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martes, 4 de marzo de 2014

Miqui Otero / Qué fue de los chicos malos de la literatura

Raymond Chandler

¿Qué fue de los chicos malos de la literatura?

Donde antes la norma eran escritores dipsómanos, juerguistas y rebeldes, ahora lo son profesores universitarios de aficiones raras



El boxeador y escritor Chester Himes junto con el francés Jean Giono: genior, copazos y figura en París en 1958 / CORDON PRESS
¿Qué sucede? ¿Nadie escribe ya en las servilletas de los bares ni emplea el culo del vaso como catalejo lírico? ¿No hay escritor que encuentre su futuro literario en el remolino líquido de la taza del wáter de un after-hours cuando rompe el alba? ¿No existen ya escritores que miran con ojos de lobo de Tex Avery ni que deslizan notas a las camareras y teclean con el cuello almidonado de la camisa lleno de rastros de carmín? ¿No hay literato vivo que busque bronca en los pubs ni que guarde una botella de escocés en el cajón del escritorio o que invite a los peores expresidiarios a la barbacoa de su cumple?
¿Dónde, en definitiva, están los chicos malos de las letras? ¿Los malditos de la narrativa contemporánea?

Recientemente incluso Ray Loriga –el vampiro de las letras ibéricas– admitía estar “harto de ser Ray Loriga”
Es una pregunta que se van haciendo varias plataformas, deThe New York Times para abajo. Es cierto que uno no imagina a Jeffrey Eugenides, el correctísimo autor de Las vírgenes suicidas, con la corbata en la cabeza y lanzando billetes a una stripper. Es verdad que la pasión por la ornitología de Jonathan Franzen no inspira la visión del autor agotando líneas de chupitos de tequila tamaño Gran Pirámide de Cholula. Son, en defintiva, malos tiempos para el malditismo. Malos tiempos para los chicos malos de la literatura.

Quizás la cosa tenga que ver con el prestigio actual de un escritor, cuya época de esplendor quedó muy atrás, “en la época del vapor"
Que la gran mayoría de escritores siguen teniendo esa sempiterna sed que parece ser el rasgo común del gremio, que aún beben en cuanto tienen una excusa, es evidente. Sin embargo, recientemente incluso Ray Loriga –por el altísimo, el vampiro de las letras ibéricas– admitía que estaba “harto de ser Ray Loriga”. Cualquiera que se ponga demasiado estupendo con esto de ser un escritor maldito será automáticamente motivo de chanza entre sus compañeros. No es que hayan dejado de beber, no, es que lo hacen en sus ratos libres, entre entrega y entrega de artículos, después de recoger a los nenes de la guarde y, sobre todo, hacerlo no les parece ya un motivo de orgullo (al margen de, quizás, los estibadores de antaño, ¿quién querría alardear de algo que todo el mundo puede hacer con el suficiente tiempo libre: emborracharse?).
Quizás, como dijo el estadounidense bebedor ocasional y escritor Kurt Vonnegut, la cosa tenga que ver con el prestigio actual de un escritor, cuya época de esplendor quedó muy atrás, “en la época del vapor”. Si cualquier persona hiciera un cálculo aproximado (monetario y sentimental) sobre el glamour de la literatura cerraría su portátil y juraría no poner jamás las manos sobre un teclado.

Los escritores de la era Mac



Jonathan Franzen y su sonrisa dan una conferencia en el círculo Rosamond Gifford /CORDON PRESS
Sí existen autores que persisten en la manía de coquetear con la imagen de malotes como Houllebecq o que no provienen de círculos académicos como Donald Ray Pollock, pero los tiempos de Lord Byron parecen remotos. Los autores con cierta repercusión son los que se presentan como realmente constantes y metódicos. El epítome del autor que anota al final de su novela el modelo de Mac con el que la escribió y los caffè macchiato de Starbucks que consumió durante su escritura encontraría su epítome en Franzen, el autor de Libertad. No es el único: el modelo de escritor gafitas que da clases de posgrado y que se permite algún hobby algo excéntrico, como de novela de Chesterton, es el predominante. De hecho, este perfil hegemónico ha dado lugar a cuentas paródicas como @emperorfranzen, una falsa cuenta de Twitter (aunque el que la gestiona dice que el que es un fake es el Franzen real), en el que se presenta una especie némesis arisca, diabólica y cascarrabias del responsable de Las correcciones.
Otro autor, Howard Jacobson, iba algo más allá en el diario The Guardian. Allí planteaba que nadie editaría ahora a Kafka, tanto por el carácter de su autor como porque sus historias carecían de redención. Jacobson, de hecho, brinda una pregunta: ¿cuándo fue la última vez que alguien intentó atracarte en el metro con la novela Middlemarch bajo el brazo? Leer es un acto civilizado y que requiere cierto sosiego, eso es cierto. Pero lo que se debate ahora es dónde están los escritores callejeros sin doctorado ni tesina.
Algunos se encuentran en nuevas escenas literarias como la Alt Lit: escritores mayoritariamente anglosajones y jovencísimos que escriben sobre alcohol, drogas y relaciones en internet –¿de qué iban a escribir?–. Firmas que no parecen preocuparse demasiado por la gloria literaria, como Tao Lin o Ben Brooks. Que viven, según han anotado algunos suplementos especializados, “una vida literaria” y que escriben sobre ella desde un enfoque autobiográfico.

La extinción de los bárbaros

Raymond Chandler era un perro callejero para Agatha Cristie pero un mindundi para el exdelincuente, y de paso autor de novela negra, Chester Himes. Jacobson, por ejemplo, cita a Philip Roth como “chico malo”. El autor judío, a su vez, afirmaba el año pasado que “la literatura no es un concurso de belleza” y que siempre se ha alineado más con el Céline polémico y trotamundos que con Proust. Bien, pues Roth será un enfant terrible en algunos círculos académicos (terriblemente talentoso, faltón y escatológico, especialmente en su primera etapa, es cierto), pero en su día fue tomado a broma por algunos ases del Nuevo Periodismo. Tom Wolfe afirmaba en el prólogo de su famosa antología: “Philip Roth y sus amigos están ahora repasando las historias de la literatura y sudan tinta, preguntándose dónde han ido a parar. Malditos sean todos, han llegado los Bárbaros…”.
Esos tales Bárbaros eran los exponentes del Nuevo Periodismo, que James Parker distingue en otro artículo en The New York Timescomo los últimos malditos. En los años sesenta, según él, los novelistas quedaban ridículos si querían competir a malotes con las estrellas del rock, con la excepción de gamberros como Hunter S. Thompson –en su libro de cartas El escritor gonzo se puede constatar cuán maldito era, aunque su editor comente en el prólogo que fue precisamente esa imagen lo que acabó con su genio narrativo– y de borrachuzos audaces y tardíamente provocadores como Norman Mailer –su idea de malditismo es insultar a los poetas famosos en Los ejércitos de la noche–. Actualmente la idea de malditismo en un periodista con vocación literaria pasa por darse de baja de autónomos en meses alternos para poder pagar el alquiler. El contexto es todo.
Rivka Galchen, en otra pieza que aborda este tema en The New York Times, rebate que no por ponerte un traje blanco todos los días, como el de Tom Wolfe, cambia uno la historia del periodismo creativo. Es decir, que el hábito no hace al monje. Que no por decir que te bebes el Nilo en vodka escribirás mejor. Algo así decía Kipling sobre un principiante en su relato El cuento más bonito del mundo: “Llegó envuelto en citas ajenas, tal como un mendigo se hubiera investido con la púrpura de los emperadores”. O como cantaban The Go Betweens: “Por qué la gente que lee a Dostoievski, se viste como Dostoievski?” (igual de mal, quería decir). Y esto tiene que ver, también, con algunos mitos de la escritura. Nadie escribe borracho (o si lo hace, borra y edita sin piedad con resaca).
Sin embargo, el escritor israelí Nir Baram insistía hace poco, al hilo de su novela Las buenas personas: “No sé de dónde viene esta manía de los escritores actuales por parecer monos, por ser asequibles y gustar”. Quizás los enfants terribles de la literatura no estén en las estanterías, sino en los clubes de monólogos. Louis C.K., responsable de la exitosa serie cómica Louie, parece con su humor libre de lo políticamente correcto parafrasear a Malcolm X cuando decía: “No os diré lo que queréis oír. Lo digo así porque soy uno de vosotros. Y uno de los peores de vosotros”.
Los autores de éxito de la narrativa actual, más allá del que insulta a otro escritor en una conferencia universitaria o del que falta a una entrevista promocional por la resaca fermentada durante la noche anterior, como mucho validan aquel verso de una canción de las Shangri-las: “Él es bueno-malo, pero no es diabólico”.



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