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domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza I



Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

I

 A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.
    Aquel verano yo tenía diecisiete años y era completamente feliz. Los «demás» eran mi padre y Elsa, su amante. Antes que nada quiero explicar esa situación, que puede parecer falsa. Mi padre tenía cuarenta años y era viudo desde hacía quince. Era un hombre todavía joven, lleno de vitalidad, de posibilidades, y, al salir yo del internado, dos años antes, no me costó entender que viviese con una mujer. Más difícil me resultó aceptar que tuviese una distinta ¡cada seis meses! Pero pronto su encanto, esa vida novedosa y fácil, y mi propia predisposición me hicieron adaptarme. Era un hombre despreocupado, hábil en los negocios, siempre curioso y enseguida cansado, que gustaba a las mujeres. Lo quise de inmediato, y de todo corazón, porque era bueno, generoso, alegre y cariñosísimo conmigo. No cabía imaginar mejor amigo ni más jovial. En los inicios de aquel verano extremó su amabilidad hasta preguntarme si la compañía de Elsa, su amante de turno, me importunaría durante las vacaciones. No pude por menos de animarle, pues sabía que necesitaba a las mujeres y que, por otra parte, Elsa no supondría estorbo alguno para nosotros. Era una chica alta y pelirroja, entre galante y mundana, que hacía de extra en los estudios y se exhibía en los bares de los Campos Elíseos. Era simpática, bastante simple y no tenía pretensiones serias. Además, demasiado contentos estábamos ambos de marcharnos como para poner la menor traba a lo que fuese. Mi padre había alquilado, en el Mediterráneo, una gran casa con jardín, blanca, apartada, preciosa, con la que soñábamos desde los primeros calores de junio. Se alzaba sobre un promontorio, dominando el mar, rodeada por un bosque de pinos que la ocultaba desde la carretera. Un sendero descendía hasta una cala dorada, bordeada de rocas rojizas, donde se mecía el mar.
    Los primeros días fueron deslumbrantes. Pasábamos horas en la playa, achicharrados bajo el sol, bronceándonos poco a poco con un color sano y dorado, salvo Elsa, cuya piel se ponía roja y acababa pelándose entre tremendos dolores. Mi padre se dedicaba a complicados ejercicios con las piernas para eliminar un amago de barriga incompatible con sus condiciones de Don Juan. Tan pronto amanecía, me iba al agua, un agua fresca y límpida en la que me hundía, en la que me agotaba haciendo mil desordenados movimientos para purificarme de las sombras y el polvo de París. Me tumbaba después en la arena, cogía un puñado, lo dejaba escurrir entre los dedos y la arena caía en una lluvia amarillenta y suave. Pensaba que se escapaba como el tiempo, que eso era una idea fácil y que resultaba grato tener ideas fáciles. Era el verano.
    El sexto día vi a Cyril por primera vez. Iba costeando con una pequeña embarcación de vela y zozobró delante de nuestra cala. Le ayudé a recuperar sus cosas y, entre risas, me enteré de que se llamaba Cyril, era estudiante de derecho y pasaba las vacaciones con su madre en una casa cercana. Tenía un rostro latino, muy moreno, muy abierto, con algo equilibrado, protector, que me gustó. Con todo, yo huía de esos estudiantes universitarios, brutales, preocupados por sí mismos, sobre todo por su juventud, en la que encontraban tema para un drama o pretexto para su hastío. Prefería con mucho a los amigos de mi padre, cuarentones que me hablaban con cortesía y cariño, me trataban con dulzura de padres y amantes. Pero Cyril me gustó. Era alto y a ratos guapo, de una belleza que inspiraba confianza. Sin compartir con mi padre esa aversión por la fealdad que nos llevaba con frecuencia a alternar con gente estúpida, yo experimentaba frente a las personas desprovistas de todo encanto físico una especie de apuro, de vacío; esa resignación de algunos a no agradar se me antojaba una tara deshonrosa. Porque, ¿qué buscábamos, sino agradar? Todavía no sé hoy si ese afán de conquista no oculta un exceso de vitalidad, un deseo de dominio o la necesidad furtiva, inconfesada, de sentirse seguro de sí mismo, amparado.
    Cyril, al despedirse, me ofreció enseñarme a navegar a vela.
    Regresé a cenar, sin poderlo apartar de mi pensamiento, y no participé, o muy poco, en la conversación; apenas reparé en lo nervioso que estaba mi padre. Después de cenar nos tumbamos en unas hamacas, en la terraza, como todas las noches. El cielo estaba cuajado de estrellas. Yo las miraba, esperando vagamente que se desprendieran y comenzasen a surcar el cielo en su caída. Pero sólo estábamos a principios de julio y no se movían. En la grava de la terraza cantaban las cigarras. Debían de ser miles, y estar ebrias de calor y de luna para lanzar ese estridente grito durante noches enteras. Me habían explicado que se limitaban a frotar los élitros, pero prefería creer en aquel canto gutural, instintivo, como el de los gatos en celo. Se estaba bien. Tan sólo unos granitos de arena entre la piel y la camisa me impedían sucumbir a los suaves embates del sueño. Fue entonces cuando mi padre carraspeó y se incorporó en la hamaca.
    —Tengo que anunciaros que va a llegar alguien —dijo.
    Cerré los ojos con desesperación. ¡Tanta tranquilidad no podía durar!
    —Vamos, dinos quién —gritó Elsa, siempre ávida de cosas mundanas.
    —Anne Larsen —dijo mi padre, y se volvió hacia mí.
    Le devolví la mirada, demasiado atónita para reaccionar.
    —Le dije que viniera si se sentía demasiado cansada con las colecciones y… va a venir.
    Nunca se me hubiera ocurrido. Anne Larsen era una antigua amiga de mi pobre madre y tenía escaso trato con mi padre. Sin embargo, dos años atrás, al salir yo del internado, mi padre, que no sabía qué hacer conmigo, me había enviado a vivir con ella. Y ella, en una semana, me había vestido con gusto y me había enseñado a vivir. Despertó en mí una admiración apasionada que supo encauzar hábilmente hacia un joven de su círculo habitual. Le debía, pues, mis primeras elegancias y mis primeros amores, y le estaba muy agradecida. A los cuarenta y dos años era una mujer muy seductora y solicitada, con un hermoso rostro altivo y hastiado, lleno de indiferencia. Esa indiferencia era lo único que podía reprochársele. Era amable y distante. Todo en ella denotaba una voluntad constante, una serenidad de ánimo que intimidaba. Con ser divorciada y libre, no se le conocía ningún amante. Además, no teníamos las mismas relaciones: ella alternaba con gente fina, inteligente, discreta, y nosotros con gente bulliciosa, sedienta, a quien mi padre sólo exigía que fuese guapa y divertida. Creo que nos despreciaba un poco a mi padre y a mí por nuestra afición a las diversiones y trivialidades, como despreciaba todo exceso. Sólo nos reunían algunas cenas de negocios —ella se dedicaba a la costura y mi padre a la publicidad—, el recuerdo de mi madre y mis esfuerzos, pues aunque ella me intimidaba la admiraba mucho. En definitiva, aquella súbita llegada sólo podía ser un contratiempo si se pensaba en la presencia de Elsa y en las ideas de Anne sobre la educación.
    Elsa subió a acostarse tras formular una multitud de preguntas sobre la situación social de Anne. Yo me quedé a solas con mi padre y me senté en los escalones, a sus pies. Él se inclinó y apoyó las dos manos en mis hombros.
    —¿Por qué eres tan desgarbada, mi amor? Pareces un gatito salvaje. Me gustaría tener una hija guapa y rubia, un poco llenita, con ojos de porcelana y…
    —No es ese el caso —dije—. ¿Por qué has invitado a Anne? Y ella, ¿por qué ha aceptado?
    —Tal vez para ver a tu viejo padre. Nunca se sabe.
    —No eres el tipo de hombre que pueda interesar a Anne. Es demasiado inteligente y se respeta demasiado a sí misma. ¿Y Elsa? ¿Has pensado en Elsa? ¿Te imaginas las conversaciones entre Anne y Elsa? Yo no.
    —No se me había ocurrido —confesó—. Lo cierto es que me asusta un poco. Cécile, mi vida, ¿y si nos volvemos a París?
    Rio despacito acariciándome la nuca. Me volví y lo miré. Le brillaban los ojos oscuros, con graciosas arruguillas que acentuaban las comisuras, y encogía levemente la boca. Parecía un fauno. Me eché a reír con él, como cada vez que se buscaba complicaciones.
    —Mi viejo cómplice —dijo—. ¿Qué haría yo sin ti?
    Y tan convencido, tan tierno era su tono de voz que comprendí que de veras habría sido desgraciado sin mí. Hasta entrada la noche, hablamos del amor y de sus complicaciones. A los ojos de mi padre, estas eran imaginarias. Rechazaba por sistema las nociones de fidelidad, de seriedad, de compromiso. Me explicó que eran arbitrarias, estériles. En otra persona tales opiniones me hubieran desagradado. Pero sabía que, en su caso, ello no excluía ni la ternura ni la devoción, sentimientos a los que se entregaba con mayor facilidad de la que quisiera, máxime por estimarlos provisionales. Ese concepto de las cosas me seducía: amores rápidos, violentos y pasajeros. A mi edad no seduce mucho la fidelidad. Sabía muy poco todavía del amor: citas, besos y hastíos.




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