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domingo, 26 de febrero de 2017

Peter Hujar / La herida tranquila

 



David Wojnarowcz Reclining (2), de Peter Hujar.
David Wojnarowcz Reclining (2), de Peter Hujar. THE PETER HUJAR ARCHIVE

La herida tranquila

Las fotografías de Peter Hujar devuelven la vida en Barcelona a los protagonistas del 'underground' neoyorquino


ANGELA MOLINA
26 de enero de 2017

La Fundación Maphre ofrece una exposición de Peter Hujar (1934-1987), autor más conocido por sus relaciones con otros artistas y escritores que como fotógrafo por derecho propio, aun cuando el oficio fue para él más que una obsesión: una forma de mirar el mundo. Concienzudo y enamorado de lo específico, jamás idealizó un tema. Le interesaba la belleza, pero no la ideal, sino la que era fruto de un acuerdo entre lo que encontraba en las calles, en el campo y en las relaciones con sus amigos y amantes, y aquello que deseaba. Deseo e impulso daban como resultado la imagen de una sola pierna desnuda, el mármol hecho carne en un cuerpo contorsionado, las efigies gemelas de dos vacas, un rascacielos, una casucha derrumbada.

Joel Smith, comisario de la retrospectiva y director del departamento de Fotografía de la Morgan and Library & Museum de Nueva York, institución que presta los fondos, apunta que Hujar solía alimentar el misterio sobre su pasado. “Ocultaba su infancia mediante el silencio y la distracción. Según una versión que él mismo utilizaba, era hijo de una corista de Hollywood. Si le presionaban, llegaba a admitir que era de Nueva Jersey y que se crio en una granja con sus abuelos, inmigrantes polacos”. Su padre, panadero y quizás contrabandista, le abandonó antes de nacer. Su madre era camarera y vivía -y bebía- con un corredor de apuestas. Era larguirucho y tenía un humor cambiante. Su madre lo veía como un ser “horrible”, el perfecto modelo que hubiera atraído el objetivo de Diane Arbus. Un día, borracha, le tiró una botella de alcohol a la cabeza. Tras el incidente, el joven Peter se marchó de casa. Deseaba afirmar el sentimiento de su propia individualidad y descubrió que sólo la fotografía le podía conceder ese aura.

A los dieciséis años se matriculó en la High School of Art & Design y consiguió una codiciada plaza en las clases magistrales de Richard Avedon. Empezó a frecuentar los ambientes alternativos y trash del East Village y muy pronto formó una nueva familia con sus amigos: William S. Borroughs, Andy Warhol, Fran Lebowitz, Robert Wilson, Vince Aletti, Paul Thek, David Wojnarowicz o Nan Goldin. Todos formaban parte de la arqueología social del Manhattan de los setenta y más inequívocamente de los años del SIDA. Hujar vivía una vida precaria que iba salvando con pequeños trabajos en revistas de moda y publicidad. Detestaba la economía moral del mundo artístico neoyorquino y se quejaba de no tener más reconocimiento que Robert Mapplethorpe, de quien envidiaba su “notoriedad inmerecida”.

Nunca fue un hábil retratista ni buscó un estilo propio. Prefería la tradición: retrataba a sus amantes como lo hubiera hecho Julia Margaret Cameron y escrutaba a los marineros de la calle Christopher como si fuera el geógrafo John Thomson. Sus modelos naturales italianos parecían haberse detenido momentáneamente para posar frente al ojo de August Sander; y en sus autorretratos, buscaba el espejo de Richard Avedon (le gustaba dejar a la vista los bordes negros para demostrar que él mismo había impreso el negativo). Miraba Nueva York como William Klein; y sus educados retratos de travestidos y gemelos tenían el sesgo de Diane Arbus.

La fotografía de Hujar es una herida tranquila, delicada, sin sangre, que se ahonda en la interpretación de una existencia corrompida por las metáforas de la enfermedad y contra lo que no pudo hacer nada su amiga, la ensayista y escritora Susan Sontag. En las salas de la Casa Garriga Nogués, decenas de imágenes en blanco y negro aparecen agrupadas por constelaciones, conversan unas con otras eludiendo los géneros (animal, retrato, pose de moda, ruina, paisaje) como su autor las habría mostrado. Son un tributo a una mirada desconcertada que siempre buscó la levedad.

EL PAÍS


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