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sábado, 18 de junio de 2005

Haruki Murakami / Tokio blues / Todo lo que necesitas es dolor




Todo lo que necesitas es dolor


Algún octubre -si queda algo de justicia en este mundo- nos llegará la buena nueva de que le han dado el Nobel.


Rodrigo Fresán
18 de junio de 2005

Una canción de los Beatles devuelve al protagonista de Tokio blues a sus amores de juventud. La novela más realista de Haruki Murakami convirtió al escritor japonés en un fenómeno de masas en 1987.

"La obra es memoria", explicó alguna vez Tennessee Williams. Y pocas veces la observación resulta tan certera como en esta fascinante, magistral y eufóricamente triste novela de Haruki Murakami. Un libro cuyo verdadero tema -más allá de los amores cruzados, el sexo en línea recta, las perturbaciones del corazón y del cerebro, o ese hobby tan japonés: el suicidio como una de las bellas artes- es el de la agónica mecánica de los recuerdos.
Murakami entiende al pasado como un fantasma doliente y verdadero y -como en esa reescritura "con adultos" que es Al sur de la frontera, al oeste del Sol- de lo que aquí se trata es de su invocación. Porque, para bien o para mal, todos somos médiums de nuestro ayer y "lo verdaderamente importante ha tenido lugar en los bordes de nuestra memoria".
En Tokio blues -caprichosa traducción del original "Madera Noruega"- la magdalena proustiana a depositar sobre una mesa de tres patas para llamar a los espíritus de lo que fue y sigue siendo es aquella canción de los Beatles. Una canción melancólica que describe un brevísimo affaire, comienza romántica con ese "una vez tuve a una muchacha...", y concluye con Lennon cantándonos y contándonos, con juguetona ambigüedad, que terminó "encendiendo un fuego".
Ésta es la canción que escucha Toru Watanabe en el hilo musical de un aeropuerto extranjero y ésta es la epifanía musical que lo devuelve a una encarnación anterior: su juventud y amores a finales de los años sesenta. Un epifánico viaje marcha atrás a "ese limbo de la memoria donde todos los recuerdos cruciales van acumulándose y convirtiéndose en lodo". Todo esto para decir que Tokio blues -a diferencia de Hard-Boiled Wonderland at the End of the World,Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o la reciente Kafka on the Shore- no está muy lejos de la realista y retrospectiva novela "del yo" practicada por Tanizaki (ver la fundante y ya extranjerizada Naomi, de 1924) o de Kawabata. Un minué emocional obedeciendo a las intenciones de un hasta entonces transgresor quien se propuso desafiarse a sí mismo creando algo más cercano a cierta tradición literaria: "Nunca había escrito algo así, en plan chico-conoce-chica, y me atrajo la oportunidad de reinventar mi propia juventud que, me apresuro a aclararlo, fue mucho menos interesante y no ocuparía más de quince páginas".
Lo que sí distingue a Tokio Blues de tantas otras -lo que la hace inequívocamente murakamiana- son las numerosas alusiones al pop occidental pasadas por el tamiz de lo oriental (aquí el eslogan beatle "todo lo que necesitas es amor" muta a un casi samurái "todo lo que necesitas es dolor" porque, sí, recordar duele); el guiño a Fitzgerald (la dedicatoria parafrasea a la de Suave es la noche, varias menciones a El gran Gatsby) y al Mann de La montaña mágica (con sus sanatorios/hoteles existenciales); sus tan adorables como aterrorizantes nenas fatales (aquí vienen la perturbada y perturbadora Naoko y la erótica y erotizante Midori seguidas por la madura y sabia Reiko); la mención entre psicótica y zen a otras dimensiones dentro de ésta; y, por encima de todo, su prosa. Porque leer a Murakami es una experiencia única. No puede decirse que sea un gran estilista; pero sí que es algo todavía más extraño y valioso. Advertencia: Murakami -al igual que los Beatles- produce adicción, provoca numerosos efectos secundarios y su modo de narrar tiene algo de hipnótico y opiáceo que recuerda al cine de Wong Kar-Wai. Uno no lee a Murakami sino que es poseído por el ritmo de su mirada hasta que, a las pocas páginas, sus ojos son los nuestros y nosotros somos Toru Watanabe. Y, como él, sentimos "que no se acaban de comprender las cosas hasta que se las pone por escrito". Digámoslo: Murakami nos transforma en Murakami. Supongo que esto -este espejismo real- es lo que diferencia a los clásicos de los, apenas, grandes escritores.
Algún octubre -si queda algo de justicia en este mundo- nos llegará la buena nueva de que le han dado el Nobel.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de junio de 2005




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