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viernes, 24 de julio de 2020

Últimas tardes con Marsé




Últimas tardes con Marsé

Lector empedernido de novelas policíacas (como Arlt, como Onetti, como Vázquez Montalbán) entró en la literatura con el cuidado de un orfebre, un relojero de la estructura novelesca y de sus procedimientos. Su cumbre literaria: 'Si te dicen que caí'

J.J. Armas Marcelo
20 de julio de 2020

Su humanidad y su literatura no caben en una simple semblanza a la hora de su muerte. De modo que me remito a la memoria del amigo para despedirlo por escrito y recordarlo para siempre leyendo sus espléndidas novelas literarias. Lector empedernido de novelas policíacas (como Arlt, como Onetti, como Vázquez Montalbán), entró en la literatura con el cuidado de un orfebre, un relojero de la estructura novelesca y de sus procedimientos. Su cumbre literaria: Si te dicen que caí, título que le regaló Jaime Gil de Biedma, aunque antes su orfebrería verbal había impregnado literariamente todas sus novelas. Era un escritor de pasión vocacional. Varias veces, a lo largo de nuestra amistad, me dijo en medio del camino que no iba a escribir más. El rumor se extendió por Barcelona, los despachos editoriales y las tertulias de escritores. Si fue cansancio, lo fue temporal, porque después siguió escribiendo hasta el final, y quién sabe -se verá, como dijo el maestro Zen- si ha dejado algunos inéditos, alguna novela de las suyas, relatos del Pijoaparte o nuevas geografías del Ginardó o de otros barrios de Barcelona.
Pasé un mes, una vez en el verano, en Calafell, en una casa al borde de la playa que me prestó Ricardo Muñoz Suay, amigo de los dos, irónico más allá del sarcasmo y personaje muy divertido. Entonces tuve ocasión de beber todas las tardes de aquel inmenso y fantástico verano con Marsé, Joaquina, Barral, Ivonne y otros parroquianos de Calafell, y en L´Espineta, en la orilla del mar, supe lo que eran los tragos catalanes, los matambres y las conversaciones de aquellos escritores de los que me hice amigo en los primeros años 70 del siglo pasado. Ya había leído todo Marsé, el de hasta entonces, y me había dado cuenta como lector que el novelista era de los grandes y que su vida estaba encerrada desde el principio con un solo juguete: esta cara de la luna que fue para él la escritura y la lectura de novelas. ¿Hizo escuela? Los que vinieron detrás, generaciones más jóvenes, lo respetaron siempre, pero, que yo sepa, sólo Cercas se le acerca en los territorios urbanos de la novela. Como escribía en español, los nuevos escritores catalanes, aún con su respeto, no lo siguieron, y Marsé se sonreía sin rencor ni resabio: «Ya son otra cosa». Volamos juntos a Cuba, anduvimos por Ramblas hasta altas horas de la madrugada barcelonesa, caminamos los barrios Gótico, el Raval y el barrio chino catalán. Muchas noches las pasamos entre tragos viendo los espectáculos del Bagdad y asistiendo al salón Bohemia, donde las sabias mujeres de la calle bailaban y cantaban los boleros de sus fracasos con un candor y una vitalidad que asombraba. En aquella época éramos muy jóvenes, yo más que él, y aguantábamos el tirón de los alcoholes, los licores y el humo de la noche como soldados de combate en las trincheras del Vietnam.
Cuando, en 1979, se realizó el Congreso de Escritores de la Lengua Española en Las Palmas de Gran Canaria, el lumpen de la «literatura canaria» hizo un esfuerzo para demostrar su rechazo a la celebración del encuentro internacional. En su rueda de prensa se llevaron a Marsé. Cuando regresó al Hotel IBERIA, me invitó a la barra del bar y con una sonrisa, me dijo: «Eso, nada, una cojonada. Una mierda». Lo mismo me diría años más tarde, durante el viaje a Cuba, cuando nos llevó la Ministra Carmen Alborch y observó la ruinosa traición de las élites castrista se los principios de la Revolución cubana. «Esto nada, una cojonada, «me repitió. «Una pena y una gran tristeza», le contesté yo.

En las últimas tardes, hablando con él por teléfono, cuando ya estaba enfermo, después del infarto y con la diálisis cada cuatro días salvándolo de la debacle, le recordé nuestras tenidas en el Sambors de Barcelona, en la plaza Macià, hasta levantar el día. La última vez que lo vi allí, fue un encuentro casual una mañana de domingo soleado y luminoso. «¿No te importa que te vean con un traidor a la patria catalana?», me preguntó mientras se sentaba. Era el mediodía y tenía el sarcasmo a flor de piel. Así era Marsé: noble y claro, amigo, lealtad y sinceridad (ahora que hay cierta gente que incluso escribe supuestos ensayos contra la sinceridad…). Le contesté que me encantaban los traidores a las patrias, que yo también lo era (aunque amaba a mi tierra como él a la suya: con las entrañas, el corazón y la vida), y que me encantaba tenerlo a él una vez más para hablar de malos escritores, de lecturas nuevas y, en cierta medida, de política, asunto que detestaba, al fin y al cabo. Discreto con los medios, trataba de pasar inadvertido en el jolgorio de la fama literaria y contestaba las entrevistas con monosílabos que desconcertaban a los periodistas. Era así, un poco como Onetti; tan irónico y serio como el genio uruguayo; tan sincero y claro como el que más. Aprendí mucho de su personalidad, de su literatura y de su vida. Es para siempre parte de mi memoria barcelonesa y de su espíritu libertario y anarcoide. Marsé, en fin y siempre. Esta tarde la tengo ya ocupada en su homenaje: volverá a leer algunas páginas, todas memorables, de Si te dicen que caí. Y recordaré por Juan Marsé los largos ratos inolvidables, madrugada y tarde, tragos y canciones, boleros tristes y ganas de vivir de aquellos años en los que fuimos jóvenes ingenuos, alegres e inmortales.

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