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viernes, 22 de enero de 2021

Kelly Link / Piel de gato



Kelly Link

PIEL DE GATO

Catsink by Kelly Link



    Los gatos entraban y salían de la casa durante todo el día. Las puertas y ventanas quedaban abiertas, y había otras puertas —del tamaño de un gato y privadas— en los muros y en el desván. Los gatos eran grandes y muy pulcros, pero nadie sabía sus nombres (o si de hecho los tenían), a excepción de la bruja.
    Algunos gatos eran del color de la nata y otros, pintos. Otros eran más negros que el carbón. Todos colaboraban en los tejemanejes de la bruja. Algunos entraban en su habitación con cosas en la boca y, cuando volvían a salir, la tenían vacía.
    Los gatos trotaban y se movían a hurtadillas, daban brincos y se agachaban. Estaban ocupados. Con movimientos félidos, o quizá como de mecanismo de relojería, movían la cola como un péndulo peludo. No prestaban atención a los hijos de la bruja.

     
    Por aquel entonces la bruja tenía tres hijos vivos, aunque en un momento dado llegó a tener docenas, tal vez más. Nadie, y mucho menos la bruja, se había molestado en contarlos, sin embargo, tiempo atrás la casa había estado repleta de gatos y bebés.
    Como las brujas no pueden tener hijos de la forma normal —su útero está lleno de paja, ladrillos  o piedras y, cuando paren, paren gazapos, gatitos, renacuajos, casas, vestidos de seda…— y como, aun así, hasta las brujas deben tener herederos y desean ser madres, la bruja había adquirido a sus hijos por otros medios: los había robado o comprado.

    Le apasionaban los niños con cierto tono de pelo pelirrojo. No podía con los gemelos (eran un tipo de magia perversa), pero alguna vez había intentado formar un juego, como si en lugar de una familia estuviera juntando piezas para un tablero de ajedrez. Si uno dijera «el juego de piezas de ajedrez de una bruja» en lugar de «la familia de una bruja», no le faltaría razón. Puede que esto también sea cierto en el caso de otras familias.
    Una de las niñas creció de su muslo como un quiste. A otros los había hecho con cosas del jardín o pedazos de basura que los gatos le habían traído: papel de aluminio con grasa de pollo pegada, televisores rotos, cajas de cartón que los vecinos habían tirado. Siempre había sido una bruja muy ahorrativa.
    Algunos de estos niños se escaparon y otros murieron. A otros simplemente los había perdido o se los había olvidado sin querer en el autobús. Una quisiera que esos niños hubieran sido adoptados por buenas familias o devueltos a las originales. Si te prometes un final feliz para esta historia, entonces quizá deberías dejar de leer ahora mismo e imaginarte a esos niños y a esos padres, los reencuentros.

     
    ¿Sigues leyendo? La bruja, en su habitación, se estaba muriendo. Su enemigo, un brujo llamado Lack, la había envenenado. El niño Finn, que era quien probaba sus comidas, ya había muerto, así como los tres gatos que lamieron el plato hasta que quedó limpio. La bruja sabía quién la había matado y le arrebataba pedacitos de tiempo al proceso de morirse, aquí y allá, para llevar a cabo su venganza. Una vez hubo solucionado satisfactoriamente la cuestión del escarmiento y le había dado forma en su cabeza como una bola de cordel negro, empezó a dividir sus pertenencias entre los tres hijos que le quedaban.
    En la comisura de los labios tenía restos de vómito, y junto a la cama había un cuenco lleno de un líquido negro. La habitación olía a pis de gato y cerillas mojadas. La bruja jadeaba como si estuviera dando a luz su propia muerte.
    —Flora se quedará con mi automóvil —dijo— y también con mi monedero, que nunca estará vacío mientras dejes una moneda en el fondo, mi querida, mi despilfarradora, mi derrochadora, mi gota de veneno, mi preciosa, preciosa Flora. Y cuando yo haya muerto, toma la carretera frente a la casa y dirígete hacia el oeste. Éste es mi último consejo.
    Flora, la mayor de los hijos que le quedaban a la bruja, era pelirroja y elegante. Ya llevaba mucho tiempo esperando su muerte, pero había sido paciente. Le dio un beso en la mejilla y dijo:
    —Gracias, madre.
    La bruja la miró, tan cansada. Veía la vida de Flora desplegada ante ella, plana como un mapa. Quizá a todas las madres les alcance la vista para eso.
    —Jack, amor mío, mi nido de pájaro, mi mordisco, mi migaja de gachas de avena —dijo la bruja—, a ti te dejo los libros. Adonde voy, no los necesitaré. Y cuando te marches de la casa, emprende camino hacia el este y nunca te lamentarás más que ahora.
    Jack, que una vez fue un pequeño fardo de plumas, ramitas y cáscara de huevo atados con un cordel deshilachado, era un muchacho robusto, casi un hombre. Si era capaz de leer, solamente los gatos lo sabían. Pero asintió y besó los labios grises de su madre.
    —¿Y qué puedo dejarle a mi chico, a mi Pequeño? —dijo la bruja entre convulsiones antes de volver a vomitar en el cuenco. Los gatos se apresuraron hacia el borde para inspeccionar el vómito. La bruja hundió los dedos en la pierna de Pequeño—. Oh, es duro, durísimo para una madre tener que abandonar a sus hijos (aunque he hecho cosas peores). Los niños necesitan una madre, aunque se trate de una como la que yo he sido.
    Se secó los ojos, a pesar de que sea un hecho confirmado que las brujas no pueden llorar.
    Pequeño, que aún dormía en la cama de la bruja, era el más joven de sus hijos (quizá no tan joven como crees). Se sentó en la cama y si no lloraba era porque los hijos de las brujas no tienen a nadie que les enseñe para qué sirve el llanto. Se le estaba partiendo el corazón.
    Pequeño sabía hacer malabares y cantar, y todas las mañanas cepillaba y trenzaba la larga y sedosa cabellera de la bruja. Todas las madres desearían tener un niño como él, un chico de cabeza ensortijada, aliento dulce y corazón tierno como Pequeño, que sabe hacer una buena tortilla y que tiene buena voz para cantar y mucho cuidado con el cepillo.
    —Madre —dijo—, si tienes que morir, que así sea. Y si yo no puedo ir contigo, haré lo que pueda por seguir viviendo y hacer que estés orgullosa de mí. Dame el cepillo como recuerdo y yo mismo encontraré mi camino en el mundo.
    —En ese caso, puedes quedarte con él —le dijo la bruja a Pequeño, mirándolo y jadeando, resollando—. Eres al que más quiero: te dejo mi caja de yesca y las cerillas, además de mi venganza. Harás que me sienta orgullosa de ti, o de lo contrario no conozco a mis hijos.
    —¿Qué hacemos con la casa, madre? —dijo Jack. Lo dijo como si no le importara.
    —Cuando haya muerto, la casa no le servirá a nadie para nada. Yo la parí, fue hace mucho, mucho tiempo; la crié cuando no era más que una casita de muñecas. Oh, era la casita de muñecas más querida y mimada. Tenía ocho habitaciones, un tejado de zinc y una escalera que no llevaba a ninguna parte. Pero yo la cuidaba y la mecía en la cuna hasta que se dormía, y llegó a convertirse en una casa de verdad. Mira cómo ha velado por mí, su progenitora, mira cómo sabe el deber que tiene un hijo para con su madre. Y quizá podáis ver cómo está ahora, cómo sufre, cómo está enfermando por verme morir así. Dejádsela a los gatos, ellos sabrán qué hacer con ella.

     
    Durante todo este tiempo los gatos han estado entrando y saliendo de la casa con prisa, trayendo cosas y llevándose otras. Parece como si nunca fueran a aflojar el paso, a descansar, a echar una cabezadita, como si nunca fueran a tener tiempo de dormir o morirse, o incluso de llorar su muerte. Tienen cierto aspecto señorial, como si la casa ya fuera suya.

     
    La bruja vomita barro, pelo, botones de cristal, soldaditos de plomo, paletas de albañil, alfileres para sombreros, chinchetas, cartas de amor (con la dirección equivocada o sin suficientes sellos pero jamás leídas) y una docena de regimientos de hormigas rojas, cada una de ellas tan larga y ancha como una alubia. Cruzan a nado el peligroso cuenco apestoso, trepan por el borde y desfilan por el suelo formando una cinta reluciente. Llevan pedacitos de tiempo entre las mandíbulas. Incluso en trozos así de pequeños el tiempo es pesado, pero las hormigas tienen las mandíbulas y las patas muy fuertes. Ahí van, marchando por el suelo, por la pared, hasta salir por la ventana. Los gatos miran, pero no interfieren. La bruja respira entrecortadamente, tose y se queda inmóvil. Sus manos golpean la cama una vez y después se quedan quietas. Aun así, los hijos esperan para estar seguros de que está muerta y que no tiene nada más que decir.
     
    En casa de la bruja, a veces los muertos son muy parlanchines.
     
    Sin embargo, esta vez la bruja no tiene nada más que decir.
     
    La casa gime y los gatos empiezan a maullar lastimeramente mientras entran y salen de la habitación como si se hubieran dejado algo atrás y tuvieran que ir a cazarlo (pero nunca lo encontrarán). Y los hijos, por fin comprenden que saben llorar, pero a pesar de eso la bruja sigue inmóvil y en silencio. Tiene una ligera sonrisa en los labios, como si todo hubiera ocurrido de acuerdo con sus deseos. O quizá tenga muchas ganas de llegar a la siguiente parte de la historia.

     
    Los hijos enterraron a la bruja en una de las casitas de muñecas que no había terminado de crecer. La metieron a presión en el salón de la planta baja y derribaron las paredes interiores de manera que la cabeza descansaba sobre la mesa de comedor que había en el rincón de la cocina y los tobillos pasaban por la puerta de una habitación. Pequeño le cepilló el pelo y, como no sabía qué querría ponerse ahora que estaba muerta, le puso todos los vestidos, uno encima del otro, y otro y otro hasta que apenas podía distinguir los pálidos brazos y piernas bajo las capas de enaguas, abrigos y vestidos. No tenía importancia: una vez cerraron la casita con clavos, todo lo que podían ver era la corona roja que era su cabeza a través de la ventana de la cocina y los tacones gastados de los zapatos de baile golpeando contra las persianas del dormitorio.
    Jack, que era un manitas, se las arregló para ponerle ruedecillas a la casita de muñecas, además de unas correas para poder tirar de ella. Se las ataron a Pequeño y él estiraba mientras que Flora empujaba y Jack hablaba con la casita y la convencía para que avanzara colina arriba, y después colina abajo hasta el cementerio, con los gatos corriendo junto a ellos.

     
    Los gatos empiezan a tener un aspecto gastado, como si estuvieran mudando el pelaje. Parece como si tuvieran la boca muy vacía. Las hormigas se han marchado desfilando por el bosque hasta el pueblo, y han hecho un hormiguero en tu jardín con los pedazos de tiempo. Si sujetas una lupa sobre el hormiguero para ver cómo bailan y se queman, el tiempo se incendiará y tú tendrás que lamentarlo.

     
    Al otro lado de la valla del cementerio, los gatos habían cavado una tumba para la bruja. Los hijos inclinaron la casita hasta que cayó dentro con la ventana de la cocina por delante. Entonces se dieron cuenta de que no era suficientemente profunda y la casita se quedó cabeza abajo, con cara de estar incómoda. Pequeño se echó a llorar (ahora que había aprendido a hacerlo, parecía que se iba a pasar la vida practicando), pensando en lo horrible que sería pasar la muerte y el resto de la eternidad patas arriba y mal enterrada, sin ni siquiera sentir la lluvia cuando caiga sobre los tablones descubiertos de la casita y se cuele por dentro, te llene la boca y te ahogue, y tengas que morir de nuevo siempre que llueva.
    La chimenea de la casita se había partido y había caído al suelo. Uno de los gatos la recogió y se la llevó como si fuera un recuerdo. Se la llevó al bosque, se la comió bocado a bocado y salió de esta historia para entrar en otra. Pero eso no nos concierne.
    El resto de los gatos traía tierra en la boca y la amontonaba alrededor de la casita con las zarpas. Los hijos también ayudaron y, al terminar, habían conseguido enterrar bien a la bruja, de modo que sólo se veía la ventana de la habitación: una pequeña hoja de cristal sobre una pequeña colina de tierra, como un ojo.
    De camino a casa Flora se puso a flirtear con Jack. Quizá le gustara cómo le quedaba la ropa negra que se puso para el funeral. Hablaron de lo que pensaban ser ahora que ya eran mayores. Flora quería encontrar a sus padres; era una chica muy guapa, alguien querría cuidar de ella. Jack dijo que le gustaría casarse con una mujer rica, y de esta manera empezaron a hacer planes.
    Pequeño caminaba algo rezagado mientras los escurridizos gatos se le metían por entre las piernas y se frotaban contra sus tobillos. Tenía el cepillo de la bruja en el bolsillo y deslizaba los dedos por el mango de cuerno tallado buscando consuelo.
    Cuando llegaron a casa, el edificio tenía un aspecto peligroso y desconsolado, como si hubiera empezado a separarse de sí mismo. Flora y Jack no quisieron volver a entrar. Abrazaron a Pequeño con amor y le preguntaron si no quería ir con ellos. Le hubiera gustado, pero ¿quién se iba a ocupar de los gatos de la bruja, de la venganza? Así que los vio partir juntos hacia el norte. ¿Desde cuándo hacen caso los hijos a sus madres?

     
    Jack ni siquiera se ha molestado en llevarse la biblioteca de la bruja: dice que en el maletero no cabe todo. Cuenta con Flora y su monedero mágico.

     
    Pequeño se sentó en el jardín y cuando tuvo hambre comió hierba, fingiendo que era pan y leche y tarta de chocolate. Bebió agua de la manguera del jardín. Cuando empezó a oscurecer se sintió más solo que en toda su vida y los gatos de la bruja no le hicieron mucha compañía. Él no les dijo nada y ellos tampoco tenían nada que contarle sobre la casa, el futuro, la venganza de la bruja o dónde se suponía que iba a dormir. Siempre había dormido con ella en la cama, así que finalmente bajó la colina y regresó al cementerio.
    Algunos de los gatos seguían encaramándose a la tumba, cubriendo la base del túmulo con hojas, hierba, plumas y su propio pelo. Era una especie de nido mullido en el que tumbarse. Cuando Pequeño se quedó dormido con la mejilla pegada al frío cristal de la ventana del dormitorio y la mano enroscada alrededor del cepillo que tenía dentro del bolsillo, los gatos aún estaban atareados —los gatos siempre tienen algo que hacer—; pero cuando se despertó en mitad de la noche, estaba envuelto de pies a cabeza en los cálidos cuerpos de los gatos, que olían a hierba.
    Tiene una cola enrollada como una cuerda alrededor de la barbilla y se oye el murmullo de las respiraciones; bigotes y zarpas se mueven nerviosamente, panzas sedosas suben y bajan rítmicamente. Todos los gatos están sumidos en un sueño desesperado, agotado, abrumado; todos menos uno: una gata blanca que está sentada junto a su cabeza, observándolo. Pequeño no la había visto nunca y aun así la conoce, de la misma manera que uno conoce a las personas que lo visitan en sueños. Es blanca por todas partes, excepto por los mechones y flecos rojizos de las orejas, cola y patas, como si alguien le hubiera bordado un ribete de fuego.
    —¿Cómo te llamas? —dice Pequeño. Nunca ha hablado con los gatos de la bruja.
    La gata levanta una pata y se lame un lugar íntimo; después lo mira.
    —Puedes llamarme Madre —dice.
    Pero Pequeño niega con la cabeza, no puede llamar así a una gata. Enterrado bajo la manta de gatos, al otro lado de la ventana, el tacón español de la bruja bebe luz de luna.
    —Muy bien, en ese caso puedes llamarme La venganza de la bruja —dice la gata. No mueve el morro, sino que la oye hablar dentro de su cabeza. Tiene la voz peluda y penetrante, como una manta hecha de agujas—. Y puedes cepillarme el pelaje.
    Pequeño se sienta desplazando en el acto a varios gatos dormidos y saca el cepillo del bolsillo. Las cerdas le han dejado hileras de pequeñas hendiduras en la rosácea palma de la mano, como si fueran alguna especie de código. Si lo pudiera leer, diría: «Cepíllame el pelaje.»
    Pequeño cepilla el pelaje de La venganza de la bruja. Tiene tierra y un par de hormigas rojas, que saltan y salen disparadas. La venganza de la bruja baja la cabeza hasta el suelo y las atrapa entre sus fauces. El montón de gatos que los rodea se estira y bosteza. Hay cosas que hacer.
    —Tienes que quemar la casa —dice La venganza de la bruja—. Eso es lo primero.
    El cepillo de Pequeño se engancha en un mechón enredado y la gata se gira y le da un mordisquito en la muñeca. Después le lame aquel punto sensible entre el pulgar y el índice.
    —Ya es suficiente —dice—, tenemos trabajo que hacer.
    Así que todos vuelven a la casa. Pequeño da traspiés en la oscuridad, alejándose cada vez más y más de la tumba de la bruja mientras los gatos corretean junto a él con los ojos encendidos como antorchas y ramitas en la boca como si fueran a construir un nido, una canoa, una valla para mantener alejado al mundo. Cuando llegan, la casa está iluminada y repleta de más gatos y montones de astillas y ramitas. Hace un ruido peculiar, como si alguien respirara dentro de un instrumento de música. Pequeño se da cuenta de que los gatos están maullando incesantemente mientras entran y salen por las puertas para recoger más yesca.
    —Primero debemos cerrar todas las puertas —dice La venganza de la bruja.
    Entonces Pequeño cierra las puertas y ventanas de la planta baja y sólo deja abierta la de la cocina. La venganza de la bruja cierra los pestillos de las puertas secretas, las de los gatos, las del desván y el tejado y las del sótano. No queda abierta ni una sola puerta secreta. Ahora todo el ruido está concentrado en el interior y Pequeño y La venganza de la bruja están fuera.
    Todos los gatos han entrado por la puerta de la cocina, no queda ni uno en el jardín. Pequeño los ve a través de las ventanas, disponiendo los montones de ramitas. La gata se sienta junto a él y observa.
    —Ahora enciende una cerilla y tírala dentro.
    Pequeño la enciende. La lanza dentro. A cualquier chico le gusta prender fuego.
    —Ahora cierra la puerta de la cocina —dice La venganza de la bruja, pero Pequeño no puede. Los gatos están dentro. La gata se yergue sobre sus patas traseras y empuja la puerta. Dentro, la cerilla encendida hace que algo prenda. El fuego se extiende por el suelo y las paredes. Los gatos se prenden y corren hacia otras habitaciones de la casa. Pequeño lo ve todo por las ventanas. Se queda de pie con la cara pegada al cristal, que al principio está frío, después caliente y al final ardiendo. Gatos encendidos con ramitas en llamas en la boca se apelotonan contra la puerta de la cocina y el resto de puertas de la casa, pero están todas cerradas. Pequeño y La venganza de la bruja se quedan en el jardín, viendo cómo se quema la casa de la bruja con los libros de la bruja, los sofás de la bruja, las ollas de la bruja y los gatos de la bruja; sus gatos —todos los gatos— se queman.


    Jamás deberías quemar una casa. Nunca deberías hacer arder un gato. Nunca deberías quedarte mirando sin hacer nada mientras una casa se quema. Nunca deberías escuchar a una gata que te dice que hagas cualquiera de estas cosas. Deberías escuchar a tu madre cuando te dice que dejes de mirar, que te vayas a la cama, que te duermas. Deberías escuchar a la venganza de tu madre.

     
    Jamás deberías envenenar a una bruja.

     
    Por la mañana, Pequeño se despertó en el jardín, cubierto de una capa grasienta de hollín. La venganza de la bruja estaba acurrucada sobre su pecho, durmiendo. La casa seguía en pie, pero las ventanas se habían derretido y desparramado por la pared.
    La gata se despertó, se desperezó y lavó a Pequeño con su lengua de piel de tiburón. Exigió que la cepillara y después entró en la casa y salió cargando un pequeño fardo. Colgaba de su boca, sin huesos, como un gatito.
    Pequeño se dio cuenta de que era una piel de gato, sólo que dentro ya no estaba el animal. La venganza de la bruja lo dejó caer sobre su regazo.

     
    Lo cogió, y algo brillante cayó de dentro de la ligera piel holgada. Era una moneda de oro, aceitosa y resbaladiza, cubierta de grasa. La venganza de la bruja sacó docenas tras docenas de pieles de gato y dentro de cada una de ellas había una moneda. Mientras Pequeño contaba su fortuna, la gata se arrancó una de las uñas de un mordisco y sacó un pelo largo del cepillo de la bruja. Se sentó en la hierba con las patas cruzadas como una modista y se puso a coser un saco con las pieles.
    Pequeño empezó a temblar. No tenía nada para desayunar más que hierba, que estaba negra y calcinada.
    —¿Tienes frío? —le dijo La venganza de la bruja. Dejó el saco a un lado y escogió otra piel, una negra y bonita, y con una garra afilada le hizo un tajo por el centro—. Voy a hacerte un traje bien cálido.
    Utilizó la piel de un gato negro y la de un gato manchado, e hizo un ribete alrededor de las patas a rayas grises y blancas.
    —¿Sabías que una vez se libró una batalla exactamente en este pedazo de terreno? —le dijo a Pequeño mientras cosía.
    Pequeño negó con la cabeza.
    —Dondequiera que haya un jardín —dijo La venganza de la bruja rascando la tierra con las garras—, te prometo que hay personas enterradas debajo. Mira.
    Arrancó un pequeño grumo marrón, se lo metió en la boca y lo limpió con la lengua. Cuando lo escupió, Pequeño vio que se trataba de un botón de marfil de regimiento. La venganza de la bruja desenterró más botones —como si los botones de marfil crecieran en el suelo— y se los cosió a la piel de gato. Le hizo una capucha con dos agujeros para los ojos y unos bigotes, y cosió cuatro colas a la parte trasera del traje, como si la que ya tenía la piel no fuera suficiente para Pequeño. A cada una le puso un cascabel.
    —Póntelo —le dijo a Pequeño.
    Pequeño se puso el traje y los cascabeles tintinearon. La gata se rió.
    —Eres un gato muy guapo —le dijo—. Cualquier madre estaría orgullosa.
    El interior del traje de gato es suave y se le pega un poco a la piel. Cuando se pone la capucha, el mundo desaparece. Sólo puede ver algunos fragmentos de intenso color a través de los agujeros para los ojos —hierba, oro, la gata sentada con las piernas cruzadas mientras cose el saco de pieles—, y el aire se cuela por la holgada costura, donde la piel cae por su propio peso sobre su pecho y alrededor de los enormes ojales para los botones. Pequeño sujeta las colas con una zarpa torpona y sin dedos como si fueran un puñado de anguilas, y las agita de un lado a otro para escuchar el tintineo. El ruido de los cascabeles y el olor a quemado y a hollín, la cálida pegajosidad del traje, la sensación de su nuevo pelaje al rozar la tierra… Pequeño se queda dormido y sueña que cientos de hormigas vienen, lo levantan y lo llevan con cuidado a la cama.

     
    Cuando Pequeño se quitó la capucha, vio que La venganza de la bruja había terminado de trabajar con la aguja y el hilo, así que la ayudó a llenar el saco con el oro. La gata se irguió sobre sus patas traseras, cogió el saco y se lo echó al hombro. Las monedas chocaron unas con otras, maullando y bufando. La bolsa arrastraba por el suelo recogiendo cenizas y dejando una estela de color verde, pero La venganza de la bruja se paseaba como si estuviera cargando un saco lleno de aire.
    Pequeño se volvió a tapar con la capucha, se puso a cuatro patas y echó a trotar tras la gata. Dejaron la verja del jardín abierta de par en par y fueron hacia el bosque, hacia la casa donde vivía el brujo Lack.

     
    El bosque es más pequeño que antes. Pequeño está creciendo y el bosque se encoge. Han cortado árboles y construido casas. Han aplanado el césped y hecho carreteras. Pequeño y La venganza de la bruja caminaban junto a una de ellas cuando pasó un autobús escolar: los niños miraron por la ventana y se rieron al ver a la gata caminar erguida y, justo detrás, a Pequeño con el traje de gato. Él levantó la cabeza y escudriñó el autobús a través de los agujeros de la capucha.
    —¿Quién vive en esas casas? —le preguntó a La venganza de la bruja.
    —Pequeño, ésa no es la pregunta correcta —le dijo ella mirándolo por encima del hombro sin perder el paso.
    «Miau», dice el saco de piel de gato. «Tin, tin, tin.»
    —Entonces, ¿cuál es?
    —Pregúntame quién vive debajo de las casas.
    —¿Quién vive debajo de las casas? —preguntó obediente Pequeño.
    —¡Muy buena pregunta! Verás, no todo el mundo puede dar a luz su propia casa, sino que en general la mayoría de personas dan a luz a sus hijos. Y cuando tienes hijos necesitas una casa en la que meterlos. Así que, hijos y casas: la mayoría de las personas paren lo primero y se construyen lo segundo, es decir, las casas. Hace mucho, mucho tiempo, cuando un hombre y una mujer iban a construir una, primero hacían un agujero en el suelo y dentro erigían una pequeña habitación, una casa diminuta de madera de un solo espacio. Entonces robaban o compraban un niño para meterlo en la casita del agujero, para que viviera allí. Después, sobre la casita, edificaban su propia casa.
    —¿Hacían una puerta en la tapa de la casita? —dijo Pequeño.
    —No hacían puerta —dijo La venganza de la bruja.
    —Entonces, ¿cómo salía el niño o la niña?
    —El niño o la niña se quedaba dentro. Vivían allí toda su vida, y siguen viviendo debajo de las casas habitadas por personas. Y las personas que viven en las casas de arriba entran y salen según les viene en gana y jamás se paran a pensar en que bajo sus pies hay casitas con niños pequeños sentados dentro de las pequeñas habitaciones.
    —¿Y qué pasa con los padres y las madres? ¿No iban a buscar a sus hijos?
    —Ah —dijo La venganza de la bruja—, a veces sí y a veces no. Después de todo, ¿quién vivía debajo de la suya? Pero eso era hace mucho tiempo. Ahora la mayoría de la gente cuando construye una casa entierra un gato en vez de un niño. Por eso a los gatos se les llama gatos domésticos y por eso no podemos hacer el tonto: como ves, por aquí están haciendo varias obras.

     
    Efectivamente. Atraviesan claros donde hay hombres cavando pequeños agujeros. Al principio Pequeño se quita la capucha y camina erguido, pero después se la vuelve a poner y avanza a gatas, cuanto más pequeño y sigiloso mejor, como un gato. Sin embargo los cascabeles de las colas zangolotean y las monedas que lleva La venganza de la bruja en el saco hacen tin tin tin y miau, y los hombres dejan de trabajar para verlos cuando pasan.

     
    ¿Cuántas brujas hay en el mundo? ¿Alguna vez has visto una? Si la vieras, ¿te darías cuenta de que lo es? ¿Qué harías? Y ya que estamos, ¿sabes identificar un gato a simple vista? ¿Estás seguro?

     
    Pequeño siguió a La venganza de la bruja y le salieron callos en las rodillas y en las yemas de los dedos. Le hubiera gustado cargar con la bolsa de vez en cuando, pero pesaba demasiado. ¿Que cuánto? Tú tampoco habrías podido con ella.
    Bebían en los arroyos y por la noche abrían el saco de piel de gato y se metían dentro a dormir. Cuando tenían hambre chupaban las monedas, que parecían sudar una grasa dorada, cada día más. Por el camino, La venganza de la bruja cantaba una canción:
     
No tengo madre
     
    ni mi madre tuvo madre
     
    ni su madre tuvo madre
     
    ni su madre tuvo madre
     
    ni su madre tuvo madre
     
    y tú no tienes madre
     
    que te cante esta canción.

     
    Las monedas del saco también cantaban, miau, miau y los cascabeles de las colas de Pequeño marcaban el ritmo.

     
    Todas las noches Pequeño le cepilla el pelaje a La venganza de la bruja y todas las mañanas ella lo lame de arriba abajo sin descuidar ese sitio detrás de las orejas y el otro detrás de las rodillas. Entonces él se vuelve a poner el traje de gato y ella lo acicala de nuevo.

     
    A veces estaban en el bosque y a veces el bosque se convertía en un pueblo; entonces La venganza de la bruja le contaba a Pequeño historias sobre las personas que vivían en las casas y los niños que vivían en las casitas de debajo de las casas. Una vez, en el bosque, la gata le enseñó a Pequeño un lugar donde había habido una. Sólo quedaban las piedras de los cimientos tapizadas de musgo y la columna de la chimenea, que se sostenía con cuerdas gruesas y hiedra enroscada.
    La venganza de la bruja golpeó el terreno cubierto de hierba avanzando en la dirección de las agujas del reloj, alrededor de los cimientos, hasta que tanto ella como Pequeño oyeron un ruido sordo. Se puso a cuatro patas y arañó la tierra, abriendo una brecha con las zarpas y el morro hasta que vieron un pequeño tejado de madera. La venganza de la bruja lo golpeó y Pequeño se puso a dar latigazos con las colas.
    —Bueno, Pequeño, ¿quieres que arranquemos el tejado y dejemos que el pobre niño se marche?
    Pequeño se acercó sigilosamente al agujero que había hecho la gata. Acercó la oreja y escuchó, pero no oyó absolutamente nada.
    —Ahí dentro no hay nadie —dijo.
    —Puede que sea tímido. ¿Le dejamos salir o le dejamos en paz?
    —¡Déjale salir! —dijo Pequeño, pero lo que realmente quería decir era «¡Déjale en paz!». O quizá dijera «¡Déjale estar!» aunque lo que pensó era lo contrario. La venganza de la bruja lo miró y entonces Pequeño creyó escuchar algo —justo debajo de donde él estaba agachado, petrificado—, un sonido muy débil: como si alguien arañara el mugriento tejado enterrado.
    Pequeño se alejó de un salto. La venganza de la bruja cogió una piedra y con ella le atizó al tejado con tanta fuerza que lo hundió. Cuando inspeccionaron el interior, no encontraron nada más que negrura y un olor apenas perceptible. Sentados en el suelo, esperaron a ver qué salía de allí, pero no salió nada. Después de un rato la gata cogió el saco de piel de gato y se pusieron en camino.
    Después Pequeño soñó varias noches que alguien, algo, los seguía. Era pequeño y flaco, blanquecino, sucio; tenía frío y estaba asustado. Otra noche se marchó sigilosamente y Pequeño nunca supo adónde fue. Pero si vas a esa parte del bosque donde estuvieron sentados esperando junto a los cimientos de piedra, puede que te encuentres con lo que liberaron.

     
    Nadie sabía por qué la bruja madre de Pequeño y el brujo Lack se habían peleado, aunque la bruja madre de Pequeño había muerto por ello. El brujo Lack era un hombre guapo y quería muchísimo a sus hijos. Los había robado de las cunas y camas de palacios, feudos y harenes. Los vestía con ropa de seda tal como correspondía a su condición, y llevaban coronas de oro y comían en platos de oro. Bebían de copas de oro. Se decía que a los hijos de Lack no les faltaba de nada.
    Puede que el brujo Lack hiciera algún comentario sobre la manera en que la bruja madre de Pequeño estaba educando a sus hijos, o quizá ella presumió de sus cabelleras pelirrojas. Pero podría haber sido cualquier otra cosa: las brujas tienen mucho orgullo y adoran las peleas.
    —¡Mira  qué monstruosidad! —le dijo La venganza de la bruja a Pequeño cuando por fin llegaron a la casa del brujo Lack—. Yo he hecho zurullos más bonitos que enterré entre las hojas. Y ese olor… ¡es como una cloaca! ¿Cómo podrán los vecinos soportar el hedor?
    Los brujos no tienen útero, así que tienen que conseguir sus casas por otros medios o comprárselas a brujas. Pero a Pequeño le pareció una casa muy aceptable. Desde cada ventana lo observaba un príncipe o una princesa mientras él estaba sentado sobre sus cuartos traseros a la entrada del jardín, junto a La venganza de la bruja. No dijo nada, pero echaba de menos a sus hermanos y hermanas.
    —Ven conmigo —dijo la gata—. Nos alejaremos un poco y esperaremos a que el brujo Lack vuelva a casa.
    Pequeño la siguió hacia el bosque y después de un rato dos de las hijas salieron de la casa con sendas cestas de oro. Se dirigieron hacia el bosque y se pusieron a recoger moras.
    La venganza de la bruja y Pequeño se sentaron entre las zarzas y esperaron.

     
    Corría algo de viento y Pequeño pensaba en sus hermanos. Pensó en el sabor de las moras; en la sensación que producen en la boca, que no se parece para nada al sabor de la grasa.
    La gata se acurrucó contra la riñonada de Pequeño y se puso a desenredarle con la lengua un mechón de pelaje que tenía anudado al final de la espalda. Las princesas cantaban.
    Pequeño decidió que quería vivir en el zarzal con La venganza de la bruja. Vivirían a base de moras y espiarían a los niños que se acercaran a recogerlas, y la gata se cambiaría el nombre. Tenía la palabra «Madre» en la boca, junto con el sabor de los frutos.
    —Ahora tienes que salir —dijo La venganza de la bruja— y comportarte como un gatito. Hazte el juguetón, persíguete la cola. Hazte el tímido, pero no demasiado. No hables mucho. Deja que te acaricien, y no muerdas.
    Le dio un empujoncito en el trasero y Pequeño salió rodando de entre las zarzas para caer a los pies de las hijas del brujo Lack.
    —¡Mira! ¡Qué gatito tan mono! —dijo la princesa Georgia.
    —Pero tiene cinco colas… —dijo su hermana Margaret—. Nunca he visto un gato que necesitara tantas. Además tiene la piel adornada con botones y es casi tan grande como tú.
    De todos modos, Pequeño se puso a dar brincos y hacer cabriolas. Agitaba las colas para hacer sonar los cascabeles y después fingía asustarse. Escapaba de ellas y después las perseguía. Ambas princesas dejaron los cestos medio llenos de moras en el suelo y le hablaron; lo llamaron «minino tonto».
    Al principio no se acercaba a ellas, pero poco a poco fingió sentirse conquistado. Dejó que lo mimaran y le dieran moras. Persiguió la cinta del pelo de una de ellas y se tumbó panza arriba para que admiraran las hileras de botones. La princesa Margaret tiró de su piel con los dedos y después deslizó la mano entre la holgada piel de gato y la piel del chico. Él le apartó la mano con la zarpa y Georgia, la hermana de Margaret, dijo a sabiendas que a los gatos no les gusta que les acaricien la tripa.
    Ya se habían hecho buenos amigos cuando La venganza de la bruja salió del zarzal y, de pie sobre las patas traseras, se puso a cantar:
     
No tengo hijos
     
    y mis hijos tampoco
     
    ni sus hijos
     
    tienen hijos
     
    ni sus hijos
     
    tienen bigotes
     
    ni cola.
     
    Al verla, las princesas Margaret y Georgia se echaron a reír y la señalaron. Nunca habían oído cantar a un gato y tampoco habían visto ninguno que caminara sobre sus patas traseras. Pequeño agitó las cinco colas con furia, arqueó la espalda y el pelo de la piel de gato se le puso de punta. También se rieron de eso.
    Cuando volvieron del bosque con los cestos a rebosar de moras, Pequeño las perseguía muy de cerca, acechante, y La venganza de la bruja las seguía a pie. Pero había dejado el saco de oro escondido entre las zarzas.

     
    Esa noche, cuando el brujo Lack regresó al hogar, traía las manos llenas de regalos para sus hijos. Uno de ellos corrió a recibirlo a la puerta.
    —¡Ven a ver quién ha seguido a Margaret y Georgia desde el bosque! ¿Podemos quedarnos con ellos?
    Nadie había puesto la mesa para la cena, los hijos del brujo Lack no se habían sentado a hacer los deberes y en la sala del trono del brujo Lack había un gato de cinco colas dando vueltas y vueltas sobre sí mismo mientras que una segunda gata se había sentado con total insolencia en su trono. La gata se puso a cantar:
     
¡Sí!
     
    la casa de vuestro padre
     
    es la casa más reluciente
     
    más marrón, más grandiosa
     
    más cara,
     
    y de más dulce fragancia
     
    que jamás
     
    haya salido
     
    ¡de un culo!

     
    Los hijos del brujo Lack se echaron a reír, hasta que vieron allí de pie al brujo, su padre. Entonces se quedaron en silencio y Pequeño dejó de dar vueltas.
    —¡Tú! —dijo el brujo Lack.
    —¡Yo! —dijo La venganza de la bruja antes de dar un salto desde el trono.
    Antes de que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, ya tenía las fauces encajadas en el cuello del brujo Lack; en un abrir y cerrar de ojos le desgarró la garganta. Lack abrió la boca para hablar y de ella salió tanta sangre que el pelaje de La venganza de la bruja parecía más rojo que blanco. El brujo Lack cayó muerto y las hormigas rojas desfilaron desde el agujero del cuello y de la boca sujetando pedazos de tiempo entre las mandíbulas con la misma fuerza que la gata había apretado la garganta del brujo Lack entre las suyas. Finalmente, soltó al brujo y lo dejó tendido en el suelo sobre su propia sangre mientras atrapaba las hormigas y se las comía rápidamente, como si hubiera pasado hambre durante mucho tiempo.
    Mientras esto ocurría, los hijos del brujo Lack se quedaron de pie y miraron sin hacer nada. Pequeño se quedó sentado en el suelo con las colas enroscadas alrededor de las zarpas. Los hijos no hicieron nada, ninguno de ellos. Estaban demasiado sorprendidos. La  venganza de la bruja, con la tripa llena de hormigas y el morro manchado de sangre, se puso en pie y los inspeccionó con la mirada.
    —Ve a buscar el saco de piel de gato —le dijo a Pequeño.
    Pequeño se dio cuenta de que aún podía moverse, aunque a su alrededor los príncipes y princesas estaban absolutamente inmóviles. La venganza de la bruja los miraba fijamente.
    —Necesitaré que alguien me ayude —dijo Pequeño—. Pesa demasiado para mí.
    La gata bostezó. Se lamió la zarpa y se dio unas palmaditas en el morro.
    —Muy bien —dijo ella—. Llévate a ese par de chicas fuertes: las princesas Margaret y Georgia. Ya conocen el camino.
    Las princesas Margaret y Georgia, al darse cuenta de que también podían moverse, empezaron a temblar. Reunieron todo su coraje y acompañaron a Pequeño de la mano, fuera de la sala del trono, sin mirar a su padre, el brujo Lack, de regreso al bosque.
    Georgia se echó a llorar, pero la princesa Margaret le dijo a Pequeño:
    —¡Déjanos marchar!
    —¿Adónde iréis? —dijo Pequeño—. El mundo es un lugar peligroso y en él hay personas que se portarán mal con vosotras.
    Se quitó la capucha y la princesa Georgia lloró aún más.
    —Déjanos marchar —dijo la princesa Margaret—. Mis padres son el rey y la reina de un país que está a menos de tres días a pie de aquí. Estarán contentos de volvernos a ver.
    Pequeño no dijo nada. Llegaron al zarzal y envió a la princesa Georgia a buscar la bolsa de piel de gato. Volvió llena de arañazos y sangrando, pero con el saco en la mano. Se había enganchado en las zarzas y se había roto. Las monedas de oro salieron rodando como lustrosas gotas de grasa y cayeron al suelo.
    —Tu padre mató a mi madre —dijo Pequeño.
    —Y esa gata, ese diablo que está al servicio de tu madre, nos matará a nosotros. ¡O peor aún! —dijo la princesa Margaret—. ¡Déjanos marchar!
    Pequeño levantó el saco de piel de gato, pero dentro ya no había monedas: la princesa Georgia estaba de rodillas recogiéndolas y metiéndoselas en los bolsillos.
    —¿Era buen padre? —preguntó Pequeño.
    —Él pensaba que sí —dijo la princesa Margaret—, pero no me entristece que haya muerto. Cuando crezca seré reina y haré una ley para matar a todas las brujas del reino; y a sus gatos, también.
    A Pequeño le entró miedo. Cogió el saco y corrió hasta la casa del brujo Lack mientras las princesas se quedaban solas en el bosque. Si llegaron a la casa de los padres de la princesa Margaret o si cayeron en manos de ladrones, si se quedaron a vivir en el zarzal o si la princesa creció y mantuvo la promesa de librar el reino de brujas y gatos, Pequeño no lo llegó a saber jamás, y yo tampoco. Tú tampoco lo sabrás.

     
    Cuando regresó a la casa del brujo Lack, La venganza de la bruja se dio cuenta inmediatamente de lo que había pasado.
    —No importa —dijo.
    En la sala del trono no había hijos, príncipes ni princesas. El cuerpo del brujo Lack yacía en el suelo, pero La venganza de la bruja lo había despellejado como a un conejo y había hecho una bolsa con la piel. Ésta se retorcía y daba sacudidas y los costados se movían arriba y abajo como si en algún lugar de su interior Lack siguiera con vida. La venganza de la bruja sujetaba el saco de piel de brujo con una zarpa, y con la otra estaba metiendo un gato por el cuello del saco. Mientras lo forzaba a entrar, el gato lloraba. La bolsa estaba llena de llantos, pero los restos del brujo Lack descansaban lánguidos, flácidos.
    En el suelo, junto al cadáver desollado, había un montón de coronas de oro y, suspendidas en una corriente de aire, unas cosas transparentes y apergaminadas volaban por la habitación con expresión de sorpresa en los delgados rostros de piel mudada.
    Había gatos escondidos en los rincones de la habitación y debajo del trono.
    —¡Atrápalos! —dijo La venganza de la bruja—. Pero deja en paz a los tres más bonitos.
    —¿Dónde están los hijos del brujo Lack? —preguntó Pequeño.
    La venganza de la bruja asintió mirando a su alrededor.
    —Como puedes ver —dijo—, les he quitado la piel a todos. Debajo eran todos gatos. Eso es lo que son ahora pero, si esperáramos un año o dos, mudarían la piel y se convertirían en algo nuevo. Los hijos nunca paran de crecer.
    Pequeño los persiguió por toda la habitación; eran rápidos, pero él lo era más. Eran ágiles, pero él más. Hacía más tiempo que llevaba el traje de gato. Los condujo hacia el otro lado de la sala y allí La venganza de la bruja los pilló y los metió en el saco. Al final, en la sala del trono quedaron solamente tres: el trío de gatos más bonito que te puedas imaginar. El resto estaba dentro de la bolsa.
    —Bien hecho, y muy rápido —dijo La venganza de la bruja.
    Sacó una aguja y cosió el cuello de la bolsa. Mientras el pellejo del brujo Lack sonreía a Pequeño, uno de los gatos sacó la cabeza por la boca manchada y maulló. Entonces la gata también cosió la boca y el otro agujero, aquel por donde había salido la casa. Para que los gatos pudieran respirar, sólo dejó abiertas las orejas, los agujeros de los ojos y las fosas nasales, que estaban llenas de pelo.
    Se echó el pellejo repleto de gatos al hombro y se puso en pie.
    —¿Adónde vas? —preguntó Pequeño.
    —Estos gatos tienen madre y padre. Tienen madres y padres que los echan mucho de menos.
    Miró a Pequeño fijamente y él decidió no repetir la pregunta, así que esperó en la casa con las dos princesas y el príncipe en sus nuevos trajes de gato mientras La venganza de la bruja iba al río. Quizá los llevara al mercado y los vendiera. O puede que llevara a cada gato a su hogar, a su madre y padre, al reino en el que habían nacido. A lo mejor no se preocupó demasiado por asegurarse de que cada niño fuera devuelto a los padres correspondientes; después de todo, tenía mucha prisa, y por la noche todos los gatos son pardos.
    Nadie vio hacia  dónde se dirigió, pero el mercado está más cerca que los palacios de los reyes y reinas cuyos hijos había robado Lack, y el río lo está todavía más.
    Cuando la gata regresó a la casa del brujo, echó un vistazo a su alrededor. Empezaba a apestar de lo lindo y ahora hasta Pequeño lo notaba.
    —Supongo que la princesa Margaret te dejó que te la follaras —dijo La venganza de la bruja como si hubiera estado pensando en ello mientras hacía recados—, y por eso las dejaste marchar. No me importa, era una gatita guapa. Puede que incluso yo la hubiera dejado marchar —miró el rostro de Pequeño y vio que estaba confundido—. No importa.
    Tenía entre las zarpas un pedazo de cordel y un tapón de corcho que había untado con un trozo de grasa que le había cortado al brujo Lack. Ensartó el corcho en el cordel, dijo que era un ratoncito veloz, y engrasó también el cordel. Entonces le dio a comer el escurridizo corcho al gato atigrado que estaba acurrucado en el regazo de Pequeño. Cuando recuperó el corcho lo volvió a embadurnar y se lo dio a comer al gatito negro y después al de las zarpas delanteras blancas, de modo que tuvo a los tres gatos en el cordel.
    Cosió el desgarrón del saco de piel de gato y Pequeño metió dentro las coronas de oro. Cuando terminó, pesaba casi tanto como antes. La venganza de la bruja lo cogió y Pequeño agarró el cordel engrasado entre los dientes, así que cuando salieron de la casa del brujo Lack, a los tres gatos no les quedó más remedio que correr tras él.

     
    Pequeño enciende una cerilla y, al marcharse, prende la casa del brujo muerto, Lack. Pero la mierda arde poco a poco, si es que arde, y puede que esa casa todavía esté en llamas a no ser que alguien haya ido a apagarla. Y puede que algún día alguien vaya a pescar al río cerca de aquella casa y que su anzuelo se enganche en un saco lleno de príncipes y princesas empapados, apenados y retorciéndose dentro de los trajes de gato. Ésta es una de las maneras de pescar marido o mujer.
     
    Pequeño y La venganza de la bruja caminaron sin descanso con los tres gatos a la zaga. Caminaron hasta llegar a un pequeño pueblecito muy cercano al lugar donde la bruja madre de Pequeño había vivido, y allí se instalaron en una habitación que la gata le alquiló a un carnicero. Cortaron el cordel engrasado, compraron una jaula y la colgaron de un gancho en la cocina. Dentro metieron a los tres gatos, pero Pequeño compró collares y correas, y de vez en cuando se la ponía a uno de ellos y lo sacaba de paseo.
    Alguna vez se vestía con su propio traje de gato e iba a merodear por ahí, pero si La venganza de la bruja lo pillaba así, lo regañaba. Uno puede comportarse como en el campo o como en la ciudad, y para entonces Pequeño ya era un chico de ciudad.
    La venganza de la bruja se ocupaba de la casa. Limpiaba, cocinaba y por las mañanas le hacía la cama a Pequeño. Como todo gato de bruja, siempre estaba atareada. Fundió las coronas de oro en una olla de guisar y acuñó monedas.
    Llevaba un vestido de seda, guantes y un velo tupido, y salía a hacer los recados en un hermoso carruaje con Pequeño a su lado. Abrió una cuenta en un banco y a él lo matriculó en una escuela privada. Compró un terreno donde construir una casa y todas las mañanas, sin importar cuánto llorara él, enviaba a Pequeño al colegio. Pero por las noches se quitaba la ropa y dormía sobre su almohada, y él le cepillaba el pelaje blanco y rojizo.
    A veces, por las noches, ella se agitaba y lloriqueaba, y cuando él le preguntaba que qué estaba soñando, ella contestaba: «¡Hay hormigas! ¿No puedes quitármelas con el cepillo? Si me quieres, date prisa y cógelas todas.»
    Pero nunca había hormigas.
    Un día, cuando Pequeño llegó a casa, el gatito de las zarpas blancas había desaparecido. Le preguntó por él a La venganza de la bruja y ella le dijo que el gatito se había caído de la jaula y también por la ventana al jardín. Que antes de que supiera qué hacer, un grupo de personas había llegado y se lo había llevado.
    Algunos meses después se mudaron a una casa nueva y, siempre que salía o entraba por la puerta, Pequeño caminaba con mucho cuidado, imaginándose al gatito en la oscuridad, debajo del umbral, bajo sus pies.

     
    Pequeño creció. No hizo amigos en el pueblo ni en la escuela, pero cuando eres lo suficientemente grande no necesitas tenerlos.
    Un día alguien llamó a la puerta mientras él y La venganza de la bruja cenaban. Al abrir, Pequeño se encontró con Flora y Jack. Ella llevaba un abrigo grisáceo de segunda mano y él parecía más que nunca un saco de huesos.
    —¡Pequeño! —dijo Flora—. ¡Cómo has crecido!
    Se echó a llorar y se retorció las hermosas manos.
    —¿Y quién eres tú? —dijo Jack mirando a La venganza de la bruja.
    —¿Qué quién soy yo? Soy la gata de tu madre y tú eres un manojo de palos secos con un traje dos tallas demasiado grande. Pero no se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces.
    Jack soltó una carcajada y Flora dejó de llorar. Le echó un vistazo a la casa, que era luminosa, grande y estaba bien decorada.
    —Tenemos sitio para los dos —dijo la gata—, si a Pequeño no le importa.
    Pequeño creía que le iba a estallar el corazón de lo contento que estaba por volver a tener a su familia. Llevó a Flora a una habitación y a Jack a otra. Entonces bajaron todos y cenaron por segunda vez. Pequeño y La venganza de la bruja escucharon mientras Flora y Jack narraban sus aventuras, también los gatos de la jaula colgante.
    Un ladrón se había llevado el monedero de Flora y, después de vender el automóvil de la bruja, perdieron el dinero en una partida de cartas. Flora encontró a sus padres, pero eran un par de sinvergüenzas que no querían nada con ella (era demasiado mayor para volver a venderla, se habría dado cuenta de lo que estaban tramando). Empezó a trabajar en unos grandes almacenes y Jack vendía entradas  en un cine. Se pelearon e hicieron las paces y después se enamoraron de otras personas y sufrieron muchos desengaños. Finalmente decidieron regresar a la casa de la bruja para ver si podían ocuparla o si quedaba algo que pudieran llevarse y vender.
    Pero claro, la casa estaba quemada. Mientras discutían sobre qué hacer, Jack olió a Pequeño, su hermano, en el pueblo. Y así habían llegado hasta allí.
    —Ahora viviréis aquí, con nosotros —dijo Pequeño.
    Jack y Flora contestaron que no podían. Tenían ambiciones, explicaron. Planes. Se iban a quedar una semana o dos y después se marcharían. La venganza de la bruja asintió y dijo que le parecía una idea sensata.
    Todos los días, Pequeño regresaba de la escuela y salía con Flora en una bicicleta para dos. O si no, se quedaba en casa y Jack le enseñaba a sostener una moneda entre dos dedos, y cómo seguir al huevo de tacita en tacita. La venganza de la bruja les enseñó a jugar al bridge , pero no dejaba que Flora y Jack formaran pareja. Se peleaban como si fueran marido y mujer.
    —¿Qué quieres? —le preguntó un día Pequeño a Flora. Estaba apoyado en ella deseando ser gato todavía para sentarse en su regazo. Olía a secretos—. ¿Por qué tienes que volver a irte?
    Flora le dio palmaditas en la cabeza.
    —¿Que qué quiero? —dijo. ¡Eso es fácil! No tener que preocuparme nunca por el dinero. Quiero casarme con un hombre y saber que nunca me engañará ni me abandonará —al decirlo miró a Jack.
    —Yo quiero una esposa rica que no sea respondona —dijo Jack—. Que no se quede todo el día en la cama con las sábanas por encima de la cabeza, llorando y diciendo que no soy más que un saco de huesos. —Y cuando lo hubo dicho miró a Flora.
    La venganza de la bruja paró de tejer el jersey que estaba haciendo para Pequeño. Miró a Flora, después a Jack y por último a Pequeño.
    Pequeño fue a la cocina y abrió la puerta de la jaula. Sacó ambos gatos y se los llevó.
    —Aquí tenéis —dijo—. Un marido para ti, Flora; y una esposa para Jack. Un príncipe y una princesa; los dos son guapos, bien educados y no me cabe duda de que también serán ricos.
    Flora cogió el macho.
    —¡No te rías de mí, Pequeño! —dijo—. ¿Desde cuándo las personas se casan con gatos?
    —El truco está en guardar la piel de gato en un escondite seguro. Si se enfadan o te tratan mal, les coses de nuevo la piel, los metes en un saco y los tiras al río.
    Entonces rajó la piel del traje del gato atigrado y Flora se encontró abrazada a un hombre desnudo. Dio un grito y lo dejó caer al suelo. Era un hombre guapo y bien formado que tenía aires principescos. No se trataba de un hombre que se pudiera confundir con un gato. Se puso en pie e hizo una reverencia muy elegante, a pesar de estar desvestido. Flora se sonrojó, pero parecía contenta.
    —Ve a buscar ropa para el príncipe y la princesa —le dijo La venganza de la bruja a Pequeño y, cuando volvió, había una princesa desnuda escondida detrás del sofá a la que Jack lanzaba miradas lascivas.
    Unas semanas después se celebraron dos bodas y Flora se marchó con su marido y Jack con su princesa nueva. Puede que hasta vivieran felices y comieran perdices.
    —Para ti no tenemos esposa —le dijo la gata a Pequeño.
    Pequeño se encogió de hombros.
    —Todavía soy demasiado joven.

     
    Por mucho que intente evitarlo, Pequeño está creciendo y la piel de gato apenas le abarca los hombros. Los botones no cierran bien cuando se los abrocha. Ha empezado a salirle el pelaje de adulto, el pelaje de persona. Por las noches, sueña.
    El tacón español de la bruja que fue su madre repiquetea contra el cristal. La princesa espera en el zarzal. Se sujeta el vestido para poder ver el pelo de gato que tiene ahí abajo. Ahora está debajo de la casa. Quiere casarse con él, pero si la besa, la casa se hundirá. Flora y él vuelven a ser niños en casa de la bruja. Ella se levanta la falda y dice «¿ves el conejito?». Ahí abajo hay un conejo que lo mira, pero no se parece a ningún conejo que él haya visto jamás. Él le dice: «Yo tengo un gato», pero no es lo mismo.
    Por fin se da cuenta de lo que ocurrió con esa cosa pequeña, desnuda y hambrienta del bosque, y de adónde fue. Se metió dentro de su piel de gato mientras dormía y después entró dentro de él, dentro de su piel de Pequeño. Ahora está acurrucado en su pecho y sigue teniendo frío, hambre y tristeza. Se lo está comiendo desde dentro, haciéndose más y más grande, hasta que un día ya no quede Pequeño, sólo aquel niño famélico y sin nombre con una piel de Pequeño encima.
    Pequeño gime entre sueños.
    La piel de La venganza de la bruja está llena de hormigas que se salen por las costuras y desfilan por las sábanas para morderle. Le muerden debajo de los brazos y entre las piernas, donde le está creciendo el pelaje. Le duele, le duele. Sueña que La venganza de la bruja se despierta, se acerca a él y lo lame hasta que el dolor se funde. La hoja de cristal se funde. Las hormigas se alejan desfi— lando, formando una hebra larga y grasienta.
    —¿Qué quieres? —dice La venganza de la bruja.
    Pequeño ya no está soñando.
    —¡Quiero a mi madre! —dice.
    La luz de la luna entra por la ventana que hay sobre la cama. Con la luz, La venganza de la bruja es muy hermosa, parece una reina, una navaja, una casa en llamas, una gata. Su pelaje reluce. Tiene los bigotes tiesos como la mecha de una vela, cera e hilo.
    —Tu madre está muerta —dice La venganza de la bruja.
    —Quítate el pelaje —dice Pequeño. Está llorando y la gata le lame las lágrimas. Le pica toda la piel y debajo de la casa algo pequeño gime sin cesar—. Devuélveme a mi madre.
    —Oh, cariño mío —dice su madre, la bruja, La venganza de la bruja—. No puedo hacerlo, estoy llena de hormigas. Si me lo quito, las hormigas se derramarán y no quedará nada de mí.
    —¿Por qué me has dejado  solo?
    —Nunca te he dejado solo —dice su madre, la bruja—, ni siquiera un minuto. Cosí mi muerte a una piel de gato para poder quedarme contigo.
    —¡Quítatela! ¡Deja que te vea! —dice Pequeño estirando de las sábanas como si fuera la piel de gato de su madre.
    La venganza de la bruja niega con la cabeza. Tiembla y agita la cola hacia un lado y hacia el otro.
    —¿Cómo puedes pedirme algo así y cómo puedo negártelo yo? —dice ella—. ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Mañana por la noche. Pídemelo de nuevo mañana por la noche.
    Y a Pequeño no le queda más remedio que conformarse con eso. Se pasa la noche cepillando el pelaje de su madre. Con los dedos busca las costuras de su piel de gato. Cuando bosteza, le mira dentro de la boca con la esperanza de verle la cara aunque sólo sea un instante. Siente cómo se va haciendo cada vez más pequeño. Por la mañana será tan menudo que cuando intente ponerse la piel de gato, apenas podrá abrocharse los botones. Será tan pequeño, tan afilado, que podrías confundirlo con una hormiga y, cuando La venganza de la bruja bostece, él se deslizará sigilosamente dentro de su hocico, se adentrará en su tripa y la buscará. Si es posible, le ayudará a cortar la piel de gato para que pueda salir de nuevo y vivir con él en el mundo exterior, pero si ella no quiere salir, entonces él tampoco lo hará. Vivirá allí dentro, igual que los marineros aprenden a vivir en la panza del pez que se los ha comido, y se ocupará de las tareas dentro de la casa que es la piel de su madre.

     
    Éste es el final del cuento. La princesa Margaret crece y mata brujas y gatos. Si no lo hace, entonces lo tendrá que hacer otra persona. Las brujas no existen, y los gatos tampoco; sólo personas vestidas con trajes de piel de gato. Tienen sus motivos para hacerlo y ¿quiénes somos nosotros para decirles que no vivan así, felices hasta el final de sus vidas, hasta que las hormigas se hayan llevado todo el tiempo que existe para construir con él algo nuevo y mejor?


Kelly Link
Magia para lectores



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