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martes, 3 de agosto de 2021

Lydia Davis / St. Martín

 

Ilustración de Nathan Miller


Lydia Davis
St. Martín
(“St. Martin”)

      Trabajamos como caseros la mayor parte de aquel año, desde principios del otoño al verano. Había que encargarse de una casa, de las tierras, de dos perros y dos gatos. Echábamos de comer a los gatos, uno blanco y otro color calicó, que vivían fuera y comían en el alféizar de la cocina, peleándose a la luz del sol mientras esperaban la comida, pero no teníamos la casa demasiado limpia, o las malas hierbas invadían el jardín, y nuestros patronos, gente agradable como eran, probablemente nunca nos perdonaron del todo lo que le pasó a uno de los perros.


       Apenas si sabíamos lo que era una casa limpia. Creíamos al principio que éramos bastante ordenados, y luego empezamos a ver el polvo, el desorden en las habitaciones, las dos chimeneas cubiertas de ceniza. Unas veces discutíamos sobre el asunto, otras veces limpiábamos. La estufa de petróleo se atascó de mala manera y durante días no hicimos nada en absoluto porque el teléfono no funcionaba. Cuando necesitábamos ayuda, íbamos a ver a los antiguos caseros, una pareja anciana que vivía con sus jaulas para criar canarios en el pueblo más próximo. El anciano vino alguna vez, y cuando vio la altura que había alcanzado la hierba alrededor de la casa, la segó sin más comentarios.
       Para lo que nos necesitaban fundamentalmente nuestros patronos era para que estuviéramos en la casa. Se suponía que no la abandonaríamos más de unas horas, pues había sufrido frecuentes robos. De noche sólo la abandonamos una vez, para celebrar el Año Nuevo con un amigo a muchos kilómetros de distancia. Nos llevamos a los perros en la parte de atrás del coche, en un colchón. Parábamos en las fuentes de los pueblos y les echábamos agua. Teníamos, en todo caso, demasiado poco dinero como para ir a ningún sitio. Nuestros patronos nos mandaban todos los meses una pequeña cantidad que en su mayoría gastábamos en sellos, tabaco y comestibles. Llevábamos a casa caballas enteras, que limpiábamos nosotros, y pollos enteros, que descabezábamos y limpiábamos para asarlos, atándoles los muslos. A menudo la cocina olía a ajo. Nos habían repetido muchas veces que el ajo nos daría energía. A veces escribíamos a casa para pedir dinero, y alguna vez nos mandaron un cheque por una pequeña suma, pero el banco tardó semanas en hacerla efectiva.
       Lo más lejos que podíamos ir era a la ciudad más próxima, a comprar comida, y a un pueblo a media hora de distancia, sobre una colina cubierta de robles enanos. Allí dejábamos las sábanas, toallas, manteles y demás ropa sucia para que la lavaran, tal como los patronos nos habían dicho que hiciéramos, y cuando la recogíamos una semana después, a veces nos quedábamos a ver una película. Una mujer en moto nos llevaba el correo a la casa.
       Pero, aunque hubiéramos tenido dinero, no hubiéramos ido lejos, puesto que vivíamos allí, en aquella casa, en aquel aislamiento, por voluntad propia, por nuestro trabajo, y a menudo nos sentábamos dentro de la casa a trabajar, no siempre con éxito. Pasábamos mucho tiempo en una u otra habitación, sentados, concentrados en el trabajo o, luego, en la ventana, aunque no había mucho que ver, un trozo de paisaje, u otro, según la habitación en que estuviéramos: árboles, campos, nubes en el cielo, una carretera a lo lejos, coches lejanos en la carretera; un pueblo en el horizonte, al oeste, apelotonado alrededor de la torre cuadrada de la iglesia como un espejismo; otro pueblo en la cumbre de una montaña, al norte, al otro lado del valle; una persona que caminaba o trabajaba en un campo; uno o dos pájaros que caminaban o volaban; los cobertizos en ruinas no muy lejos de la casa.
       Los perros se quedaban cerca de nosotros casi siempre, durmiendo, hechos un ovillo. Si les hablábamos, nos miraban con los ojos preocupados de los ancianos. Eran labradores dorados de pura raza, hermano y hermana. El macho era grande, musculoso, de constitución perfecta, de un color rubio tan claro que casi era blanco, de hermosa cabeza y cara ancha, magnífica. Tenía buen carácter, era noble. Corría, olfateaba, acudía cuando lo llamábamos, comía y dormía. Fuerte, hábil y complaciente, nos traía todo lo que le pedíamos, corriendo por un precipicio sin importarle lo alto o escarpado que fuera, zambulléndose en el agua a la caza de un palo. Sólo en pueblos y ciudades se volvía tímido y receloso, y, temblando, se refugiaba a toda prisa debajo de un coche o de la mesa de un café.
       Su hermana era muy distinta, y, si admirábamos al hermano por su noble bondad y belleza, a ella la admirábamos por su peculiar sentido del humor, su reticencia, su astucia, su mal humor, su hipocresía. Conservaba la calma en pueblos y ciudades y, si le lanzábamos algo, no lo traía. Era pequeña, con el pelaje de un pardo herrumbroso, cuerpo de barril sobre patas escuálidas y cara de comadreja.
       Por los perros no parábamos de salir de la casa en todo el día. A veces uno de nosotros tenía que abandonar la cama caliente a las cinco de la mañana y bajar corriendo los fríos peldaños de piedra para abrirles la puerta, e iban tan ansiosos que babeaban y dejaban un rastro de gotas en las baldosas rojas de la cocina y del patio. Mientras los esperábamos, mirábamos las estrellas, brillantes y nítidas, y el cielo entero se había movido de donde estaba la última vez que lo vimos.
       Al principio del otoño, cuando los que recogían la uva llegaban a los campos de los alrededores para la cosecha, los caracoles se arrastraban por el cristal de las ventanas, dorados y verdosos por abajo. Las moscas infestaban las habitaciones. Las liquidábamos a manotazos en las anchas franjas de sol que entraban a través de las cristaleras de la sala de música. Nos atormentaban mientras vivían, y luego morían a montones en los alféizares, cubriendo nuestros cuadernos y papeles. Eran una de nuestras siete plagas. Las otras eran los reactores de combate que tronaban de repente sobre nuestro tejado, los helicópteros del ejército que daban vueltas lo más despacio posible sobre las copas de los árboles, los cazadores que vagabundeaban cerca de la casa, las tormentas, los dos gatos ladrones, y, al cabo del tiempo, el frío.
       Las escopetas de los cazadores retumbaban más allá de las colinas o debajo de nuestras ventanas, despertándonos de madrugada. Los hombres caminaban solos o en parejas, a veces con una mujer seguida de cerca por un niño pequeño, perros que corrían hasta perderse de vista y humo que salía de la boca de las escopetas. Cuando estábamos en el bosque, encontrábamos los desperdicios que había dejado un cazador junto a las ruinas de una casa de piedra, donde había parado a comer: una botella de vino de plástico, una botella de vino de cristal, papeles rotos, una bolsa de papel arrugada y una caja vacía de cartuchos. O íbamos a dar con un cazador agachado entre los arbustos, tan inmóvil, con la escopeta descansando en sus brazos, que no lo veíamos hasta que estábamos encima de él, y ni siquiera entonces se movía, fija la mirada en nosotros.
       En el café del pueblo, al final del día, el joven hijo del dueño, en pantalones verde oliva, salía de detrás del mostrador y se escabullía escaleras arriba con sus dos perros, viejos y furtivos, de color mandarina, a la hora en que las mujeres llegaban con las setas que habían cogido justo antes del anochecer. Cartuchos de escopeta vacíos salpicaban la tierra en el llano próximo a la casa, uno de los raros terrenos baldíos en aquel valle de campos en cultivo. La hierba seca del otoño estaba cubierta de piedras, y entre las piedras había dos coches abandonados. De una dirección llegaba hasta allí el olor a tomillo silvestre, de la otra el olor a aguas residuales de un depósito de aguas residuales.
       No visitábamos a casi nadie, sólo a un granjero, un carnicero y un hombre de negocios de la ciudad, jubilado, un poco pomposo. El granjero vivía solo, con un perro y dos gatos, en una gran casa de piedra, a uno o dos campos de distancia. El hombre de negocios, de apellido doble y con guión que incluía, de hecho, la palabra pomp, vivía en una casa nueva en el pueblo vecino, al otro lado de los campos, al oeste de donde nosotros estábamos. El joven carnicero vivía con su mujer, sin hijos, en la ciudad, y a veces nos lo encontrábamos allí, en la calle, llevando carne de su furgoneta a su negocio. Meciendo en los brazos el cadáver de una vaca o un cordero, se paraba a hablar con nosotros a la luz del sol, con una sonrisa cauta. Cuando acababa la jornada de trabajo, salía frecuentemente a hacer fotos. Había estudiado fotografía por correspondencia y tenía un título. Fotografiaba en la ciudad fiestas y procesiones, ferias y campeonatos de tiro. En ocasiones nos llevaba con él. De vez en cuando llegaba algún desconocido a la casa por equivocación. Una vez fue una chica que entró en la cocina de repente en una ráfaga de viento, pálida, delgada y extraña, como un pensamiento perdido.
       Dado que teníamos tan poco dinero, nuestras distracciones eran simples. Nos poníamos al sol, que pegaba en la grava blanca y brillaba en las hojas del olivo, y lanzábamos piedras, de una en una, con la mano en el hombro, a un jarrón grande, de barro, que sobresalía entre las plantas de romero a unos diez metros de distancia. Lo hacíamos compitiendo entre nosotros, pero también solos, cuando terminábamos de trabajar o no podíamos trabajar. Uno podía estar trabajando y oír una y otra vez los golpes secos y aburridos de una piedra que rebotaba en el jarrón y caía en la grava, o el más resonante picotazo de la piedra al aterrizar dentro del jarrón, y sabía que el otro estaba fuera.
       Cuando el tiempo se volvió demasiado frío, nos quedábamos dentro y jugábamos al gin rummy. En pleno invierno, cuando sólo algunas habitaciones de la casa estaban caldeadas, jugábamos tanto, noche y día, que convertimos las partidas en campeonatos. Luego, durante unas semanas, dejamos de jugar y estudiamos alemán por las tardes junto a la chimenea. En primavera, volvimos al juego de las piedras.
       Casi todas las tardes, temprano, sacábamos a los perros a pasear. En los días más fríos del invierno, salíamos sólo el rato suficiente para coger leña y piñas para la chimenea. En los días más cálidos, salíamos una hora o más, la mayor parte de las veces al parque forestal que se extendía kilómetros y kilómetros sobre una meseta, por encima y detrás de la casa, o a los campos de viñas o lavanda del valle, o a los prados, o al otro lado del valle, a los viejos bosquecillos de olivos. Llevábamos tanto tiempo rodeados de robles enanos, peñascos, pinos, robles, tierra roja, campos, que sentíamos su cerco incluso dentro de la casa, cuando volvíamos.
       Caminábamos y volvíamos con erizos en los calcetines y arañazos en las piernas y los brazos, donde nos habíamos rozado con las zarzas para entrar en el bosque, y al día siguiente salíamos de nuevo, y los perros creían que tomábamos determinada dirección por algún motivo, y que por algún motivo luego volvíamos a casa, pero en el bosque, que parecía sin fin, apenas si existían puntos característicos que pudieran ser tomados como destino para un paseo, y paseábamos simplemente, observando la monotonía de lo mismo por todas partes, los robles espinosos y achaparrados, densos, muy juntos, a lo largo de un carril polvoriento que discurría bastante derecho hasta alcanzar un recodo suave y una ligera cuesta, casi imperceptible, para volver a discurrir derecho.
       Si volvíamos a casa por un camino que no conocíamos, bordeando el bosque, evitando un campo de hondos surcos y malas hierbas, por el filo del cañaveral de una ciénaga, para doblar cerca del patio de una granja, donde un granjero, de azul, y una mujer, de rojo, se afanaban seguidos por su perro, nos sentíamos tan cambiados que nos sorprendía que la casa no hubiera cambiado: por un momento la placidez de la casa y el patio casi nos persuadían de que ni siquiera habíamos salido.
       Entre el bosque y los campos, en los matorrales de la maleza, descubríamos a veces una granja en ruinas y un tramo retorcido de anchos escalones de piedra, gastados los bordes, que llevaban a una planta superior ahora vacía: zarzas, ortigas y hierbabuena le crecían dentro y alrededor, y alguna vez, cerca, un árbol frutal, viejo, feo y enmarañado, con la mitad de las ramas muertas. En la forma de esta granja reconocíamos nuestra propia casa. Subíamos el mismo tramo de escalones retorcidos para acostarnos cada noche. También los animales habían vivido en nuestra casa en el piso de abajo: nuestro comedor abovedado había sido una vez un redil.
       A veces, en nuestros paseos, descubríamos cosas inexplicables: un día, en las cenizas de una chimenea abandonada, dos perdices muertas. A veces nos perdíamos, y seguíamos perdidos cuando el sol se había puesto, y echábamos a correr y correr sin cansarnos, con miedo a la oscuridad, hasta que volvíamos a saber dónde estábamos.
       Recibíamos visitas que llegaban de lejos para quedarse con nosotros unos días y a veces varias semanas, unas veces bienvenidas, otras menos, y no se iban nunca. Una era un joven fotógrafo que había trabajado para nuestro patrón y tenía la costumbre de parar en la casa. Viajaba por la región enviado por su revista y siempre hacía las fotos al amanecer o a la puesta de sol, cuando las sombras se alargan. Por cada noche que se quedaba con nosotros, nos pagaba la cantidad que hubiera pagado por la habitación de un buen hotel, pues viajaba a cuenta de la empresa. Era un hombre menudo y pulcro con una sonrisa rápida que dejaba ver los dientes. Llegaba solo, o llegaba con su novia.
       Jugaba con los perros, acariciándolos, peleando con ellos, arriba, mientras en el cuarto de abajo intentábamos trabajar, mientras soltábamos entre dientes improperios contra él. O él y su novia se planchaban arriba la ropa, con ruidos que al principio no entendíamos: el cable duro, que golpeaba y rozaba el suelo de madera.
       Eran curiosamente desordenados, y cuando salían para algún encargo se dejaban puesta el agua en la hornilla encendida o el fregadero lleno de agua caliente con jabón, como si siguieran en casa. O, al volver de un encargo, dejaban las puertas abiertas de par en par para que entraran el frío y los gatos. Todavía estaban desayunando a mediodía, y dejaban la mesa llena de migas. A veces, a última hora de la tarde, encontrábamos a la novia dormida en el sofá.
       Pero estábamos solos, y el fotógrafo y su novia eran simpáticos, y a veces nos guisaban, o nos llevaban a un restaurante. Su visita significaba volver a tener dinero en el bolsillo.
       A principios de diciembre, cuando empezamos a tener la estufa de petróleo funcionando al máximo en la cocina todo el día, los perros dormían junto al fuego mientras nosotros trabajábamos en la mesa del cuarto de estar. Veíamos por la ventana cómo dos hombres volvían de trabajar los campos en cultivo, uno en tractor y otro detrás de un arado que había estado criando óxido durante semanas, después de abrir quizá diez surcos. Se desataban a veces fuertes e intensos vientos durante la noche, y luego continuaban soplando todo el día, de tal manera que a los pájaros les costaba volar y el polvo se filtraba a través de los listones del suelo. A veces uno de nosotros se levantaba a medianoche, al oír los golpes de un postigo, y salía en pijama al tejado del garaje para volver a cerrarlo o descolgarlo de sus goznes.
       Un temporal podía durar horas, hasta empapar los cobertizos vecinos, en ruinas, y oscurecer sus piedras. El aire de la mañana era suave y ligero. Después del gotear constante de la lluvia y del rugir del viento, reinaba algunas veces un silencio total, minuto tras minuto, y de repente el estruendo de un avión resonaba en el cielo, a lo lejos. La luz en la grava húmeda, fuera de la casa, era tan blanca después de una tormenta que parecía nieve.
       A mediados de mes, los árboles y los matorrales habían empezado a perder las hojas y en un campo vecino una barraca de piedra, la puerta negra cubierta de zarzas, se hizo poco a poco visible.
       Un rebaño de ovejas se concentró alrededor del cobertizo en ruinas, gordas, de cola larga y color pardo sucio, con corderos pálidos y esqueléticos. Empujándose unas a otras, salieron en tropel de las ruinas, escalando los muros que se derrumbaban, y las pequeñas chillaban con voces humanas y agudas. El pastor, vestido totalmente de marrón con una gorra calada hasta los ojos, comía sentado en la hierba junto al montón de leña, la cara encendida y la barba sin afeitar. Cuando las ovejas se volvieron demasiado activas, gruñó y su perro, negro y menudo, correteó alrededor del rebaño y las ovejas trotaron en un bosque de patas como palos. Cuando volvieron a acercarse, corriendo entre los muros, el perro volvió a alejarlas. Cuando desaparecieron en el campo vecino, el pastor siguió sentado un rato, luego se movió despacio, en sus pantalones marrones y anchos, un morral de cuero colgado a la espalda con largas correas, un bastón ligero en la mano, la pelliza echada al hombro, el perro negro y menudo arremetiendo y dando la vuelta cuando le silbaba.
       Una tarde no nos quedaba apenas dinero, ni comida. Teníamos el ánimo por los suelos. Con la esperanza de que nos invitaran a comer, nos pasamos a ver al hombre de negocios y su mujer. Habían estado leyendo en el piso de arriba, y bajaron uno detrás de otro con las gafas de leer en la mano y aspecto de vejez y cansancio. Vimos que, cuando no esperaban a nadie, tenían en el cuarto de estar una manta y un saco de dormir, sobre los dos sillones, frente al televisor. Nos invitaron a cenar la noche siguiente.
       Cuando fuimos a su casa la noche siguiente, monsieur Assiez-de-Pompignan nos ofreció un cóctel de ron antes de la cena y después vimos con ellos una película. Cuando acabó, nos fuimos, corriendo hacia el coche contra el viento, a través de las calles estrechas y cerradas, con el polvo entre los dientes.
       Al día siguiente, para cenar, teníamos una salchicha. El único dinero que nos quedaba era un montón de monedas en la mesa del cuarto de estar, recogidas de platos por toda la casa, que ascendía a la cantidad de 2.97 francos, menos de cincuenta centavos, pero lo suficiente para comprar algo de comida para el día siguiente.
       Luego no quedó más dinero en la casa, ni casi nada de comer. Lo que encontramos, después de rebuscar en la cocina afanosamente, fue algunas cebollas, un paquete antiguo, pero sin abrir, de masa de hojaldre, un poco de manteca de cerdo y un poco de leche en polvo. Nos dimos cuenta de que con aquello podíamos hacer un pastel de cebolla. Lo hicimos, lo pusimos en el horno, nos cortamos dos trozos, y lo devolvimos al horno caliente para que se hiciera un poco más mientras comíamos. Estaba sorprendentemente bueno. Mientras recobrábamos el ánimo, charlamos y comimos y olvidamos absolutamente que el pastel seguía en el horno. Cuando lo olimos, se había quemado de tal forma que no tenía remedio.
       Aquel día, por la tarde, salimos a la grava sin saber qué hacer. Estuvimos un rato tirando piedras, expuestos al sol caliente y al frío viento, sin apenas hablar porque no teníamos respuesta, solución para nuestro problema. Luego oímos el ruido de un coche que se acercaba. Por el camino de tierra que conducía a nuestra casa desde la carretera principal, dejando atrás la casa de los domingueros, de estuco rosa y rejas de hierro negro, y luego, a la derecha, un viñedo y, a la izquierda, un campo, llegaba el fotógrafo en su flamante coche alquilado. Por pura casualidad, o como un ángel, aparecía al rescate en el momento en que acabábamos de agotar nuestro último recurso.
       No nos avergonzaba decir que no teníamos dinero, ni comida, y el fotógrafo estaba encantado de invitarnos a cenar. Nos llevó a la ciudad, a un restaurante muy bueno de la plaza principal, adornada por filas de plátanos. Un equipo de la televisión cenaba también allí, doce a la mesa, incluido un jorobado. Sentadas junto a la gran chimenea encendida, tres mujeres hacían punto: una con manchas hepáticas que le cubrían la cara y las manos, la segunda pálida y huesuda, la tercera más joven y más animada, pero lerda. El fotógrafo nos dio de comer a cargo de su cuenta de gastos. Se quedó con nosotros aquella noche y algunas más, y nos dejó varios billetes de cincuenta francos, así que por un tiempo todo estaba arreglado: una botella de vino del lugar, por ejemplo, sólo costaba un franco cincuenta.
       Cuando llegó el invierno, fuimos cerrando una a una las otras habitaciones de la casa y nos refugiamos en la cocina con su estufa de petróleo, en el cuarto abovedado donde jugábamos a la cartas en la imponente mesa de roble al calor de la cocina, en la sala de música con el caro radiador eléctrico que nos calentaba las piernas, y, al final de la escalera de piedra, el dormitorio sin calefacción con el suelo de losas rojas tan amplio que tenía tiempo para inclinarse en el centro y volver a elevarse en su camino hacia la única ventana que daba al almendro y al olivo de abajo. La atmósfera de la casa cambiaba cuando hacía viento, y algunas zonas permanecían a oscuras porque habíamos cerrado los postigos.
       Las alondras, de un vistoso color plata, revoloteaban sobre los campos por las tardes. El largo camino que en línea recta llevaba al pueblo se convertía en un barrizal, lleno de baches profundos. Bajo determinada luz, los muros interiores del cobertizo en ruinas eran tan rosados como una concha marina. Los perros suspiraban con fuerza, echados en las losas frías, cerrando los ojos en forma de almendra. Cuando salían al sol, se peleaban, jadeaban, salpicaban grava. La sombra del olivo corría como un río oscuro sobre la grava a la luz dura e intensa del sol, y lamía la pared de la casa.
       Una noche, en pleno temporal, fuimos a cenar a casa del granjero. Nada crecía alrededor de su casa, ni siquiera la hierba; sólo se levantaba la enorme casa de piedra en un patio enfangado. Costaba empujar y abrir la puerta principal. La entrada estaba llena del olor húmedo y rancio de las trufas que, dentro de un morral de cuero, colgaban de un gancho. Sacos de semillas y grano se alineaban contra la pared.
       Salimos con el granjero a coger huevos en un lateral de la casa, para la cena. Bajo la casa, en el corral donde una vez había guardado las ovejas, ahora dormían en sus perchas las gallinas, cabezas afiladas a la luz de la linterna. Recogió los huevos, sosteniendo la linterna en una mano, y nos los dio para que los lleváramos nosotros. El viento volvió el paraguas cuando echamos a andar hacia la puerta principal de la casa.
       Una gran estufa de petróleo caldeaba la cocina. La puerta del horno estaba abierta y un gato nos miraba desde dentro. Cuando estaba en casa, el granjero pasaba casi todo el tiempo en la cocina. Cuando tenía que tirar algo, lo tiraba por la ventana, y después lo enterraba. La mesa estaba atestada de botellas —vinagre, vino, su propio vino en botellas de whisky que había subido desde la bodega— y, entre tanta botella, surgían servilletas de tela y grandes terrones de sal marina. Detrás de la mesa había un sofá cama cubierto de abrigos. Dos escopetas pendían de un perchero en la pared. Pegada al frigorífico había una foto del granjero y el camión que usaba para ir de París a Marsella.
       Cenamos puerros con aceite y vinagre, embutido con pan, aceitunas negras que parecían de cartón, y huevos revueltos con trufas. Secó hojas de lechuga apretándolas con un paño y nos preparó una ensalada con mucho ajo y un poco de roquefort. Se definía como comunista y hablaba de la Resistencia, contándonos que la gente de la zona sabía perfectamente quiénes eran colaboracionistas. Los colaboracionistas no salían de casa, no se dejaban ver, no iban mucho a los cafés, y, en caso de problemas, no vacilarían en matarlos inmediatamente, aunque no dijo qué entendía por problemas. Tenía opiniones sobre muchas cosas, incluso sobre el Corán, en el que, dijo, ni la mentira ni el robo se consideraban pecado, y tenía algunas preguntas que hacernos: quería saber si en nuestro país estábamos en el mismo año.
       Para llegar a su nuevo cuarto de baño, muy limpio, cogimos la linterna e iluminamos el camino hasta el final de las escaleras y a través de una habitación con el techo muy alto, vacía, en la que no veíamos nada, salvo una gran chimenea de piedra. Después de cenar, oímos en silencio un disco de canciones revolucionarias que cogió de un montón en el suelo, mientras iba quedándose dormido, bostezando, mano sobre mano.
       Cuando volvimos a casa, dejamos salir a los perros, como hacíamos siempre, a correr por los alrededores antes de encerrarlos por la noche. La temporada de caza acababa de empezar otra vez. No tendríamos que haber dejado a los perros sueltos, pero no sabíamos que habían levantado la veda. Pasó más de una hora y la hembra volvió, pero no su hermano. Nos asustamos inmediatamente, porque nunca se quedaba fuera más de una hora. Lo llamamos y llamamos, cerca de la casa, y a la mañana siguiente, cuando seguía sin volver, recorrimos el bosque en todas direcciones, llamándolo y buscándolo entre los árboles.
       Sabíamos que no se habría quedado fuera tanto tiempo a menos que algo le impidiera volver. Podría haber vagabundeado hasta el pueblo vecino, atraído por el olor de una hembra en celo. Podría habérselo llevado algún motorista de paso que lo viera cerca de la carretera. Podría haberlo robado algún cazador ansioso de tener un perro de caza magnífico y bonachón, por el orgullo de exhibirlo en un café lleno de humo. Pero al principio, y durante mucho tiempo, creímos que yacía envenenado entre la maleza, o atrapado en una trampa, o herido por una bala.
       Pasaron los días y no volvió, ni tuvimos noticia de él. Fuimos de pueblo en pueblo, preguntando, y pegamos anuncios con la foto, pero también sabíamos que la gente con la que hablábamos podía mentirnos, y que un perro tan hermoso lo más seguro es que no volviera.
       Nos llamaba gente que había encontrado un perro rubio, o perdido, pero cada vez que íbamos a verlo, no se parecía en nada a nuestro perro. Dado que no sabíamos lo que le había pasado, y que siempre era posible que volviera, nos resultaba difícil aceptar que se hubiera ido. Que el perro no fuera nuestro sólo empeoraba las cosas.
       Un mes después, aún esperábamos que el perro volviera, aunque surgían los primeros signos de la primavera y nos entretenían otras cosas. El almendro se llenó de flores tan blancas que parecían azules en contraste con el campo blando y arado. Un par de cotorras se posó en el roble enano, junto a la leña, y revoloteaban, graznaban y volaban oblicuamente, en picado.
       Los domingueros volvieron, y cada domingo se llamaban a voces unos a otros mientras trabajaban la larga franja de tierra, en el campo de más abajo. La perra fue hasta el límite de nuestro terreno y les ladró, tensa sobre las patas rígidas.
       Una vez nos paramos a hablar con una mujer a la salida de la ciudad y nos enseñó la mano llena de barro, de cavar en el suelo. Detrás de ella vimos a un hombre que llevaba a otro al huerto para darle algunas hierbas.
       Montones de azucenas y narcisos florecían en los campos. Llenamos un jarrón entero y dormimos con las flores en el cuarto y nos despertamos drogados y atontados. Florecieron los iris y se abrieron las primeras rosas, amarillas. Las moscas volvieron a ser numerosas y ruidosas.
       Otra vez dábamos largos paseos, ahora sólo con un perro. Había bichos en la hierba áspera y fuerte, cerca de la casa, grietas en el barro, hormigas. En el campo, tréboles púrpura crecían alrededor de nuestros tobillos, y grandes margaritas amarillas y blancas nos llegaban a las rodillas. Abejorros sanguinolentos aterrizaban en ranúnculos de una cuarta de altura. La hierba alta y lozana del campo se ondulaba al viento, y, cerca de nosotros, en un bosquecillo, las ramas de los árboles entrechocaban entre sí. En cuanto cesaba el viento, oíamos correr un manantial generoso, como si cayera en un pilar de piedra.
       En mayo oímos el primer ruiseñor. En el momento en que la noche se hizo totalmente oscura, empezó a cantar. Su canto no era muy distinto al del sinsonte, con trinos, gorjeos, píos y más gorjeos, pero lo emitía en mitad del silencio de la noche, en la oscuridad o a la luz de la luna, desde algún lugar misterioso y oculto entre las ramas negras.


Originalmente publicado en la revista Grand Street Núm. 56 (primavera 1996), págs. 163–176);
Almost No Memory
(Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 1997, 194 págs.)




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