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lunes, 4 de abril de 2022

Mariana Enriquez / Tela de araña

 



Mariana Enríquez
TELA DE ARAÑA

Spiderweb by Mariana Enriquez

    Es más difícil respirar en el norte húmedo, ahí tan cerca de Brasil y Paraguay, con el río feroz custodiado por mosquitos y el cielo que pasa en minutos de celeste límpido a negro tormenta. La dificultad se empieza a sentir enseguida, ni bien se llega, como si un abrazo brutal encorsetara las costillas. Y todo es más lento: las bicicletas pasan muy de vez en cuando por la calle vacía a la hora de la siesta, las heladerías parecen abandonadas a pesar de los ventiladores de techo que giran para nadie, las chicharras gritan histéricas en sus escondites. Nunca vi una chicharra. Mi tía dice que son unos bichos horribles, unas moscas espectaculares de alas verdes que vibran y te miran con sus ojos lisos y negros. No me gusta el nombre chicharra: ojalá mantuvieran siempre el nombre cícadas, que se usa sólo cuando están en etapa ninfal. Si se llamaran cícadas, su ruido de verano me recordaría las flores violetas de los jacarandás en la costanera del Paraná o las mansiones de piedra blanca con sus escalinatas y sus sauces. Pero así, como chicharras , me recuerdan el calor, la carne podrida, los cortes de electricidad, a los borrachos que miran con ojos ensangrentados desde los bancos de la plaza.

    Ese febrero fui a visitar a mis tíos en Corrientes porque estaba cansada de sus reproches: te casaste y no conocemos a tu marido, cómo puede ser, lo estás escondiendo. No, me reía yo por teléfono, cómo lo voy a estar escondiendo, me encantaría que lo conocieran, vamos pronto.

    Pero tenían razón: lo estaba escondiendo.
    Mis tíos eran los únicos custodios de la memoria de mi madre, su hermana favorita, muerta en un accidente estúpido cuando yo tenía diecisiete años. Los primeros meses del duelo me ofrecieron mudarme con ellos al norte; les dije que no. Venían a visitarme seguido. Me daban dinero, me llamaban todos los días. Mis primas se quedaban a acompañarme los fines de semana. Pero yo seguía sintiéndome abandonada y, por culpa de la soledad, me enamoré demasiado rápido, me casé con desesperación y ahora estaba viviendo con Juan Martín, que me irritaba y me aburría.
    Decidí llevarlo a conocer a los tíos para ver si otros ojos conseguían transformarlo. Bastó una comida en el amplio patio de la casa grande para la decepción: Juan Martín chilló cuando una araña le rozó la pierna («Si no tienen una cruz colorada no te preocupes», le dijo mi tío Carlos, con el cigarrito entre los labios. «Son las únicas venenosas»), tomó demasiada cerveza, habló sin ningún pudor de los buenos negocios que estaba haciendo y comentó varias veces que notaba «un gran atraso» en la provincia.
    Después de comer se quedó tomando un whisky con mi tío Carlos y yo ayudé en la cocina a mi tía.
    —Bueno, nena, podría ser peor —me dijo cuando yo empecé a llorar—. Podría ser como Walter, que me levantaba la mano.
    Sí, dije con la cabeza. Juan Martín no era violento, ni siquiera era celoso. Pero me repugnaba. ¿Cuántos años iba a pasar así, asqueada cuando lo escuchaba hablar, dolorida cuando teníamos sexo, silenciosa cuando él confesaba sus planes de tener un hijo y reformar la casa? Me limpié las lágrimas con las manos llenas de detergente, me ardieron los ojos y lloré todavía más. Mi tía me metió la cabeza bajo la canilla y dejó que el agua me lavara los ojos durante diez minutos. Así nos encontró Natalia, su hija mayor, mi prima favorita; Natalia, siempre bronceada, con su pelo largo y oscuro, despeinado, y un vestido blanco muy suelto. La vi entre la niebla de los ojos irritados, que no podían dejar de parpadear: traía una maceta y estaba fumando. En Corrientes todo el mundo fumaba; si alguien les sugería que no era saludable, se quedaban mirando al objetor, confundidos, y después se reían un poco.
    Natalia apoyó la maceta sobre la mesa de la cocina, le dijo a mi tía, su madre, que ya había plantado la azalea y me saludó con un beso en la cabeza. A mi marido no le gustaba Natalia. No le parecía atractiva físicamente, lo que era casi una locura de su parte: yo nunca había visto una mujer tan hermosa como ella. Pero, además, él la despreciaba porque Natalia tiraba las cartas, sabía de remedios caseros y, sobre todo, se comunicaba con espíritus. Tu prima es una ignorante, me dijo Juan Martín, y yo lo odié, pensé en llamar a Natalia y pedirle la receta de alguna de sus pociones, pensé en pedirle un veneno incluso. Pero lo dejé pasar, como le dejaba pasar cada pequeñez mientras crecía en mi estómago una piedra blanca que le dejaba poco espacio al aire, a la comida.
    —Mañana me voy a Asunción —dijo Natalia—. Tengo que comprar manteles de ñandutí.
    Para ganar dinero, Natalia tenía un pequeño negocio de artesanías en la calle principal de la ciudad, y era famosa por su exquisito gusto para elegir los ñandutíes más finos, esos encajes tradicionales de Paraguay que las mujeres tejen en bastidores, telarañas de hilo delicadas y coloridas. En la parte de atrás de su negocio tenía una mesa pequeña donde tiraba las cartas, españolas o tarot, según la preferencia del cliente. Decían que era muy buena. Yo no podía asegurarlo porque nunca había querido que me tirara las cartas a mí.
    —¿Por qué no venís conmigo? Lo llevamos a tu marido. ¿Conoce Asunción?
    —No, qué va a conocer.
    Natalia chancleteó hasta el patio y saludó con un beso al tío Carlos y a Juan Martín. Se sirvió un whisky con mucho hielo y estiró los dedos de los pies. Yo salí de la cocina con los ojos hinchados y Juan Martín me dijo cómo podés ser tan tonta, mirá si te lastimabas las córneas, teníamos que volver en avión urgente a Buenos Aires.
    —¿Por qué? —le preguntó Natalia mientras movía los hielos del vaso, que sonaban como campanitas en el calor de la tarde—. El hospital de acá es muy bueno.
    —No podés comparar.
    —Sos un porteño bien choto vos. —Y, después de decirle eso, lo invitó a Asunción—. Yo manejo —le dijo—. Podés comprar cosas si tenés plata, está todo barato. Son trescientos kilómetros, volvemos el mismo día si salimos temprano.
    Él aceptó. Después se fue a dormir la siesta y ni siquiera me sugirió que lo acompañara. Se lo agradecí. Me quedé con mi prima en el patio caliente, ella con su whisky, yo con cerveza helada; no podía tomar una bebida más fuerte. Ella me contó sobre su nuevo novio, el hijo del dueño de la cadena de supermercados más grande de la provincia. Siempre tenía novios ricos. Éste le importaba igual de poco que los demás, sentimentalmente hablando, pero le interesaba porque tenía una avioneta. La semana anterior la había llevado a pasear por el aire: hermoso, me dijo, lástima que se mueve un poco, porque cuanto más chico el avión, más se mueve. Eso no lo sabía, le dije. Yo tampoco; qué estúpidas, prima, porque es lógico. Me pasó algo espantoso cuando estaba allá arriba, siguió. Volamos sobre un campo, en el norte, y de repente vi un incendio muy grande, se quemaba una casa, fuego bien anaranjado, una humareda negra, y se veía la casa como derrumbándose adentro. Miré y miré el incendio hasta que él giró la avioneta y lo perdí de vista. Pero a los diez minutos volvimos a pasar por ahí y el incendio había desaparecido.
    —Te habrás equivocado de lugar, tampoco es que te la pasás en aviones como para reconocer el terreno desde arriba.
    —No me entendés, estaba la mancha del terreno quemado y los restos de la casa.
    —Se apagó, entonces.
    —¿Cómo? ¿Fueron los bomberos en cinco minutos? Era en el medio del campo, esto, prima, y las llamas estaban altísimas cuando las vi, no llovía, ¡nada! Nunca se pudo haber apagado diez minutos después.
    —¿Le contaste a tu novio?
    —Más vale, pero él dice que soy loca, que él nunca vio ningún incendio.
    Nos miramos a los ojos. Yo le creía casi siempre. Una vez me había dicho que no entrara en la habitación de mi abuela porque ella estaba ahí, fumando. Mi abuela, nuestra abuela, llevaba diez años muerta. Le hice caso, no entré, pero sentí el olor penetrante de los habanitos que fumaba la abuela en el aire, aunque no había humo.
    —Tenés que averiguar entonces, preguntar.
    —No me animo.
    —¿Por qué?
    —Porque no sé si el incendio ya pasó o va a pasar.
    Salimos de noche, a las cinco de la madrugada. Juan Martín estuvo a punto de dejarnos ir solas porque, según él, apenas había dormido, culpa del calor y del corte de luz que lo había dejado sin ventilador. Pero yo, en la oscuridad, despierta, lo había escuchado roncar y hablar en sueños. Mentía y se quejaba, y cada día era idéntico al anterior. Mi prima Natalia tenía un Renault 12, el auto más común de los años ochenta, y cuando empezó a salir el sol sobre la ruta 11 vi que en el limpiaparabrisas estaban atrapados, muertos, muchos caballitos del diablo. Mucha gente los confunde con libélulas, pero los caballitos del diablo, aunque de la misma familia, son distintos. Son menos gráciles, tienen los horribles ojos más separados y el cuerpo, ese cuerpo recto y vagamente fálico, más largo. Son más perezosos, también. Yo siempre les tuve miedo y nunca entendí que años después se pusieran de moda entre las adolescentes, que se tatuaban diseños tiernos, delfines y mariposas, y también las horribles libélulas con sus ojos ciegos. Algunos les dicen «aguaciles» porque suelen aparecer en bandadas antes de una lluvia, cuando hace mucho calor; a mí ese nombre me hacía pensar en «alguacil», el oficial de justicia; y creo que mucha gente llamaba así al insecto, como un policía del aire.
    La ruta hasta Asunción es aburrida y monótona: de a ratos palmeras con bañados, de a ratos selva, mucho más de vez en cuando una pequeña ciudad o un pueblo. Juan Martín dormía en el asiento de atrás y yo a veces lo miraba por el espejo retrovisor: era atractivo a su manera privilegiada, con su corte de pelo elegante y la chomba con el cocodrilo de Lacoste. Natalia fumaba sus largos Benson & Hedges, pero no hablábamos porque iba muy rápido y el ruido nos hubiese obligado a gritar. Yo quería contarle más cosas sobre mi matrimonio. Cómo Juan Martín me corregía constantemente: si yo tardaba en servir la mesa era una inútil, alguien que «estaba ahí parada haciendo nada, como siempre». Si tardaba en elegir algo, lo estaba haciendo perder tiempo a él, siempre tan decidido y desapegado: diez minutos de duda sobre a qué restaurante ir eran una noche de resoplidos y malas contestaciones. Yo siempre le pedía perdón, para no pelear, para que no fuera peor. Nunca le decía todo lo que me molestaba de él: que eructara después de comer, que nunca limpiara el baño ni aunque se lo rogara, que se la pasara quejándose sobre la calidad de las cosas, que cuando le pedía un poco de humor siempre dijera que ya era tarde para eso, que había perdido la paciencia. Pero me quedé callada. Cuando paramos a almorzar compartí una polenta con mi prima mientras Juan comía su bife con ensalada de todos los días; nunca quería comer otra cosa, a lo mejor milanesas o pastel de papas. Y pizza, pero solamente los fines de semana.
    Era aburrido y yo era estúpida. Tuve ganas de pedirle a alguno de los camioneros que me atropellara y me dejara destripada en la ruta, partida como las perras que veía muertas sobre el asfalto de vez en cuando, algunas de ellas embarazadas, con todos los cachorros agonizando a su alrededor, demasiado pesadas para correr rápido y evitar las ruedas asesinas.
    Faltaba menos de una hora para entrar en Paraguay y preparamos nuestros pasaportes. Los oficiales de migraciones eran militares altos y morenos. Uno estaba borracho. Nos dejaron pasar sin darnos mayor importancia, aunque nos miraron el culo y comentaron en voz baja, con risitas. Era esperable y relativamente respetuosa la actitud: estaban ahí para dar miedo, para disuadir de cualquier desafío. Juan Martín empezó a decir —cuando ya estábamos lejos del puesto de control— que había que denunciarlos.
    —¿Y a quién le vas a denunciar si ellos son el gobierno, chamigo? —le preguntó Natalia, y yo, que la conocía bien, escuché en su voz algo más que burla: había desprecio. Después me miró incrédula. Pero ninguno de los tres dijo nada más. Natalia, que conocía bien Asunción, llegó rápido al Mercado 4 y dejó el auto cerrado a unas dos cuadras, que caminamos acosados por vendedores de relojes y de manteles, chicos mendigos, una madre y su hija en silla de ruedas, todo bajo la mirada de los militares con sus uniformes marrón verdoso y las armas enormes que parecían antiguas, viejas, poco usadas.
    El calor y el olor del mercado resultaban un golpe físico. Me quedé parada cerca del puesto de naranjas. Allá las llaman «toronjas»; tienen una especie de ombligo deforme y un sabor soso; en el puesto cercano a la entrada les volaban alrededor unas mosquitas que yo detestaba no porque me dieran asco sino sencillamente porque no sabía cómo matarlas, moscas pequeñas atraídas por la fruta que parecían pequeños fragmentos de oscuridad voladores porque había que tenerlas muy cerca de los ojos para verles alas o patas o cualquier característica de bicho. No compré a pesar de que la vendedora bajaba y bajaba el precio: tres guaraníes, dos guaraníes, un guaraní. Los carretilleros corrían por los pasillos con cajas, algunas de fruta, otras de televisores y grabadores doble casetera, otras de ropa. Juan Martín estaba callado y Natalia caminaba muy decidida delante, con su vestido blanco y las sandalias chatas de cuerpo; se había atado el pelo por el calor y la cola de caballo se movía de un lado a otro como si tuviera su viento personal.
    —Esto es todo contrabando —dijo de repente Juan Martín, y lo dijo en voz bien alta, como para que algunos puesteros y vendedores que iban de un lado a otro lo miraran. Me paré en seco y lo agarré del brazo. No digas así, le dije al oído. Son todos delincuentes, dónde me trajiste, ésta es tu familia. Las náuseas se me mezclaron con las lágrimas y le dije que íbamos a hablar después, que ahora se callara la boca, que sí, en efecto, ahí debía haber unos cuantos delincuentes y nos iban a matar si él seguía provocándolos. Lo miré de arriba abajo, los zapatos náuticos, las manchas de transpiración bajo las axilas, los anteojos negros sobre el pelo. Ya no lo quería, tampoco me atraía y se lo hubiese entregado a los militares de Stroessner para que hicieran con él lo que se les ocurriese.
    Me apuré a seguir a Natalia, que ya estaba en el puesto de la señora que vendía ñandutí. Una mujer más joven tejía en el telar con colores vivos. Era el único lugar de ese mercado interminable y ruidoso que tenía cierta tranquilidad. La gente paraba y preguntaba los precios y la señora contestaba en voz baja pero la escuchaban, a pesar de las radios, el chamamé, incluso un hombre que tocaba el arpa para los pocos turistas que esa mañana calurosa se habían acercado a comprar barato en Asunción. Natalia se tomó su tiempo; dudó entre varios manteles y finalmente eligió cinco juegos: mis favoritos eran el blanco con detalles en los bordes y en el centro, de todos los colores —violeta, azul, turquesa, verde, rojo, naranja, amarillo—, y otro mucho más elegante que sólo usaba la paleta del marrón, desde el beige hasta el caoba. Se llevó cinco juegos con sus servilletas, unos treinta centros de mesa y muchos detalles para pegar en vestidos y camisas, especialmente en guayaberas que conseguía en un puesto más lejano; para encontrarlo, había que adentrarse en los pasillos del mercado. Yo la seguí y ni me fijé en si Juan Martín venía detrás de mí. Me preguntaba por qué llamarían al ñandutí «tela de araña»; probablemente fuese por la técnica de tejido, porque el resultado final se parecía mucho más a las colas de los pavos reales, los ojos entre las plumas, hermosos y al mismo tiempo inquietantes, muchos ojos desperdigados sobre el animal, que caminaba pesado, un animal bellísimo pero que siempre parecía cansado.
    —¿No querés una guayabera para vos, Martín? —Natalia le decía Martín, no lo llamaba por el nombre completo.
    Juan Martín estaba incómodo, pero intentaba sonreír; yo conocía esa expresión, era su estado de perdonavidas, de «yo hice lo posible» para, después, cuando todo se fuera al demonio de vuelta, echármelo en cara, refregármelo en la boca, yo quise pero vos no ayudás, nunca ayudás. Se compró la guayabera aunque no quiso probársela, primero hay que lavarla, me dijo con reproche, como si la camisa pudiese estar envenenada. Cargó con una de las bolsas de plástico de Natalia —que igual no pesaban nada: eran telas— y dijo: por favor salgamos de este infierno. Como la salida no estaba señalizada, estaba obligado a seguirnos, a seguir a Natalia en realidad, y le vi en los ojos el disgusto y el resentimiento.
    Mi prima me agarró de bracete y fingió que admiraba una pulsera de plata y lapislázuli que Juan Martín me había regalado durante nuestra luna de miel en Valparaíso.
    —Errores cometemos todos —me dijo—. Lo importante es arreglarlos.
    —¿Y cómo se arregla esto?
    —Chamiga, lo único que no tiene solución es la muerte.
    A Juan Martín no le gustó el camino entre el mercado y la costanera, le pareció que la ciudad estaba sucia y miserable. No le gustó el palacio de los López y después, en la playa del río, empezó casi a gritarnos, cómo estábamos tan anestesiadas, si no veíamos a los chicos barrigudos comiendo sandía al rayo del sol y a metros de la casa de gobierno, qué país de mierda por favor. No queríamos pelearle. La ciudad era pobre y, con el calor, olía a basura. Pero él no estaba disgustado con Asunción: estaba enojado con nosotras. Yo ya no tenía ganas de llorar. Para no irritarlo, buscamos un restaurante por esa zona, donde estaban los ministerios, los colegios privados, las embajadas, los hoteles: los ricos del Paraguay. Llegamos rápido al Múnich, por la calle Presidente Franco. ¿Es por Franco, el dictador?, preguntó Juan Martín, pero era una pregunta retórica. En el patio del restaurante había una enorme Santa Rita y las mesas ahí estaban vacías, salvo la del medio, ocupada por tres militares. Nos sentamos lejos para que no escucharan a Juan Martín y porque además siempre es preferible sentarse lejos de los militares en Asunción. Las paredes eran coloniales, el cielo recortado por el patio estaba totalmente despejado, pero ahí, a pesar del calor, había sombra. Pedimos sopa paraguaya, y Juan Martín, un sándwich. Los militares, borrachos de cerveza —había varias botellas vacías sobre la mesa y bajo las sillas—, primero le dijeron a la moza que era preciosa y después uno de ellos le tocó el culo y pareció una película de mal gusto, un chiste, el hombre con la chaqueta del uniforme desprendida y el vientre demasiado distendido, un escarbadientes en los labios, las risas grotescas y la chica que trataba de rechazarlos y decía «¿Se van a servir algo más?», pero no se atrevía a insultarlos porque ellos llevaban las armas en la cintura y algunas otras estaban apoyadas en el cantero a sus espaldas.
    Juan Martín se levantó y me imaginé lo que iba a pasar. Iba a gritar que la dejaran tranquila, se iba a hacer el héroe y nos iban a detener a los tres. A nosotras dos iban a violarnos en los calabozos de la dictadura, noche y día; a mí me iban a picanear sobre el vello púbico, que era tan rubio como el cabello de mi cabeza, y se babearían diciendo gringuita de mierda, argentinita de mierda, y a Natalia posiblemente iban a matarla pronto, por morena, por bruja, por desafiante. Y todo porque él necesitaba hacerse el héroe y probar vaya a saber qué cosa. Él, además, la iba a tener fácil porque a los hombres los fusilaban de un tiro en la nuca y ya, no eran putos los militares paraguayos, claro que no.
    Natalia lo paró. Pero no te das cuenta de lo que hacen, la van a violar. Me doy cuenta de todo, dijo Natalia, pero no podemos hacer nada. Nos vamos ya. Y Natalia dejó dinero sobre la mesa y arrastró a Juan Martín hasta el auto, los militares ni nos vieron, concentrados en torturar a la chica. En el auto, Juan Martín nos dijo todo lo que pensaba de nuestra cobardía y cómo le dábamos vergüenza y asco. Eran las seis de la tarde. Habíamos pasado muchas horas en el mercado y tratando de pasear por la costanera y el centro aguantando los chillidos de mi marido. Natalia quería llegar temprano, para poder cenar en Corrientes, así que arrancó el auto y salió de Asunción cuando el sol se ponía rojo y los vendedores de fruta se sentaban a tomar algo fresco debajo de las sombrillas.
    El auto se paró en la ruta, en algún lugar de Formosa. Empezó a corcovear como un caballo rebelde y de repente se detuvo; cuando Natalia intentó hacerlo arrancar de vuelta reconocí el ruido impotente del motor ahogado y exhausto. Si volvía a arrancar lo iba a hacer en un rato largo. La oscuridad era total; en ese tramo la ruta no tenía iluminación. Pero lo peor era el silencio, cortado apenas por algún ave nocturna, por deslizamientos entre las plantas —ahí era casi selva, monte espeso—, por algún camión que sonaba muy lejano, que no iba a pasar a nuestro lado para salvarnos.
    —Por qué no le echás una mirada al motor —le dije a mi marido. Ya me había molestado bastante que no se ofreciera a manejar en el viaje de vuelta, que ni siquiera le hubiese preguntado a mi prima si estaba cansada. Yo no sabía manejar. ¿Por qué era tan inútil? ¿Había sido tan mimada por mi madre muerta, a nadie se le había ocurrido que tendría que solucionar cosas sola? ¿Me había casado con ese imbécil porque no sabía qué hacer ni de qué trabajar? En la oscuridad, entre la vegetación que más bien se adivinaba, brillaban las luciérnagas. Odio que las llamen bichitos de luz, «luciérnagas» es una palabra hermosa. Una vez había atrapado unas cuantas, en un frasco vacío de mayonesa, y me había dado cuenta de lo feas que son, parecían cucarachas con alas. Sin embargo habían sido bendecidas con la más pura justicia: quietas y sin volar, eran bichos que parecían plaga, pero cuando volaban y relampagueaban, eran lo más cercano a la magia, un presagio de hermosura y bondad.
    Juan Martín pidió una linterna y salió sin refunfuñar. Me di cuenta, mirándole la cara a la débil luz del interior del auto, de que estaba asustado. Abrió el capó y nosotras apagamos la luz para no gastar batería. No veíamos qué hacía, pero de repente escuchamos que bajaba el capó de un golpe y se metía corriendo al auto, con el cuello chorreando sudor.
    —¡Me pasó una víbora por el pie! —gritó, y la voz se le quebró como si tuviera flema en la garganta. Natalia no quiso fingir más y se rió de él, golpeando el volante con los puños.
    —Serás pelotudo —le dijo, y se secó las lágrimas de risa.
    —¡Pelotudo! —gritó Juan Martín—. ¿Y si me muerde y es venenosa qué hacemos, eh? ¡Esto es el medio de la nada! .
    —No te va a morder nada, quedate tranquilo.
    —Qué sabés vos.
    —Más que vos sé.
    Nos callamos los tres. Yo escuchaba la respiración de Juan Martín y juraba en silencio que nunca más iba a tener sexo con él, ni aunque quisiera obligarme con un arma. Natalia salió del auto y nos dijo que dejáramos las ventanillas bajas si no queríamos que entraran bichos. Se van a morir de calor, pero es una cosa o la otra. Juan Martín se agarró la cabeza y me dijo nunca más, nunca más venimos acá, ¿me entendés? Natalia caminaba por la ruta vacía y yo la iluminé desde adentro del auto con la linterna. Fumaba y pensaba, le conocía el gesto. Juan Martín intentó arrancar otra vez, pero el auto sonó más ahogado y lento que antes. Seguro que tu prima se olvidó de ponerle agua, me dijo. No, le contesté, porque no está caliente el auto, ¿y no te diste cuenta cuando miraste el motor? ¿Qué viste, eh? No sabés nada, Juan Martín, y me estiré en el asiento de atrás, me saqué la remera, me quedé en corpiño.
     Una vez habíamos hecho este mismo camino con mi tío Carlos y mi mamá. No recuerdo para qué necesitaban ir aAsunción. Habían cantado todo el viaje, de eso sí me acordaba, canciones sobre el puente Pexoa, el pájaro chogüí y el cosechero. Por el camino yo tuve ganas de hacer pis y no me animé a bajarme los shorts en el monte, así que llegamos a una estación de servicio, mi tío le pidió la llave al encargado y entré en el bañito del costado, el que usaban los camioneros. El bañito todavía me persigue en sueños. El olor era brutal: había dedos de mierda sobre los azulejos celestes; sin papel higiénico a la vista, mucha gente se había limpiado con los dedos. ¿Cómo podían hacer una cosa así? La tapa negra del inodoro estaba llena de bichos. De langostas, sobre todo, y grillos. Hacían ruido, un zumbido que se parecía al de una heladera. Salí corriendo y llorando y me bajé los shorts y meé al costado de la estación de servicio. Nunca les dije nada a mi tío ni a mi mamá, nunca les hablé de la mierda estancada en el inodoro, del botón del baño sucio con huellas digitales marrones, de las langostas verdes que cubrían casi totalmente la lamparita solitaria que colgaba del techo sin protección alguna. Después del baño, no me acuerdo de nada del viaje. Mi madre hablaba de que habíamos parado en un hotel colonial hermoso, pero que, de noche, en el patio, se veían correr ratas. Yo no tengo ni un recuerdo de ese hotel ni de la lluvia con granizo que se había desatado después y había retrasado nuestra vuelta. El viaje, para mí, se terminó en el baño de las langostas.
    Juan Martín hablaba de caminar por la ruta hasta no sé qué lugar que había visto iluminado y no le contesté. Si les tenía miedo a las víboras, cómo iba a hacer para llegar, si las bichas se la pasaban cruzando el camino. Natalia había terminado el cigarrillo —por lo menos no se veía más la brasa ardiendo en la oscuridad como otra luciérnaga—, pero no entraba en el auto. Quería esperar afuera a que pasara alguien, claro. Alguien que la llevara hasta un teléfono para llamar al Automóvil Club, por ejemplo. Además, no debía tener ganas de estar en el auto con nosotros dos y quién la podía culpar después de haber aguantado medio día de Juan Martín y mi pasividad.
    Las luces del camión iluminaron la ruta y las ruedas levantaron polvo en el aire, me pareció extraño porque ahí, en el norte, a pesar del calor, casi nunca había tierra seca en el ambiente, porque llovía seguido, cuando no todos los días. Siempre estaba húmedo, la tierra bien pegada al suelo. Pero llegó así: como si lo trajera una tormenta de arena. Natalia había puesto la baliza, un triángulo que brillaba fosforescente en la noche, pero se ve que no le tenía confianza porque abrió rápido la puerta, agarró la linterna que estaba sobre el asiento del conductor y empezó a hacerle luces con los brazos y a gritar ey ey ayuda ayuda. No le vi la cara al camionero: llevaba un acoplado y Natalia se tuvo que trepar para poder hablarle cuando él paró sin apagar el motor. Dos minutos después, ella agarró su cartera y los cigarrillos y dijo que el tipo la llevaba hasta la estación de servicio para llamar al Automóvil Club. Que estábamos cerca de Clorinda, le había dicho también, y que no nos llevaba a los tres porque no tenía lugar. El camión se perdió en la ruta oscura tan repentinamente como había llegado y me di cuenta de todas las cosas que no le había preguntado a Natalia: cuánto tardaría, si la estación de servicio estaba cerca, por qué no iban a Clorinda si estaba cerca, si el camionero parecía confiable, qué hacíamos, si pasaba otro camión o incluso un auto, ¿lo parábamos?
    —Nos olvidamos de pedirle agua —dijo Juan Martín, y era lo primero sensato que decía desde la mañana.
    El corazón me empezó a latir más rápido: ¿y si nos deshidratábamos? Bajé las ventanillas, ni pensé en los bichos, qué podían ser, mariposas nocturnas, cascarudos, grillos, qué más, a lo mejor un murciélago. Juan Martín dijo tu prima es una irresponsable, traernos hasta acá, que no pasa ni un auto, sin chequear si esta catramina andaba bien. Qué sabés si no lo hizo ver el coche, le contesté, furiosa, y pensé que sería fácil matarlo ahí, podía buscar un destornillador en el baúl y clavárselo en el cuello, él a mí no quería matarme, nada más quería tratarme mal y quebrarme para que odiara mi vida y no me quedaran ni ganas de cambiarla. Quiso encender la radio y casi le dije pará, hay que cuidar la batería, pero lo dejé hacer, disfruté de su ignorancia, cómo iba a gozar cuando llegara la grúa y le explicara que él había gastado la batería buscando no sé qué en la radio. Qué podía haber en la radio por ahí a la noche, chamamé y chamamé y alguna gente sola que llamaba y lloraba y recordaba a sus hijos muertos en Malvinas.
    El auxilio mecánico llegó una hora más tarde. Como había imaginado, retaron a Juan Martín por tener encendida la radio. Él balbuceó excusas. Los mecánicos se pusieron a trabajar y Juan Martín hacía como si los supervisara. Yo salí y agarré de la mano a Natalia.
    —No sabés lo churro que era el camionero. Uno de esos suecos de Oberá. Una bomba. Va a pasar la noche en Clorinda, me parece que me quedo con él. Si el auto anda, que te lleve a Corrientes el pelotudo de tu marido —me dijo en voz baja.
    Pero el auto no arrancó y tuvieron que arrastrarnos a los tres hasta Clorinda, en Formosa. El auto se quedó en la dependencia del Automóvil Club de la ciudad, pero nos llevaron, con toda amabilidad, hasta el hotel que les indicó Natalia, pomposamente llamado Embajador. Era blanco y con arcadas coloniales, pero yo sabía, de verlo desde afuera nada más, que iba a tener olor a humedad y que quizá no tuviese agua caliente. Tenía un restaurante, eso sí, una parrilla más bien, con varias mesas de plástico blanco donde había una familia y algunos hombres solos. Vamos a bañarnos, le dije a Juan Martín, y después comamos algo.
    Cuando nos daban las llaves del hotel, entró en la recepción el que sin duda era el camionero. Natalia se le acercó correteando como una adolescente. El tipo le sacaba dos cabezas, tenía los brazos anchos y el pelo rubio muy corto. Buenas noches, nos dijo, y sonrió. Parecía encantador, pero podía ser cualquier cosa, un degenerado, un golpeador, un violador: como era muy guapo, una prefería creer que se trataba de un príncipe dorado de la ruta. Yo lo saludé, Juan Martín agarró la llave y me miró para que lo siguiera. Lo hice. Natalia me gritó nos encontramos en una hora para comer y pensé qué desgracia, ella una hora con ese vikingo de sonrisa dulce y yo una hora aguantando a mi marido.
    Juan Martín me gritó que ni una vez, ni una vez, te das cuenta, te pusiste de mi lado. En nada. En todo el día. Me gritó que Natalia era una puta, que se iba con el primero que se le cruzaba. Me gritó que yo era una puta también porque le había estado haciendo ojitos al rubio bruto ese. Yo le dije que el rubio bruto ese nos había rescatado en la ruta y que, por lo menos, le podía haber dicho gracias. Sos un maleducado, le grité. Un grosero. ¿Un grosero yo? Pendeja de mierda, gritó, y se metió en el baño dando un portazo. Desde ahí gritó más y puteó porque no había agua caliente y porque las toallas apestaban a moho y finalmente salió y se tiró en la cama. No decís nada. Qué querés que te diga, contesté. Vos me querés dejar, dijo, pero vas a ver que cuando volvamos a Buenos Aires mejoran las cosas. ¿Y si no mejoran?, le pregunté. A mí no me vas a dejar tan fácil, dijo, y se prendió un cigarrillo. Yo me di una ducha fría y pensé que a lo mejor, cuando salía, él se había quedado dormido y el cigarrillo encendía las sábanas y se moría quemado ahí, en el hotel de Clorinda. Pero cuando salí, fría y mojada, el pelo rubio chorreando, patético, me estaba esperando vestido y perfumado para ir a cenar.
    —Perdoname —me dijo—. A veces me pongo intratable.
    —Vamos a comer —le dije mientras me ponía un vestido suelto y apenas me pasaba el peine por el pelo. Quería que el camionero rubio me lo viera así, recién lavado y medio despeinado. Cuando Juan Martín intentó besarme, le puse la mejilla. Pero no dijo nada, se conformó.
    En la parrilla quedaban nada más que dos hombres, mi prima y el camionero rubio. Una chica de pelo oscuro nos preguntó qué queríamos y dijo que nada más quedaba tira de asado, chorizos (nos podía hacer choripán) y ensalada mixta. Dijimos que sí a todo y pedimos una soda bien fría. Yo tenía más sed que hambre, a pesar de que a la entrada de Clorinda me había comprado una Fanta pomelo bien fría, mi gaseosa preferida, la que por algún motivo ya no se conseguía en Buenos Aires pero todavía existía en el interior, a lo mejor botellas viejas, a lo mejor se seguía produciendo. Las cosas tardaban más en irse ahí, en el litoral.
    Los hombres estaban hablando de historias de fantasmas. Natalia estaba sentada muy cerca del rubio y compartían un cigarrillo. Él se había abierto un poco la camisa blanca, estaba bronceado, era fabuloso.
    —A mí me pasó algo rarísimo hace poco —dijo el rubio espléndido.
    —¡Cuente, chamigo, acá no duerme nadie! —gritó otro de los camioneros, que tomaba cerveza. ¿Iba a seguir viaje así, medio borracho? En esas rutas había siempre accidentes, esto podía explicar por qué. Mi tío Carlos, por ejemplo, nunca agarraba el auto si estaba tomado pero era una excepción entre sus amigos e incluso en nuestra familia.
    —¿Lo cuento? —dijo el rubio, y miró a mi prima. Natalia le sonrió y le dijo que sí con la cabeza.
    Bueno, se acomodó el rubio, y contó que él era de Oberá, que vivía en Oberá, en Misiones, y que a unos veinte kilómetros había un pueblo que se llamaba Campo Viera. Ahí había un arroyo, el Yazá. Una tarde, pleno día era, eh, no se crean que me sugestioné porque era de noche. No iba tomado tampoco. Bueno, una tarde salí con el camión chico, a hacer una diligencia así nomás, y una mujer cruzó el puente corriendo. No hice a tiempo de esquivarla, me mataba si la esquivaba, y sentí el golpe del cuerpo, che. Me bajé corriendo, todo sudor frío en la espalda, y no encontré a nadie. Ni sangre ni una abolladura en el paragolpes ni nada. Fui a la policía y me tomaron la denuncia, pero estaban de un humor de mierda. Tuve que dejar la diligencia para el otro día y allá, en Campo Viera, conté, como les cuento a ustedes. Me dijeron que la milicada había construido el puente y que en los cimientos usaron muertos, gente que ellos mataron, que los escondieron ahí.
    Escuché resoplar a Juan Martín. No le gustaban las historias de ese tipo.
    —Con esas cosas no se jode —le dijo al rubio.
    —Perdóneme, don, pero no estoy jodiendo. La milicada es capaz de poner a los finados ahí.
    Llegó nuestro asado y Juan Martín empezó a comer. Nos trajeron platos de madera; a mí siempre me gustaron más que los de loza para comer asado, el sabor es mejor y el aceite para la ensalada se absorbe mejor y no alcanza la carne. Estaba riquísimo.
    El rubio dijo que en Campo Viera le habían contado un montón de cosas más sobre el puente y el arroyo. Toda esa zona es rara, dijo, se ven luces de autos y después los coches no llegan, como si desaparecieran por algún camino, pero no hay caminos transitables, es todo selva.
    —Hablando de coches que desaparecen, ésta es para cagarse de risa —dijo uno de los otros camioneros, sonriendo, a lo mejor para despejar la pesadez del ambiente y la antipatía de mi marido. Yo otra vez tenía vergüenza y le sonreí al camionero rubio, que tenía un hoyuelo delicioso en el mentón, y él me sonrió también. Ojalá se pusiera de novio con Natalia, pensé, y ojalá Natalia se aburriera de él como se aburre de todos y entonces él se diera cuenta de que siempre, desde el primer momento, desde que nos miramos a los ojos en larecepción del hotel, estuvo enamorado de mí.
    —¡Y pasó acá! Bah, acá no, en la parrilla de la ruta, acá a diez cuadras. Resulta que vino este tipo con su casa rodante, una casita preciosa. Estaba con la familia, dos chicos, me dijeron, y la mujer y la suegra. Parece que se fueron a comer un asado y dejaron a la suegra en la casa rodante, la señora no se sentía bien o vaya a saber.
    —¿Y entonces? —preguntó el tercer camionero, que parecía tener sueño.
    —¡Se afanaron la casa rodante con la vieja adentro! .
    Todos se rieron muy fuerte, incluso la chica de la parrilla, que estaba dejando morir el fuego. El tipo, desesperado, había ido corriendo a la policía y había pasado como una semana en Clorinda; su mujer estaba con un ataque de nervios. Hubo un operativo por todo Formosa y encontraron la casa rodante, pero estaba vacía. Se habían robado todo, incluso a la suegra.
    —¿Cuánto hace de esto? —quiso saber Natalia.
    —Y… hará un año ya. Cómo pasa el tiempo. Un año. Un caso rarísimo, seguro que los ladrones se subieron a la casa rodante y no se dieron cuenta de que la vieja estaba adentro y capaz se les murió del susto, entonces la tiraron. Por acá se puede tirar a cualquiera, no te encuentran ni en pedo.
    —El hombre llama siempre —intervino la chica de la parrilla—. Pero no apareció nunca la señora.
    —Ni los ladrones —agregó el camionero—. Pobre mujer, che, qué destino.
    Siguieron un rato hablando de la desaparición de la suegra y Juan Martín, irritado, dijo me disculpan y se fue a la habitación. Te espero, me miró, y asentí con la cabeza. Pero me quedé hasta tardísimo, hasta que se me secó el pelo y la chica de la parrilla nos dejó la llave de la heladera para que siguiéramos sacando cervezas. Natalia hasta contó la historia de la casa en llamas que había visto desde la avioneta de su novio, aunque no dijo que era de su novio, dijo que era de su primo. Después bostezó y anunció que se iba a dormir. El camionero rubio la siguió. Yo fui detrás de ellos y pedí otra habitación. Le dije a la chica que mi marido estaba muy cansado y que, si yo entraba a esa hora, lo iba a despertar y él, al otro día, si el mecánico nos traía el auto, iba a tener que manejar hasta Buenos Aires mal dormido porque le costaba volverse a dormir cuando lo despertaban. Claro, dijo la mujer de la recepción —eran todas mujeres en ese hotel, parecía—, si no tenemos huéspedes casi, es una mala época.
    Y sí, es una mala época, le dije, y cuando apoyé la cabeza en la almohada, me dormí de inmediato y tuve pesadillas con una vieja que corría envuelta en llamas, desnuda, por una casa que se desmoronaba; yo la veía desde afuera, pero no podía meterme a ayudarla porque se me iba a caer una viga en la cabeza o el fuego me iba a alcanzar o el humo me ahogaría. Pero tampoco buscaba ayuda, nada más la miraba arder.
    El Automóvil Club nos trajo el auto a la mañana. Explicaron el problema, pero muy por arriba, dando por sentado que ni yo ni Natalia entendíamos nada. Lo único que queríamos saber era si iba a llegar hasta Corrientes y nos dijeron que claro, que eran nomás tres horas. Igual había que llevarlo a un service para que completaran no sé qué cosas que no habían podido solucionar, pero el mecánico se iba a dar cuenta enseguida, y si no, que los llamara. Les agradecimos y fuimos a desayunar. Había nada más que tostadas y café con leche —ni una medialuna—, pero estaba bien. El camionero rubio se había ido hacía dos horas. Había prometido llamar a Natalia y ella creía que iba a cumplir. Coge como los dioses, me dijo. Y es una dulzura de tipo.
    La envidié. Me tragué el café medio frío con las lágrimas y fui a buscar a Juan Martín. Pero cuando entré en la habitación, él no estaba. La cama ni siquiera estaba desarmada, como si no hubiese dormido ahí. Yo no podía asegurar que hubiese vuelto a la habitación, ni siquiera lo había visto entrar en el hotel. Volví al desayunador y le pregunté a Natalia: entrar al hotel sí lo vi, dijo. La chica de la recepción, que no se había ido a dormir todavía, nos aseguró que se había llevado la llave con él: al menos, era cierto que no la tenía colgada en el llavero de la pared.
    —Capaz se fue a caminar —murmuró.
    Pero, claro, ella no lo había visto bajar. Me puse nerviosa, me temblaron las manos. Le dije a Natalia que teníamos que llamar a la policía, pero ella se volvió a atar el pelo en una cola de caballo, como lo había hecho en el mercado, y me dijo que no. No seas tonta. Si se fue, se fue, me dijo.
    Se paró y fue a buscar su cartera y las bolsas con la compra a la habitación.
    —Estás como abombada vos, che.
    Era cierto. Estaba desconcertada. Volví a la habitación donde debería haber dormido Juan Martín y no encontré su bolso ni el cepillo de dientes que siempre ponía prolijamente en el baño cuando viajábamos. La ducha estaba seca. Las toallas todavía húmedas eran las que yo había usado.
    En el auto nos pusimos los anteojos negros: el sol era insoportable.
    —Va a llover —dijo la chica de la recepción del hotel—. Dice la radio, pero no parece, está todo despejado.
    —Ojalá llueva, chamiga, no se aguanta, está pegajoso —le contestó Natalia.
    —¿Y el marido de la señora? —preguntó como si yo no estuviera ahí.
    —Ah, fue un malentendido.
    Me acomodé en el asiento del acompañante. Antes de salir de Clorinda paramos en la estación de servicio: Natalia necesitaba cigarrillos y yo otra Fanta pomelo. Uno de los camioneros de la noche anterior, el que tenía sueño y apenas escuchaba las historias de los demás, estaba cargando nafta. Nos saludó, preguntó si todo andaba bien y miró el asiento trasero; buscaba a Juan Martín pero no preguntó por él. Nosotras lo saludamos sonrientes y salimos a la ruta; en el horizonte, del lado del río, ya se veían las nubes negras de la tormenta.


Mariana Enríquez
Las cosas que perdimos en el fuego



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