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martes, 21 de abril de 2020

Peter Beard / La vida es un juego ‘salvaje’





Peter Beard asiste a un evento en Nueva York, en mayo de 2006.
Peter Beard asiste a un evento en Nueva York, en mayo de 2006.BRYAN BEDDER / GETTY IMAGES

Peter Beard

La vida es un juego ‘salvaje’

Una tarde con el gran fotógrafo de África en su estudio de la Costa Azul al hilo de la reedición de su obra estrella: ‘The End of the Game’, donde denunciaba que la superpoblación acabará con nosotros


Lola Huete Machado
Cassis, Francia, 31 de mayo de 2008


En Cassis, pueblo de la Costa Azul francesa; entre giros de la carretera que desciende en busca del mar Mediterráneo, el puerto deportivo, los turistas, las boutiques con mucho tejido claro y caro, y las callejuelas peatonales, subes la escalera estrecha de una casa de vecinos cualquiera y te hallas en un pispás frente a Peter Beard (Nueva York, 1938). Está esperando, sentado en una silla en medio de un cuarto escueto y abarrotado de libros, fotos y objetos; vestido de negro impecable y aterciopelado, las piernas cruzadas con desenfado, un calcetín de cada color; las manos grandes y gastadas, manchadas de tinta y de la sangre de vacuno que encarga desalada para que cuaje sobre el papel. Imponente con 70 años. “Me conservo bien porque soy muy infantil, muy inmaduro; estoy muy enojado con todo. Eso ayuda”, dirá luego.


Luego. Porque antes, con sus ojos claros entornados, lanza una mirada escrutadora a la visitante (a la que ha pedido “charlar, sin grabadora”), le regala una de sus sonrisas engatusadoras y decide abrirse, abrir la caja. Mejor, las cajas: la de la cercanía y sintonía con el otro, y la de sus recuerdos. Un botín ambas. “La vida es una avalancha”, dijo una vez. Y así es él. Arrollador. De esos seres que abren la boca y fluye el mundo líquido: borbotones de ideas, anécdotas, imágenes, ironías; opiniones contradictorias y políticamente incorrectas, la mayoría.

Beard es el fotógrafo del África salvaje y de los elefantes como metáfora social de nosotros mismos; el de los retratos a las modelos más cotizadas -"¿contradicción?, no; la belleza de la mujer es lo último que queda puro de la naturaleza", afirma-. El juergista y noctámbulo empedernido que aún cierra el último los clubes de las grandes ciudades porque apenas duerme; sólo vive, observa, piensa, crea de manera contundente y permanente. El norteamericano guapo que iba para médico y acabó estudiando arte con Joseph Albers (de la Bauhaus). El de los amigos geniales, ricos y famosos:

- Andy Warhol: "Me pareció un freak cuando le conocí".

- Francis Bacon: "Imprescindible. Me pintó mucho, me hizo cuatro trípticos. Uno de ellos está aquí, mira", señala a la pared, "arrugado de tanto viaje desde Kenia".

- Dalí: "Era el hombre-idea; nada de loco, como muchos creen. Le quise mucho. España le trató mal. Luego nos vamos a comer una crema catalana en su honor".

Y así cita a Capote, los Rolling, la familia Kennedy Aquellos con los que compartió gira, mucho tiempo y muchas vacaciones.


Detrás de este hombre de porte aristocrático, rubio de piel tostada, se esconde el chaval de 17 años que se fue a África un día de 1955, por vez primera, con el bisnieto de Charles Darwin (puro destino naturalista) y acabó comprándose una granja (Hog Ranch) en las colinas Ngong, en Kenia, pegada a la de Karen Dinesen von Blixen, autora de Memorias de África, que le impulsó a ir, mirar y ver de qué va esto, a qué huele, cómo se transforma, cómo el continente negro luce infinito y, sin embargo, se agota y desvanece bajo “el boom demográfico, el deterioro del hábitat, los males del colonialismo, la corrupción política, la industria de la ayuda internacional”.

En definitiva, Peter Beard es el autor de ese libro triste, el ensayo-denuncia que le hizo famoso, The end of the game (publicado en 1963 y reeditado en 1965, 1977, 1998, y ahora, por la casa alemana Taschen, en 2008), en el que plantea nuestra destrucción como especie según avanza la del territorio. ¿Por qué? “El juego incluye a ambos, el cazador y el cazado; es el deporte y el trofeo. El juego está matando al juego. Hace sólo 50 años, el hombre tenía que protegerse de las bestias; hoy son éstas las que deber ser protegidas por el hombre”, escribió en el prólogo de 1965. “¿Cambio climático?”, se ríe. “No es el clima el que está mal. Nosotros somos el clima”. ¿Programas para proteger a los animales? “Pero si somos nosotros el peligro”. Depredadores. Eso éramos. Eso somos. “En vez de los jardineros del edén, las máquinas cortacésped”, dice, antes de recomendar la lectura del epílogo del libro: “Allí está todo dicho”.

Pensamiento y obra de Beard son la misma cosa: a veces, un collage cambiante, barroco e infinito; otras, un punto fijo del que se niega a salir, como esa escritura repetitiva, dadaísta, que inunda sus famosos y numerosos cuadernos de viaje (blogs de entonces), que comenzó a elaborar con 12 años como un modo de atrapar el entorno, las vacaciones, los amigos, la familia, los paisajes, los desperdicios o los insectos. Tan personales -cada página es una obra de arte-, en los que funde fotografía, antropología, historia, biología, naturaleza, arte “Mira éste”, dice, y enseña el que elabora ahora mismo. “A veces, en los aviones, recorta las revistas, les quita hasta las grapas, todo lo atesora, y el asiento queda hecho un caos, y yo, apurada, pienso: ¡debemos parecer tan excéntricos!”, dice desde Nueva York su esposa (y agente), la keniana-afgano-americana Nejma Khanum, con la que se casó en 1985 y con la que tiene una hija, Zara. Nejma le llama “el hombre biónico”: “Tiene más energía que 10 juntos”.


“Estamos condenados”. Era y es la frase preferida de este aventurero; representante, a su pesar, de ese mundo rico, excesivo y diletante que habita entre la mansión solitaria sobre los acantilados en Long Island -"more perspective, more weather, more drama", dice- y el Nueva York más cool; que un día viaja a África y queda fascinado con la fauna, la flora, el horizonte y el paisaje, los oriundos, la aglomeración de white hunters (cazadores blancos), los safaris, el Kilimanjaro, y acaba compartiendo tiempo y espacio del siglo XX con los occidentales congregados en manada en África, empujados por igual pasión, ganas, dolor, deseo de huida o, simplemente, por tener qué contar a los nietos. “Todos esos extranjeros que desean transformarse a sí mismos mientras afirman querer cambiar África”, escribe otro viajero empedernido, Paul Theroux, en el prólogo de la reedición de The end of the game. Y enumera: estrellas de rock, misioneros, traficantes, periodistas en busca de scoops, ONG, economistas, mercaderes de diamantes, ecoturistas, ejecutivos del petróleo, banqueros, políticos fantasiosos.


“Toda esa gente equivocada”, apuntó Beard. Y Theroux: “Cuanto más lejos se interna el blanco en África, más se escapa la vida de ella”. “Me estoy yendo de África”, anunció una vez el fotógrafo, decepcionado. Pero nunca se ha ido. Su esposa lo explica: “Peter era un romántico, un idealista al principio; esto ha cambiado con el tiempo. Su mensaje de hace 40 años era oscuro, dramático, y nadie le hizo caso, pero ha resultado acertado. Ahora es una moda entre las celebrities preocuparse por el medio ambiente”. Coincide Theroux: “The end of the game no es tanto un libro sobre la vida salvaje como sobre el engaño humano. Tan vigente hoy como cuando fue publicado. Profético”. “La gente cree que yo soy conservacionista”, dice Beard. “Y no. Lo que soy es un escéptico”.


Beard nunca quiso cambiar nada. Se dedicó a mirar y a trabajar en el parque Tsavo; a cazar y a captar con su cámara, como un obseso, la vida salvaje. Animales y hombres. No importaba cómo, dónde, cuándo, a qué hora de la noche o de la madrugada, o en qué escenario, selva, laguna, río, parque; en avioneta, a pie, a nado; un salvaje él mismo. Hay miles de fotos testimonio de ello. Y muchas más de elefantes.

Ellos son, en su obra gráfica, lo que la tribu de los nuba a Leni Riefenstahl o las guerras de principio del siglo XX a Robert Capa: su obsesión, su tarjeta de presentación, casi su razón de ser. Cuatro décadas después de retratarlos con profusión siguen siendo la base de su trabajo y su discurso. Y hasta de su propia condición física actual: una elefanta le embistió y atropelló en 1996 en la frontera entre Kenia y Tanzania, y de aquello, que estuvo a punto de costarle la vida, le quedan en el cuerpo siete clavos de titanio y 28 tornillos, que luego, al verle caminar, casi se visualizan dentro de él, en su modo de andar, en el movimiento de balanceo de su cuerpo. "Los hombres", dice, "somos como los elefantes. Tan prolíficos, tantos, tan superpoblado el territorio, que somos capaces de acabar con él, de engullirlo y engullirnos". Ahí aparecen en sus fotografías, solos o en manadas, comiéndose los árboles hasta hacerlos caer. O sus esqueletos monumentales con restos de madera en el estómago. ¿Sigue siendo Beard tan pesimista sobre el futuro como lo era en los sesenta? Respuesta: "Soy extremadamente realista. Nos pasará como en la película El planeta de los simios. Y ya lo dijo Orwell. Pronto no quedará nada". Y matiza: "Quizá no desaparezcamos, pero viviremos como cucarachas".



Ha sido abrir la puerta del apartamento y, tras un instante, todo el mundo al suelo. Porque a ese nivel trabaja siempre Beard, encorvado, arrodillado sobre sus collages; rodeado de desechos, objetos, materia orgánica. Todo aquello que encuentra mientras camina o viaja puede convertirse, en sus manos, en obra artística. Aquí tiene ahora una playa entera extendida sobre el pavimento: paquetes de tabaco, piedras de colores, montoncitos de arena y conchas, recortes de periódicos, fotos viejas de seres extraños o cercanos, de su hija Zara, de animales, de cuerpos de modelos esculturales, de texturas que luego pega minuciosamente sobre sus imágenes en gran formato. “Trabajo con los mismos negativos de siempre, hay miles”, dice. Y muestra ahí a sus pies algunas de las que le hicieron famoso: Rhino in the brush, Elephant’s memory, Elephant bones, 965 elphants, Cheetah, Elephant and Kilimanjaro.

Beard las reelabora, las dota de vida nueva, vuelve sobre ellas, nunca está satisfecho; les añade fotos, dibujos, escritura; las mancha con sangre, las clona. Él y su equipo: aquí en Cassis, sus asistentes Gustavo Fermín y Lane Diko, jovencísimos ambos; en Hog Ranch, Kamante Gatura (que fue mayordomo de Karen Blixen) y una docena de artistas locales que cuidan del lugar cuando los Beard no están y contribuyen con ese art brut tan espectacular y apasionado, tan africano de sus piezas. “Peter les formó. Les enseñó con libros de Rosseau, de Seurat, todo lo que les pudiera inspirar, y él aprendió de ellos”, cuenta Nejma. “¿Planes con las obras? Nunca tengo; trabajo sin objetivo”, dice él. “Es verdad”, apunta Nejma, “no es precisamente un hombre práctico. Él crea y crea, total y completamente obsesionado, y a mí me vuelven loca él y la cantidad de gente que atrae a su alrededor”.



Habla y habla el fotógrafo de violencia, estrés o neurosis; pasa de lo pretérito a lo futuro, de lo político a lo social; salta de una historia a otra, de un continente a otro, de una ciudad o una década a la siguiente, de una música a un libro: ése, por ejemplo, de los Rolling (famosas son sus fotos de la gira del grupo en 1972), o el último leído que le entusiasma, el de Richard Dawkins, titulado The God delusion (El engaño de Dios). O se queda callado de repente mientras observa algo que le interesa (la gaviota que pasa, el bolígrafo que se te acaba, la pareja que se abraza en el restaurante, la luz, una música, la portada de una revista, el cigarro que se enciende en medio de la carretera sin importarle el tráfico). Es atento, amable, animoso: “Tiene un joie de vivre especial, tan contagioso”, había comentado Fermín. Y sí. Imposible escapar. ¿Es fácil trabajar con él? “¿Fácil?”, responde Lane. “Yo diría que es divertido y cansado”.


“Trabajar con él es una maestría privilegiada. Tiene una visión distinta, oscura, acompañada de una estética contemporánea”, cuenta Fermín. “Con él, cualquier cosa se puede convertir en una idea mayor. Y luego está la aventura. ¡Uno nunca sabe dónde va a ir a parar! Un día estamos en París en un fashion show; otro, en un museo en Dubai; otro, fotografiando elefantes en Kenia o preparando collages aquí en Francia”, dicen. Y Nejma: “No es nada, nada fácil”.

A Beard le gusta provocar. “La solución”, sigue, moviendo sus grandes manos, “es la educación. Formarnos en las leyes de la naturaleza, recuperar a Darwin, respetar la selección natural. No dar de comer por dar de comer. Tres millones de niños enfermos de sida hay en Sudáfrica, pero ¿qué sentido tiene eso? Cada década, la población del mundo aumenta en ¡mil millones! No hay hábitat que lo resista”. ¿Pero no es la vida un derecho y la asistencia sanitaria cuestión de justicia? Respuesta: “Un error”. Y sigue él sin atender: “Son enfermedades propias de la superpoblación”. Y no, no le parece horrible decirlo: “Lo horrible es no hacer nada por impedirlo”.

Nejma, siempre al quite, puntualiza: “Él afirma esas cosas de una manera, digamos, intelectual, metafórica; no es algo que salga de su corazón, porque él es el primero en ayudar a quien lo necesita. Discutimos y peleamos mucho sobre sus teorías, claro, porque no estoy de acuerdo siempre. Por ejemplo, ¿por qué tenemos nosotros derecho a comida, agua o medicinas, cuando la mayoría del mundo muere de hambre o enfermedad?”.

"Yo no soy sentimental, odio el sentimentalismo; esa piedad occidental que tanto abunda, la de los que se dedican a hacer el bien para expiar la culpa del mundo desarrollado", continúa Beard. "Do-gooders", los llama. ¿El modelo? "Bono o Bob Geldorf". Especialmente el último: un "inconsciente". "Patético" es otro de sus adjetivos preferidos.


Pero dicho esto, se entristece ante la obra Elephant and Kilimanjaro, colgada en la pared, porque, dice, se ha esfumado de allí la nieve -"esa cumbre es una visión del pasado"-, o tierno al contemplar las fotos de su hija Zara o las de los retoños de la periodista que descubre allí en la carpeta. Y es visto y hecho: rápido les improvisa un collage de regalo con una vista aérea de las chabolas hacinadas de Nairobi y otra imagen, muy famosa, de su hija Zara refrescándose en un barreño. Y ofrece fotos de cebras, de elefantes. Sin más. “Ellos me han pedido que le pregunte si duermen los elefantes y cómo: ¿de pie?, ¿tumbados?”, le digo. Él se levanta y busca y busca hasta que encuentra lo deseado entre la montaña de objetos que cobijan la barra americana de la cocina y las estanterías hacinadas (hay hasta un expositor callejero repleto de postales): un libro con la imagen de un ejemplar con la trompa sostenida entre las ramas de un árbol, durmiendo, de pie. Beard la arranca sin más del volumen y me la entrega.

“Cinco millones de habitantes tenía Kenia cuando llegué, ahora son 40; es como lo podrido que galopa”. Quieto en el asiento -la ventana abierta, el sonido del puerto y de las callejuelas, el aire veraniego-, cuenta que hoy su granja allí está siendo cercada: “Es una pura urbanización. Nada que ver con lo que uno imagina”. No imaginamos. Le vemos en algunas fotos mientras él pasa las páginas de sus cuadernos. Ahí está, en 1996, en el porche de Hog Ranch, entre esqueletos, maderas, tejidos; él, escribiendo, y una jirafa, comiendo a su lado en un cuenco. Pura calma. Otra: en la tienda dormitorio, entre alfombras, flores, retratos de mujeres africanas, libros y recortes sobre la cama, una tetera; su ayudante masai sentado en una silla, y él, tirado en el suelo, dibujando, con sus eternas sandalias, camisa y pareo: “Vestía de todo menos pantalones”, recuerda. Una tercera, en su otro hogar, en Montauk (Long Island): un montaje panorámico de 2005, Thunderbolt Ranch. Allí aparece multiplicado, y otra vez agachado (en un gesto impenitente, como intentando dominar su creación), en el salón de esa casa que un día de 1977 se le quemó con todo dentro, incluida la primera versión de The end of the game: “Tenía dos opciones: apiadarme de mí mismo y llorar, o comenzar de nuevo. Siempre elijo lo segundo”.

Apuntar, dibujar, escribir. A esa obsesión le ha dedicado incluso una de sus fotos más espectaculares e irónicas, I'll write whenever I can (Escribiré donde pueda. Lago Rudolf, Kenia, 1965). En ella aparece metido en la boca de un cocodrilo. Sobresale de él sólo medio cuerpo, suficiente para sujetar con las manos la libreta y escribir sobre el suelo.

¿Y por qué se encuentra hoy aquí, en Cassis, si su cuartel general está en Nueva York; su memoria, en Hog Ranch; su retiro, en Montauk, y sus deseos de visita, amigos, noche, música y juerga, repartidos por las urbes de este mundo? A Cassis (apenas 10.000 habitantes) viene desde hace medio siglo por esas cosas de familia rica (su bisabuelo era el potentado industrial James L. Hill) y emprendedora: su primo Jerome Hill, fallecido en 1972, creó aquí la Fundación Camargo, una residencia de artistas donde Beard tenía "hasta hace nada" su espacio, explica dolido, ahora que las cosas no son como antaño.

En este pueblo de Provenza le conocen, tiene amigos sólidos que le miman y admiran. Y el alcalde (el nuevo y el anterior, dice) le ha donado un espacio para que pueda continuar en la localidad. "Ése, al pie del mar", indica al pasar. Se mudará cuando regrese de su viaje a Botsuana para fotografiar a las modelos del calendario Pirelli. "Me gusta África porque es real; esto, Europa, no lo es", comenta como resumen antes de salir en busca de algo de comer en algún establecimiento con vistas al Cap Canaille (el mayor acantilado de Francia) y la playa Le Bestouan.

Después caerá el sol, la tarde, la noche. Y Peter Beard regresará a su casa-taller “provisional”, volverá a saltar sobre el triciclo tirado en el rellano de la escalera, se descalzará, se arrodillará sobre algún elefante y permanecerá así hasta la madrugada para poner, añadir o quitar aquello que hoy ha pensado, sentido, imaginado, visto o deseado.

* Este artículo apareció en la edición impresa del sábado, 31 de mayo de 2008.
EL PAÍS

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