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sábado, 19 de noviembre de 2022

Samanta Schweblin / La bestia

 




Ilustración de Nicolás Aznárez.
Ilustración de Nicolás Aznárez.


La Bestia

La escritora argentina Samanta Schweblin comienza este relato. Este año ha ganado el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero por 'Siete casas vacías'


Samanta Schweblin

Biografía

31 de julio de 2015


Lo primero que le dijo la mujer fue lo de La Bestia. Mucho antes de mostrarle la casa, y de explicarle cómo abrir el gas y destrabar las persianas. Le aclaró que ahora habían puesto un alambrado y ya no había de qué preocuparse: del otro lado, La Bestia no hacía más que jugar a las cartas sentado al sol, con la radio siempre encendida. Ya hace tiempo que nadie se queja, dijo la mujer. Pero ella, distraída, solo pensaba en su marido y en la nena, en lo bien que lo pasarían juntos en el jardincito de atrás.


Todo iba bien hasta que comenzaron a escuchar el ruido. A medianoche, un bufido se elevaba en el aire inundando la casa de melancolía: un llanto ronco, solitario, que los hacía estremecerse bajo las sábanas. A la mañana siguiente se asomaban a verlo: su semblante no traslucía tristeza, inseguridad ni miedo. Los días pasaron, pero la llegada de las sombras traía de nuevo aquel lamento arrebatado. En el seno de la familia se instaló un temor que con el tiempo fue tornándose desconsuelo.


Fue la pequeña Matilda la que, inconsciente de ese sentimiento de amargura que se había apoderado del hogar, se levantó una noche a averiguar de dónde venía aquel ruido. Caminó a tientas en la oscuridad, frotándose los ojos de sueño, con la valentía inocente que caracteriza la infancia. Llegó al jardín trasero y se acercó al monstruo como hipnotizada por su llanto. ¿Dónde está Matilda?, gritaba su madre por la mañana, sin lograr encontrarla por ningún lado. La Bestia también había desaparecido.


Enseguida la alarma se apoderó del pequeño pueblo, que llevaba años acostumbrado a convivir en armonía con La Bestia sin ningún tipo de problema. Solo los ancianos del lugar recordaban el último incidente, cuando era joven y alocada. La madre lloraba desconsolada y pronto comenzó la búsqueda. Un pequeño grupo rastreó el jardín, pero no encontraron ninguna pista. Los más valientes derribaron la puerta de la casa de La Bestia y entraron en ella. Había cartas desparramadas por el suelo y olía a té.


Buscaron indicios, cualquier pista que les llevara a alguna conclusión, pero no encontraron nada que pudiera ser relevante. La madre se culpaba en silencio por no haber prestado atención a las advertencias que veladamente le había hecho la dueña de la casa en su momento. Esa culpabilidad no confesada, la asfixiaba. Una mañana recibieron una carta. Presintiendo algo funesto rasgó el sobre precipitadamente y sacó una hoja; la letra infantil era la de Matilda. Junto a la carta, cuatro naipes.


Con el pulso tembloroso y los ojos húmedos, empezó a leer la carta. Cuando la terminó, una extraña sensación le invadió el cuerpo. Se fue hasta una ventana del salón y se asomó por ella. El cielo era azul y un cuervo graznó en algún lugar cercano. Comprendió que nunca más volvería a ver a su hija; si decides compartir tu corazón con una bestia, esta se lo queda. Amar a algo salvaje es peligroso y normalmente desgarrador. Se desmayó. Cuatro ases de corazones reposaban encima de la mesa del salón.


EL PAÍS


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