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miércoles, 20 de septiembre de 2023

Marcel Schwob / El mayor Stede Bonnet

 

Ilustración de George Barbier


Marcel Schowb
El mayor Stede Bonnet
Pirata por humor

Traducción Marta Salis

Major Stede-Bonnet by Marcel Schwob

El mayor Stede Bonnet era un militar retirado que vivía en sus plantaciones de la isla de barbados hacia 1715. Sus campos de caña de azúcar y de café le reportaban buenas ganancias, y disfrutaba fumando el tabaco que él mismo cultivaba. Había estado casado, pero su matrimonio no había sido feliz, y decían que su mujer lo había trastornado. En efecto, sus excentricidades no empezaron hasta que cumplió los cuarenta, y al principio sus vecinos y criados cedieron inocentemente a sus caprichos.

El mayor Stede Bonnet tenía esta obsesión: aprovechar cualquier oportunidad para despreciar la táctica terrestre y alabar la marina. Solo hablaba de Avery, de Charles Vane, de Benjamin Hornigold y de Edward Teach. Eran, según él, valerosos navegantes y hombres de iniciativa. En aquel tiempo saqueaban el mar de las Antillas. Si alguien los llamaba piratas delante del mayor, éste gritaba:

— Alabado sea Dios por haber permitido a estos piratas, como dice usted, ser ejemplo de la vida libre y comunitaria que llevaban nuestros antepasados. Entonces nadie poseía riquezas, ni mujeres, ni esclavos para obtener el azúcar, el algodón o el índigo; sino que un dios generoso abastecía a todos y cada uno recibía su parte. Por eso admiro tanto a los hombres libres que comparten los bienes y llevan juntos una vida de compañeros de fortuna.

Cuando recorría sus plantaciones, el mayor daba a menudo palmadas en la espalda a algún trabajador, y le decía:

— Y ¿no harías mejor, estúpido, estibando en una urca o bergantín los fardos de la planta miserable que cultivas con el sudor de tu frente?

Casi todas las noches, el mayor reunía a sus sirvientes en el granero, donde les leía, a la luz de una vela y entre los zumbidos de las moscas de colores, los grandes episodios de los piratas de la Hispaniola y la isla de la Tortuga. Pues unas octavillas informaban de sus saqueos en pueblos y granjas.

— ¡Maravilloso Vane! —exclamaba el mayor—. ¡Intrépido Hornigold, verdadero cuerno de la abundancia repleto de oro! ¡Sublime Avery, cargado de joyas del gran Mogol y del rey de Madagascar! ¡Admirable Teach, capaz de manejar una tras otra a catorce mujeres, y librarse de ellas, y al que se le ocurrió prestar todas las noches a la última (de solo dieciséis años) a sus mejores compinches (por pura generosidad, grandeza de espíritu y ciencia mundana) en su bonita isla de Okerecok! ¡Oh, qué feliz sería el que siguiera vuestra senda, el que bebiese su ron contigo, Barbanegra, patrón de La Venganza de la Reina Ana!

Discursos todos ellos que sus criados escuchaban asombrados y en silencio; y las palabras del mayor solo eran interrumpidas por el ruido apagado de los pequeños lagartos, a medida que caían del techo, pues el miedo les debilitaba las ventosas de las patas. Luego el mayor, protegiendo la vela con la mano, trazaba con el bastón, entre las hojas de tabaco, todas las maniobras navales de estos grandes capitanes y amenazaba con la Ley de Moisés (así llaman los piratas a una paliza de cuarenta latigazos) a cualquiera que no comprendiera la agudeza de las evoluciones tácticas propias de los filibusteros.

Finalmente, el mayor Stede no pudo resistirlo más; y, después de comprar una chalupa de diez cañones, la equipó de cuanto conviene a la piratería: machetes, arcabuces, escalas, tablones, arpeos, hachas, Biblias (para prestar juramento), barriles de ron, faroles, hollín para tiznarse el rostro, pez, mechas destinadas a arder entre los dedos de los ricos mercaderes y muchas banderas negras con calaveras blancas, dos tibias cruzadas y el nombre del barco: La Venganza. Entonces hizo subir a bordo a setenta de sus criados y levó anclas, de noche, rumbo al oeste, pegado a San Vicente para doblar el Yucatán y saquear todas las costas hasta Savannah (donde no llegó).

El mayor Stede Bonnet no sabía nada de las cosas del mar. Empezó, pues, a perder la cabeza entre el compás y el astrolabio, confundiendo artimón con artillería, trinquete con trinchera, botalón con batallón, fuego de carronada con fuego de cañón, escotilla con escobilla, la orden de cargar el barco con la de cargar velas; en pocas palabras, tan agitado por el tumulto de las palabras desconocidas y el movimiento inusitado de la mar que habría vuelto a la tierra de Barbados si el glorioso deseo de izar la bandera negra a la vista del primer navío no le hubiera hecho ceñirse a su plan. No había embarcado provisiones, pues contaba con el pillaje. Pero la primera noche no divisaron la luz de ninguna urca. El mayor Stede Bonnet decidió entonces atacar un pueblo.
Hizo formar a sus hombres en el puente, les dio machetes nuevos y les exhortó a mostrar la mayor ferocidad; luego pidió que le trajeran un cubo de hollín con el que se tiznó el rostro, ordenándoles que siguieran su ejemplo, cosa que hicieron alborozados.

Finalmente, recordando la conveniencia de estimular a la tripulación con alguna bebida propia de piratas, les hizo echarse al coleto una pinta de ron mezclado con pólvora (al no tener vino, el ingrediente más común de la piratería). Los criados del mayor obedecieron; pero, cosa rara, sus caras no se inflamaron de ira. Se dirigieron juntos, casi al mismo tiempo, a babor y a estribor, y, asomando sus rostros negros por la borda, ofrecieron aquella mixtura al proceloso mar. Acto seguido, como La Venganza estaba prácticamente varada en la costa de San Vicente, desembarcaron tambaleándose.

Era por la mañana, y la expresión de sorpresa de los lugareños no incitaba a la cólera. Ni siquiera el corazón del mayor estaba para gritos. Hizo entonces con altanería sus compras de arroz y de legumbres secas con carne de cerdo salada, que pagó (a la manera de un pirata y con gran nobleza, en su opinión) con dos barricas de ron y un viejo cable. Luego sus hombres consiguieron con gran esfuerzo que La Venganza desembarrancara; y el mayor Stede Bonnet, orgulloso de su primera conquista, volvió a la mar.

Navegaron todo el día y toda la noche sin saber de dónde soplaba el viento. Hacia el amanecer del segundo día, cuando dormitaba apoyado en la bitácora del timonel, de lo más incómodo con el machete y el trabuco, el mayor Stede Bonnet se despertó con el grito:

—¡Ah de la chalupa!

Y vio a menos de doscientos metros la botavara de un navío que se balanceaba. Había un hombre muy barbudo en la proa. Una pequeña bandera negra ondeaba en el mástil.

—¡Iza nuestra bandera pirata! —ordenó el mayor Stede Bonnet.

Y, recordando que su rango era del ejército de tierra, decidió sobre la marcha cambiar de nombre, siguiendo algunos ilustres ejemplos. Sin tardar contestó:

—Chalupa La Venganza a mi mando, capitán Thomas, con mis compañeros de fortuna.

Al oír esto, el hombre barbudo se rió.

—Bien hallado, compañero —dijo—. Podemos navegar en conserva. Venid a beber un poco de ron a bordo de La Venganza de la Reina Ana.

El mayor Stede Bonnet comprendió enseguida que acababa de conocer al capitán Teach, Barbanegra, el más famoso de cuantos admiraba. Pero su alegría fue menor de lo que hubiera esperado. Tuvo la sensación de que iba a perder su libertad de pirata. Taciturno, subió a bordo del navío de Teach, que le recibió con gran cortesía, con el vaso en la mano.

—Compañero —dijo Barbanegra—, te aprecio muchísimo. Pero no eres prudente navegando. Si confías en mí, capitán Thomas, y te quedas en nuestro hermoso barco, yo haré que dirija tu chalupa ese hombre valiente y experimentado llamado Richards; y en el navío de Barbanegra podrás disfrutar de la vida libre y ociosa de un caballero de fortuna.

El mayor Stede Bonnet no osó llevarle la contraria. Le quitaron el machete y el trabuco. Prestó juramente sobre el hacha (Barbanegra no podía soportar la visión de una Biblia), y le asignaron su ración de galletas y de ron, así como su parte en futuros botines. Al mayor no se le había pasado por la cabeza que la vida de los piratas estuviera tan reglamentada. Padeció los ataques de ira de Barbanegra y los contratiempos de la navegación. Habiendo partido de Barbados como caballero, para ser pirata a su manera, no le quedó otro remedio que convertirse en un verdadero pirata en La Venganza de la Reina Ana.

Llevó esta vida tres meses, en los que ayudó a su capitán en trece abordajes; y luego se las arregló para volver a su propia chalupa, La Venganza, al mando de Richards. Y fue una decisión acertada, pues la noche siguiente Barbanegra, a la entrada de su isla de Okerecok, fue atacado por el teniente Maynard, que venía de Bathtown. Barbanegra murió en el combate, y el teniente ordenó que le cortaran la cabeza y la amarraran en el penol del bauprés; así lo hicieron.

Entretanto, el pobre capitán Thomas huyó hacia Carolina del Sur y navegó apesadumbrado unas semanas más. El gobernador de Charlestown, advertido de su paso, envió al capitán Rhet para que lo capturara en la isla de Sullivans. El capitán Thomas se dejó coger. Fue conducido a Charlestown con gran pompa, bajo el nombre de mayor Stede Bonnet, identidad que volvió a asumir en cuanto pudo. Fue encarcelado hasta el 10 de noviembre de 1718, fecha en que compareció ante la corte del vicealmirantazgo. El presidente del tribunal, Nicolas Trot, le condenó a muerte con este bellísimo discurso:

—Mayor Stede Bonnet, es usted culpable de dos delitos de piratería, pero sabe que ha saqueado al menos trece navíos. Así que podrían imputársele once cargos más; pero dos serán suficiente —dijo Nicolas Trot— , pues van en contra de la ley divina que ordena: no robarás (Éxodo, 20, 15), y el apóstol san Pablo declara expresamente que los ladrones no heredarán el Reino de Dios (Corintios I, 6, 10). Y además es usted culpable de homicidio: y los asesinos — añadió Nicolas Trot — se consumirán también en el lago abrasador de fuego y azufre que es la segunda muerte (Apocalipsis, 21, 8). Y ¿quién podrá, así, habitar en el fuego eterno? (Isaías, 33, 14). ¡Ah!, mayor Stede Bonnet, me temo que los principios religiosos que le inculcaron en su juventud — prosiguió Nicolas Trot — se han corrompido con su mala vida y excesiva entrega a la literatura y a la vana filosofía de estos tiempos; pues, si su placer hubiera residido en la ley de lo Eterno — señaló Nicolas Trot — , y hubiera meditado sobre eso día y noche (Salmos, 1, 2), habría comprendido que la palabra de Dios era una antorcha a sus pies y una luz en su sendero (Salmos, 119, 105). Pero no lo ha hecho. Así que lo único que le queda es confiar en el Cordero de Dios — dijo Nicolas Trot — que quita el pecado del mundo (Juan, 1, 29), que ha venido a salvar lo que estaba perdido (Mateo, 18, 11), y ha prometido acoger a quien volviera a él (Juan, 6, 37). De manera que si quiere volver a él, aunque sea tarde — continuó Nicolas Trot — , como los obreros de la undécima hora en la parábola de los trabajadores de la viña (Mateo, 20, 6–9), todavía podrá recibirlo. No obstante, el tribunal dictamina — dijo Nicolas Trot — que sea usted conducido al lugar de la ejecución donde será colgado por el cuello hasta que la muerte le sobrevenga.

El mayor Stede Bonnet, después de escuchar arrepentido el discurso del presidente del tribunal, Nicolas Trot, fue ahorcado ese mismo día en Charlestown por ladrón y pirata.



Marcel Schwob
Vidas imaginarias

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