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sábado, 1 de enero de 2022

Jojo Moyes / Yo antes de ti / Prólogo

 





Jojo Moyes
YO ANTES DE TI
Prólogo

    2007


    Cuando él sale del baño ella está despierta, recostada contra las almohadas, hojeando los folletos de viaje que había junto a la cama. Viste una de las camisetas de él y su larga melena enmarañada evoca imágenes de la noche anterior. Él se queda ahí, disfrutando de ese breve recuerdo, mientras se seca el pelo con una toalla.


    Ella alza la vista del folleto y hace un mohín. Es tal vez un poco demasiado mayor para hacer mohínes, pero llevan saliendo tan poco tiempo que aún resulta encantador.
    —¿De verdad tenemos que hacer senderismo por las montañas o lanzarnos por barrancos? Son las primeras vacaciones de verdad que pasamos juntos y aquí no hay ni un solo viaje, literalmente, que no implique arrojarse de algún lugar o… —finge que la recorre un escalofrío—, o llevar forro polar.
    Tira los folletos sobre la cama y estira unos brazos color caramelo sobre la cabeza. Tiene la voz ronca, legado de esas horas de sueño perdidas.
    —¿Qué tal un balneario de lujo en Bali? Podríamos tumbarnos sobre la arena…, pasar las horas como reyes…, noches largas y relajantes.
    —Soy incompatible con ese tipo de vacaciones. Necesito hacer algo.
    —Como lanzarte de un avión.
    —No lo descartes hasta haberlo probado.
    Ella hace una mueca.
    —Si no te importa, creo que voy a seguir descartándolo.
    La camisa de él está ligeramente húmeda contra la piel. Se pasa un peine por el pelo y enciende el teléfono móvil; se le crispa el rostro al ver la lista de mensajes que lo asaltan desde esa pantalla diminuta.
    —Vale —dice—. Tengo que irme. Desayuna lo que quieras. —Se apoya en la cama para besarla. El aroma de ella es cálido y fragante y muy sensual. Lo respira en su nuca y por un momento se olvida de lo que estaba pensando cuando ella le pasa los brazos alrededor del cuello y tira de él hacia la cama.
    —¿Aún está en pie lo del fin de semana?
    Él se desprende de los brazos de ella de mala gana.
    —Depende de lo que pase con este trato. Ahora mismo está todo un poco en el aire. Todavía existe la posibilidad de que tenga que ir a Nueva York. De todos modos, ¿una buena cena este jueves? Tú escoges el restaurante. —La cazadora de cuero de motorista cuelga de la puerta y él la coge.
    Ella entrecierra los ojos.
    —Cena. ¿Con o sin el señor BlackBerry?
    —¿Qué?
    —El señor BlackBerry me hace sentir la señorita Blackberrinche. —Una vez más, el mohín—. Es como si hubiera siempre una tercera persona tratando de acaparar tu atención.
    —Lo pondré en silencio.
    —¡Will Traynor! —le regaña ella—. Tiene que haber momentos en que puedas apagarlo.
    —Lo apagué anoche, ¿no?
    —Solo bajo coacción extrema.
    Él sonríe.
    —¿Así se dice ahora? —Se pone los pantalones de cuero. Y el dominio de Lissa sobre su imaginación al fin cesa. Se echa la cazadora al brazo y le manda un beso al salir.
    Hay veintidós mensajes en su BlackBerry, el primero de los cuales llegó de Nueva York a las 3.42 de la mañana. Algún problema legal. Baja en ascensor al garaje mientras intenta ponerse al día con las noticias de la noche.
    —Buenos días, señor Traynor.
    El guarda de seguridad sale de un cubículo que ofrece protección contra la intemperie, aunque en el garaje no hay necesidad de refugiarse de las inclemencias del tiempo. A veces Will se pregunta qué hará el guarda ahí abajo durante la madrugada, mirando la televisión de circuito cerrado y los parachoques resplandecientes de esos automóviles de sesenta mil libras que nunca están sucios.
    Will se enfunda la cazadora.
    —¿Cómo va todo, Mick?
    —Terrible. Llueve a cántaros.
    Will se detiene.
    —¿De verdad? ¿No hace día para ir en moto?
    Mick niega con la cabeza.
    —No, señor. A menos que tenga un compartimento hinchable. O que desee morir.
    Will se queda mirando la moto, tras lo cual se desprende de las prendas de cuero. A pesar de lo que piense Lissa, no es dado a asumir riesgos innecesarios. Abre el baúl de la moto y guarda la ropa, lo cierra y arroja las llaves a Mick, quien las atrapa al vuelo con una mano.
    —Mételas bajo la puerta, ¿vale?
    —Cómo no. ¿Quiere que le llame un taxi?
    —No. No tiene sentido que nos empapemos los dos.
    Mick pulsa el botón que abre la reja automática y Will sale, con la mano levantada para darle las gracias. A su alrededor, el comienzo de la mañana es lóbrego y tormentoso, y el tráfico de Londres ya es lento y denso a pesar de que son solo las siete y media. Se sube el cuello y avanza a zancadas por la calle hacia el cruce, donde es más probable encontrar un taxi. Las calles están resbaladizas por el agua y una luz grisácea brilla en el reflejo de las aceras.
    Maldice entre dientes al ver a otras personas trajeadas de pie al borde de la acera. ¿Desde cuándo madrugan tanto todos los londinenses? Todo el mundo ha tenido la misma idea.
    Mientras se pregunta dónde debería situarse, suena el teléfono. Es Rupert.
    —Voy de camino. Estoy intentando coger un taxi. —Ve un taxi con una luz naranja que se aproxima por el otro lado de la calle y comienza a acercarse a él a zancadas, con la esperanza de que nadie más lo haya visto. Un autobús pasa ruidoso, seguido de un camión cuyos frenos chirrían y le impiden oír las palabras de Rupert.
    —No te oigo, Rupert —grita contra el ruido del tráfico—. Dilo otra vez. —Perdido por un momento en la isla, con el tráfico que lo rodea igual que una corriente, ve la luz naranja que resplandece y levanta la mano libre, con la esperanza de que el taxista lo vea en medio de esa lluvia torrencial.
    —Tienes que llamar a Jeff, a Nueva York. Aún está despierto, esperándote. Intentamos hablar contigo anoche.
    —¿Cuál es el problema?
    —Un barullo legal. Dos cláusulas en las que están atascados bajo la sección…, firmas…, papeles. —Su voz se pierde por un coche que pasa, y cuyas ruedas rechinan en el asfalto mojado.
    —No te he entendido.
    El taxista lo ha visto. Reduce la marcha y lanza un buen chorro de agua al detenerse al otro lado de la calle. Will observa al hombre cuya breve carrera se interrumpe con gesto decepcionado al comprobar que Will va a llegar antes que él. Siente una secreta sensación de triunfo.

    —Mira, que Cally tenga todo el papeleo listo en mi escritorio —grita—. Llego en diez minutos.

    Echa un vistazo a ambos lados y agacha la cabeza al correr los últimos pasos hacia el taxi, al otro lado de la calle, con la palabra «Blackfriars» ya en los labios. Va a estar empapado cuando llegue al despacho, a pesar de la poca distancia que ha caminado. Tal vez tenga que enviar a su secretaria en busca de otra camisa.
    —Y necesitamos resolver esta diligencia antes de que llegue Martin…
    Echa un vistazo al oír un ruido estridente, el grosero bramido de un claxon. Ve el lado del taxi negro y reluciente frente a él, al taxista, que ya baja la ventanilla, y, en los confines de su campo visual, algo que no comprende del todo, algo que se aproxima a él a una velocidad imposible.
    Se gira hacia el ruido y en ese instante fugaz se da cuenta de que está en su camino, que no hay manera de salir de su trayectoria. Su mano se abre sorprendida, dejando que la BlackBerry caiga al suelo. Oye un grito, que tal vez sea suyo. Lo último que ve es un guante de cuero, una cara bajo el casco, un asombro en los ojos del hombre que refleja su propio asombro. Hay una explosión mientras todo estalla en fragmentos.
    Y luego no hay nada.

Jojo Moyes
Yo antes de ti





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