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lunes, 17 de junio de 2019

Antón Chéjov / La cigarra

'Mujer en el taller' (Jacqueline Roque), 1956 Óleo sobre lienzo, 45,7 x 55,9 cm. Legado de The Nancy Baston Rash and Dillman A. Rash Collection, 1998.19.5. Colección de The Speed Art Museum, Louisville, Kentucky


Antón Chéjov 

 La cigarra
(“Попрыгунья”)


The Grasshopper by Anton Chekhov

I
      A la boda de Olga Ivánovna acudieron todos sus amigos y buenos conocidos.
       —Mírenle: ¿no es cierto que tiene algo? —decía ella a sus amigos, señalando a su marido con un movimiento de cabeza, como queriendo aclarar por qué se había casado con un hombre sencillo y de lo más corriente, que no se distinguía por nada.


       Su marido, Osip Stepánich Dímov era médico y tenía rango de consejero titular. Trabajaba en dos hospitales: en uno como interno y en otro como médico forense. Todas las mañanas, desde las nueve hasta el mediodía, recibía a los enfermos y desempeñaba sus funciones en la sala; después de las doce tomaba el tranvía de caballos y se dirigía al otro hospital, donde practicaba la autopsia de los enfermos fallecidos. Su clientela particular era insignificante y no le reportaba más de unos quinientos rublos al año. Eso era todo. En cambio, tanto Olga Ivánovna como sus amigos y conocidos eran personas fuera de lo común. Cada uno de ellos se distinguía por algo y había alcanzado cierta notoriedad, se había hecho un nombre y pasaba por una celebridad o, en caso de que aún no fuera conocido, alimentaba las más brillantes esperanzas. Había un actor dramático, gran talento, que gozaba desde hacía tiempo de amplio reconocimiento, hombre elegante, inteligente y discreto, y además excelente recitador, que daba a Olga Ivánovna clases de declamación; un cantante de ópera, gordo y bonachón, que aseguraba a Olga Ivánovna entre suspiros que estaba echándose a perder: si no fuera tan perezosa y se esforzara, podría convertirse en una cantante notable; había también algunos pintores, a la cabeza de los cuales estaba Riabovski, pintor de género, animalista y paisajista, joven rubio y atractivo de unos veinticinco años, que tenía éxito en las exposiciones y había vendido su último cuadro por quinientos rublos; retocaba los estudios de Olga Ivánovna y decía que tal vez podría crear algo de valor; también había un violonchelista, que sacaba lamentos de su instrumento y confesaba abiertamente que, de todas las mujeres que conocía, solo Olga Ivánovna estaba en condiciones de acompañarlo. También estaba presente un hombre de letras, joven pero ya famoso, que escribía relatos, obras de teatro y cuentos. ¿Quién más? Ah sí, Vasili Vasílich, un hacendado, ilustrador y miniaturista diletante, gran conocedor del antiguo estilo ruso, de las leyendas históricas y de las epopeyas, que hacía verdaderas maravillas sobre papel, porcelana y platos ahumados. En medio de ese círculo artístico, independiente y mimado por el destino, delicado y discreto, pero cuyos miembros solo se acordaban de la existencia de los médicos cuando estaban enfermos y a quienes el nombre de Dímov no les decía más que el de Sidorov o Tarásov, en medio de ese círculo Dímov parecía una figura extraña, insignificante y pequeña, aunque era de elevada talla y ancho de hombros. Daba la impresión de llevar un frac ajeno y su barba recordaba la de un dependiente. Sin embargo, de haber sido escritor o pintor habrían dicho que su barba se asemejaba a la de Zola.
       El actor decía a Olga Ivánovna que, con sus cabellos de lino y su traje de novia, guardaba un gran parecido con un esbelto cerezo en primavera, todo cubierto de delicadas flores blancas.
       —¡No, escúcheme! —respondió Olga Ivánovna, cogiéndole del brazo—. ¿Cómo ha sucedido todo esto? Escúcheme, escúcheme… Debo decirle que mi padre trabajaba con Dímov en el mismo hospital. Cuando mi pobre padre enfermó, Dímov pasaba días y noches enteras a su cabecera. ¡Cuánto sacrificio! Escuche, Riabovski… Escuche usted también, escritor, que es muy interesante. Acérquese un poco más. ¡Cuánto sacrificio! ¡Cuánta compasión sincera! Yo tampoco dormía y pasaba la noche junto a mi padre; de pronto, figúrense, el joven héroe sucumbió. Mi Dímov se enamoró perdidamente de mí. En verdad, el destino es de lo más extravagante. Después de la muerte de mi padre, vino a verme alguna vez, nos encontramos en la calle y un buen día, de repente, zas, se declara… Menuda sorpresa… Me pasé toda la noche llorando y yo misma me enamoré locamente. Y ahora, como ven, me he convertido en su mujer. ¿No es cierto que hay en él algo vigoroso y fuerte, algo de oso? En este momento vemos su rostro de tres cuartos, mal iluminado, pero cuando se vuelva, mírenle la frente. Riabovski, ¿qué me dice usted de esa frente? ¡Dímov, estamos hablando de ti! Me gritó a su marido—. Ven aquí. Ofrece tu honrada mano a Riabovski… Así. Sean buenos amigos.
       Dímov, con una sonrisa ingenua y bondadosa, le tendió la mano a Riabovski y dijo:
       —Encantado. Conmigo se licenció otro Riabovski. ¿No será pariente suyo?

II
       Olga Ivánovna tenía veintidós años, Dímov treinta y uno. Su vida de casados empezó muy bien. Olga Ivánovna cubrió todas las paredes del salón con estudios propios o ajenos, con marco o sin enmarcar, y alrededor del piano y de los muebles organizó una hermosa composición de sombrillas chinas, caballetes, paños multicolores, puñales, estatuillas y fotografías… Los muros del comedor los tapizó de imágenes populares, colgó chanclos y hoces, dispuso en una esquina un rastrillo y una hoz, conformando de ese modo un comedor de estilo ruso. En el dormitorio, para que se pareciera a una gruta, envolvió el techo y las paredes de una tela oscura, colgó encima de las camas un farol veneciano y situó junto a la puerta una estatua con una alabarda. Todo el mundo consideró que la joven pareja tenía un hogar muy agradable.
       Cada día, tras levantarse a eso de las once, Olga Ivánovna tocaba el piano o, si hacía sol, pintaba al óleo. Luego, poco después del mediodía, iba a ver a la costurera. Como no disponían de mucho dinero, lo justo para ir tirando, ambas mujeres tenían que servirse de toda suerte de argucias para que ella pudiera cambiar a menudo de ropa y deslumbrar con su vestuario. Muy a menudo con un viejo vestido teñido, algunos trozos de tul, encajes, felpa y seda de escaso valor realizaban auténticos milagros, verdaderas maravillas, un sueño más que un vestido. Desde allí Olga Ivánovna solía dirigirse a casa de alguna actriz conocida para ponerse al corriente de las novedades teatrales y, de paso, procurarse entradas para el estreno de una obra o una gala. A continuación se trasladaba al taller de un pintor o a una exposición; luego, al domicilio de alguna celebridad para invitarle o rendirle visita o simplemente para charlar un rato. Y en todas partes la recibían con alegría y afabilidad y le aseguraban que era inteligente, encantadora, excepcional… Aquéllos a quienes ella consideraba celebridades y grandes hombres la trataban como a una de los suyos, como a una igual, y le pronosticaban de manera unánime que, con su talento, gusto e ingenio, llegaría a ser alguien, siempre que no desperdiciara sus habilidades. Ella cantaba, tocaba el piano, pintaba, esculpía, participaba en espectáculos de aficionados, y ninguna de esas actividades las realizaba de cualquier manera, sino con talento; ya confeccionara farolillos para la iluminación, se engalanara o le anudara a alguien la corbata, el resultado destacaba por su arte, gracia y encanto extraordinarios. Pero nada testimoniaba mejor sus aptitudes que su habilidad para trabar rápido conocimiento y estrechar relaciones con personas célebres. Apenas había alcanzado alguien cierta fama y había dado que hablar, cuando ella ya se las había ingeniado para que se lo presentaran y, ese mismo día, se había ganado su amistad y lo había invitado a su casa. Toda nueva relación era para ella una verdadera fiesta. Adoraba a las personas famosas, se enorgullecía de su trato y cada noche las veía en sueños. Su sed de ellas era insaciable. Las antiguas relaciones pasaban y caían en el olvido, sustituidas por otras nuevas, pero pronto se acostumbraba también a ellas o se desencantaba y empezaba a buscar con avidez nuevos grandes hombres; los encontraba y otra vez se ponía a buscar. ¿Para qué?
       Entre las cuatro y las cinco comía en casa con su marido. La sencillez, buen sentido y bondad de Ósip la llenaban de ternura y entusiasmo. Se levantaba a cada momento de su silla, le abrazaba impetuosamente la cabeza y le cubría de besos.
       —Eres un hombre inteligente y noble, Dímov —decía—, pero tienes un defecto muy importante. No te interesas lo más mínimo por el arte. Rechazas la música y la pintura.
       —No las comprendo —decía él con humildad—. Durante toda mi vida me he ocupado de las ciencias naturales y de la medicina, y nunca he tenido tiempo de interesarme por las artes.
       —Pero ¡eso es algo terrible, Dímov!
       —¿Por qué? Tus conocidos no saben nada de ciencias naturales ni de medicina y, sin embargo, tú no se lo reprochas. A cada uno lo suyo. Yo no entiendo los paisajes ni las óperas, pero me digo: si personas inteligentes les consagran toda su vida y otras personas inteligentes pagan ingentes sumas por ellos, es que son necesarios. Yo no los comprendo, pero no comprender no significa rechazar.
       —¡Deja que estreche tu honrada mano!
       Después del almuerzo Olga Ivánovna visitaba a algunos conocidos, luego iba al teatro o al concierto y regresaba a casa después de la medianoche. Y así todos los días.
       Recibía los miércoles. En esas veladas la anfitriona y sus invitados no jugaban a las cartas ni bailaban, sino que se ocupaban de diversas actividades artísticas. El actor dramático recitaba, el cantante cantaba, los pintores dibujaban en uno de los numerosos álbumes de Olga Ivánovna, el violonchelista tocaba y la propia anfitriona dibujaba, modelaba, cantaba y acompañaba al piano. En los intervalos entre la lectura, la música y el canto, se hablaba y se discutía de literatura, teatro y pintura. No había ninguna dama, pues Olga Ivánovna las consideraba a todas, excepto a las actrices y a su costurera, aburridas y triviales. Ninguna velada transcurría sin que la anfitriona se estremeciera cada vez que sonaba la campanilla y dijera con expresión triunfante: «¡Es él!», es decir, alguna nueva celebridad a la que había invitado por vez primera. Dímov no estaba en el salón y nadie se acordaba de su existencia. Pero a las once y media en punto aparecía en el umbral de la puerta que daba al comedor y, con su sonrisa bondadosa y humilde, decía, frotándose las manos:
       —Señores, hagan el favor de venir a cenar.
       Todos pasaban al comedor y siempre veían sobre la mesa las mismas viandas: una fuente con ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, setas, vodka y dos garrafas de vino.
       —¡Mi querido maître d’hôtel! —exclamaba Olga Ivánovna, aplaudiendo con entusiasmo—. ¡Realmente eres encantador! ¡Señores, presten atención a su frente! Dímov, vuélvete de perfil. Fíjense, señores: el rostro de un tigre de Bengala y la expresión dulce y bondadosa de un ciervo. ¡Ay, querido!
       Los invitados comían y, mirando a Dímov, pensaban: «En verdad, es un hombre estupendo», pero pronto se olvidaban de él y seguían hablando de teatro, música y pintura.
       La joven pareja era feliz y su vida transcurría sin incidentes. No obstante, la tercera semana de su luna de miel no fue del todo dichosa, sino más bien triste. Dímov contrajo la erisipela en el hospital, guardó cama durante seis días y tuvo que cortarse al rape sus hermosos cabellos negros. Olga Ivánovna no se apartaba de su lado y lloraba con amargura, pero cuando empezó a mejorar, le puso un pañuelo blanco en su cabeza rasurada y empezó a pintar un beduino sirviéndose de él como modelo. Ambos lo encontraron divertido. Al cabo de dos o tres días, cuando, ya restablecido, Dímov reanudó sus tareas en el hospital, sufrió un nuevo contratiempo.
       —¡No tengo suerte, cariño! —dijo durante el almuerzo—. Hoy he tenido que practicar cuatro autopsias y me he cortado dos dedos. No me he dado cuenta hasta que he llegado a casa.
       Olga Ivánovna se asustó. Él sonrió y dijo que no tenía importancia, que a menudo se hacía cortes en las manos cuando abría los cadáveres.
       —Estoy tan ensimismado en mi trabajo, querida, que a veces no me doy cuenta de lo que hago.
       Olga Ivánovna esperaba con preocupación algún signo de infección y por las noches rezaba, pero todo salió bien. La vida retomó su curso plácido y feliz, sin penas ni alarmas. El presente era hermoso y estaba a punto de ceder su lugar a la primavera, que ya sonreía en la lejanía, prometiendo mil alegrías. ¡La felicidad no iba a tener fin! En abril, mayo y junio una dacha fuera de la ciudad, paseos, estudios, jornadas de pesca, el canto de los ruiseñores; luego, desde julio hasta otoño, el viaje de los pintores por el Volga, en el que Olga Ivánovna, en calidad de miembro permanente de la sociedad, también tomaría parte. Ya se había hecho dos vestidos de viaje de lino, había comprado pinturas, pinceles, lienzos y una paleta nueva. Riabovski la visitaba casi todos los días para examinar sus progresos en la pintura. Cuando le mostraba alguna obra, él hundía las manos en los bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:
       —Sí… Esa nube chirría: no está iluminada por la luz del atardecer. El primer término es algo angosto y no está del todo bien, ¿comprende?… Su pequeña isba parece ahogarse y chilla de manera lamentable… Habría que haber puesto más sombra en esa esquina. Pero en conjunto no está mal… La felicito.
       Y cuanto más incomprensibles eran sus palabras, mejor las entendía Olga Ivánovna.


III
       El segundo día de Pentecostés, después del almuerzo, Dímov compró fiambres y bombones, y se dirigió a la dacha para visitar a su mujer. Hacía dos semanas que no la veía y la echaba mucho de menos. Sentado en el vagón y, más tarde, mientras buscaba la dacha en el extenso bosque, se sintió dominado por el hambre y el cansancio; soñaba con cenar tranquilamente con su esposa y luego retirarse a descansar, al tiempo que miraba con satisfacción el paquete con el caviar, el queso y el salmón blanco.
       Cuando encontró la dacha y la reconoció, el sol ya se había puesto. La vieja doncella le dijo que la señora no estaba en casa y que probablemente no tardaría en regresar. La dacha, de aspecto poco atractivo con sus techos bajos, cubiertos de papel blanco, y sus suelos de tablas desiguales y agrietadas, solo tenía tres habitaciones. En la primera había una cama; en la segunda lienzos, pinceles, papeles con manchas de grasa y abrigos y sombreros de hombre tirados sobre las sillas y los alféizares; en la tercera Dímov se encontró con tres individuos desconocidos. Dos eran morenos y barbudos; el tercero, afeitado y grueso, tenía aspecto de actor. Sobre la mesa hervía el samovar.
       —¿Qué desea usted? —le preguntó el actor con voz de bajo, examinándole con displicencia—. ¿Quiere ver a Olga Ivánovna? Aguarde, no tardará en llegar.
       Dímov se sentó y se puso a esperar. Uno de los morenos, sin dejar de mirarle con aire soñoliento y desganado, se sirvió té y le preguntó:
       —¿Le apetece un poco de té?
       Dímov tenía hambre y sed, pero rechazó el té para no quedarse sin apetito. Pronto se oyeron unos pasos y una risa conocida; resonó una puerta y Olga Ivánovna entró corriendo en la habitación, con un sombrero de ala ancha y una caja en la mano, seguida de Riabovski, alegre y rubicundo, con una gran sombrilla y una silla plegable.
       —¡Dímov! —gritó Olga Ivánovna, enrojeciendo de alegría—. ¡Dímov! —repitió, apoyando la cabeza y las dos manos en el pecho de su marido—. ¡Eres tú! ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir? ¿Por qué? ¿Por qué?
       —¿Cuándo iba a venir, cariño? Siempre estoy ocupado y cuando tengo algo de tiempo, el horario de trenes no me viene bien.
       —¡Cuánto me alegro de verte! Toda la noche, toda, he estado soñando contigo; tenía miedo de que estuvieras enfermo. ¡Ah, si supieras qué atento eres y cuán a propósito has llegado! Serás mi salvador. ¡Sólo tú puedes salvarme! Mañana se celebrará aquí una boda de lo más singular —continuó, riendo y rehaciendo el nudo de la corbata de su marido—. Se casa un joven telegrafista de la estación, un tal Chikeldéiev. Es un joven apuesto, nada tonto, con una expresión vigorosa y algo osuna, sabes… Podría servir de modelo para un joven varego. Todos los veraneantes le tenemos simpatía y le hemos dado nuestra palabra de honor de acudir a la boda… Es un hombre sin fortuna, solitario, tímido… naturalmente, no estaría bien negarle nuestra participación. Figúrate, la boda se celebrará después de la misa; luego, iremos todos a pie a casa de la novia… ¿Entiendes? El bosque, el canto de las aves, las manchas de sol en la hierba y todos nosotros como manchas multicolores sobre el fondo verde oscuro… De lo más original, en el gusto de los impresionistas franceses. Pero ¿qué voy a ponerme para ir a la iglesia, Dímov? —dijo Olga Petrovna con gesto de desconsuelo—. ¡Aquí no tengo nada, absolutamente nada! Ni vestido, ni flores, ni guantes… Tienes que salvarme. Si has venido es porque el destino quiere que me salves. Coge las llaves, querido, vuelve a casa y tráeme el vestido rosa que hay en el guardarropa. ¿Te acuerdas? Es el que está colgado delante de todos… Luego vete al trastero y busca en el suelo, a mano derecha, dos cajas de cartón. Abre la de arriba y verás que contiene tul, mucho tul, y todo tipo de recortes de tela; las flores están debajo. Sácalas todas con mucho cuidado, trata de no arrugarlas, querido, y ya elegiré yo más tarde las que necesite… Y cómprame unos guantes.
       —Está bien —exclamó Dímov—. Mañana, cuando llegue a casa, te lo enviaré todo.
       —¿Mañana dices? —preguntó Olga Ivánovna, mirándole con sorpresa—. ¿Cómo vas a tener tiempo mañana? El primer tren sale a las nueve y la boda es a las once. No querido, tiene que ser hoy, ¡hoy sin falta! Si no puedes venir mañana, mándamelo por alguien. Bueno, vete ya… El tren está a punto de pasar. No vayas a perderlo, cariño.
       —Está bien.
       —¡Ah, qué pena me da verte partir! —exclamó Olga Ivánovna, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué, tonta de mí, le habré dado mi palabra al telegrafista?
       Dímov bebió a toda prisa un vaso de té, cogió una rosquilla y, con una humilde sonrisa, se dirigió a la estación. En cuanto al caviar, el queso y el salmón blanco, se lo comieron los dos morenos y el grueso actor.


IV
       Una serena noche del mes de julio, iluminada por la luna, Olga Ivánovna estaba en cubierta de uno de los vapores que cubren la ruta del Volga y miraba ora el agua, ora las hermosas riberas. A su lado estaba Riabovich diciéndole que las negras sombras sobre el agua no eran tales, sino sueños, que ante esas aguas encantadas con reflejos fantásticos, ante el cielo insondable y esas orillas tristes y soñadoras, que hablaban de la vanidad de nuestras vidas y de la existencia de algo sublime, eterno y dichoso, sería grato perder la conciencia, morir, convertirse en un recuerdo. El pasado era trivial y anodino; el futuro, insignificante; y esa noche maravillosa, única en la vida, terminaría pronto, fundiéndose con la eternidad: ¿para qué vivir?
       Olga Ivánovna escuchaba tan pronto la voz de Riabovski como el silencio de la noche y pensaba que era inmortal y jamás moriría. La tonalidad turquesa de las aguas, que nunca había visto antes, el cielo, las orillas, las sombras oscuras y la inconsciente alegría que embargaba su alma le decían que se convertiría en una gran artista y que en algún lugar lejano, más allá de esa noche con luna, en el espacio infinito, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo… Cuando miraba largo rato la lejanía, sin pestañear, veía grupos de personas y luces, escuchaba los acordes de una música solemne, gritos de júbilo y se veía a sí misma vestida de blanco, bajo una lluvia de flores que caían sobre ella desde todas partes. También pensaba que a su lado, acodado en la borda, había un verdadero gran hombre, un genio, un elegido de Dios… Todo lo que había creado hasta entonces era hermoso, nuevo y extraordinario, y lo que crearía con el tiempo, cuando la madurez fortaleciera su raro talento, sería asombroso, completamente sublime, como se advertía en su rostro, en su forma de expresarse y en su actitud ante la naturaleza. Al hablar de las sombras, de los tonos crepusculares, del brillo de la luna, utilizaba un lenguaje propio, y así, de manera involuntaria, se sentía el sortilegio de su poder sobre la naturaleza. Él mismo era atractivo, original; y su vida, independiente, libre, ajena a las preocupaciones ordinarias, semejante a la de las aves.
       —Empieza a hacer fresco —dijo Olga Ivánovna, estremeciéndose.
       Riabovski la envolvió en su impermeable y le dijo con voz triste:
       —Siento que estoy en su poder. Soy su esclavo. ¿Por qué está usted hoy tan seductora?
       No dejaba de mirarla y sus ojos tenían una expresión tan terrible que a ella le daba miedo contemplarlos.
       —Estoy locamente enamorado de usted… —susurró, acariciándole la mejilla con su aliento—. Dígame una sola palabra y dejaré de vivir, renunciaré al arte… —balbució, presa de una gran agitación—. Ámeme, ámeme…
       —No hable así —dijo Olga Ivánovna, cerrando los ojos—. Me asusta. ¿Y Dímov?
       —¿Qué Dímov? ¿Por qué me habla de Dímov? ¿Qué me importa a mí Dímov? El Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi éxtasis: eso es lo que me ocupa, no Dímov… Ah, no sé nada… No necesito el pasado, deme solo un instante… ¡un instante!
       El corazón de Olga Ivánovna latía con fuerza. Quería pensar en su marido, pero todo su pasado, incluyendo la boda, Dímov y las veladas, le parecía algo pequeño, insignificante, oscuro, innecesario y muy lejano… En realidad: ¿qué era Dímov? ¿Por qué pensar en Dímov? ¿Qué tenía que ver ella con Dímov? ¿Existía realmente o era solo un sueño?
       «Para él, hombre sencillo y corriente, es suficiente la felicidad que ya ha recibido —pensaba, cubriéndose el rostro con las manos—. Que me condenen allí, que me maldigan, pero yo, para llevar la contraria a todo el mundo, voy a perderme, sí, voy a perderme… Hay que probarlo todo en la vida. ¡Dios mío, qué horrible y qué maravilloso!».
       —¿Y bien? ¿Qué? —balbució el pintor, abrazándola y besándole ávidamente las manos, con las que ella trataba de alejarle sin apenas convicción—. ¿Me amas? ¿Sí? ¿Sí? ¡Ah, qué noche! ¡Una noche maravillosa!
       —¡Sí, qué noche! —susurró ella, mirándole a los ojos, brillantes por las lágrimas; luego echó una rápida ojeada a su alrededor, le abrazó y le besó los labios con pasión.
       —¡Nos acercamos a Kineshma! —dijo alguien al otro lado de la cubierta.
       Se oyeron unos pasos cansinos. Era el camarero del restaurante, que pasaba junto a ellos.
       —Oiga —le dijo Olga Ivánovna, riendo y llorando de alegría—, tráiganos vino.
       El pintor, pálido de emoción, se sentó en un banco, miró a Olga Ivánovna con ojos llenos de adoración y reconocimiento, luego los cerró y dijo con una lánguida sonrisa:
       —Estoy fatigado.
       Y apoyó la cabeza en la borda.
V
       El dos de septiembre fue un día templado y tranquilo, pero nublado. Por la mañana temprano una ligera bruma flotaba por el Volga y después de las nueve empezaron a caer algunas gotas. No había ninguna esperanza de que el tiempo mejorase. Durante el té Riabovski le explicó a Olga Ivánovna que la pintura era el arte más ingrato y más enojoso, que él no era pintor y que solo los necios le consideraban un hombre de talento; de pronto, de buenas a primeras, cogió un cuchillo y rasgó su estudio más logrado. Después del té se quedó sentado cerca de la ventana, con expresión sombría, mirando el Volga. Pero el río había perdido ya su brillo y sus aguas tenían un aspecto oscuro, opaco, frío. Todo recordaba la proximidad del otoño sombrío y desolado. Parecía como si la naturaleza hubiera retirado del Volga los suntuosos tapices verdes de las orillas, los reflejos diamantinos de los rayos del sol, la transparente lejanía azul y todas las galas y lujosos atavíos y lo hubiera guardado todo en un baúl hasta la primavera siguiente; los cuervos que volaban por los alrededores del río se burlaban de él: «¡Estás desnudo! ¡Desnudo!». Riabovski escuchaba sus graznidos y pensaba que estaba vacío y había perdido su talento, que todo en este mundo es convencional, relativo y estúpido, y que no debía ligarse a esa mujer… En una palabra, estaba de mal humor y se entregaba a la melancolía.
       Olga Ivánovna estaba sentada en la cama, detrás del tabique, y, mientras pasaba los dedos por sus bellos cabellos de lino, se figuraba tan pronto el salón, como el dormitorio o el despacho de su marido; la imaginación la llevó al teatro, a casa de la costurera y a los hogares de sus amigos célebres. ¿Qué estarían haciendo en ese momento? ¿Se acordarían de ella? La temporada ya había empezado y era tiempo de pensar en las veladas. ¿Y Dímov? ¡Querido Dímov! ¡Con qué mansedumbre e infantiles protestas le rogaba en sus cartas que volviera a casa cuanto antes! Cada mes le enviaba setenta y cinco rublos y cuando ella le escribió que debía cien rublos a los artistas, también le mandó esa cantidad. ¡Qué hombre tan bondadoso y magnánimo! El viaje había agotado a Olga Ivánovna; se aburría y quería alejarse lo antes posible de esos muzhiks y del olor a humedad del río, desembarazarse de esa sensación de suciedad física que la embargaba en todo momento, alojándose en isbas campesinas y vagando de aldea en aldea. Si Riabovski no hubiera dado a los pintores su palabra de quedarse con ellos hasta el 20 de septiembre, ella se habría marchado ese mismo día. ¡Con qué gusto lo habría hecho!
       —Dios mío —gimió Riabovski—, ¿cuándo saldrá de una vez el sol? ¡Sin él no puedo continuar mi paisaje solar!
       —Pero tienes un estudio con tiempo nublado —dijo Olga Ivánovna, saliendo de detrás del tabique—. ¿No te acuerdas? En primer término aparece el bosque y a la izquierda un rebaño de vacas y unos gansos. Podrías terminarlo ahora.
       —¡Bah! —respondió el pintor, frunciendo el ceño—. ¡Terminarlo! ¿Se figura usted que soy tan estúpido que no sé lo que tengo que hacer?
       —¡Cómo ha cambiado tu comportamiento conmigo! —suspiró Olga Ivánovna.
       —¿Sí? Pues muy bien.
       Los rasgos de Olga Ivánovna se crisparon; se acercó a la estufa y se echó a llorar.
       —Lo que me faltaba. ¡Deje de llorar! Yo mismo tengo mil razones para hacerlo, pero me contengo.
       —¡Mil razones! —gimoteó Olga Ivánovna—. La principal es que está usted harto de mí. ¡Sí! —dijo y estalló en sollozos—. A decir verdad, se avergüenza usted de nuestro amor. Hace cuanto puede para que los pintores no se den cuenta, aunque es imposible ocultarlo y ellos están al corriente de todo desde hace tiempo.
       —Olga, solo le pido una cosa —dijo el pintor en tono de súplica, llevándose la mano al corazón—. Una sola: ¡no me atormente! ¡Es lo único que le pido!
       —¡Pero júreme que sigue queriéndome!
       —¡Esto es una tortura! —farfulló entre dientes el pintor y se puso en pie de un salto—. ¡Acabaré arrojándome al Volga o volviéndome loco! ¡Déjeme en paz!
       —¡Pues máteme, máteme! —gritó Olga Ivánovna—. ¡Máteme!
       De nuevo estalló en sollozos y pasó al otro lado del tabique. En el tejado de paja de la isba empezó a repiquetear la lluvia. Ríabovski se cogió la cabeza con las manos y se puso a dar vueltas por la habitación; luego, con expresión decidida, como si quisiera demostrarle algo a alguien, se puso la gorra, se colgó la escopeta al hombro y salió.
       Después de su marcha, Olga Ivánovna pasó largo rato tendida en la cama, llorando. En un principio pensaba en lo bien que estaría envenenarse, para que Riabovski la encontrara muerta al regresar; luego se trasladó con el pensamiento a su salón, al despacho de su marido y se imaginó que estaba sentada, inmóvil, al lado de Dímov, disfrutando del reposo físico y la limpieza, y que por la noche iba al teatro, a escuchar a Mazini. La nostalgia de la civilización, del rumor de la ciudad y de las personas célebres le oprimió el corazón. En la isba entró una mujer y, sin prisas, empezó a encender el horno para preparar la comida. La habitación se llenó de un olor a quemado y el aire se volvió azulado por el humo. Llegaron los pintores, con las altas botas cubiertas de barro y los rostros mojados por la lluvia, echaron un vistazo a los estudios y para consolarse dijeron que el Volga, incluso con mal tiempo, tenía su encanto. El barato reloj de pared hacía tic-tac… Las moscas, entumecidas, se arremolinaban y zumbaban en tomo al rincón de los iconos y se oía cómo las cucarachas se agitaban entre las gruesas carpetas que había debajo de los bancos.
       Riabovski regresó cuando se ponía el sol. Pálido, extenuado, con las botas sucias, arrojó la gorra sobre la mesa, se dejó caer en el banco y cerró los ojos.
       —Estoy cansado… —dijo, moviendo las cejas y esforzándose por levantar los párpados.
       Con intención de mostrarse afectuosa y manifestarle que no estaba enfadada, Olga Ivánovna se acercó a él, lo besó en silencio y, con un cepillo en la mano, se dispuso a desenredar sus rubios cabellos. Le apetecía peinarlo.
       —¿Qué pasa? —preguntó él, estremeciéndose, como si le hubieran tocado con un objeto frío, y abrió los ojos—. ¿Qué sucede? Déjeme en paz, por favor.
       Apartó sus manos y se alejó, y a ella le pareció que su rostro expresaba desagrado y enfado. En ese momento la campesina le trajo un plato de sopa de col, sosteniéndolo cuidadosamente con ambas manos, y Olga Ivánovna advirtió que metía los dedos en él. La sucia campesina, con el vientre ceñido por un delantal, la sopa de col, que Riabovski empezó a comer con avidez, la isba y toda esa vida que en un principio tanto le había gustado por su sencillez y su desorden artístico, se le antojaron ahora terribles. De pronto se sintió ofendida y dijo con frialdad:
       —Debemos separamos por un tiempo; si no, el aburrimiento puede hacer que tengamos una seria discusión. Estoy harta de todo esto. Me marcho hoy mismo.
       —¿Cómo? ¿Montada en una escoba?
       —Hoy es jueves, de modo que a las nueve y media llegará el vapor.
       —Ah, es verdad… Bueno, vete… —dijo Riabovski con serenidad, utilizando una toalla a modo de servilleta—. Aquí no tienes nada que hacer y te aburres… Sería egoísta por mi parte tratar de retenerte. Márchate… Ya nos veremos después del veinte.
       Olga Ivánovna hizo el equipaje con alegría y hasta sus mejillas se arrebolaron de satisfacción. «¿Será posible —se preguntaba— que pronto pueda escribir en el salón, dormir en mi alcoba y comer en una mesa con mantel?». Se sintió aliviada y su enfado con el pintor desapareció.
       —Te dejo las pinturas y los pinceles, Riabusha —dijo—. Llévame lo que sobre… Pero no te entregues a la pereza ni a la melancolía cuando me vaya. Debes trabajar. Eres grande, Riabusha.
       A las nueve Riabovski le dio un beso de despedida —para no besarla en el vapor, delante de los otros pintores, pensó ella— y la acompañó al muelle. El vapor no tardó en aparecer y se llevó a Olga.
       Al cabo de dos días y medio llegó a casa. Sin quitarse el sombrero ni el impermeable, con la respiración entrecortada por la emoción, atravesó el salón y se dirigió al comedor. Dímov, sin chaqueta y con el chaleco desabotonado, estaba sentado a la mesa, afilando el cuchillo con el tenedor; delante de él había un plato con una perdiz. Cuando Olga Ivánovna entró en el apartamento, estaba convencida de que era indispensable ocultárselo todo y que para eso no le faltaban habilidades ni energías, pero ahora, al ver la amplia, delicada y feliz sonrisa de su marido y sus brillantes y alegres ojos, sintió que disimular con ese hombre sería algo infame, repugnante, tan imposible y por encima de sus fuerzas como calumniar, robar o matar, y en un instante decidió contárselo todo. Tras dejarse besar y abrazar, se puso de rodillas ante él y se cubrió el rostro.
       —¿Qué? ¿Qué pasa, cariño? —le preguntó él con voz tierna—. ¿Me has echado de menos?
       Ella levantó hacia él su rostro, rojo de vergüenza, y le miró con aire culpable y suplicante, pero el miedo y la turbación le impedían decir la verdad.
       —No es nada… —exclamó—. Es que…
       —Sentémonos —dijo él, levantándola y haciéndole tomar asiento a la mesa—. Así… Come esta perdiz. Tendrás hambre, pobrecita.
       Ella aspiraba con avidez el aire de su hogar y comía la perdiz, mientras él la miraba con ternura y reía satisfecho.
VI
       Por lo visto, a mediados del invierno Dímov empezó a darse cuenta de que su mujer le engañaba. Como si él mismo no tuviera la conciencia tranquila, no se atrevía a mirarla a los ojos, no esbozaba una jovial sonrisa cuando se encontraban y, para quedarse menos tiempo a solas con ella, solía llevar a comer a su colega Korosteliov, hombre pequeño, con la cabeza rapada y el rostro ajado, que, cuando hablaba con Olga Ivánovna, se ponía tan nervioso que desabrochaba todos los botones de su chaqueta y a continuación los volvía a abrochar; luego se tiraba de la guía izquierda del bigote con la mano derecha. Durante la comida los dos médicos hablaban de la posición alta del diafragma, que a veces producía trastornos cardíacos, o de los numerosos casos de neuritis que se observaban en los últimos tiempos o de que la víspera, al practicar la autopsia a un cadáver al que le habían diagnosticado «anemia perniciosa», Dímov había descubierto un cáncer de páncreas. Daba la impresión de que hablaban de medicina solo para dar a Olga Ivánona la posibilidad de callarse, es decir, de no mentir. Tras la comida Korosteliov se sentaba al piano, mientras Dímov le decía con un suspiro:
       —¡Bueno, amigo! ¡Adelante! Tócanos algo triste.
       Levantando los hombros y separando mucho los dedos, Korosteliov tocaba algunos acordes y empezaba a cantar con voz de tenor: «Muéstrame una morada donde el campesino ruso no gima», mientras Dímov volvía a suspirar, apoyaba la cabeza en el puño y se quedaba pensativo.
       En los últimos tiempos Olga Ivánovna se comportaba con una enorme imprudencia. Todas las mañanas se levantaba de pésimo humor, pensando que Riabovski ya no la quería y que, gracias a Dios, todo había terminado. Pero, tras beber una taza de café, llegaba a la conclusión de que Riabovski le había quitado a su marido y ahora se había quedado sin marido y sin Riabovski; luego recordaba los comentarios de sus amigos sobre un cuadro sorprendente que Riabovski preparaba para una exposición, una mezcla de paisaje y pintura de género, a la manera de Polenov, que entusiasmaba a todos los que visitaban su taller; pensaba que lo había concebido bajo su influencia y que, en general, si había hecho tan grandes progresos se debía a ella. Su influjo era tan beneficioso y fundamental que, si le abandonaba, él podía echarse a perder. Y recordaba también que la última vez que fue a verla, vestido con un traje gris moteado y una corbata nueva, le preguntó con voz lánguida: «¿Soy guapo?». La verdad es que, con sus ropas elegantes, sus largos rizos y sus ojos azules, estaba muy atractivo (¿o solo era una impresión?); en esa ocasión, se había mostrado cariñoso con ella.
       Tras evocar muchos recuerdos y sopesar la situación, Olga Ivánovna se vistió y, presa de una gran agitación, se dirigió al taller de Riabovski. Lo encontró contento y encantado con su cuadro, que en verdad era extraordinario; pegaba saltos, hacía tonterías y respondía a las preguntas serias con bromas. Olga Ivánovna estaba celosa del cuadro y lo odiaba, pero, por cortesía, lo contempló en silencio durante cinco minutos y, suspirando como si estuviera ante un objeto sagrado, dijo en voz baja:
       —Sí, nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo, ¿sabes?
       Luego empezó a suplicarle que la amara, que no la abandonase, que tuviera piedad de ella, pobre y desdichada mujer. Lloraba, le besaba las manos, exigía que le jurase amor, trataba de demostrar que, sin su influencia benéfica, perdería el norte y se echaría a perder. Y tras agriar el buen humor del pintor y paladear su propia humillación, se dirigía a casa de la costurera o de una actriz conocida para solicitar una entrada.
       Si no lo encontraba en el taller, le dejaba una nota en la que le juraba que, si no iba a verla ese mismo día, se envenenaría sin falta. Él se asustaba, acudía a su casa y se quedaba con ella hasta la hora del almuerzo. Sin preocuparse de la presencia del marido, le hablaba con insolencia y ella le respondía de la misma manera. Ambos sentían que estaban unidos, se comportaban como déspotas y enemigos, se enfurecían; ese furor les impedía ver que su conducta era indecente y que incluso Korosteliov, el del cráneo rapado, se daba cuenta de todo. Después del almuerzo se despedía apresuradamente y se marchaba.
       —¿Adónde va usted? —le preguntaba Olga Ivánovna en el vestíbulo, mirándole con odio.
       Él, frunciendo el ceño y entornando los ojos, nombraba a alguna dama a la que ambos conocían; era evidente que se burlaba de sus celos y quería fastidiarla. Ella se retiraba a su dormitorio y se tumbaba en la cama; los celos, el enfado y los sentimientos de humillación y vergüenza le hacían morder la almohada y sollozar de manera ruidosa. Dímov dejaba a Korosteliov en el salón, se dirigía al dormitorio y, confundido y turbado, le decía en voz queda:
       —No llores tan fuerte, querida… ¿Para qué? Estas cosas es mejor callarlas… No hay que dejarlas traslucir… Ya sabes que el pasado no puede remediarse.
       Sin saber cómo aplacar sus ardientes celos, que hasta le daban dolor de cabeza, y pensando que aún estaba a tiempo de arreglar la situación, se lavaba, se empolvaba el rostro lloroso y volaba a casa de la dama conocida. Al no encontrar allí a Riabovski, iba a ver a otra y luego a una tercera… En un principio se avergonzaba de esos viajes en coche, pero luego acabó acostumbrándose y hubo veces en que recorrió, en una sola tarde, los domicilios de todas las damas conocidas en busca de Riabovski, y todas se daban cuenta del objeto de su visita.
       Un día, hablando con Riabovski de su marido, le dijo:
       —¡Ese hombre me abruma con su grandeza de alma!
       Esa frase le gustó tanto que, cuando coincidía con pintores que estaban al corriente de su aventura con Riabovski, no dejaba de repetir, con un gesto enérgico con la mano:
       —¡Ese hombre me abruma con su grandeza de alma!
       Su vida seguía los mismos derroteros que el año anterior. Los miércoles recibía. El actor declamaba, los pintores dibujaban, el violonchelista tocaba, el cantante cantaba e, invariablemente, a las once y media, se abría la puerta del comedor y Dímov, sonriendo, decía:
       —Señores, pasen a tomar algo.
       Lo mismo que antes, Olga Ivánovna seguía buscando grandes hombres, los encontraba y, cuando dejaban de satisfacerle, buscaba otros. Lo mismo que antes, regresaba todos los días a altas horas de la noche, pero Dímov ya no dormía, como el año anterior, sino que trabajaba en su despacho. Se acostaba a las tres y se levantaba a las ocho.
       Una tarde en que ella se preparaba delante del espejo para ir al teatro, Dímov entró en el dormitorio vestido de frac y con una corbata blanca. Esbozó una dulce sonrisa y, como antes, la miró alegremente a los ojos. Su rostro resplandecía.
       —Vengo de defender mi tesis —dijo, sentándose y frotándose las rodillas.
       —¿Te ha ido bien? —preguntó Olga Ivánovna.
       —¡Ya lo creo! —respondió sonriendo y estiró el cuello para contemplar en el espejo el rostro de su mujer, que seguía dándole la espalda y arreglándose el peinado—. ¡Ya lo creo! —repitió—. Sabes, es muy posible que me nombren profesor adjunto del curso de patología general. Hay rumores…
       A juzgar por la expresión feliz y radiante de su rostro, parecía evidente que, si Olga Ivánovna hubiera compartido su alegría y su triunfo, le habría perdonado todo, tanto lo presente como lo futuro, y habría olvidado el pasado, pero ella no entendía lo que quería decir profesor adjunto o patología general, y además temía llegar tarde al teatro, de modo que no dijo nada.
       Dímov siguió sentado un par de minutos, sonrió con aire culpable y salió de la habitación.
VII
       Fue un día de lo más agitado.
       Dímov tenía un fuerte dolor de cabeza; por la mañana no se tomó el té, ni fue al hospital, quedándose tumbado en la otomana de su despacho. Poco después de las doce, como de costumbre, Olga Ivánovna fue a ver a Riabovski para enseñarle un estudio de nature morte y preguntarle por qué no había ido a su casa la víspera. El estudio le parecía insignificante y solo lo había pintado como pretexto para visitar al pintor.
       Entró sin llamar y, mientras se quitaba los chanclos en el vestíbulo, oyó en el taller unos pasos rápidos y silenciosos, el susurro de un vestido de mujer; entró a toda prisa en el taller para echar una ojeada, pero solo alcanzó a ver el pliegue de una falda marrón, que centelleó un instante antes de desaparecer detrás de un cuadro de gran tamaño, recubierto, junto con el caballete, por un calicó negro que llegaba hasta el suelo. No había duda: quien se había ocultado allí era una mujer. ¡Cuántas veces la propia Olga Ivánovna había encontrado refugio tras ese cuadro! Riabovski, con signos evidentes de turbación y como sorprendido de su llegada, le tendió las manos y le dijo con una sonrisa forzada:
       —¡A-a-ah! Me alegro mucho de verla. ¿Qué hay de nuevo?
       Los ojos de Olga Ivánovna se llenaron de lágrimas. Sentía vergüenza y amargura, pero por nada del mundo habría consentido en hablar en presencia de una mujer extraña, de una rival, de una mentirosa que, oculta detrás del cuadro, probablemente se reía con malicia para sus adentros.
       —Te he traído un estudio… —dijo tímidamente, con un hilo de voz, y sus labios empezaron a temblar—, una nature morte.
       —¡A-a-ah…! ¿Un estudio?
       El artista lo cogió y, mientras lo examinaba, pasó a la otra habitación como sin darse cuenta.
       Olga Ivánovna lo siguió sin rechistar.
       —Una naturaleza muerta… hecha por mano experta —farfulló, como buscando rimas—. Puerta… Yerta… Alerta…
       En el taller se oyeron unos pasos apresurados y el rumor de un vestido. Eso significaba que ella se había ido. Olga Ivánovna sintió deseos de gritar con fuerza, de golpear la cabeza del pintor con un objeto contundente y después marcharse, pero las lágrimas le impedían ver, se sentía agobiada por la vergüenza y tenía la impresión de que ya no era Olga Ivánovna ni una pintora, sino un insecto diminuto.
       —Estoy cansado… —dijo con voz lánguida el pintor, mirando el estudio y sacudiendo la cabeza para ahuyentar la fatiga—. Está bien, sin duda, pero hoy un estudio, el año pasado un estudio y dentro de un mes un estudio… ¿Cómo no se aburre? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría seriamente a la música o a alguna otra cosa… No es usted pintora, sino música. ¡No se imagina lo cansado que estoy! Voy a decir que nos traigan té… ¿Eh?
       Salió de la habitación y Olga Ivánovna oyó cómo daba órdenes a su criado. Para no tener que despedirse ni entrar en explicaciones y, sobre todo, para no estallar en sollozos, se dirigió corriendo al vestíbulo, se puso los chanclos y, antes de que regresara Riabovski, salió a la calle.
       Fue a ver a la costurera, luego a casa de Barnai, que acababa de volver de viaje, y después a una tienda de música; durante todo el tiempo estuvo pensando en una carta fría, cruel, llena de dignidad, y en el viaje que en verano u otoño haría con Dímov a Crimea, donde se liberaría definitivamente del pasado y empezaría una nueva vida.
       Volvió tarde a casa y, sin cambiarse siquiera de ropa, se sentó en el comedor a escribir la carta. Riabovski le había dicho que no era pintora y ella, para vengarse, le escribía que él todos los años pintaba lo mismo y todos los días repetía las mismas cosas, que se había estancado y que no crearía nada mejor de lo que ya había hecho. También quería decirle que muchos de sus logros se debían a la influencia benéfica de ella y que, si él se comportaba mal, era porque algunas personas ambiguas, como la que ese día se había escondido detrás del cuadro, contrarrestaban esa influencia.
       —¡Querida! —le llamó Dímov desde el despacho, sin abrir la puerta—. ¡Querida!
       —¿Qué quieres?
       —Querida, no entres aquí, acércate solo a la puerta. Así… Anteayer contraje la difteria en el hospital y ahora… no me encuentro bien. Envía enseguida a buscar a Korosteliov.
       Olga Ivánovna llamaba siempre a su marido, como a todos los hombres de su entorno, no por el nombre, sino por el apellido; su nombre, Ósip, no le gustaba, pues le recordaba al Ósip de Gógol y un trabalenguas ruso. Pero ahora gritó:
       —¡Ósip, no puede ser!
       —¡Envía a buscarlo! No me encuentro bien… —dijo Dímov del otro lado de la puerta, y Olga Ivánovna pudo oír cómo se acercaba al diván y se tumbaba—. ¡Envía a buscarlo! —añadió con voz sorda.
       «¿Qué está pasando? —pensó Olga Ivánovna, helada de miedo—. ¡Parece grave!».
       Sin ninguna necesidad cogió una vela y se dirigió al dormitorio; una vez allí, mientras consideraba lo que debía hacer, se vio por causalidad en el espejo. Con su rostro pálido y asustado, la chaqueta de hombreras altas, los volantes amarillos en el pecho y la singular disposición de las rayas de la falda, se encontró fea y repugnante. De pronto sintió una arrolladora pena por Dímov, por el amor infinito que le profesaba, por su juventud e incluso por su cama abandonada, en la que hacía tiempo que no dormía, y recordó su sonrisa de siempre, dulce y sumisa. Se echó a llorar con amargura y escribió a Korosteliov una carta suplicante. Eran las dos de la madrugada.
VIII
       Cuando pasadas ya las siete Olga Ivánovna salió de su dormitorio, con la cabeza pesada por el insomnio, despeinada, fea y con una expresión culpable, vio pasar por el vestíbulo a un señor de barba negra, por lo visto un médico. Olía a medicamentos. Cerca de la puerta del despacho estaba Korosteliov, retorciéndose la guía izquierda del bigote con la mano derecha.
       —Perdóneme, pero no puedo dejarla pasar —le dijo con voz sombría—. Podría contagiarse. Además, no tiene usted nada que hacer allí. Está delirando.
       —¿Es cierto que ha contraído la difteria? —preguntó Olga Ivánovna en un susurro.
       —A las personas que se buscan problemas, habría que llevarlas ante la justicia —farfulló Korosteliov, sin responder a la cuestión de Olga Ivánovna—. ¿Sabe cómo se ha contagiado? Aspirando el martes, a través de un tubo, las membranas diftéricas de un niño. Y ¿para qué? Es una estupidez… Lo hizo así, sin pensarlo siquiera…
       —¿Corre mucho peligro? —preguntó Olga Ivánovna.
       —Sí, dicen que es una forma grave. En realidad, habría que llamar a Shrek.
       Vino un hombre pequeño, pelirrojo, con larga nariz y acento judío, luego otro alto, encorvado, desgreñado, parecido a un archidiácono, y más tarde un joven muy grueso, de cara colorada, con gafas. Eran médicos que venían a turnarse a la cabecera de su colega. Korosteliov, cuando fue relevado, no se marchó a su casa, sino que se quedó allí, vagando por las habitaciones como una sombra. La doncella llevaba té a los doctores que estaban de guardia y a menudo tenía que ir corriendo a la farmacia, de modo que no había nadie para limpiar las habitaciones. Por toda la casa reinaba el silencio y flotaba un ambiente de tristeza.
       Olga Ivánovna se había quedado en su dormitorio, pensando que Dios la castigaba por haber engañado a su marido. Un ser taciturno, resignado, incomprensible, despersonalizado por su mansedumbre, falta de carácter, debilidad y bondad excesiva, sufría sordamente, sin quejarse, en el diván de su despacho. Si se hubiera quejado, aunque fuera en medio del delirio, los doctores que montaban guardia se habrían enterado de que la culpable de la situación no era solo la difteria. También podían haberle preguntado a Korosteliov, que lo sabía todo; no en vano miraba a la mujer de su amigo con ojos que parecían decir que ella era la principal y verdadera asesina y la difteria solo su cómplice. Ya no recordaba ni la noche con luna en el Volga, ni la declaración de amor, ni la vida poética en la isba; solo se daba cuenta de que por vano capricho, por simple travesura, se había ensuciado de pies a cabeza con algo fangoso, viscoso, cuya mancha nunca podría limpiar…
       «¡Ah, qué horrible mentira! —pensó al recordar su agitada relación con Riabovski—. ¡Maldito sea todo aquello…!».
       A las cuatro almorzó en compañía de Korosteliov. Él no comió nada, contentándose con beber vino tinto y fruncir el ceño. Ella tampoco probó bocado. Tan pronto rezaba para sí y le prometía a Dios que, si Dírnov recobraba la salud, volvería a quererlo y sería una esposa fiel, como, olvidándose por un momento de sus palabras, miraba a Korosteliov y pensaba: «¿Es posible que no le aburra ser un hombre corriente, sin nada destacable, completamente desconocido, y encima con esa cara demacrada y esos malos modales?». Luego le parecía que Dios iba a fulminarla en ese mismo instante porque, por temor al contagio, no había entrado ni una sola vez en el despacho de su marido. En general, la dominaba un sentimiento confuso y angustioso y el convencimiento de que la vida estaba arruinada y nada podría enderezarla…
       Tras el almuerzo cayó la noche. Cuando Olga Ivánovna entró en el salón, Korosteliov estaba durmiendo en un sofá, con la cabeza apoyada en un cojín de seda, bordado de oro. «Kji-pua… —roncaba—, Kji-pjua».
       Los médicos, que venían a montar guardia y luego se marchaban, no advertían ese desorden. Un extraño durmiendo y roncando en el salón, estudios en las paredes, una decoración extravagante y una anfitriona desgreñada y vestida con negligencia: nada de eso despertaba el menor interés. Uno de los médicos se echó a reír sin venir a cuento y en esa risa había un componente de extrañeza y timidez que daba miedo.
       Cuando Olga Ivánovna volvió a entrar en el salón, Korosteliov ya no dormía; estaba sentado y fumaba.
       —Tiene difteria en la cavidad nasal —dijo en voz baja—. El corazón no le funciona bien. En realidad, la cosa va mal.
       —Mande a buscar a Shrek —dijo Olga Ivánovna.
       —Ya ha estado aquí. Fue él quien advirtió que la difteria había alcanzado la nariz. Además, ¿qué puede hacer Shrek? En realidad, no es nadie. Él es Shrek y yo soy Korosteliov, nada más.
       El tiempo pasaba con desesperante lentitud. Olga Ivánovna se había tumbado vestida en la cama, sin hacer desde la mañana, y se había quedado traspuesta. Se figuraba que el apartamento entero, desde el suelo hasta el techo, estaba ocupado por una enorme masa de hierro y que bastaba con retirarla para que todos se sintieran alegres y aliviados. Al despertarse, recordó que no se trataba de una masa de hierro, sino de la enfermedad de Dímov.
       «Naturaleza muerta, experta… —pensaba, quedándose de nuevo adormilada—, puerta… yerta… Y ¿en el caso de médico? Médico, épico, étnico… ético. ¿Dónde están ahora mis amigos? ¿Saben la pena que me embarga? Señor, sálvame, protégeme. Médico, épico…».
       Y volvía a soñar con la masa de hierro… Las horas parecían interminables, aunque en la planta baja se oían con frecuencia las campanadas del reloj. El timbre no dejaba de sonar; eran médicos… Entró la doncella con un vaso vacío sobre una bandeja y preguntó:
       —Señora, ¿quiere que le haga la cama?
       Y, al no recibir respuesta, salió. Volvió a oírse el reloj de abajo. Olga Ivánovna vio en sueños la lluvia sobre el Volga, luego alguien volvió a entrar en la habitación, al parecer un extraño. La joven se levantó de un salto y reconoció a Korosteliov.
       —¿Qué hora es? —preguntó.
       —Casi las tres.
       —¿Y bien?
       —¡Y bien! He venido a decirle que se muere…
       Dejó escapar un sollozo, se sentó en la cama al lado de ella y se secó las lágrimas con la manga. En un principio ella no comprendió, pero luego sintió que todo su cuerpo se quedaba helado e hizo lentamente la señal de la cruz.
       —Se muere… —repitió él con un hilo de voz y volvió a sollozar—. Se muere porque se ha sacrificado… ¡Qué pérdida para la ciencia! —dijo con amargura—. ¡Comparado con todos nosotros, era un gran hombre, un hombre excepcional! ¡Qué dotes! ¡Qué esperanzas nos hacía concebir a todos! —continuó Korosteliov, retorciéndose las manos— ¡Dios mío, habría sido un sabio de los que ya no quedan! ¡Oska Dímov, Oska Dímov, qué has hecho! ¡Ah, Dios mío!
       Korosteliov, presa de la desesperación, se cubrió el rostro con las manos y sacudió la cabeza.
       —¡Y qué fuerza moral! —continuó, cada vez más irritado con alguien—. ¡Un alma buena, pura, noble! ¡Más que un hombre, parecía un cristal! Se consagró a la ciencia y murió por ella. Y trabajaba como un buey, día y noche, sin que nadie le compadeciera; el joven sabio, el futuro profesor, tuvo que buscarse clientela particular y pasarse las noches traduciendo para pagar esos… ¡asquerosos trapos!
       Korosteliov miró con odio a Olga Ivánovna, cogió la sábana con ambas manos y tiró de ella con rabia, como si tuviera alguna culpa.
       —No se cuidaba y nadie se compadecía de él. En verdad, ¡para qué hablar!
       —¡Sí, un hombre como hay pocos! —dijo alguien con voz de bajo en el salón.
       Olga Ivánovna repasó toda su vida en común, de principio a fin, en todos sus detalles, y de pronto comprendió que, en comparación con todos sus conocidos, era realmente un hombre grande, único, excepcional. Cuando recordó con qué respeto le trataban su difunto padre y sus colegas médicos, comprendió que todos veían en él una futura celebridad. Las paredes, el techo, la lámpara y la alfombra se pusieron a hacer guiños burlones, como diciéndole: «¡Lo has dejado escapar! ¡Lo has dejado escapar!». Deshecha en lágrimas, se lanzó fuera de la habitación, se cruzó en el salón con un hombre desconocido y se precipitó en el despacho de su marido. Éste yacía inmóvil en el diván turco, cubierto hasta la cintura por una manta. Su rostro, terriblemente demacrado y enflaquecido, tenía una tonalidad gris amarillenta que jamás se advierte en los vivos; solo la frente, las cejas negras y su habitual sonrisa permitían reconocer en él a Dímov. Olga Ivánovna palpó con premura su pecho, su frente y sus manos. El pecho aún estaba tibio, pero en la frente y las manos se percibía ya un frío desagradable. Y los ojos entornados no miraban a Olga Ivánovna, sino la manta.
       —¡Dímov! —le llamó en voz alta— ¡Dímov!
       Quería explicarle que se había equivocado, que no todo estaba perdido, que la vida aún podía ser hermosa y feliz, que él era un hombre grande, único, excepcional, que ella le veneraría toda la vida, le adoraría y sentiría en su presencia una especie de temor sagrado…
       —¡Dímov! —le llamaba, sacudiéndole el hombro, resistiéndose a creer que ya nunca despertaría— ¡Dímov, Dímov!
       En el salón Korosteliov le decía a la doncella:
       —No hay nada que preguntar. Vaya a la garita de la iglesia y pregunte por un hospicio de mujeres. Ellas lavarán el cadáver, lo vestirán y harán todo lo que sea menester.

1892.


Originalmente publicado en la revista Norte (Núm. 1 y 2, 5 y 12 de enero de 1892)
Relatos y cuentos (1894)
Obras completas (vol. 8, 1899-1901)



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