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viernes, 27 de enero de 2012

Jennifer Egan / El tiempo es un canalla / Reseña




El tiempo es un canalla

Jennifer Egan

Traducción de C.A. Saburit. Minúscula. Barcelona, 2011. 407 páginas, 20 euros
NADAL SUAU | 27/01/2012 | 


Jennifer Egan. Foto: Pieter M. Van Hatt

Cuando, al final de esta novela, Jennifer Egan (Chicago, 1962) hace que un viejo emboscado, un llanero solitario, airado y derrotado que nunca tuvo página ni perfil en la red, se suba a un escenario al aire libre de Nueva York, en 2020, para lograr que toda una generación pueda creer de nuevo en la pureza y el dolor, el lector ya ha entendido hace mucho que El tiempo es un canalla no es el ligero divertimento generacional que parece en sus primeras páginas, ni tampoco un simple esqueleto que la HBO cubrirá de piel visual en forma de serie. No, El tiempo es un canalla es una magnífica novela con derecho, no sólo a ganar el Pulitzer, sino a que la leamos con pasión. 


Y es verdad que estamos ante una de esas novelas con banda sonora propia, de The Stooges a Blondie, de los Dead Kennedys a The Steve Miller Band, y que en ella se encuentra toda la mitología del rock, tan aglutinadora, tan impregnada de historia personal y universal. Además, la peripecia personal de Bennie Salazar y otros personajes nos descubre entresijos del negocio de la música. Pero este libro no se centra en la industria musical. En realidad, también nos podrían vender la novela como un libro atravesado por la sombra del World Trade Center, y sería cierto. O por las redes sociales, perfectamente entendidas e incorporadas en la estructura narrativa, en sus consecuencias morales o en fragmentos como este: “los días en que la gente perdía el contacto ya casi son historia [...]. Todos nosotros nos reuniremos en ese lugar nuevo, y al principio te parecerá extraño, pero muy pronto lo que realmente te parecerá extraño será que antes pudieras perder a alguien, o perderte tú”. Y sin embargo, en El tiempo es un canallaimporta, sobre todo, la soledad de esa hija que se hizo mayor, dejó de agitarse en conciertos punk y ahora toma un Virgin Mary con sombrillita junto a su madre; la soledad de las victorias ridículas, la de una vieja gloria que concibe su propia muerte como un espectáculo (cualquier cosa a cambio de un minuto más de gloria), la de todos esos hombres intentando forzar una nueva erección. E importa la memoria, claro, no en vano el epígrafe inicial es de Marcel Proust. Porque, en fin, esta novela habla del tiempo y de lo que éste hace con nosotros. 

Todo esto, Jennifer Egan lo explica con humor, con un prodigioso sentido del ritmo que convierte su novela en un objeto listo para ser devorado, y con una estructura, ya lo hemos dicho, compleja. Nada nuevo bajo el sol: desde que somos modernos, las estructuras narrativas fragmentarias vienen significando de todo: siempre hay una teoría física, lingüística, semiótica o sociológica que las justifique. Y siempre reciben el calificativo de “novedosas”. A mí no me parece que Egan haga nada nuevo: lo valioso es que lo hace muy bien, logrando que al lector le parezca necesario este tejido complejo que salta de personaje en personaje y de década en década, de los setenta al futuro pasando por nuestro presente. Por supuesto, es probable que esta estrategia refleje con certeza el entramado de relaciones en tiempos de Facebook, pero, sobre todo, funciona como un buen grupo de rock: “unas personas, unos instrumentos y unos aparatos de aspecto desvencijado se combinaban de repente para generar una estructura única de sonido, flexible y viva”. Come together.

Egan tiene recursos de sobra, y sabe llevarnos de Washington o Nueva York a una dictadura bananera; escuchamos multitud de voces, y se nos cuelan finísimas reflexiones dispensadas sin pedantería. A veces, ese dominio absoluto de sus armas la lleva a permitirse jueguecitos como parodiar el estilo periodístico de D F Wallace o presentarnos un largo capítulo en formato power-point. Esto último no es más que una muestra de ingenio y, como sabemos, el ingenio tiene mucho de espectáculo pero no necesariamente transmite verdad. Yo no creo que El tiempo es un canalla gane nada por introducir unas diapositivas informáticas elaboradas por una niña de 12 años... Pero lo que se dice en esas diapositivas sí me interesa, porque contiene tanta verdad como el resto del libro, y tal vez más. Vean a esta niña mirando una foto de su madre cuando era joven y escribiendo: “tiene aspecto de alguien a quien querría conocer, o incluso de alguien que me gustaría ser”. El tiempo es un canalla, sí, que nunca se queda pero nunca se va.




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