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domingo, 29 de septiembre de 2019

Joshua Cohen / El mundo es una conversación absurda de William Gaddis



Joshua Cohen, en Barcelona.
Joshua Cohen, en Barcelona. CARLES RIBAS


El mundo es una conversación absurda de William Gaddis

Heredero de la mejor literatura posmoderna, Joshua Cohen reivindica con su narrativa mutante el papel de la escritura como catalizadora hoy de una realidad que se autoconsume porque no tiene otro remedio que hacerlo


Laura Fernández
18 de julio de 2009

He aquí la teoría: todo lo que en literatura norteamericana era juego durante la década de los 70 es hoy fundamentada necesidad si lo que se pretende es capturar el mundo tal y como lo conocemos. O como tratamos de conocerlo. El autor de dicha teoría es Joshua Cohen (Nueva Jersey, 1980), uno de los mejores exponentes –si no el mejor– de la nueva literatura posmoderna desde David Foster Wallace, o, también, el mejor heredero con el que John Barth y Robert Coover podían soñar. Acaba de publicar Cuatro mensajes nuevos (De Conatus), un libro de relatos que se descomponen, a la manera en que lo hacían los relatos del fundacional El hurgón mágico, de Robert Coover. Historias que avanzan en todas direcciones y en todas a la vez, o también, historias que se devoran a sí mismas en la digresión porque no pueden no hacerlo hoy en día, según Cohen, el tipo que de niño creía que creía que los libros salían de algún tipo de fábrica. Que no existían los escritores, solo los libros. Que los nombres de los escritores eran solo eso, nombres.
Cohen, pequeñas gafas redondas, un vaso de whisky con hielo sobre la mesa, una cerveza, una mirada a la par intensa y divertida, vive en Manhattan –“¡como un verdadero adulto!”, exclama – desde que cuida de su tía enferma, y se diría, no hace otra cosa que escribir. “Ahora mismo llevo nueve días sin escribir, por culpa de los viajes, y estoy completamente perdido. No me gusta pensar que la literatura para mí es algo terapéutico, pero en cierto sentido, lo es. No tengo forma de entender el mundo cuando no escribo”, dice. Es un día de finales de mayo en Barcelona. El lugar es un bar de tapas. “¿Mi relación con Coover y con Barth? La misma que con mis padres. No les amo, querría matarles”, suelta. “Ellos parecían estar divirtiéndose cuando hacían lo que hacían, lo suyo era impostura, lo mío, la forma más lógica de narrar el presente”, añade el, se diría, enfant prolífico: ha publicado cinco novelas y cuatro colecciones de cuentos, y tiene en una carpeta en su ordenador hoy por hoy cinco libros a la espera de ser publicados.
En sus historias se revuelven un camello al que las redes han arruinado la vida, un redactor farmacéutico que está tratando de escribir un relato en el que un cadáver rebota en el asiento trasero del coche de un tal Ronald Ray, una pareja que acude al taller de un tal profesor Greener y confunde la realidad (del escritor) con la ficción (de su personaje), y un leñador creando una cama que sobrevivirá generaciones y que ya ningún sentido tendrá para nadie que no sea él mismo. Pero lo curioso no es lo que cuentan sino cómo lo hacen. Porque en sus cuentos el lector es también el escritor: está sometido a la tensión en la que vive el creador de historias, expuesto a la posibilidad de que todo cambie en cualquier momento, obligado a decidir todo el tiempo, entre múltiples capas de posible realidad. Opina Cohen que el mundo que imaginaron los posmodernos es el mundo en el que vivimos hoy, el mundo de la interrupción constante. Y no le falta razón.
Menciona un ejemplo, mientras el camarero le interrumpe para dejar un plato de jamón sobre la mesa. Dice que ya no se escribe sobre arte, que en cuanto empieza a hablarse de una pieza determinada, alguien interviene y pregunta por el precio, y el titular es el precio, o quién la ha comprado, o cómo ha llegado hasta allí. Da un trago a su cerveza, o tal vez al vaso de whisky. Todo es como en una conversación absurda de una novela de William Gaddis, dice. También que cualquier literatura que pretenda hoy capturar el mundo debe devorarse a sí misma porque eso es lo que hace el mundo. ¿Y cómo evade esa necesidad la ficción? Apartándose del camino del Todo y centrándose en la Peripecia. ¿O no explicaría la incapacidad para atrapar ese escurridizo mundo en el que todo sucede a la vez y en todas partes, el viraje hacia el uno mismo, el yo, la historia atrapable porque ya ha sido vivida?


Cualquier literatura que pretenda hoy capturar el mundo debe devorarse a sí misma, opina Cohen, porque eso es lo que hace el mundo

Como un gladiador de la ficción decidido a texturizar la realidad mutante que nos rodea, Cohen crea personajes que tratan de escapar a la ficción pero que están condenados a no poder hacerlo, porque la realidad les devuelve constantemente a la casilla de salida, esa propia realidad cambiante y mareante. Así, dice, es como se siente el escritor hoy en día. “Estás atrapado”, dice, y lo estás, en una especie de red en la que no solo debes luchar por crear sino también por el espacio para crear. A. M. Homes no podría estar más de acuerdo. En enero me dijo que por primera vez en su vida le estaba costando escribir precisamente porque no encontraba ese espacio para escribir. El mundo a su alrededor no dejaba de brillar. No deja, en realidad, de pedirle que le escuche. Es como un bebé gigante que demanda atención. ¿Y existen los héroes, o algo parecido a la narrativa del héroe, a la historia completa, en ese mundo, más allá de la que dé el titular? Cohen niega con la cabeza. La narrativa del héroe, la historia que avanza hacia un final es hoy, dice, “una narrativa sociópata”, construida a episodios impelidos a superponerse y desmontarse entre sí.
Entiende Cohen la literatura como un ser vivo capaz de adaptarse al medio en el que intenta sobrevivir, y su metamorfosis hoy tiene mucho que ver con lo que él llama El problema del cajero. “La democratización de la cultura y la comunicación ha hecho que cualquiera pueda alzar su voz y que los mensajes se multipliquen hasta un nivel inasumible, por lo que el deseo del escritor de controlar su ficción es tan éticamente imposible como el de controlar la narrativa de nuestra propia vida. Se producen y se consumen textos sin descanso, y se compite también sin descanso por imponer una narrativa dominante que ya no puede existir”, dice. Nuevo trago de cerveza, o tal vez de whisky. “El mundo se adapta a la necesidad del ser humano, no al revés. Hay un marco literario incluso en la manera en que funciona internet”, añade. Y está en lo cierto, pero quizá eso acentúe el bombardeo. Peor, la propia realidad intenta adoptar la forma de la ficción, construir una narrativa imposible, para dejarse comunicar.
Invitan, sus cuentos, como los de Ben Marcus, también figura clave de esta nueva posmodernidad outsider –la sensación es que son llaneros solitarios que han dejado de luchar contra el sistema para intentar desencriptarlo–, a reflexionar sobre la idea del fracaso. Sus personajes tienen profesiones absurdas que, de tan abundantes hoy, anulan incluso la propia idea del fracaso, ¿no cree? “Por supuesto. Ningún niño sueña con ser redactor farmacéutico, pero tampoco lo hacían en la URSS con ser el octavo asistente de inspector de ganado, y ese oficio existía. Los oficios absurdos siempre han existido. Pero sí es cierto que hoy el fracaso y la idea de venderte han desaparecido porque se prima la supervivencia”. La otra cosa sobre la que llama la atención su ficción son los padres. Están por todas partes en lo que cuenta. Se diría que es la suya una generación sobreprotegida, que les necesita, que es incapaz de matarlos. Cuando lo que hace, dice, es envidiarlos. Vivieron una explosión cultural sin límites y todo en su vida fue siempre a mejor, mientras que, en la nuestra, dice, la sensación es la de que todo se está desmoronando.

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