atrás un cobertizo de ladrillos, con una puerta pesada y cerrojo; caballos de carrera pastaban adentro de una cerca de alambre de púas. Unos arbustos altos y de ramas caídas daban sombra a un lado del camino, y las ramas tocaban el parabrisas al pasar.
    Ted Greer bajó los escalones llevando un sombrero de paja y le estrechó la mano a Hanson. Era un hombre robusto con pantalones embarrados y una camisa blanca y grasienta. Sonrió sin entusiasmo, mostrando unos dientes demasiado derechos como para ser reales.
    —Hola —les dijo a los chicos y los despeinó con la mano—. ¿Y? ¿Quieren echar el anzuelo al agua?
    Bajaron al lago con cañas de pescar y una heladera portátil y se instalaron sobre la arena blanca. El lago estaba brillante como un níquel. Ted Greer buscó el bolso de la carnada y roció comida sobre el agua, y un regimiento de bagres hambrientos agitó la superficie engullendo lo que se les tiró. La niñera deshizo los nudos de las líneas de los chicos. No necesitaban carnada. Los bagres picaban en los anzuelos vacíos y los chicos los sacaban a la costa y los miraban morirse.
    —Deben ser más de tres o quizás cuatro libras —dijo Hanson.
    Greer asintió.
    —Ajá.
    La joven niñera no estaba realmente ahí. Estaba cansada de ir al campo cada fin de semana para pescar pescados que nunca comían. Estaba cansada de trabajar los domingos. Les decía a los chicos que tuvieran cuidado con los anzuelos y devolvía al agua la mayor parte de lo que sacaban, empujando los pescados con sus zapatillas. Los chicos se aburrían. Se rascaban las picaduras de mosquitos y se quejaban profiriendo «oh» en voz baja.
    —¿Cuál es tu problema, hijo? —preguntaba Hanson—. ¿Nunca antes viste un bicho?
    —Está cansado, nada más —decía la niñera—. No durmió la siesta.
    Pusieron algunos bagres en la heladera y, sintiendo que los hombres querían quedarse solos, la niñera se llevó a los niños a dar una vuelta.
    —¿Cómo lo estás sobrellevando? —preguntó Hanson cuando se fueron.
    —Igual.
    —¿La vio el médico?
    —Los médicos no le harán nada bien. Los médicos la pondrán en el hospital y la doparán, y ahí ella empezará a hablar, y Dios sabe lo que pasará si habla.
    —¿Le has contado a alguien sobre este… apuro por el que estás pasando?
    —¡Apuro! —exclamó Greer meneando la cabeza—. Ustedes los abogados usan palabras bonitas. A eso le tengo miedo desde el principio —dijo, pateando algo imaginario en la arena—. Diablos, no, Charles, no se lo conté a nadie, maldita sea. Lamento habértelo contado a ti y hacer que te mezclaras en todo esto. Es un verdadero lío.
    Greer echó la comida que sobraba al agua, las migas flotaron sobre las ondas. Se quedaron ahí mirando cómo los peces se peleaban por la comida. Se quedaron ahí por un buen rato, mirando hasta que desapareció el último rastro de comida y los peces nadaron hasta aguas más profundas.
    La casa de Greer era de madera y estaba toda pintada de amarillo crema. Una hilera de nogales americanos les daba sombra a los cuartos de la parte de atrás. La luz del sol se abría paso entre las hojas y proyectaba sombras arrugadas y amarillas por el piso de madera. La cocina olía a amoníaco y a sopa. Sobre la mesada había varios platos semivacíos y grasosos. Greer buscó en el estante de la despensa y su mano sujetó el cuello de una botella de whiskey. Hanson había notado todas las botellas vacías en el tacho de la basura.
    —¿Te has estado consolando con la botella?
    Greer le sostuvo la mirada.
    —¿Piensas que tal vez debería traer una muchacha?
    —Mira, no es asunto mío en absoluto. Lo único que te digo es que pongas atención para que no te vuelvas descuidado.
    Fue hasta la ventana. La niñera estaba de rodillas en el patio, con sus hijos, que revolvían algo en la tierra.
    Greer se enjugó el sudor de la frente.
    —¿Y qué hay de él? ¿Se está curando?
    —Oh, se está curando. El negro sana. Mi mujer se condenó a morirse de hambre, pero él está siempre con buen apetito. Está más gordo que un cerdo.

    Hanson le puso la mano a Greer sobre el hombro y, por un aterrador instante, creyó que Greer iba a ponerse a llorar. En lugar de ello, se dio vuelta y buscó dos vasos en el aparador. Estaban polvorientos, pero no los lavó.
    —Lo que me preocupa es lo que pasa después, lo que va a pasar después —dijo Greer—. No le veo el final, no se lo puede tener en la cárcel para siempre. Por lo que veo, ahora hay un solo modo de terminar.
    —Tendrás que asegurarte de que no vaya a hablar.
    —¿Supiste alguna vez de un negro que pudiera controlarse?
    Hanson no pudo responder. Había cosas de Greer que nunca entendería; nunca pudieron coincidir en esa. Llevaron la botella a la sala y se sentaron. Los apoyabrazos estaban raídos por años de brazos apoyados en ellos. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía enmarcada de un joven Ronald Reagan, sonriente, en campaña.
    —Si es por dinero… —empezó Hanson.
    Greer meneó la cabeza.
    —El dinero solo empeoraría las cosas. No, señor, esto no se arregla con dinero. Le doy dinero y vendrá corriendo, en busca de más —dijo Greer y miró a Hanson a los ojos—. Mierda, Charles, no vayas a creer que no estoy agradecido…
    —Está bien —dijo Hanson, restándole importancia con un movimiento de la mano—. Estás bajo mucha presión…
    —Presión. Diablos, a veces creo que estoy volviéndome loco.
    Los chicos trepaban a los nogales, sacudiendo las nueces, pop, pop, hasta que caían a la parte exterior de concreto de la ventana. La niñera tenía una piedra en la mano. Hanson la escuchó decir que tenían que tener cuidado de romper la cáscara sin golpear la nuez. Siempre estaba diciéndoles que tuvieran cuidado.
    Los hombres bebieron en silencio. Sobre la pared, un reloj hacía tictac muy despacio, como si estuviera quedándose sin batería. Hanson miró el reloj. De pronto, se puso de pie.
    —¿Puedo verla, Ted? Me gustaría verla.
    —No será algo lindo —dijo Greer.
    —Si la veo, tal vez pueda entender.
    Greer apoyó la cabeza en las manos. Hanson miró dentro de su vaso de whiskey, observó cómo el hielo se derretía, mientras Greer se recomponía. Estalló una pequeña burbuja en la superficie de su trago. Pasaron varios minutos. Greer metió la mano en el bolsillo y sacó una llave plateada. Tragó el resto de su bebida y se puso de pie. Tenía sangre en el cuello, donde se había cortado afeitándose. No podía decirse que tuviera buen pulso. Hanson se preguntó si así es como se vería un hombre que fuera a ser ejecutado. Supuso que sí.
    Greer lo condujo por un pasillo alfombrado hasta una puerta. Golpeó suavemente, dos veces, después abrió con la llave. Adentro olía raro y acre, no como si fuera a algo humano. El cuarto estaba a oscuras. Sobre la pared, encima de la cama, había colgada una fotografía de una mujer sujetando con la mano el hocico de un caballo Morgan. Abajo yacía la mujer, drásticamente alterada, con los codos angulosos como bisagras. Tenía los brazos como de muñeca, amoratados. La mujer de Greer no debía pesar más de treinta y cinco kilos.
    Greer se sentó sobre la cama y tomó una de las manos de ella en la suya.
    —Eh, princesita —susurró. Le dio palmaditas en la cabeza.
    Lentamente, ella se volvió y les dio la espalda y encogió las rodillas hasta la barbilla. Nadie dijo nada.
    Cuando volvieron al otro cuarto, Hanson dijo:
    —Le hagas lo que le hagas al tipo, no será suficiente.
    —Ve y díselo a un tribunal —dijo Greer.
    —Lo habría hecho, si me hubieses dado la oportunidad.
    Greer se sentó como si estuviese hecho de plomo. Hanson oyó cómo se tensaba el mimbre.
    —Debí haberle disparado, pero ahora ya es muy tarde. Simplemente no estaba en mí hacerlo —dijo Greer—. Podría haber alegado defensa propia. Ahora la ley caerá sobre mí. La mayoría de las veces pienso que debí haber llamado a la policía. Debí hacerlo. Tendría que haber cumplido una condena, una buena condena. Pero la miro, mi propia esposa, dejándose morir de hambre en ese cuarto, y sé que no me habría satisfecho. Algún día, quizás de acá a dos meses, bajaría hasta el almacén y él estaría ahí sentado, tomándose una Coca-Cola en el porche, suelto, de nuevo un hombre libre. Ya nadie cumple condenas. No hay justicia. ¿Qué pasó en este país con la justicia? Eso es lo que quisiera saber yo.
    Hanson estaba en silencio. A través de los árboles se deslizaban rayos de sol saludables, lilas. Hanson quería marcharse —ir había sido un error—, pero esperaba algún tipo de reacción de Greer que le permitiera despedirse. La persiana se agitó y la corriente de aire la empujó hacia adentro.
    —No me juzgues, Charles. No me juzgues. ¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que habrías hecho otra cosa si hubiera venido un negro y le hubiese hecho eso a tu mujer; si algún tipo hubiera irrumpido en tu casa y hubiese violado a Lily?
    Hanson no respondió.
    —¿Y bien?
    —No —dijo Hanson sinceramente—. No puedo.
    Cuando Hanson llamó a los chicos para volver a la casa, nadie contestó. Salió y los llamó por sus nombres y llamó a la niñera por su nombre, pero lo único que oyó fue su propia voz y el viento en los árboles. Miró a Greer. Greer miró hacia el camino polvoriento. Corrieron y se metieron en la camioneta, y manejaron y supieron, cuando los vieron, que ya era demasiado tarde.
    La puerta de acero del cobertizo estaba abierta. Greer no le había puesto candado.
    —¡Dios santo! —dijo Hanson.
    Derecho, no muy lejos, un negro joven, enceguecido por la luz del día, corría tan rápido como podía a través de los campos, en dirección a la ruta. La niñera estaba gritando y los chicos estaban gritando también, corriendo y gritando. Los hombres atraparon a los chicos como si fueran animales salvajes a unos cien metros del tinglado y los arroparon y los sostuvieron, jadeantes, en sus brazos. La niñera gritaba «¡Renuncio!¡Renuncio! ¡Malditos hijos de mil putas!», y corrió en dirección al negro, dejando a los hombres, que sostenían a los niños.





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