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martes, 4 de febrero de 2020

Vargas Llosa / Presencia real



Mario Vargas Llosa

Presencia real

El último libro de George Steiner, Real presences (Presencias reales ) es un elocuente indicador de lo enloquecida que anda la brújula cultural en nuestra época: fue concebido como un libro transgresor y heterodoxo, para desafiar las ideas establecidas sobre la creación artística, y se ha vuelto un best seller, unánimemente celebrado en el mundo occidental.La culpa la tiene Francia, inigualable en entronizar modas y mandarines culturales, propios o ajenos, donde el libro, luego de una brillante entrevista a Steiner en la televisión (la brillantez y el talento no tienen por qué coincidir, pero en su caso sí van de la mano) pasó a ser el tema del día y a agotarse en las librerías. En el Reino Unido el éxito ha sido más lento, pero no menos firme, y ninguna de las reseñas que he leído -del obispo de Durham a las páginas progresistas del New Stateaman- ha puesto en duda ni la solidez de su argumentación ni la fuerza de sus conclusiones.
¿Qué pensará de esto el propio Steiner? En vez del destino de libro maldito que esperaba para él ("Sé que esta formulación será inaceptable no sólo para la mayor parte de aquellos que leen un libro como éste, también para el clima de pensamiento y sentimiento que prevalece en nuestra cultura", afirma en el último capítulo) Real presences sólo recibe aplausos. Ninguna oposición. Ningún rechazo. Es algo que debe dejarle un cierto mal gusto en la boca, pues su ensayo fue escrito para provocar la controversia, un deber intelectual sobre temas trascendentes, no para quemarse dulcemente entre los fuegos fatuos del lucimiento y la publicidad. Pero, por lo visto, no hay escapatoria. En materia intelectual, lo que nuestro tiempo no entierra, lo frivoliza.

Ésta es la comprobación que sirve de punto de partida a la reflexión de Steiner: la literatura, la.s artes plásticas y la música se han vaciado de.sentido en nuestra época porque los Intérpretes y teorizadores -que han sustituido a los creadores como protagonistas del quehacer intelectual y artístico- las han desnaturalizado, con lecturas, reducciones y abstracciones que las volvieron fantasmas de sí mismas. Los comentaristas han llegado a persuadirnos de que la razón de ser de un libro como el Quijote es introducir variantes y temblores en una cierta tradición de estructuras formales y de que la única aproximación crítica posible a Kafka y a Joyce es desintegrando sus cuentos y novelas en los vericuetos de la intertextualidad.
Ésta es la parte menos polémica del libro, me parece. Es cierto que vivimos una cultura del comentario, de lo parásito, en lo que Steiner llama "la era del epílogo". La crítica ha olvidado su función, la de servir, facilitando la comprensión y revelando la complejidad y sutileza de la obra de arte al lector, espectador u oyente, y, como el genio de la lámpara maravillosa, ha esclavizado a su amo, sometiéndolo a sus caprichos. Las críticas de Steiner a las grandes doctrinas totalizadoras -el psicoanálisis, el estructuraismo, las teorías desconstruccionistas de Derrida y Paul de Man- son penetrantes, a veces feroces, y con chispazos de humor, como el cotejo que hace de la división triangular de la psiquis freudiana con la tradicional casa burguesa de tres pisos: sótano, sala de estar y dormitorios. La pretensión de todas ellas de explicar científicamente la obra de arte le parece arrogante y condenada al fracaso.
Porque la obra de arte -poema, novela, escultura, cuadro, sinfonía- no se puede explicar. Por lo menos, no como la ciencia explica un mineral o una enfermedad: describiéndolos objetivamente, con datos que prescinden de la sensibilidad y fantasía individuales. Un gran crítico puede explicarse a sí mismo -o a sus contemporáneos y a su sociedad- a través de los poemas o las pinturas que estudia. O puede enriquecer la lectura y apreciación de una obra de arte gracias a la investigación histórica, filológica, sociológica, etcétera, que fijen el texto y revelen su contexto y establezcan sus múltiples conexiones. O puede usar la literatura, la música o las artes plásticas existentes para, partiendo de ellas, elaborar algo nuevo como lo hicieron Joyce con Homero, y Picasso, con Goya y Velázquez. Estas opciones de la crítica han producido algunos pilares de la cultura de Occidente, desde el doctor Johnson hasta Walter Benjamin y Adorno, pasando por Sainte-Beuve, Johan Huizinga, Mathew Arnold o Edínond Wilson (y, en nuestra lengua, a un Borges, un Dámaso Alonso y un Octavio Paz).
Pero, dice Steiner, ningún comentario puede agotar la infinita urdimbre, la maraña de referenclas, asociaciones y significados -lingüísticos, emotivos, filosóficos, éticos, teológicos, históricos- que contienen La tempestad de Shakespeare, La ronda nocturna de Rembrandt, o el Don Giovanni de Mozart y explicamos estas obras de manera estable e irreversible. Porque en toda obra de arte lograda hay un elemento último, esquivo al análisis racional, que nuestra época ha enturbiado y se empeña en no reconocer. La pérdida del sentido en las obras de arte es la culminación de una larga historia. Comienza con la muerte de Dios decretada por la filosofía. Sigue con la del hombre. Y, por último, con la del contenido en la literatura y las artes. El resultado es la torre de Babel que habitamos. Han desaparecido los viejos consensos y ya no hay casi manera de diferenciar al genio del impostor, a la genuina creación de la superchería y el fraude.
La demolición de las certidumbres empezó, según Steiner, con Mallarmé y Rimbaud. (Esto parece arbitrario. ¿Por qué no Baudelaire y Flaubert, por ejemplo? Ambos son figuras tan centrales como aquéllos en la forja de la sensibilidad moderna.) Aquél cortó el cordón umbilical, que parecía irrompible, entre el lenguaje y el mundo, revelando la naturaleza autónoma de las palabras, su capacidad de emanciparse de su referente y tener una vida propia, autosuficiente. Rimbaud, por su parte, con su famosa afirmación "Je est un autre" ("Yo es otro"), inició el proceso de disolución de la identidad y de lo humano que, con el tiempo, llevaría a Sartre a negar la ,naturaleza humana y a Foucault a afirmar la inexistencia del hombre, el que sería, como el género para cierto feminismo, una mera creación cultural.
En realidad, dice Steiner, todas las teorías que pretenden explicar la creación, sean sutiles como en Freud, artificiosas como en Derrida o banales como en el marxismo, escamotean lo esencial: aquella presencia real que, leyendo a Proust, contemplando la Pietà de Miguel Ángel, o escuchando el Moisés y Arón de Schönberg, dentro del hechizo y maravillamiento que estas experiencias estéticas nos hacen vivir, nos arranca de nuestro mundo y nos pone en contacto con otro, ajeno a la contingencia y lo inmanente, que la razón no llega nunca a entender, sólo la fe. El sentido profundo de toda obra de arte lo da Dios, la búsqueda o el miedo o la adivinación e incluso el odio de ese supremo Creador con mayúsculas del que todo creador con minúsculas -poeta, novelista, músico, pintor o escultor- es una mínima (a veces genialmente mínima) versión.
"Hay creación estética porque hubo creación", dice Steiner. "Hay construcción formal porque fuimos hechos forma". Crear es oscuramente imitar el primer fiat, ese acto fundador del tiempo, de la vida, de la historia, en que de la nada surgió el ser, del vacío el espacio, los astros, la causalidad. Esa humedad última del texto literario que, cuando yo era estudiante, don Dámaso Alonso y sus discípulos nos enseñaban a cernir auscultando con lupa los resquicios del lenguaje, es inapresable, un pequeño Big Bang metafísico con el que el poeta y el artista intentan reproducir aquella trayectoria de la que resultaron ellos y lo que los rodea, es decir, el intento de "dar un salto absoluto fuera de la nada e inventar una manera de enunciar tan nueva, tan propia a su inventor, que, de manera literal, volvería anacrónico todo el mundo que lo precedió".
En las páginas más indóciles del libro, Steiner desliza una explicación del escaso número de creadoras mujeres, sobre todo en las artes plásticas y en la música, lo que, curiosamente, no parece haber violentado hasta ahora a las feministas. El hecho de que la mujer experimente en su propio cuerpo el fenómeno de la creación -dar la vida, ser escenario de la reproducción- habría mermado en ella ese impulso creador tan activo en el hombre, para quien el acto de la gestación y alumbramiento es remoto, inconcebible, e incapaz por tanto, de moderar o saciar el hambre de absoluto y trascendencia -el vacío del ser- del que nace la voluntad de creación.
Sin que ello signifique restar méritos a esta obra ni a su autor, de quien se puede decir que es uno de los más versados y versátiles críticos de nuestro tiempo -pues Steiner se mueve con igual desenvoltura por todas las llamadas ciencias humanas, de la filosofía a la lingüística, y su curiosidad literaria abarca desde los clásicos griegos hasta Beckett y Borges, pasando por Tolstoi y Dostoievski, sobre quienes ha escrito un hermoso libro-, conviene recordar que la tesis de la naturaleza religiosa de la literatura y el arte está lejos de ser novedosa. Su robusta tradición fue. enriquecida hace apenas unas décadas por pensadores tan sugestivos como T. S. Eliot y Johan Huizinga. Pero es verdad que un libro como Real presences hace apenas 20 años hubiera sido inimaginable. De haber sido escrito, en vez de una calurosa bienvenida, habría merecido ataques destemplados o sonrisas irónicas: Dios estaba pasado de moda y había sido relegado al desván de las antiguallas.
No hay duda de que ahora sale del ostracismo y asoma, por aquí y por allá, y no sólo en los países en los que el desplome de las ideologías ha originado un tremendo renacimiento religioso; también, en la vida cultural de Occidente, donde el excesivo caos reinante -verborrea filosófica, experimentalismo frenético, frivolidad, solipsismo artístico, galimatías y tiniebla en lo referente a los valores- ha ido generando una nostalgia por ese orden que, como se comprueba leyendo este ensayo de Steiner, la presencia divina garantiza en la vida y en el arte.
A mí la tesis central de Real presences me deja algo escéptico. He leído el libro con entusiasmo, seducido por la inteligencia de Steiner y la vastedad de sus lecturas, pero, al final, me ha quedado en el ánimo la sensación de haber asistido al parto de los montes. Que la creación estética sea manifestación privilegiada de ese vacío ontológico que lleva a los hombres a creer en Dios y fundar religiones es algo en lo que, cualquiera que no sea un dogmático, puede convenir. Pero es una generalidad tan grande, un denominador tan vago que, a fin de cuentas, no aclara gran cosa sobre la cegadora diversidad que existe en el seno de cada género artístico, sobre los abismos que distancian a las obras de arte entre sí.
Es probablemente cierto que para esa minoría de seres humanos que -como creadores o consumidores- han hecho de la literatura y las artes una necesidad vital, el quehacer artístico represente algo equivalente a lo que se entiende por experiencia religiosa: una manera de escapar a la servidumbre de la cronología y lo material, de alcanzar una forma de plenitud, de vivir intensamente lo espiritual. Pero que aquel quehacer sea un epifenómeno del sentimiento religioso, que siempre dé testimonio de la búsqueda o el encuentro con Dios, no me parece demostrable. "No conozco creador alguno que sea un desconstruccionista", dice Steiner, a la vez que asegura que toda gran creación artística "se inspira en la religión o se refiere a ella". Hay abundantes ejemplos que contradicen esta afirmación. Entre otros, el de un autor al que Steiner admira tanto como yo: Flaubert. Las novelas que escribió son empecinadamente de este mundo y uno de sus rasgos más singulares es que en ellas, gracias a ese arte materialista que el autor de Madame Bovary perfeccionó como nadie, Dios y los asuntos religiosos se vacían de contenido trascendente y se vuelven terrenales, casi objetos. El mundo que Flaubert creó puede ser llamado muchas cosas, pero no religioso.
Sin embargo, aunque discrepo de él en este punto, tiendo a dar la razón a Steiner cuando supone que hablar de una cultura laicista es una ingenuidad o un disparate. No soy creyente, y me hallo muy consciente de los estropicios que han causado las religiones en la historia, de su contribución a la intolerencia, el dogmatismo, las censuras y los muros que han levantado -unas más, otras menos, pero ni el benigno budismo escapa a la regla- contra la libertad humana. Ahora bien, sin ellas la historia de la humanidad hubiera sido sin duda peor, un aquelarre de salvajismos y violencia de los que tal vez hubiera resultado la extinción de la vida sobre el planeta. Con todo el alto precio que ha costado, la religión ha ido la institución que más ha servido para acercarse a ese inalcanzable fin: amortiguar la bestialidad humana, el instinto destructor que anida en el fondo de la especie. Sólo una minoría insignificante de seres humanos puede sustituir a la religión por una filosofía y una moral laicas y encontrar en éstas el sustento espiritual que permite vivir y actuar en la ciudad de manera mediana mente responsable. De otro lado, una cultura laicista sería tan ciega y sorda para con la tradición y el contexto cultural dentro del que nos movemos -gran parte de los cuales son incomprensibles disocia dos de unas creencias y unas prácticas religiosas-, que sin duda nos retrocedería a un estado primario de barbarie, algo no muy distinto de lo su cedido en China durante la Revolución Cultural. Como escribió Steiner en Lenguaje y silencio, el siglo XX ha demostrado -con el estalinismo y el nazismo- que "las humanidades no humanizan".
Los dos intentos más osados para emancipar al hombre de Dios y de la religión -la Revolución Francesa de 1789 y la rusa de 1917- son suficientemente instructivos para no insistir una tercera vez. Está visto que, para su bien o para su mal, la mayoría, de los hombres no puede vivir sin esa presencia real, y que, sin ésta, librada la comunidad a la sola diosa razón, las iniquidades y los crímenes, en vez de amainar, arrecian y se multiplican. La experiencia histórica a conseja, pues tomando, eso sí, las precauciones del caso para que no se enciendan de nuevo las piras- acordarle a la religión un derecho de ciudad por razones de ética y de estética.



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