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domingo, 24 de diciembre de 2017

Javier Marías / Berta Isla / Reseña





Débora Vásquez

24 de diciembre de 2017


Javier Marías (Madrid, 1951), el articulista, no es el mismo Marías que escribe ficción. El de las columnas de El País es prácticamente un personaje de Thomas Bernhard, solo contra el mundo, incorrecto, como sólo pueden serlo los verdaderos honestos, y un denunciador serial contra el feminismo reaccionario, la kermés separatista de Cataluña, la jibarización de la inteligencia en la era de la selfie, el boom de las series norteamericanas, el dudoso anhelo de querer pertenecer a una minoría oprimida. El otro, el escritor, es más reflexivo, menos irritable, más vulnerable y argumentativo y, sin embargo, cosecha los mismos enemigos. Porque los detractores no respetan los campos de batalla y los odios trascienden los géneros literarios. Por eso, ante el anuncio de la publicación de cada nuevo libro del escritor español, ya se esparce la maledicencia de los murmuradores, los envidiosos, que desde las sombras, como las fatídicas brujas de Macbeth, no cesan de augurar la caída en desgracia de su pluma: “Dicen que esta novela es un fiasco. Es peor que la anterior”.

Sin embargo, las malas lenguas no han podido torcer el destino del caballero español, porque Marías ha tomado hasta ahora el recaudo de ser siempre igual a sí mismo. Para sus lectores, empezar un libro suyo –y Berta Isla, su novela más reciente, no es la excepción– tiene algo de déjà-vu. Uno siente que estuvo ahí antes, en ese universo paralelo en donde los dons pasean los faldones de sus togas, asisten a high tables y conversan con fellows, en ese paisaje sembrado de colleges que, por momentos, nos hace sentir en una novela del siglo pasado o de ciencia ficción, porque Oxford, esa ciudad en la que transcurre ésta y tantas otras de sus historias, es ciertamente “un lugar desterrado del universo”.

Pero el sello de Marías va más allá de una ubicación geográfica. Es una sintaxis en espiral de frases que giran alrededor de un pensamiento hasta marearlo. Es el ritmo de una prosa que parece haber sido escrita para ser leída en voz alta. Son los diálogos que, de tan bien articulados, de tan ávidos de llegar a las últimas consecuencias de una argumentación, resultan casi actuados por los personajes que los enuncian, bellos e inteligentes todos, como salidos de un linaje hessiano de elegidos, y bendecidos además con algún don. En este caso, por ejemplo, la extraordinaria habilidad para imitar acentos extranjeros de Tomás Nevinson, el marido de la Berta del título.

En Berta Isla Marías explora el tema del hombre que vuelve a su hogar, su patria, después de un largo alejamiento. Imposible asegurar si la razón de la ausencia tuvo que ver con una guerra (¿la de Malvinas?) porque lo que los servicios secretos británicos le encargan a Tomás Nevinson luego de reclutarlo nunca se revela. No es ésta una novela de espías convencional. Es una novela sobre lo que hacen los espías cuando no ofician de topos, en sus francos, sus tiempos muertos. Y, ante todo, es una novela sobre la mujer que comparte la vida con ese impostor, la mujer que está sola y espera, la que imagina las miles de posibilidades del otro que no regresa. El subtexto más evidente es el de La Odisea de Homero, una odisea moderna vista desde el punto de vista de una Penélope madrileña, que vendría a ser Berta Isla.

Pero hablar de un único subtexto en Marías sería injusto. También están El coronel Chabert de Balzac y La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis, dos tramas inversamente proporcionales: la del hombre que vuelve de la guerra y no es reconocido y la del que adopta una identidad falsa y es tomado por verdadero. En ese cubo de Rubik de revenants encaja la novela, que nunca escatima en cadáveres, imaginarios o no. No es exagerado decir que a los personajes de Marías siempre les sale al cruce un muerto. Y a partir de entonces cambian las reglas de juego, se activan las culpas y los enroques morales.

Acaso sean las secuelas de los versos desperdigados de T. S. Eliot, la insistencia sobre un célebre fragmento del Enrique V de Shakespeare, o esa manía de ralentizar ciertas escenas, agregándole planos imposibles a un mismo movimiento; lo cierto es que las maniobras de distracción de Marías son infalibles y al terminar de leer Berta Isla el lector no puede dejar de preguntarse cómo es que nos hizo caer una vez más en la misma trampa, cómo es que no supo ver lo que siempre estuvo ahí.

LA NACION



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