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sábado, 22 de enero de 2000

Benjamín Prado / Los herederos


Federico García Lorca


Los herederos


Benjamín Prado
22 de enero de 2000

¿De quién es la obra de un gran escritor? ¿Es lógico que sus herederos la puedan controlar sin límite después de su muerte, que puedan tenerla encerrada en un puño, prohibir o autorizar su misma existencia, poner condiciones a su difusión? ¿Los poemas de Luis Cernuda o, por ejemplo, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna deben de ser considerados un patrimonio común o nada más que una propiedad particular, una especie de coto privado en el que solo cacen sus dueños y los amigos de sus dueños?El escándalo suscitado por el testamento de Rafael Alberti y por la conversión de su nombre en una marca comercial ha vuelto a sacar a la superficie estas preguntas referidas a un tema pantanoso sobre el que no se suele hablar mucho y que, sin embargo, es una de las grandes lacras de la literatura española, un veneno que la mantiene con frecuencia paralizada, presa en un mundo que vive al margen de la realidad y está gobernado con leyes casi feudales.
Naturalmente, ni todos los descendientes son iguales ni todos los casos idénticos, pero de un modo u otro el resultado suele ser casi siempre el mismo: el conocimiento profundo de algunos escritores esenciales se ve a menudo perjudicado por razones mezquinas que van desde las más sórdidas peleas familiares a la incomprensión sistemática de las obras y los creadores a los que representan.
La familia de Federico García Lorca nunca ha tenido el más mínimo problema en permitir la explotación total del legado del genio, tanto cuando se ha tratado de revelar inéditos de alto interés como de consentir una edición crítica de los poemas intrascendentes que escribió en el instituto; pero también puso, durante décadas, interminables trabas a cualquier representación teatral o estudio biográfico que insinuara lo que era cierto pero nada vergonzoso: su homosexualidad. No deja de ser irónico que algunas piezas dramáticas del autor de los Sonetos del amor oscuro terminasen siendo sometidas a un tupido filtro moral impuesto por sus propios defensores. No deja, tampoco, de parecer algo esquizofrénica la actitud de quienes por una parte veneran y reivindican la figura del autor de Poeta en Nueva York con un respeto emocionante, casi religioso, y por otra pretenden encubrir una parte primordial de su vida. Para ver hasta qué punto llegó en sus mejores tiempos esa obsesión, se puede comprobar cómo el tema es esquivado en el famoso volumen de recuerdos de Francisco García Lorca, Federico y su mundo, y se puede, también, dar crédito a algo que me contó un maestro contemporáneo del autor del Romancero gitano: durante su exilio en Estados Unidos, el tabú se hizo tan grande que si cualquier persona mencionaba en una reunión algo relacionado con la homosexualidad, aunque la historia no tuviese nada que ver con su hermano, Francisco García Lorca se levantaba de la mesa y se marchaba a casa.
El caso de Valle-Inclán es justo el contrario del de García Lorca, porque el suyo no es un problema de abundancia, sino de escasez: por unas razones u otras, los propietarios de sus derechos no terminan de acordar el modo de unir lo que el testamento repartió entre ellos y, a estas alturas, no se han podido editar todavía unas obras completas -las aparecidas en 1954 en Plenitud son inencontrables y nada rigurosas- del creador de Luces de bohemia o Divinas palabras que todo el mundo está de acuerdo en que son urgentes e imprescindibles. No va a ser fácil conseguirlo si es cierto que, hace poco, uno de los hijos de Valle-Inclán le dijo a un editor que acababa de proponerle la publicación de un texto de su padre: "Si hablas con mi hermano, no le digas que yo te he dicho que sí, porque entonces él te dirá que no". Creo que fue Proudhon el que dijo que el problema del capitalismo no era la propiedad privada, sino el derecho de sucesión, y que el peor daño no lo hacían los terratenientes sino sus herederos.
La obra de Pedro Salinas tampoco se ha llegado a reunir en su totalidad porque alguno de sus hijos se niega obstinadamente a permitir que se incluyan en ella las cartas que el poeta le envió a Katherine Whitmore, la mujer a la que escribió ni más ni menos que La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento y la destinataria de una caudalosa correspondencia que está depositada en la Universidad de Harvard y que el crítico Miguel García Posada acaba de cuantificar con exactitud en su libro Acelerado sueño: siete telegramas y trescientas cincuenta y cuatro cartas. ¿Es justo que se vete a los lectores de Salinas el acceso a estos documentos y a esta parte básica de su vida? ¿Por qué? ¿Qué se pretende salvaguardar negando de este modo las evidencias: el buen nombre de la institución matrimonial? El asunto se vuelve aún más difícil de comprender cuando uno sabe que en él están involucradas personas tan admirables, sensatas e inteligentes como las que custodian el patrimonio de Salinas. O quizás no, quizás lo que haga ese dato es recordarnos una regla muy sencilla pero indiscutible: los sentimientos personales son lo contrario de la objetividad. Para demostralo, no hace falta más que leer el libro de memorias de Josefina Manresa, Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, que es, por encima de todo, un fiero ajuste de cuentas con el pasado en el que acusa a José Guerrero Zamora de robar el famoso dibujo del autor de Viento del pueblo que le hizo Buero Vallejo en la cárcel; acusa a Rafael Alberti de haber publicado ediciones piratas de la obra de Hernández en Argentina; acusa a Elvio Romero de haberse apropiado de diversos originales con la disculpa de que pensaba hacer una biografía; acusa a la editorial Espasa-Calpe de aprovecharse de su precariedad económica pagándole sólo tres mil quinientas pesetas por El rayo que no cesa y cuatro mil por El silbo vulnerado; acusa, en general, a casi todos los compañeros de generación del poeta de no hacer nada por liberarlo y de no prestarle la más mínima ayuda a la propia Josefina Manresa, con una excepción: Vicente Aleixandre, que le solía mandar un giro mensual de ciento veinticinco pesetas.
Hay muchos más ejemplos, pero esos cuatro bastan para hacerse una idea del peligro que supone el que la obra de un escritor pueda ser dominada de forma categórica y durante ocho décadas por sus parientes, sean estos quienes sean; que corra el riesgo de asociarse tanto a gente capaz de avivar su fuego como a gente capaz de sofocarlo; que sea susceptible, en los casos de peor fortuna, de ser manejada por manos sin escrúpulos o mentes adoquinadas. Creo que la solución a todo esto sería separar, de una vez por todas, los derechos económicos de los intelectuales, que los herederos legítimos de Miguel Hernández, Lorca o Valle-Inclán cobren lo que les corresponda cada vez que se reedite El rayo que no cesa, cada vez que se representen sobre un escenario La casa de Bernarda Alba o Romance de lobos; que puedan escoltar sus textos hasta donde deseen cuando se trate de su promoción, cuidado o redescubrimiento; pero que no tengan la facultad de entorpecer el trabajo de los demás sobre esos mismos textos, que no puedan impedir que se estudien, reúnan, antologuen o representen. Lo contrario es un disparate, es lo mismo que si los descendientes de Alexander Fleming pudieran decidir a quiénes se le puede inyectar penicilina y a quiénes no; es igual que si antes de ponerle a un niño la vacuna contra la rabia hubiese que solicitar la aprobación de los bisnietos de Louis Pasteur.
Mientras esa división de poderes no se produzca, continuará pasando lo que ahora pasa: nuestra cultura estará llena de direcciones prohibidas y puertas cerradas; se seguirán oscureciendo algunas de sus regiones mientras se promocionan otras menos trascendentes que son las que están hechas con los versitos colegiales de Lorca, con los poemas de Cernuda que él excluyó -en algunos casos por su explicitud erótica y en otros por su inferior calidad literaria- de La realidad y el deseo y que han terminado incorporando a su Obra completa o con la mayor parte de los manuscritos con los que se construyó el libro póstumo de Vicente Aleixandre, En gran noche. Desde luego, lo que intranquiliza no es que estas cosas salgan a la luz, porque aunque tal vez no añadan gran cosa a la producción de sus autores, tampoco les restan nada ni atenúan sus méritos reales, igual que la belleza demoledora de El Gatopardo no va a desaparecer porque le añadan a la nueva edición de la novela ese capítulo titulado El cancionero de casa Salinas que él nunca quiso incluir en el original y que ahora va a sumársele a pesar de que sea un texto incompleto y, según aseguran quienes ya lo han leído, esté redactado en un estilo diferente al del resto de la obra; o igual que la magia de Borges va a seguir siendo la misma de siempre aunque no dejen de publicarle a este lado del más allá los libros de juventud que él detestaba y jamás quiso volver a imprimir -El tamaño de mi esperanza o Inquisiciones-; o igual que la envergadura literaria de Hemingway no va a mermar un palmo a causa de ese proyecto sin terminar e invertebrado al que se llamó Al romper el alba y que sólo sirvió para dos cosas: para que sus parientes pudiesen coger algunos dólares más de la chaqueta del muerto y para confirmar que el viejo Ernest era un gran escritor de relatos y un novelista de tercera. Pero lo que sí resulta inquietante es que, de forma paralela a esta explotación indiscriminada de la parte más prescindible de las obras de los autores desaparecidos, se entierren otras palabras y se censuren otros hechos nada más que para proseguir algún litigio mezquino del presente o para tapar alguna aventurilla erótica del pasado: suena absurdo, pero muchas de estas cuestiones son, estrictamente, asuntos de cama. 
Quizá, después de todo, el incongruente Proudhon tuviera razón. Quizá muchos autores volverían corriendo a sus tumbas si resucitasen y vieran lo que ocurre con sus obras. Volverían a sus tumbas diciéndose: "¡Dios mío! ¡Le regalé mi cosecha a una plaga de langostas!". Por supuesto, los herederos tienen la gran ventaja de seguir aún vivos y, por lo tanto, siempre pueden hacer lo que se está haciendo en el caso de Rafael Alberti, que es echarle la culpa de todo al muerto: fue él mismo, dicen, quien mandó censurar su autobiografía; quien autorizó que su nombre se convirtiese en una marca registrada; quien inhabilitó a su hija Aitana como futura directora de su fundación y tachó su nombre del presunto último tomo de La arboleda perdida; quien se lenvantó de la cama para redactar los diez testamentos que firmó en los últimos años... Si por casualidad llegan a probarse ciertos rumores sobre la venta de obras gráficas suyas falsificadas, puede que también se le señale como único responsable del delito.
Ojalá que las leyes cambien para impedir este tipo de abusos, porque si no es así, sólo nos queda confiar en el tiempo o en la justicia, que en ocasiones son tan implacables que a algunos les puede acabar ocurriendo lo que a una mujer estadounidense que disparó a su marido hace treinta años, pero no pudo matarlo: la bala quedó alojada en su corazón, en un lugar del que era imposible extraerla. A pesar de lo ocurrido, la víctima siguió viviendo con su esposa y lograron rehacer su matrimonio. Qué extraño equilibrio: el hombre, la mujer y la bala. Ahora, tres décadas más tarde, la bala ha llegado por fin a su destino y ese hombre ha muerto. Y al día siguiente de la defunción, la viuda ha sido acusada de asesinato. A veces, la verdad llega tarde, pero llega.
Benjamín Prado es escritor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de enero de 2000

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