Páginas

martes, 3 de agosto de 2021

Lydia Davis / Televisión

Lydia Davis

Televisión
(“Television”)

1

      Tenemos todos esos programas favoritos que dan por las noches. Prometen ser emocionantes y lo son siempre.
       Nos insinúan lo que nos van a ofrecer, nos lo ofrecen y es emocionante.
       Si los muertos se pasearan ante nuestras ventanas no nos parecerían más emocionantes.


       Queremos participar.
       Queremos ser la gente con la que hablan cuando anuncian lo que ofrecerán más tarde, por la noche, y más adelante, durante toda la semana.
       Oímos los anuncios hasta el agotamiento, atosigados por las listas: quieren que hagamos muchas compras, y lo intentamos, pero no tenemos montones de dinero. Y, sin embargo, es inevitable sentir admiración ante tanta sabiduría.
       ¿Cómo podríamos sentirnos tan seguros como esa gente? Esas mujeres tienen un perfecto control de sí mismas, y las mujeres de mi familia, no.
       Pero creemos en ese mundo.
       Creemos que esa gente habla con nosotros.

       Mi madre, por ejemplo, está enamorada de un presentador. Mi marido no aparta los ojos de cierta joven reportera y espera que la cámara retroceda y nos muestre sus pechos.
       Después de las noticias, ponemos un concurso y luego una historia de detectives.
       Las horas pasan. Nuestros corazones palpitan, ahora lentos, ahora más rápido.
       Hay un concurso especialmente bueno. Cada semana el mismo hombre se sienta entre el público con la boca herméticamente cerrada y lágrimas en los ojos. Su hijo vuelve a escena a contestar más preguntas. El chico parpadea ante la cámara. No lo obligarán a responder más preguntas si gana la suma final de 128 000 dólares. El chico no nos importa demasiado, no nos cae simpática la madre, que sonríe y enseña su dentadura en mal estado, pero nos conmueve el padre: sus labios apretados, sus ojos húmedos.
       Así que descolgamos el teléfono durante el programa y no abrimos la puerta, si a alguien, cosa rara, se le ocurre llamar. Nos concentramos en la televisión, y mi marido aprieta los labios y los abre luego en una sonrisa tan ancha que sus ojos desaparecen, y, por mi parte, me retrepo en mi sillón, como la madre, y miro con total atención, rica en oro mi dentadura.


2

      En el fondo no creo que ese programa sobre policías de Hawai sea muy bueno, pero parece más real que mi propia vida.
       Diferentes recorridos para la noche: canales 2, 2, 4, 7, 9, o canales 13, 13, 13, 2, 2, 4, etcétera. Unas veces prefiero ver los dramas policíacos, y otras los documentales de la televisión pública, como ese que se llama Swamp Critters [Criaturas del pantano].
       Mi aislamiento de noche, la oscuridad y el silencio en el exterior, la hora cada vez más tardía, contribuyen a que las historias de la televisión resulten tan interesantes. Pero también la trama ayuda: esta noche, al cabo de muchos años, un hijo vuelve y se casa con la mujer de su padre. (No es su madre).
       Les prestamos mucha atención porque estos programas parecen obra de personas inteligentes, muy elegantes y al día.
       Creo oír el sonido de la televisión al otro lado de la pared, pero son los graznidos de los gansos, que vuelan hacia el sur con las primeras sombras del atardecer.
       Ves a una joven llamada Susan Smith que, con un collar de perlas al cuello, canta el himno nacional de Canadá antes de un partido de hockey. Oyes el himno hasta el final y cambias de canal. O ves las piernas de Pete Seeger saltar al ritmo de su canción Reuben E. Lee, y luego cambias de canal.
       No es lo que quieres hacer. Sólo pasas el rato.
       Esperas que dé la hora de sentirte en condiciones de ir a dormir.
       Es una verdadera satisfacción recibir información sobre el tiempo que hará al día siguiente: a qué velocidad y en qué dirección soplará el viento, cuándo lloverá, cuándo se despejará el cielo, y la precisión científica viene indicada por las palabras «cuarenta por ciento» en «un cuarenta por ciento de posibilidades».
       Todo empieza con el punto azul en el centro de la pantalla oscura, cuando presientes las imágenes que te llegarán desde muy lejos.


3

      A menudo, al final del día, cuando estoy cansada, mi vida parece convertirse en una película. Quiero decir que mi día real desemboca en mi noche real y, al mismo tiempo, se aleja de mí lo suficiente para volverse extraño, una película. Y resulta tan complicada, tan difícil de entender, que prefiero ver una película distinta. Prefiero ver una película hecha para la televisión, simple y fácil de entender, aunque trate de desastres, inválidos o enfermos. En esas películas se producen saltos enormes, por encima de todas las complicaciones, conscientes de que lo entenderemos, y los más grandes acontecimientos sucederán de pronto: un hombre puede renunciar a sus ideas más arraigadas, y también puede enamorarse repentinamente. Saltarán por encima de todas las complicaciones porque no hay tiempo suficiente para preparar los grandes acontecimientos en el espacio de una hora y veinte minutos, que incluye cortes para publicidad, y deseamos ver grandes acontecimientos.
       Una película trataba de una profesora con Alzheimer; otra, de una esquiadora olímpica que perdía una pierna pero volvía a aprender a esquiar. La de esta noche trataba de un sordo que se enamora de su logopeda, como yo ya sabía, porque la logopeda era guapa, aunque no buena actriz, y él era guapo, aunque sordo. Era sordo al principio de la película y volvía a ser sordo al final, aunque hacia la mitad oía y aprendía a hablar con un claro acento de la región. En el espacio de una hora y veinte minutos, el hombre no sólo oía y volvía a quedarse sordo, sino que creaba, gracias a su talento, un próspero negocio que le arrebataba la traición de un empleado, se enamoraba, conservaba a su mujer hasta el final de la película, y perdía la virginidad, que parecía difícil de perder si uno era sordo, y fácil si podía oír.
       Y todo eso cabía en el final de un día de mi vida, que, conforme avanzaba la noche, se iba alejando de mí…


Varieties of Disturbance: Stories
(Nueva York: Farrar Straus & Giroux, 2007, 219 págs.)




No hay comentarios:

Publicar un comentario