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sábado, 10 de abril de 2021

Hemingway / El río de los dos corazones I

 

Ilustración de TierraBoca


Ernest Hemingway
El río de los dos corazones

“Big Two-Hearted River”

I


      El tren se perdió de vista tras una de las colinas. Nick se sentó en la mochila con la lona y ropa de cama que el encargado del vagón de equipajes había lanzado por la portezuela. No encontró ni una casa. Nada. Nada más que los rieles y la comarca arrasada por el fuego. No habían quedado rastros de las trece cantinas que ocupaban la única calle de Seney. Sólo se veían los cimientos del ex hotel, con la piedra desmenuzada en parte por el incendio. Incluso la superficie estaba devastada.


       Paseó sus ojos por la ladera, buscando las dispersas casas del pueblo que ya no existía, y al comprobarlo bajó por los rieles hasta el puente que cruzaba el río. Permaneció absorto en la contemplación del agua límpida coloreada por los guijarros del fondo. Observó los remolinos formados junto a los pilotes de madera y las truchas que se mantenían firmes en la corriente agitando las aletas. Cambiaban de posición con bruscos movimientos angulares, para volver en seguida a su inmovilidad anterior. Se quedó mirándolas largo rato.
       Las numerosas truchas que soportaban la presión de la corriente aparecían algo deformadas a través de la superficie convexa y cristalina recorrida por las suaves ondulaciones que provocaba la resistencia de los pilotes del puente. Al principio no las distinguió porque estaban en el fondo, pero luego pudo divisarlas sobre los guijarros, en la variable niebla de piedras y arena que los vaivenes de la corriente arrojaban en chorros.
       ¡Por fin lograba ver truchas después de mucho tiempo! Hacía bastante calor. Un martín pescador voló muy cerca del agua. Mientras su imagen se proyectaba sobre la superficie, una trucha enorme saltó describiendo un amplio ángulo y al acercarse a la superficie perdió la sombra que había revelado su movimiento. Los rayos del sol la hicieron bajar otra vez; su imagen pareció sobrenadar por encima del agua sin ofrecer ninguna resistencia hasta que llegó a su refugio, bajo el puente, y se detuvo firmemente, aguantando los embates de la corriente.
       Frente al panorama de las truchas que se debatían, los bancos de arena y los grandes cantos rodados que ocupaban el río hasta la profun-didad abismal del pie del peñasco. Nick experimentó de nuevo la vieja sensación de bienestar.
       Regresó donde había dejado la mochila, en un montón de ceniza, junto a los rieles. Estaba contento. Apretó el bulto con las correas y se lo echó al hombro, pasando los brazos por las cintas delanteras. Agachó la cabeza todo lo que pudo para aliviar el esfuerzo de los hombros, pero no logró disminuir el peso. Era demasiado. Tomó por el camino que corría paralelo a las vías del ferrocarril, llevando la caja de cañas de pescar en una mano. Se inclinó hacia delante para que el peso de la mochila descansara en la parte superior de su espalda y se alejó del pueblo incendiado. Hacía mucho calor. Dobló por una colina rodeada de dos alturas también devastadas y llegó al camino que conducía al campo, notando más intensamente el calor que le provocaba la presión de la pesada mochila. El camino ascendía rectamente. Resultaba muy difícil ir cuesta arriba. Le dolían los músculos. Era un día caluroso, pero Nick estaba muy contento. Y era que por aquel camino se alejaba de la necesidad de pensar, de la de escribir y de otras. Todo quedó atrás.
       Las cosas habían cambiado mucho desde que el encargado del vagón de equipajes arrojó el fardo de Nick por la portezuela. Seney era muy distinto, pero quizá se hubiera salvado algo del incendio. Así lo esperaba.
       Siguió caminando bajo un sol que le hacía sudar extraordinariamente hasta que cruzó el grupo de colinas que separaban el ferrocarril de las llanuras de pinos.
       El camino continuaba ascendiendo, aunque con algunos baches. Al llegar a la cima de la colina dejaba de ser paralelo con la ladera devastada. Nick se apoyó en un poste para quitarse la mochila. Frente a él, hasta donde llegaba su vista, se extendía la llanura de pinos. La comarca incendiada concluía a la izquierda, en el grupo de cerros. Más allá se encontraban islotes de pinos oscuros y, en lontananza, el río. Nick recorrió su extensión con la mirada, recibiendo los destellos que el sol provocaba al reflejarse en el agua.
       Sólo había pinos y más pinos hasta los terrenos altos del lago Superior, con sus colinas azules apenas visibles. Si fijaba la vista en ellas, desaparecían, pero permanecían allí si las miraba sólo a medias.
       Se sentó junto al poste carbonizado y fumó un cigarrillo. La mochila descansaba sobre la cepa, y le colgaban las correas. Su espalda había hecho un hoyo en el bulto. Mientras fumaba y estiraba un poco las piernas, atisbo la comarca. No tenía necesidad de sacar el mapa, pues se orientaba suficientemente por la posición del río.
       Observó que un saltamontes se había posado en su media de lana. El insecto era negro. Muchos de ellos habían surgido de la polvareda mientras él recorría el camino, y todos eran negros. No había encontrado ninguno de esos grandes saltamontes con alas de color amarillo y negro, o rojo y negro, que zumbaban con sus vainas oscuras al volar. Aquellos eran salta-montes comunes, pero todos de color negro fuliginoso. A Nick le llamaron la atención, aunque no pensó realmente en ellos. Al observar el insecto que mordía la lana de la media con su boca de cuatro antenas, pensó que eran negros por el hecho de vivir en la región incendiada. También calculó que el incendio debió producirse el año anterior y que los saltamontes ya eran negros. ¿Por cuánto tiempo seguirían así?
       Alargando la mano con mucho cuidado agarró al insecto por las alas. Lo volvió para mirarle el abdomen articulado, mientras sus patas se agitaban en el aire. Sí, también era negro, irisado en el tórax y con la cabeza cubierta de polvo.
       —Vamos, bicho. —Por primera vez Nick habló en voz alta—. A irse de aquí.
       Soltó el insecto en el aire y contempló su vuelo. El saltamontes se detuvo en un tronco carbonizado, al otro lado del camino.
       Nick se levantó y pasó los brazos por las correas, apoyándose con la espalda en la mochila que descansaba sobre el tronco. Después de mirar el río lejano a través del campo, bajó la ladera y se alejó del camino. Era fácil ir cuesta abajo. La comarca devastada terminaba a doscientas yardas de allí. Después crecían helechos miricáceos hasta la altura de los tobillos. Era una extensa y ondulada región con grupos de pinos, frecuentes subidas y bajadas y suelo arenoso, en donde comenzaba de nuevo la vida esplendorosa del bosque.
       Nick se orientaba por el sol. Sabía cuándo tenía que tomar rumbo al río. Mientras tanto continuó caminando por la llanura, interrumpida a veces por pequeñas cuestas o una grande y tupida isla de pinos a la derecha o la izquierda. Arrancó varios vástagos del matoso helecho y los puso bajo las correas de la mochila para que despidieran su agradable aroma al ser apretados.
       Estaba cansado y sentía mucho el calor en aquella región escabrosa y sin sombra. Podía ir al río en cualquier momento, con sólo doblar a la izquierda. La distancia no llegaba a ser de una milla, pero siguió marchando hacia el Norte, ya que quería ganar todo el terreno posible en la caminata de esa jornada.
       Al atravesar el territorio elevado divisó una de las grandes islas de pinos. Se le ocurrió bajar y luego, al acercarse a lo alto del puente, dio media vuelta y fue hacia los árboles.
       No había maleza en el islote de pinos. Los troncos eran rectos o estaban inclinados en una sola dirección, con las ramas muy altas. Algunas se entrelazaban formando una compacta sombra en el suelo. Un espacio abierto rodeaba el bosque. Al mirar, Nick notó que el piso era blando y estaba lleno de pinochas hasta más allá de la extensión de las ramas. Como los árboles habían crecido tanto y las ramas estaban tan altas, el sol quedó dueño del espacio que en otra época había cubierto de sombra. Los helechos empezaban justamente al borde de la selva.
       Después de quitarse la mochila, Nick se acostó a la sombra, contemplando los altos pinos. Se estiró bien, apoyando nuca y espalda en la tierra que parecía tan blanda. Observó el cielo por entre las ramas y cerró los ojos. Luego los abrió para mirar de nuevo. Arriba, el viento agitaba las ramas. Volvió a cerrarlos y se durmió.
       Cuando se despertó estaba yerto y entumecido. Faltaba poco para que el sol se ocultase.
       Al levantar la mochila le pareció más pesada que antes, y las correas le hacían daño en los hombros. Se agachó para recoger la caja de cuero de las cañas de pescar y, por último, se dirigió al río por el terreno pantanoso cubierto de helechos. Sabía que se encontraba a menos de una milla de él.
       El río estaba más allá del prado que se extendía desde la ladera llena de tocones. Se alegró mucho de verlo y siguió caminando río arriba. El rocío que había sucedido rápidamente al día caluroso, le empapó los pantalones. La corriente se deslizaba veloz, en medio de un profundo silencio. Cuando llegó al final de la pradera, antes de ascender a un paraje elevado para acampar, Nick contempló el río una vez más. Las truchas saltaban con inquietud, buscando los insectos que provenían de los panta-nos de la otra orilla de la que se marchaban al ponerse el sol. Los peces salían del agua para apoderarse de su presa. Hicieron eso durante todo el recorrido de Nick a lo largo de la costa. Pensó que los insectos debían estar en la superficie, pues las truchas cazaban y comían sin cesar por todas partes, formando pequeños círculos en el agua, igual que si empezara a llover.
       El terreno se elevaba, cubierto de árboles y de arena, hasta dominar la pradera, el río y el pantano.
       Después de soltar la mochila y la caja de las cañas, Nick empezó a buscar un espacio llano. Tenía mucha hambre y quería montar el campamento antes de comer. Finalmente encontró un sitio idóneo entre dos pinos. Sacó el hacha de la mochila y cortó dos raíces que sobresalían. Así niveló un trecho bastante amplio como para dormir. Alisó con la mano el suelo arenoso y arrancó de raíz todos los arbustos. El agradable aroma del helecho impregnó sus manos. Alisó el terreno hasta dejarlo bien nivelado, ya que no quería estar incómodo al acostarse.
       Después tendió sus tres mantas, una doblada a modo de colchón, y las otras encima.
       Con la ayuda del hacha cortó un trozo de madera de pino y de él sacó las estacas para la tienda. Era preciso que fuesen largas y fuertes. La mochila, al pie de un árbol, sin la tienda dentro, parecía mucho más pequeña. Nick ató la cuerda en uno de los pinos y la estiró hasta atar el extremo opuesto en otro tronco. La tienda parecía una manta de lona colgada de la tendera. Hundió en el suelo la estaca que había preparado bajo el pico trasero de la lona y luego concluyó la tienda clavando los bordes. Clavó las estacas con toda su fuerza, golpeándolas con el revés del hacha hasta enterrar las presillas de la soga. La lona quedó tirante como la piel de un tambor.
       En la entrada colocó una tela de algodón para cerrar el paso a los mosquitos. Después se deslizó bajo el mosquitero llevando varias cosas de la mochila a la cabecera de la cama. La luz pasaba a través de la lona oscura de olor agradable. Se advertía en el interior algo misterioso y doméstico. Como nada le había disgustado en todo el día, Nick se sintió feliz. Aquello era diferente, ya que tuvo que trabajar y quedó muy cansado. Había levantado su campamento y se instaló en él. Nada le molestaría. Era un sitio propio para acampar. Estaba en su hogar —construido por sus propias manos— y tenía hambre.
       Salió arrastrándose, buscó la bolsa de papel llena de clavos y sacó uno largo del fondo. Lo clavó en el pino, golpeándolo suavemente con el revés del hacha y colgó la mochila con todas sus provisiones. Allí estarían más seguras que en el suelo.
       Un apetito que nunca había sentido le incitaba sin cesar. Abrió y vació en la sartén una lata de cerdo y habas, y otra de macarrones.
       —Tengo derecho a estos manjares, ya que los llevo —dijo, y como su voz le parecía extraña en la oscuridad del bosque, no volvió a hablar.
       Inició la fogata con varios trozos de pino que había sacado de un tocón, puso la parrilla de alambre sobre el fuego, clavando las cuatro patas con su bota, y por último la sartén. Cada vez tenía más hambre. Revolvió las habas y los macarrones hasta mezclarlos, mientras se calentaban. Pronto empezaron a hervir con pequeñas burbujas que subían con dificultad a la superficie. El aroma era delicioso. Sacó también una botella de salsa de tomate y cortó cuatro rebanadas de pan. Las burbujas se producían con más frecuencia. Nick se sentó junto al fuego y levantó la sartén, volcando en el plato de hojalata más o menos la mitad del contenido, que se desparramó con lentitud. Estaba muy caliente. Puso un poco de salsa de tomate, sabiendo que las habas y los macarrones estaban todavía demasiado calientes. Miró el fuego; después, la tienda, y pensó que no valía la pena echarlo a perder todo quemándose la lengua con las prisas. Había pasado muchos años sin saborear las bananas fritas por no haberse podido acostumbrar a esperar a que se enfriaran. Tenía la lengua muy sensible.
       Estaba hambriento. Vio la niebla que se levantaba del otro lado del río, en el pantano casi oscuro. Volvió a mirar la tienda. Bueno. Por fin tomó una cucharada llena.
       —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Gracias! —dijo con alegría.
       Lo acabó todo sin acordarse siquiera del pan. Repitió y al terminar fregó el plato con el pan hasta dejarlo brillante. La última vez que había comido fue en el restaurante de la estación de Saint Ignace. Una taza de café y un sándwich de jamón fueron todo el menú en aquella ocasión. La experiencia le había salido muy bien. En el trayecto sintió mucho apetito, pero supo contenerse. Podía haber acampado antes. Había muchos lugares propicios a lo largo del río. Pero este le gustaba más.
       Avivó el fuego con dos grandes astillas de pino. Como se había olvidado de coger agua para el café, sacó de la mochila un balde plegadizo de lona y fue hasta el río, bajando por la colina y atravesando el prado. La otra orilla estaba cubierta por una niebla blanca. Al arrodillarse, sintió la humedad y el frío de la hierba. El balde se hinchó cuando lo introdujo en el agua para lavarlo. La corriente parecía de hielo. Por último, lo llenó y regresó al campamento, notando que el frío disminuía al alejarse del río.
       Clavó otro clavo grande y colgó el balde con agua. Después de llenar la cafetera hasta la mitad la puso a calentar, agregando unos cuantos trozos de leña en el fuego. Una vez había discutido con Hopkins acerca del mejor modo de preparar el café, pero no recordaba cuál había sido su punto de vista en aquella ocasión. Resolvió hacerlo hervir, método que empleaba Hopkins. Otras veces habían discutido mil cosas juntos. Mientras esperaba que hirviera el café abrió una latita de damascos. Le gustaba esta tarea. Vació el contenido en una taza de hojalata y bebió el jugo, al principio con cuidado, para no derramarlo, y luego meditativamente mien-tras chupaba la fruta. Estaban mejor que al natural.
       La tapa se levantó al hervir el líquido, y café y poso se derramaron por el borde de la cafetera hasta que Nick la sacó de la parrilla. Era un triunfo para Hopkins. Puso azúcar en la taza vacía y echó un poco de café para enfriarlo. Estaba tan caliente que tuvo que coger el asa del recipiente con su sombrero. Dejaría que se hiciese la infusión en la taza, como lo hacía Hopkins. A la memoria de Hopkins, que era un bebedor de café muy serio. Era el hombre más serio que Nick había conocido en su vida. No triste, sino serio. Hacía mucho tiempo. Hopkins hablaba sin mover los labios. Era jugador de polo y había ganado millones de dólares en Texas. Cuando se disponía a ir a Chicago en un coche prestado, recibió la noticia del descubrimiento de petróleo en sus tierras. Podía haber telegrafiado pidiendo dinero, pero hubiera tardado mucho. A su mujer la llamaban la Venus rubia. A él no le importaba porque no era, en realidad, su verdadera mujer. A veces decía confidencialmente que ninguno de ellos podría reírse de su mujer. Tenía razón. Hopkins se fue al recibir el telegrama, que tardó ocho días en llegar. Estaban en Black River. Entregó a Nick su pistola automática «Colt», de calibre 22, y la cámara fotográfica a Bill, para que los conservaran como recuerdos eternos. Convinieron en ir a pescar juntos el verano siguiente. Hop compraría un yate y efectuarían un crucero a lo largo de la costa septentrional del lago Superior. Estaba muy excitado, pero conservó su seriedad. Se despidieron con tristeza y el viaje quedó en nada, pues nunca volvieron a ver a Hopkins. Eso había ocurrido hacía mucho tiempo en el Black River.
       Nick terminó de tomar el café al estilo de Hopkins. Estaba amargo. Se echó a reír al pensar en el final del cuento. Su mente empezaba a trabajar. Estaba terriblemente cansado. Tiró el café y el poso en el fuego. Después encendió un cigarrillo y entró en la tienda. Se sentó en la cama, quitándose los zapatos y el pantalón, e hizo con ellos un bulto que le ser-viría de almohada. Luego se acostó.
       Desde el lecho veía el resplandor del fuego cuando soplaba el viento nocturno. Era una noche tranquila. En el pantano reinaba una calma perfecta. Nick se estiró cómodamente, pero un mosquito empezó a zumbar junto a su oreja. Se sentó, encendiendo un fósforo. El insecto estaba en la lona, sobre su cabeza. Nick le acercó el fósforo y oyó el silbido expiatorio del mosquito hasta que la cerilla se apagó. Volvió a acostarse, sintiendo la proximidad del sueño. Iba a ser un sueño muy profundo. Se acurrucó bajo la manta y se durmió.


(“Big Two-Hearted River”, 1925)
In Our Time (New York: Boni & Liveright, 1925)



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