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viernes, 12 de abril de 2019

Bukowski / El pabellón de los chiflados


Charles Bukowski
EL PABELLÓN DE LOS CHIFLADOS

Cuando llegaban las estudiantes de enfermería, algunos tipos se masturbaban bajo la bata, aunque uno o dos sencillamente se lo quitaban todo y lo hacían a plena vista. 
Las estudiantes de enfermería llevaban uniformes muy cortos que dejaban ver su cuerpo. Así pues, no se les podía echar en cara nada a esos tipos. Ese lugar era un sitio interesante. Luego venía el médico. Se llamaba doctor McLain, un tipo muy elegante. Se paseaba por ahí, nos miraba y decía: «Sí, 140 cm3 para este, y, ah, denle a este..., ah, 100 cm3 de...» Y luego me miraba a mí y decía: «¡Ja, ja! ¡Droga! ¡Droga! ¡Vamos a corrernos una juerga! ¿Dónde está la juerga, Bukowski?», me preguntaba.

 Yo estaba..., bueno, me habían encontrado después de sufrir una sobredosis y estaba intentando quedarme allí una temporada porque había pasado unos cuantos cheques sin fondos y estaba esperando a que se tranquilizara la cosa. 
–Tengo la juerga justo debajo de los cojones, doctor. ¡La oigo ahí abajo! 
–Debajo de los cojones, ¿eh, amigo mío? 
–Sí, justo debajo. Hasta alcanzo a oírla ahí abajo.


Por lo general seguíamos dale que te pego así. 
Por la noche, nos traían el zumo. 
Siempre montábamos una buena con el zumo. 
–Creo que vienen con el zumo –comentaba alguien. 
–¡Sí, viene el jefe con el zumo! 
Entonces me levantaba de la cama de un salto. 
–¿Quién tiene el zumo? –preguntaba. 
–¡El zumo! ¡El zumo! ¡Nosotros tenemos el zumo! –gritaba Anderson. 
Me volvía hacia Anderson. 
–¿Qué has dicho? ¿Has dicho que el zumo lo tienes tú? 
–¿Qué? Señalaba a Anderson. 
–¡Mirad, tíos, ese es el que tiene el zumo! ¡Ha dicho que tiene el zumo! ¡Danos nuestro zumo, tío! 
–¿Qué zumo? 
–¡Te he oído decir que tenías el zumo! ¿Qué has hecho con nuestro zumo? 
–¡Sí, danos el zumo! 
–¡Eh, tío, danos el zumo! Anderson reculaba. 
–¡No tengo el zumo! Yo seguía. 
–¡Oye, te he oído decir que tenías el zumo! ¡Te he oído decir claramente que tenías el zumo! ¿Qué has hecho con nuestro zumo, tío? ¡Danos el zumo! 
–¡Sí, sí! ¡Danos el zumo! 
Entonces Anderson me gritaba:
–¡Maldita sea, Bukowski: yo no tengo el zumo! 
Entonces me volvía hacia los demás: 
–¡Fijaos, tíos, ahora está mintiendo! ¡Dice que no tiene el zumo!
–¡Deja de mentir!
–¡Danos el zumo! 
Anderson y yo hacíamos lo mismo una noche tras otra. Como decía, era un sitio muy agradable.


Un día me encontré una azada rota en el patio. La azada en sí estaba bien pero alguien había roto el mango casi a la altura de la plancha. Me llevé la azada al pabellón y la escondí debajo de la cama. También encontré un cubo de basura que utilizaban para tirar los frascos de medicamentos vacíos. Una y otra vez hurgaba allí, me escondía lo que pillaba bajo la bata y lo llevaba a mi taquilla. Lo escondía todo en la taquilla. Eran unos descuidados. Algunos frascos aún tenían una quinta parte del contenido. Te podías pillar unos buenos colocones.
Entonces encontraron la azada debajo de mi cama. Me llamaron al despacho del doctor McLain.
–Siéntate, Bukowski.
Sacó la azada y la dejó encima de la mesa.
Miré la azada.
–¿Qué hacía esto debajo de tu cama? –me preguntó.
–Es mía –dije–. La encontré en el patio.
–¿Qué ibas a hacer con esta azada?
–Nada.
–¿Por qué la cogiste del patio?
–Le encontré. La guardé debajo de la cama.
–Ya sabes que no podemos dejarte que tengas cosas así, Bukowski.
–No es más que una azada.
–Ya sabemos que es una azada.
–¿Para qué la quiere, doctor?
–Yo no la quiero.
–Entonces, devuélvamela. Es mía. La encontré en el patio.
–No te la puedes quedar. Ven conmigo.
El doctor iba acompañado de un enfermero. Se acercaron a mi cama. El enfermero abrió las puertas de la taquilla.
–¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? –comentó el médico–. ¡Bukowski tiene toda una farmacia! ¿Tienes receta para todo esto, Bukowski?
–No, pero lo estoy guardando. Es mío. Lo encontré.
–¡Tíralo, Mickey! –ordenó el médico.
El enfermero acercó una papelera y lo tiró todo. Me quedé sin zumo durante las tres noches siguientes. A veces eran de lo más injustos, me parecía a mí.



No me resultó muy difícil largarme. Salté un muro y caí al otro lado. Iba descalzo y en bata. Fui a la parada de autobús, esperé y, cuando llegó el bus, me subí. El conductor dijo:
 –¿Dónde tienes el dinero? 
–No tengo dinero –respondí. 
–Es un chiflado –señaló alguien. El autobús ya estaba en marcha. 
–¿Quién es un chiflado? –pregunté–. ¿Quién ha dicho que soy un chiflado? 
No contestó nadie. 
–Me quitaron el zumo por culpa de una azada. No pienso quedarme allí. 
Fui por el pasillo y me senté al lado de una mujer. 
–¡Vamos a montárnoslo, guapa! –dije. 
Se apartó. Alargué la mano y le toqué la teta. Gritó. 
–¡Oye, tío! 
–¿Me ha llamado alguien? 
–Yo. 
Me volví. 
Era un tiarrón. 
–Deja en paz a esa mujer –me advirtió.
Me levanté y le pegué en toda la boca. Cuando se derrumbó del asiento, le pateé la cabeza dos o tres veces y, aunque no llevaba zapatos, no me corto nunca las uñas. 
–¡Ay, Dios todopoderoso, ayuda, ayuda! –gritó. 
Tiré de la cuerda del autobús para solicitar parada. Cuando el autobús se detuvo, me bajé por la puerta de atrás. Fui a una tienda. Cogí un paquete de tabaco del mostrador, busqué cerillas y me encendí un pitillo. 
Había una niña, de unos siete años, con su madre. 
–¡Mira qué hombre tan gracioso! –le dijo la niña a su madre. 
–Deja tranquilo a ese hombre, Daphine. 
–Soy Dios –le dije a la niña. 
–¡Mami! ¡Ese hombre dice que es Dios! ¿Es Dios, mami? 
–Me parece que no –dijo Mamá. 
Me acerqué a la niña, le levanté el vestido y le pellizqué el culo. La niñita gritó. Mamá gritó. Me fui de la farmacia. Era un día caluroso de principios de septiembre. La niña llevaba unas braguitas azules muy monas. Me miré el cuerpo y sonreí de oreja a oreja mientras el cielo se desplomaba. Tenía todo un día antes de decidir si regresaba o no.



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