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jueves, 22 de julio de 2021

El éxodo venezolano


El éxodo venezolano


Diego Gómez Pickering
1 de julio de 2021

“¡Coño!”, afirma contundente Francisco mientras da un sorbo a su café con leche, bien cargado, en el bar de la esquina de su casa, en el madrileño barrio del Pilar. “Allá nos matamos por perseguir la comida y aquí nos matan por traerla a cuestas”, dice, entre irónico y furibundo, el quincuagenario venezolano mientras mira fijamente el telediario de mediodía en el televisor colocado, estratégicamente, sobre la máquina expendedora de tabaco.

El periodista en turno da los detalles, no sin cierto dejo amarillista, sobre el fatal accidente ocurrido la noche del domingo 7 de febrero en la capital ibérica. Un repartidor de comida a domicilio, coloquialmente conocidos como riders, fue embestido por un camión de basura en la calle Embajadores del barrio de Arganzuela alrededor de las 23:30 horas tras realizar una entrega para la plataforma Deliveroo, cuya cuenta alternaba con otra en Glovo. Estas son dos de las más importantes compañías de entrega de comida en el país y emplean a miles de personas en toda la península, principalmente migrantes, en condiciones sumamente precarias, a pesar del incremento de sus ganancias y su presencia en las calles españolas a lo largo del año que ha durado la pandemia.

Néstor P. M., inmigrante venezolano de 48 años, murió casi de forma instantánea como resultado de los múltiples golpes que recibió. Había llegado de Caracas tres años atrás, cargado de ilusiones, declara su hermano ante el micrófono inquisitivo del entrevistador.

De acuerdo con las cifras más recientes del Instituto Nacional de Estadística (INE), el número de venezolanos llegados a España durante el primer semestre de 2020 aumentó un 9.1% en comparación con el mismo periodo del año anterior, lo que convierte a los sudamericanos en una de las comunidades migrantes con mayor crecimiento en el país. Entre enero y junio de 2020, 17,043 venezolanos arribaron a tierras ibéricas, casi la totalidad de las llegadas registradas a lo largo del 2019, que el ine cifró en 20,000. Algo que el diario El País califica como “un desembarco masivo sin igual en los últimos años”. Hoy en día más de 400,000 venezolanos viven en España.

Aunque considerablemente menor al número de migrantes y solicitantes de asilo venezolanos que se han instalado en otros países del continente americano, cerca de 5.5 millones de acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y la Organización Internacional para las Migraciones, el acelerado ritmo de crecimiento de la comunidad venezolana en España está dejando huella. La plétora de areperías en todos los rincones de la capital española; las ligas amateur de beisbol y de softbol; el acento maracucho o llanero abriéndose brecha en locales, terrazas y autobuses, desde la Puerta de Alcalá hasta Barajas; la escritora y periodista Karina Sainz Borgo y su bestseller La hija de la española; el dueño y editor del periódico El Nacional, fundado en Caracas en 1943, pero publicado ahora en línea desde Madrid, Miguel Henrique Otero; los militares y políticos desertores del chavismo y del madurismo; los líderes de una oposición política derrotada y dividida pero no desmoralizada; los migrantes económicos; los hijos y nietos de refugiados republicanos son prueba de que Venezuela está cada vez más presente de este lado del Atlántico, y no solo en Madrid, sino también en Valencia, Barcelona, Sevilla, Santiago de Compostela, Bilbao y Zaragoza.

Francisco, quien ha optado por la prejubilación, porta boina y chaqueta de piel. “Se está bien”, reconoce sobre la vida en España, desentendiéndose del televisor para salir a darle algunas caladas al cigarro a medio encender que tiene entre manos. Nació en Barquisimeto, estado de Lara, de padres canarios. Lleva dos décadas en España, vendió el negocio familiar en Venezuela para montar otro más pequeño pero igual de exitoso, en la tierra de sus padres. Precedió a las decenas de miles de compatriotas que en estos veinte años han seguido sus pasos. “A mí desde el principio me dio mala espina”, confiesa sobre Hugo Chávez, ufanándose de su premonitoria decisión al emigrar en el año 2000. Francisco no tuvo muchos problemas al llegar a España, ni tampoco para instalarse o montar su negocio. Le ha ido relativamente bien; pero cada uno habla como le va en la feria, y no para todos ha sido un camino de rosas.

Miguel apenas tiene treinta años, pero ya ha vivido en seis países; el nativo de la Mérida venezolana pasó por Estambul, Damasco, Santiago de Chile y la Ciudad de México antes de asentarse a inicios de 2019 en la mediterránea ciudad de Valencia. Enfermero de formación, no ha podido ejercer su profesión porque su situación migratoria es aún irregular. Como muchos de sus compatriotas, entró a España como visitante, aunque con la clara intención de rehacer aquí su vida. El joven homosexual se mantiene trabajando como escort. “Volver a Venezuela no es opción”, confiesa resignado.

Serena, Ignacio, sus hijos, Aranza y Aitor, y su perrita Vela arribaron a Barcelona en el otoño de 2015, con la firme convicción de que “pasara lo que pasara no íbamos a regresar”, declara la antigua educadora hoy convertida en chef. El diagnóstico de su hijo menor con trastorno del espectro autista, la necesidad de ofrecer a su hija mayor una buena educación y la insostenible situación económica y política en Venezuela los orillaron a tomar la decisión de migrar para siempre. El ser descendientes de españoles, catalanes en el caso de Serena, vascos en el caso de Ignacio, facilitó su aterrizaje y los primeros meses una ayuda mensual de alrededor de 400 euros que el Estado español otorga a los inmigrantes retornados, que significó un respiro muy superficial.

“El dejar todo atrás, tu familia, tu formación, tus recursos, tu vida entera y arrancar de cero, sin norte, sin una profesión homologada, sin soporte económico, sin una red de apoyo emocional; eso ha sido lo más difícil”, afirma Ignacio, quien prefirió dejar de trabajar como arquitecto en Caracas antes de diseñar o remodelar departamentos y casas para los funcionarios del régimen, cuyas fortunas ganaron a expensas del erario.

Hoy, la familia de cinco sobrevive con un pequeño restaurante que abrieron meses antes de que se desatara la epidemia en el distrito del Ensanche. Serena cocina e Ignacio hace las veces de camarero y barista. Gracias a un crédito otorgado por una fundación bancaria que busca erradicar la pobreza en España, los noveles emprendedores aspiran a un futuro que finalmente les dé un poco de estabilidad. A su país de origen solo regresan a través de sus recuerdos. “El deterioro social es tan grande que incluso si las cosas llegan a cambiar tendrían que pasar décadas para que Venezuela pueda ponerse de nuevo en pie”, concluye con un semblante melancólico Ignacio.

La continua represión, la corrupción, la inaccesibilidad a servicios sanitarios, el resquebrajamiento del tejido social, la violencia, la rampante pobreza, el coronavirus, la escasez, el entronado autoritarismo, la militarización, el narcotráfico y el crimen organizado, la ausencia del Estado de derecho, la hiperinflación y la falta absoluta de libertades y de democracia hacen de Venezuela un lugar del que todo mundo quiere escapar y, al mismo tiempo, al que de cierta forma todos quieren volver.

“Yo estoy aquí, pero mi cabeza anda en Venezuela”, declara con una mirada firme y cautivadora Leopoldo López, quizás el más conocido de los venezolanos afincados en Madrid. Migrante, refugiado y exiliado al mismo tiempo, como tantos más de sus paisanos, López, exalcalde del municipio caraqueño de Chacao y figura central de la oposición venezolana, soportó todo el peso de los regímenes chavista y madurista en carne propia. Años de encarcelamiento, persecución, arresto domiciliario e, incluso, un hollywoodesco escape de la embajada española en Caracas, donde se asiló temporalmente, para cruzar de incógnito la frontera con Colombia y finalmente reencontrarse con su familia en España en octubre pasado con el fin de seguir hilando fino el futuro de Venezuela, el cual ha tardado tanto y seguirá tardando en llegar.

“Libre no me siento, yo quiero volver a Venezuela”, afirma el político y líder moral de la diáspora venezolana. Y como él los cientos de miles de venezolanos que hoy tienen como casa y hogar España. No habrán de sentirse libres por lo menos hasta que su país y sus compatriotas, allende el Atlántico y el Orinoco, también puedan hacerlo. Mientras tanto, les toca, y nos toca, seguir viendo Venezuela a la distancia, pero con el corazón en la mano.

En el bar de la esquina de casa de Francisco los cafés han dado lugar a los carajillos, bien endulzados con algo de ron añejo, y en la televisión ahora retransmiten el último episodio del reality de moda, La isla de las tentaciones 3. “Está para morirse”, se oye decir a uno de los parroquianos cuando la pantalla enfoca las sinuosas curvas de Susan, arquitecta caraqueña de veintidós años y una de las solteras participantes en el concurso televisivo. “Y cómo no iba a estarlo, si es venezolana”, remata Francisco mientras se pide un chorrito más de ron para su café y así contrarrestar el frío madrileño. 

LETRAS LIBRES

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