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viernes, 24 de julio de 2020

Así comienza / Juan Marsé / Últimas tardes con Teresa

Libros de ayer y hoy/Teresa Gil

‘Últimas tardes con Teresa’, un buen comienzo para amar a Marsé

Conchi Sánchez


Juan Marsé (Barcelona, 1933) sabe lo que vale un buen comienzo. Es consciente de que cuenta con unos segundos para captar la atención del lector porque de su impresión sobre la primera frase, de cómo bombee su corazón en el primer párrafo, dependerá que los ojos se deslicen por las siguientes páginas o que, por contra, su atención vaya perdiendo fuerza hasta cerrar el libro y colocarlo sobre la torre de aquellos que nunca leerá. Pero nada de esto puede ocurrir cuando tenemos entre las manos el comienzo de Últimas tardes con Teresa, que escribió en 1966. Sus tres primeros párrafos son una auténtica fiesta para las palabras. Los adjetivos, los nombres se muestran exuberantes, sensuales, casi táctiles, en combinaciones imposibles, nuevas y hermosas: el oficio de escribir encarna en este hombre su perfección esencial.
La primera imagen de Teresa y ‘Pijoaparte’ saliendo de la verbena, la descripción del modo de caminar de ambos, de la cadencia de sus pasos, de la inminencia del deseo; la manera de convertir un remolino de aire juguetón, que arrastra confeti y serpentinas, en un objeto hermoso que es posible contemplar, acariciar, hasta escuchar… Podemos subrayar mil frases en este libro, pero, baste hoy con estos tres primeros párrafos: su corazón, en el mismo arranque de la novela








“Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de cañaveral.
La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el joven (pantalón tejano, zapatillas de basquet, niki negro con una arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa de falda acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es dado gozar en sueños. Se miran a los ojos.














Están llegando al automóvil, un “Floride” blanco. Súbitamente, un viento húmedo dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es el primer viento del otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega, ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan esperando que esa confusión acabe, en una actitud hierática, dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como un torbellino (…)».



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