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domingo, 21 de abril de 2019

César Leante / El silencio de Juan Rulfo

Juan Rulfo


El silencio de Juan Rulfo
Por CÉSAR LEANTE


         Gracias a su viuda, Clara Aparicio, la bibliografía de Juan Rulfo se ha incrementado con dos nuevos títulos. Aire de las colinas acaba de aparecer aquí en España, y son las cartas que el gran escritor mexicano le escribiera cuando la está enamorando. Los cuadernos de Juan Rulfo se publicó en México hace dos años, y recogen sus apuntes literarios. Unas 180 páginas componen el libro, y en él figuran cuentos que no llegó a publicar, esbozos de sus novelas Pedro Páramo y La cordillera (inconclusa o apenas dibujada). Al igual que ahora con las cartas, le fue arduo entonces a la señora Aparicio decidirse a dar a la imprenta aquellas notas de su marido, y de ahí que exclamase en la breve introducción rulfiana que inicia la obra: “Al parecer, es algo terrible lo que estoy haciendo”. Creía que Rulfo no lo hubiese aprobado, pues en vida él jamás pensó en hacerlo, esto es, dar publicidad a lo apuntado en sus cuadernos. Pero se justificaba o consolaba la esposa—albacea haciéndose esta reflexión: “Lo he pensado. Pero algo ocurre dentro de mí cada vez que repaso las páginas de estos cuadernos; cada palabra, cada frase, cargadas de vivencias y sentimientos, me hacen reflexionar sobre la necesidad de compartir estos relatos tan llenos de él y que, sin duda, contienen nuevas pistas para la lectura de Pedro Páramo y El llano en llamas”.

         Esta última consideración, que las notas son como claves para una nueva lectura de las dos obras (maestras) de Rulfo, es de importancia capital. ¿Por qué rechazó Rulfo su publicación si, como afirmó el crítico español Pedro Sorela, “todas [las páginas] mantienen la altísima calidad de los dos únicos libros publicados por el autor en vida”? La respuesta está en la entraña dramática de estas anotaciones, ya que, otra vez en palabras de Sorela, “la muerte es quizás el tema más constante de estos pasajes desechados”. Muerte que figura en el cuento llamado Cleotilde, donde un hombre mata a trancazos a su mujer porque no puede seguir soportando sus infidelidades; muerte que está en el episodio titulado Mi padre, que es una versión del inicio de la novela Pedro Páramo. Allí se lee: “Mi padre murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo enterraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres”. También muestran los Cuadernos el método de trabajo de Rulfo, y así nos enteramos de que la creación iba siempre con él, en ella estaba inmerso constantemente. “De pronto”, dice, “a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules. Al llegar a casa después de mi trabajo (...) pasaba mis apuntes al cuaderno”.
         Como se sabe, entre su muerte, ocurrida el 7 de enero de 1986, y la publicación de su segundo y último libro, Pedro Páramo, median 31 años. Más de tres décadas sin que Juan Rulfo diera nada a la imprenta, ya no una novela, sino ni siquiera un cuento. Y, como vemos ahora por sus Cuadernos, tenía escrito algún que otro relato más, como Cleotilde, como Guerrillas. Durante su estancia en España en 1983, cuando le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias, el escritor español Ramón Hernández —que fue una suerte de inquisidor suyo— le preguntó concretamente por qué no escribía más. Rulfo acudió a las coartadas a las que había venido apelando desde años atrás para sortear el espinoso asunto: que necesitaba tiempo, del que carecía, pues todo el suyo se lo llevaba el Instituto Nacional Indigenista, donde trabajaba un promedio de diez horas diarias. Otras veces mencionaba la “necesidad económica”, porque en México “es imposible vivir de la literatura”. Como él mismo se daba cuenta de que eran explicaciones poco convincentes, aventuraba otras más íntimas: “Escribir me produce una angustia tremenda. El papel en blanco es una cosa terrible...”. O intentaba negar que no escribía del todo: “He trabajado en algunas historias cortas, no en ninguna novela, sino en cuentos que ya tengo terminados”.
         Lo enfatizado por mí se da de boca con lo que acerca de su creación literaria se conoce, ya que es público que, desde la década de los sesenta, Rulfo estaba trabajando en una novela llamada La cordillera. Precisamente, el 16 de abril de 1963, el diario Excelsior, de México, le hizo una entrevista que tituló “La cordillera, nuevo libro de Juan Rulfo”. No se supo más de esta novela, sino el nombre. Pero en 1977 el patriarca de las letras ecuatorianas, don Benjamín Carrión, me contó lo siguiente: estando en México se había lesionado una pierna, por lo que debía andar en silla de ruedas. Juan Rulfo lo visitaba a menudo y lo llevaba al parque, donde se sentaban “a callarnos”. Don Benjamín era muy locuaz, muy comunicativo, por lo que la mudez debía provenir de Rulfo, de sus ensimismamientos o de su carácter introvertido. Pero en cierta fractura de aquellos “a callarnos” le confesó a Carrión que no había seguido escribiendo La cordillera porque “había mucha sangre en ella”. Lo poco que se ha filtrado de esta novela trunca —algunos pasajes de la cual aparecen en los Cuadernos— es que se desarrolla en Jalisco durante la rebelión de los “cristeros” (1925-1928). Juan Rulfo es precisamente de Jalisco y su padre fue uno de los “discípulos de Cristo” que se alzaron contra el presidente Plutarco Elías Calles cuando éste confiscó las propiedades eclesiásticas y prohibió a los curas participar en la política. El padre de Rulfo murió en la contienda.
         Un cuento de él, La noche que lo dejaron solo, aborda este sangriento episodio. El protagonista, un joven devoto, se dirige a las montañas para unirse a los rebeldes en compañía de dos tíos suyos. Pero éstos son sorprendidos por los federales y ahorcados. Sólo el joven, por haberse quedado dormido, se salva. Anímicamente, Feliciano muy bien podría haber sido Rulfo, y el trauma que le ocasiona esta guerra civil absurda, fratricida, quizás explique la resistencia de Rulfo a continuar escribiendo una novela en la que muchos aspectos trágicos de las revoluciones de México tendrían que estar recogidos inevitablemente: la “mucha sangre” que le mencionó a Benjamín Carrión.
         La tragedia es una constante en la obra de Rulfo; está presente casi en los veinte cuentos que componen El llano en llamas y en Pedro Páramo. Como si quisiera hacer patente esta característica de su narrativa, él mismo ha indicado que su novela es “un diálogo de muertos”: “La narración la empieza a contar un muerto a otro muerto... El pueblo también está muerto”. Ni siquiera la ecuanimidad, casi impasibilidad, del narrar rulfiano consigue amainar el impacto terrible de sus relatos. Tal vez, en contrario, este “distanciamiento” lo acentúa. Un repaso somero a las historias de Rulfo evidenciaría su insistencia en “personajes cuya existencia es un drama de desesperación sin fin”, como ha observado el crítico Donald K.Gordon. Macario es un desquiciado que aplasta cucarachas y se acusa de haber ahorcado a alguien; al narrador de Talpa lo acosa el remordimiento del asesinato que cometió en la persona de Tanilo; en Acuérdate, Urbano ha tenido relaciones sexuales con su prima y ha matado a su cuñado Nachito; La cuesta de las comadres parte de esta confesión que le oyó Rulfo a un padre, dicha con orgullo: “Todos mis hijos son asesinos”; Don Justo Brambila posee a su sobrina en En la madrugada, y en Pedro Páramo, Susana Sanjuán le suplica al cura que la case con su hermano. Incluso en el paisaje está la tragedia: la aldea de Luvina en Nos han dado la tierra está descrita como “aquel lugar donde sólo se oía el viento” y Comala es un pueblo fantasmal. Lo terrible de todo esto es que brota de observaciones personales de Rulfo, tanto en lo que respecta a los ambientes como a los personajes de sus historias. Refiriéndose a las aldeas de su región, ha confesado que “los sucesos más horribles ocurren en esos lugares”. Añadiendo este dato autobiográfico: “Me crié en San Gabriel y allí las gentes me contaron muchas historias: de espantos, de guerras, de crímenes”.
         Es una hipótesis, pero tal vez por encima de la armoniosa estructura de sus narraciones, de la poesía de su lenguaje, en el cual el habla popular, esa “antigua voz de adobe, de maíz y de petate”, adquiere jerarquía estética, de su sugestiva utilización del tiempo, de su maestría en la pintura del paisaje, en suma, de su soberbia belleza artística, El llano en llamas y Pedro Páramo fueron ejercicios suficientes en los que Rulfo probó su capacidad para evocar la crueldad y el dolor, y no quiso repetirlo.




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