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domingo, 9 de mayo de 2021

García Márquez / El intelectual y las langostas


Mercedes Barcha, Fidel Castro y Gabriel García Márquez



El intelectual y las langostas

¿Qué produce más embarazo, imaginar a García Márquez comiendo langosta con Fidel Castro o a Vargas Llosa en la pomposa boda de la hija del entonces



¿Qué produce más embarazo, imaginar a García Márquez comiendo langosta con Fidel Castro o a Vargas Llosa en la pomposa boda de la hija del entonces presidente Aznar? La comparación viene a cuento porque una de las grandes controversias políticas entre escritores ha sido la protagonizada por los dos citados, sobre todo después de que Vargas Llosa llamó a García Márquez “lacayo” de Castro.

Abordemos la cuestión desde otro ángulo. A menudo se pide a los escritores, y en especial a los grandes escritores, que adopten posturas públicas sobre los temas candentes de nuestro tiempo, es decir, que usen su calidad intelectual para ayudar a resolver los principales dilemas morales –y los dilemas políticos rara vez dejan de ser morales- con los que convivimos. Y como el ejercicio del poder casi siempre conlleva la toma de decisiones inmorales, se espera de los intelectuales que sean críticos con el poder y, de una manera más difusa, con el mundo en el que vivimos. 

El intelectual que come langosta debe
comerla solo, sin deber la cuenta a nadie

García Márquez sin duda cumplió con esa exigencia. No solo porque en sus novelas refleja la brutalidad extrema del poder –político, social, religioso-. También en su obra periodística y en sus declaraciones adoptó un tono crítico. En su primera obra de éxito, que no fue una novela, sino una crónica periodística dividida en veinte entregas más tarde publicada en un volumen titulado Relato de un náufrago, García Márquez desmontaba la historia heroica creada para mayor gloria nacional durante la dictadura de Rojas Pinilla y le quitaba su valor propagandístico.

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Contra la brutalidad

Otro momento cumbre de su compromiso político fue la pronunciación del discurso de aceptación del Premio Nobel, La soledad en América Latina. En él, en lugar de limitarse a tratar cuestiones literarias, como hicieron otros, pronuncia un alegato contra la brutalidad en un continente en el que “la independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia” y llama al resto del mundo a entender la situación específica de los países latinoamericanos. También fueron frecuentes sus aportaciones críticas al imperialismo en diversos artículos, como en la crónica Vietnam por dentro.

Pero García Márquez, consciente de que hay “una realidad que no es la del papel”, llevó su compromiso con lo real fuera del papel y de la oratoria en la tribuna. En 1978 fundó HABEAS, Fundación para los derechos humanos en las Américas, con el objetivo de conseguir la liberación de los presos políticos.

Si todas estas actividades parecen encomiables casi desde cualquier punto de vista, un aspecto de su compromiso político ha despertado agrias controversias, que cristalizaron en aquel exabrupto de Vargas Llosa -lacayo de Castro-: García Márquez ha apoyado pública e incansablemente a diversos regímenes socialistas, muy particularmente el cubano. 


García Márquez no vio, o no quiso ver, que el único espacio posible para el intelectual es la soledad, que su labor, si hay una que lo dignifica, es gritar a los cuatro vientos lo que ve, aunque le duela o, sobre todo, si le duele


No es solo que defienda los logros revolucionarios –los consabidos avances en educación y sanidad-, es que también ha apoyado o pasado por alto algunos de los actos más discutibles del gobierno cubano, como los fusilamientos de Ochoa y de los hermanos La Guardia, uno de los cuales por cierto era muy amigo de García Márquez.

Aunque el escritor era al parecer contrario a las ejecuciones, nunca las criticó en público. En un interesante ensayo –Gabriel García Márquez. A la sombra del patriarca-, Enrique Krauze hace hincapié en las contradicciones del escritor, al que retrata como fascinado por los tiranos, tanto en su literatura como en su vida personal, y da como ejemplo el hecho de que García Márquez no tuviese reparos en participar en comilonas con los jerarcas del régimen, en las que abundaban la langosta y el caviar, mientras los cubanos vivían con cartillas de racionamiento y solo podían acceder a los alimentos básicos.

Las vísceras y las ideas

 
No es el objetivo de este artículo justificar a García Márquez, como se verá más tarde. Pero sí poner en el contexto adecuado su actividad política. Soy consciente de que para un escritor de prestigio adoptar públicamente una postura política es una manera de echar carnaza a los perros.

Cualquier cosa que digas será despedazada por los contrarios viscerales a las ideas que representas –lo han sufrido tanto García Márquez como Vargas Llosa-. Y ese ruido de las jaurías debe ser distinguido de las críticas razonadas y razonables, por duras que sean. 

Aznar, con cuya cercanía no se sentía incómodo Vargas Llosa, es corresponsable de una guerra que provocó miles de muertos, iniciada por razones espurias. Nuestros gobiernos han apoyado a tiranos mucho más mortíferos que Castro
 
¿Puede comer langosta un escritor en un país socialista en el que los ciudadanos viven con estrecheces? Yo preguntaría si Enrique Krauze ha comido langosta con autoridades políticas en México, un país en el que casi dos millones de niños sufren malnutrición.

Es decir, y por sacarlo del terreno personal, ¿es más lícito el lujo en un país en el que mucha gente vive bien mientras otra vive en la miseria que en un país en el que las estrecheces son generalizadas –salvo para una pequeña elite- pero en el que las necesidades básicas están garantizadas para todos? ¿Podemos comer langosta quienes viviendo en España, un país en el que la pobreza crece rápidamente, defendemos la justicia social y un mejor reparto de la riqueza?

 

Las preguntas cruciales

 
Por supuesto, el problema no está en la langosta, sino en una cuestión mucho más amplia. ¿Qué autoridad moral tiene quien apoya un régimen no democrático? ¿Cómo es posible que García Márquez no criticase excesos cometidos en el sacrosanto nombre de la revolución? ¿Lo hizo solo para no dar armas a los imperialistas y enemigos del socialismo? ¿O porque disfrutaba demasiado las cercanías del poder? ¿O por una mezcla de las dos cosas?

Para mí, sin embargo, la pregunta crucial es otra: ¿puede un intelectual ser aliado de un gobierno, es decir, convertirse en esa paradoja ambulante que es un intelectual orgánico? Muchos responderán que depende de qué gobierno, pues no es lo mismo apoyar un gobierno democrático que, por llevarlo lo más lejos posible, el de Stalin o Hitler.

El problema con esta respuesta es que es demasiado cómoda. Porque no hay ningún gobierno inocente. Nuestras democracias parlamentarias son responsables, directamente o por ejército interpuesto, de monstruosas matanzas en casi todos los continentes. 
 
¿Qué autoridad moral tiene quien apoya un régimen no democrático? ¿Cómo es posible que García Márquez no criticase excesos cometidos en el sacrosanto nombre de la revolución?

Aznar, con cuya cercanía no se sentía incómodo Vargas Llosa, es corresponsable de una guerra que provocó miles de muertos, iniciada por razones espurias. Nuestros gobiernos han apoyado a tiranos mucho más mortíferos que Castro. Si el gobierno cubano estuviese tan implicado en el narcotráfico y en la delincuencia organizada, o en actividades de paramilitares asesinos, como algunos gobiernos latinoamericanos, los gritos escandalizados se oirían en planetas de otras galaxias.

A menudo justificamos lo injustificable diciendo que el sistema es imperfecto, pero mejor que los demás –parafraseando la cínica frase de Churchill sobre la democracia-. 


Intelectual es soledad

 
García Márquez quedó preso de esa paradoja, pero desde otro punto de vista: testigo de los crímenes que gobiernos electos (a menudo en elecciones amañadas o muy condicionadas por una prensa partidista) han provocado en América Latina, decidió que el socialismo era la salida, y que los delitos del socialismo debían entenderse como fallos mejorables que no se debían airear en público.

No vio, o no quiso ver, que el único espacio posible para el intelectual es la soledad, que su labor, si hay una que lo dignifica, es gritar a los cuatro vientos lo que ve, aunque le duela o, sobre todo, si le duele. El intelectual debe ser crítico, también con los sistemas a los que apoya. García Márquez tenía que haberle dado la razón a Fidel Castro, que al principio recelaba de su fervor revolucionario. Porque el fervor y el pensamiento nunca se llevan bien.

El intelectual que come langosta debe comerla solo, sin deber la cuenta a nadie. Porque si no un panegírico como el que escribió de Fidel, El Fidel Castro que yo conozco, puede interpretarse como una devolución de los servicios prestados. Ahí, creo, está el principal error del Premio Nobel, que presumía de dar a leer sus libros a Fidel Castro antes de publicarlos. ¿Hay mayor genuflexión de un escritor ante un poderoso? No le disculpa no encontrarse solo en esa situación, aunque a los genuflexos de las democracias parlamentarias se les note -¿se nos note?- menos.





 
 

José Ovejero (Madrid, 1958) es autor de poesía, teatro, cuento, novela, ensayo y literatura de viajes. Premio Alfaguara de Novela de 2013 con 'La invención del amor', Premio Primavera de novela de 2005 por 'Las vidas ajenas', Premio Anagrama de Ensayo de 1998 con 'La ética de la crueldad', entre otros. 


EL CONFIDENCIAL



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