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viernes, 28 de octubre de 2022

Hebe Uhart / La narradora que aprendió a esperar y escuchar

 

Hebe Uhart

La narradora que aprendió a esperar y escuchar

Mano a mano con Cultura y Libros, esa peculiar y talentosa prosista llamada Hebe Uhart eludió describir cómo construye su mirada única, pero desliza algunas claves: registrar sin juzgar, mezclarse entre las personas, recurrir a lo pequeño, escudriñar más allá de lo evidente
27 de agosto de 2017
Hebe Uhart tiene una forma de mirar y una forma de contar que la hacen única. Elvio Gandolfo dice con precisión que en ella hay "un modo de mirar que produce un modo de decir". Pero cuando se le pregunta a Hebe cómo construye esa particularidad ella hace un gesto con la mano como cuando uno espanta una mosca. La sacude por delante de su cara, inclina la cabeza y entonces lo que en verdad parece querer despejar o, más bien, sacarse de encima es el lastre de la pregunta. ¿Cómo es que ella hace para narrar como narra? ¿Cómo hace para mirar como mira? Acaso responder el interrogante es como si un ciempiés se obstaculizara sus propias patas tan sólo de pensar cómo hace lo que hace cuando camina. Lo hace, y ya.

Uhart nació en Moreno y desde hace años vive en Buenos Aires, donde estudió la carrera de filosofía que terminó de cursar en Rosario, a donde dicen llegó escapando de un amor. Pero ella no cuenta de sus amores. Ni en sus relatos ni en sus crónicas. Aunque se sabe, porque eso también se dice, que tuvo varios y algunos de ellos muy intensos. Aunque tampoco habla de eso en las entrevistas —y a esta cronista no se le ocurriría mencionarlo— hay algo de esos novios que se cuela en la charla. "Siempre tuve muy buenas respuestas de los escritores varones. De todos ellos, muchos amigos, excelentes comentarios, como de varios periodistas. Eso sí, de los que he tenido celos fue de los novios. Porque hubo dos que querían ser escritores y eran muy malos", cuenta.

Lo que más le gusta es meterse en las ciudades pequeñas para recorrerlas y escribirlas. Viaja de madrugada y llega al mediodía, cuando ni los perros andan por la calle. Entonces se sienta hasta que pase algo. Porque sabe que la espera rinde sus frutos. Observa, escucha a los chanchos y a los pájaros y por supuesto a la gente del campo. Porque sabe que poner atención le rinde. Lo que no le rinde es la impaciencia y eso también lo sabe. Por eso aprendió a esperar. A esperar el tiempo del pueblo que es muy distinto al de la ciudad.

Le gusta escuchar los testimonios de la gente corriente y atesorarlos como gemas. Pero no siempre necesita viajar para registrarlos. A veces con sólo andar unas cuadras por Buenos Aires y llegar a la pedicura ya tiene una excursión que por más normal que parezca se convierte en una rareza. La chica que le hace los pies le cuenta que su padre es bichero y que cuando era chica tenían un loro. Una noche se olvidaron de taparlo y como los loros le tienen miedo a la tormenta y a la lluvia a la madrugada escucharon los gritos. "Socorro, socorro", gritaba el loro. Lo mismo cuando va a caminar a la plaza. Últimamente se fija en los paseadores que arrían a un ejército de perros. El otro día preguntó cómo se llamaban dos. "Este es Fidel y este Sandino", le respondieron y ella lo cuenta muerta de risa.

Su último libro, De aquí para allá (Adriana Hidalgo Editora), la tuvo viajando y escribiendo sobre comunidades indígenas. El tema le interesa desde siempre pero esta vez fue el eje vertebral. "Como bien dijo Martín Caparrós, es darles voz a los que no tienen voz, sean comunidades indígenas o gente del campo. Los recibo tal como vienen, me enriquezco a través de ellos. Aprendo. No les enseño nada", asegura.

¿Cómo te preparás para tus crónicas?

—Para ir a las ciudades grandes como Córdoba, Rosario, Montevideo, primero tengo que leer y también investigar. Si se trata de crónica de viaje estudio antropología urbana para saber cómo funciona ese lugar que voy a visitar. Si se trata de pueblos muy chicos es muy simple, el trato es directo. Busco un referente grande, el mayor, que conserve bien la historia del lugar. Siempre hay alguien memorioso. Me pasó en Conchillas, cerca de Colonia. Es un pueblo chico. Llego y pregunto si hay una persona mayor con quien pueda hablar. "Qué lástima que don Ruperto se fue. Pero quedó don Robustiano, aunque hizo un papelón en televisión", me dicen. Porque en esos pueblos son como son. No tienen filtro. Si son ciudades medianas, tipo Tandil o Azul, miro la calle, los letreros. Los grafitis de un lugar son reveladores. Para Rosario me preparo y estudio, porque es grande. Pasó de ser una plaza de carretas a una ciudad europea. Son fenómenos notables.

¿Cómo elegís los lugares que vas a conocer y de los que luego escribís?

—Elijo los pueblos según me da el designio y cuando veo que me va a gustar, voy. Trabajaba para El País Cultural de Uruguay y no conozco Punta del Este, en la perra vida fui. Pero conozco todos los pueblos. Me imagino cómo puede llegar a ser Punta del Este, entonces no voy. A lo mejor tengo un prejuicio. Pero entonces voy donde me parece que sí. Me acuerdo de un verano que no tenía plata para irme de vacaciones. Y conozco por televisión el pueblo de Irazusta, en Entre Ríos. El periodista pregunta qué atracción tiene el lugar y le dicen: "La zorra de la vía". "¡Esto debe ser más barato que vivir en mi casa de Moreno!", dije y me mandé. Me fui en colectivo hasta Gualeguaychú y luego me metí bien adentro. Irazusta tiene mil habitantes. El taximetrero me dice: "¿Y usted se va a quedar acá?". Me bajé y era de esos pueblos que los abarcás de un golpe de vista. Mirás y ves el pueblo. Una placita, San Martín con un caballo comiendo al lado y las casas más grandes que son las del tiempo del ferrocarril. Y entonces le pregunto a una señora dónde podía dormir. "En mi casa", me dice. "¿Quiere documentos?", le solté. "No, acá nos conocemos todos. Pero tenga cuidado de los perros que son garroneros y no la van a conocer". Al tiempo una señora que me reconoció porque había leído la nota de Irazusta me dijo que ella quería ir porque la entusiasmé. Le dije a la señora que fuera y luego me contara. Me escribió un mail contentísima. Contó que cocinó en casa de la gente, que la dejaron entrar y que aprendió recetas. Porque cocinar en casa de otro no es lo mismo que cocinar en casa de uno.

¿Cómo hacés para volcar ese registro oral a lo escrito con esa particularidad tan tuya?

—En eso soy fiel a lo que la gente dice. Rescato cómo habla la gente. Los matices del idioma son muy interesantes, según los países y los lugares. Respeto el habla porque es el contexto de esa persona. Como si pregunto: "¿Tiene perro?". Y me responden: "Unito". O: "¿Usted cobra el Plan Trabajar?". Y me dicen: "Más antes solía venir, pero ahora no está queriendo venir". Vos te armás con eso la vida de esa mujer que va al centro de Amaicha del Valle, en Tucumán, que no está bancarizada y que el empleado le dice que venga la semana que viene a cobrar aunque la mujer seguro no puede. Las reacciones frente a las cosas son impresionantes. Es como cuando Fray Mocho escribe "pa" y mis alumnos leen "para", porque no pueden admitir que el "pa" esté en la literatura. El tema es no hacer juicios de valor. Si no me gusta nada no lo voy a trabajar, hay una corriente que dice que empatía es algo que va de un autor a un personaje. Me gustan mucho los paraguayos. No tengo por qué saber por qué me gustan los paraguayos para escribir, tengo que saber que me gustan. Después voy a saber que me gustan porque son vitales, optimistas. Pero primero me muevo según lo que a mí me interesa. Defender mi propio interés en escribir. Tengo un grupo de amigas de mi edad y cuando les digo que voy a ver a los monos, me preguntan si voy a llevar a algún chico. No. Voy sola. Parece que nuestro paseo es ir al cine, al teatro, pero no al zoológico. Tenemos que defender nuestro interés frente al grupo. Si el que escribe persiste en su interés, lo logra. Tiene que interesarse y defender un interés.

Tu interés por las comunidades aborígenes no es nuevo, pero en este libro fue lo central y una de las crónicas te trajo a Rosario, a la comunidad Qom.

—Sí, en los libros anteriores siempre ponía alguna nota de una comunidad. Por mi cuenta ya había estado con los Coliqueos cerca de Buenos Aires. Y se me ocurrió hacer algo sobre las comunidades aborígenes. Me dediqué a viajar y la editorial lo aceptó. Había venido antes al Centro Cultural El Obrador. Ese contacto con lo real te da una mirada distinta. El tema de la casa es un ejemplo. Tener la casa propia para hijos o nietos de inmigrantes es importantísimo. Y de repente vos te encontrás con una chica de una comunidad y ves que a ellos les interesa el monte, no la casa. Para la gente del Obrador, el monte es todo: medicina, diversión, trabajo. Y es verdad, para ellos es como que el supermercado está en el monte. Entonces uno mira las cosas con los prejuicios que tiene. Esas cosas las aprendés con la marcha. Son formas de vida.

¿Y hay una mirada de turista y una mirada de viajero para narrar?

—No quiero dividir entre turistas y viajeros. Porque turistas hay de todas clases. Hay curiosos, de esos que por más que vayan a una excursión porque no tienen más remedio, se entregan a la gente. Seguro que si quiero caminar en Rosario y estoy en un hotel del centro voy a terminar en la calle Córdoba haciendo el recorrido de cualquier turista. Pero trato de ver qué es lo que hay y qué es lo que veo. La técnica para vincularse con la gente es no hacer juicios de valor, elogiar lo que el otro tiene, siempre te gusta que te elogien. Me manejo en las ciudades tirando a chicas, no pueblo chico porque te hacen entrar en todas las casas y te hablan todos.

Y también te gusta observar a los animales... ¿De ellos aprendés?

—Esta mañana estuve trabajando en eso. Que notables que son los chimpancés. Aprenden todo por lenguaje de señas y entienden todo, hablan, hacen frases. Tienen la figura del mediador para ponerse de acuerdo entre dos que pelean. Pero si uno pelea más, el mediador le da un bife y basta. Entienden el sexo de los humanos y las relaciones sociales, quién es hijo de quién. Y cuando ven fotos de monos también saben. Y si les dicen: "Salí, por favor", en lenguaje tarzanesco contestan: "Abrazo, abrazo. No, salir no, mucho frío. Entonces ropa". Entienden. Es lo que hay que saber. A diferencia de nosotros, que hacemos abuso del lenguaje, ellos lo usan cuando lo necesitan verdaderamente. Por ejemplo, los bonobos forman una sociedad matriarcal donde las hembras cazan y les tiran unos restos a los machos. Y vieras qué agresivas son las hembras. Un etólogo, un especialista en animales, no un señor de la calle ni machista ni nada, gritó cuando los vio: "Pero qué les pasa a estos machos". No se puede creer. Un científico tiene que mirar con objetividad. Pero le dio bronca ver a los bonobos así.

LA CAPITAL


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