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lunes, 31 de julio de 2023

Dora Diamant / Mi vida con Franz Kafka



Mi vida con Franz Kafka
Recuerdos de Dora Diamant


Me encontré con Kafka por primera vez a orillas del Báltico, durante el verano de 1923. Yo por  entonces era muy joven, tenía diecinueve años y trabajaba como voluntaria en un campamento de vacaciones del Hogar del Pueblo Judío de Berlín en Müritz, cerca de Stettin. En una ocasión vi en la playa a una familia jugando, los padres y dos niños. El hombre me llamó especialmente la atención. No podía librarme de la impresión que me causó. Incluso seguí a aquellas gentes hasta la ciudad, y después me los volví a encontrar. Un día anunciaron en el centro que el doctor Franz Kafka iba a venir a cenar. Yo en aquel momento tenía mucho que hacer en la cocina. Cuando levanté la vista de mi trabajo —la habitación se había oscurecido, alguien estaba allí fuera delante de la ventana— reconocí al caballero de la playa. Entonces entró. No sabía que se trataba de Kafka y que la mujer con quien le había visto en la playa era su hermana. Con voz suave dijo: «¡Unas manos tan delicadas y tiene usted que hacer un trabajo tan cruento!» (Kafka por entonces era vegetariano). Al anochecer nos sentamos todos en bancos ante las largas mesas. Un niño pequeño se levantó y, al salir, estaba tan confundido que se cayó. Kafka, con los ojos brillando de admiración, le dijo: «¡Con qué habilidad te has caído y con qué habilidad has vuelto a ponerte en pie!». Cuando más tarde volví a pensar en aquellas palabras, me pareció que trataban de decir que todo se podía salvar. Todo, menos Kafka. Kafka era insalvable.



Era alto y delgado, tenía la piel oscura y daba grandes zancadas, de tal modo que al principio pensé que debía de ser de sangre medio india y no un europeo. Se balanceaba un poco, aunque siempre se mantenía muy erguido. Sólo dejaba la cabeza colgando levemente hacia un lado. Tenía el porte del solitario que siempre mantiene una relación con algo que se encuentra fuera de él. No se trataba exactamente de una forma de estar al acecho. Había en ello algo muy tierno. Me inclino a considerarlo como una muestra de su necesidad de comunicarse, como si quisiera decir: «Solo no soy nada. Únicamente en relación con el mundo exterior soy algo». 

¿Por qué me causó Kafka una impresión tan fuerte? Yo venía del Este, era una criatura oscura llena de sueños y presentimientos, como surgida de una novela de Dostoievski. Había oído hablar tanto de Occidente, de su saber, de su claridad y de su estilo de vida, que llegué a Alemania con un ánimo receptivo. Y recibí mucho. Pero una y otra vez tuve la sensación de que allí las personas necesitaban algo que yo podía darles. Tras la catástrofe de la guerra, todo el mundo creía que la salvación vendría del Este. Pero yo había huido de allí porque creía que la luz venía de Occidente.



Más tarde mis sueños se volvieron menos exigentes. Europa había defraudado mis esperanzas, sus gentes en el fondo de su corazón estaban agitadas. En el Este se tenía conocimiento del ser humano. Tal vez allí uno no podía moverse con tanta libertad dentro de la sociedad y no sabía expresarse tan fácilmente, pero se conocía lo que era la unidad del ser humano y la creación. Cuando vi a Kafka por primera vez, su imagen se correspondió enseguida con mi idea del ser humano. Pero también él se volvió hacia mí con atención, como si esperara algo de mí. 


Lo más llamativo en su rostro eran los ojos, que mantenía abiertos, a veces incluso muy abiertos, tanto si estaba hablando como si escuchaba. No miraban asustados, como se ha afirmado alguna vez de él. Más bien había en ellos una expresión de asombro. Tenía los ojos marrones, tímidos, y resplandecían cuando hablaba. En ellos aparecía de vez en cuando una chispa de humor, que sin embargo era menos irónica que pícara, como si supiera cosas que las demás personas desconocían. Pero carecía por completo de sentido de la solemnidad. Tenía por lo general una manera muy viva de hablar, y le gustaba hacerlo. Su forma de expresarse en el curso de una conversación era tan plástica como sus obras. Cuando conseguía describir especialmente bien lo que se le pasaba por la mente, aquello al parecer le llenaba de la misma satisfacción que siente un artesano frente al trabajo bien hecho. Sus muñecas eran delgadas y sus dedos largos y etéreos. Aquellos dedos cobraban vida cuando contaba una historia, y acompañaban sus palabras conversando también ellos. No hablaba tanto con las manos como con los dedos. A menudo nos divertía proyectar sombras en la pared con las manos, para lo que él poseía una habilidad extraordinaria. Kafka estaba siempre de buen humor. Le gustaba jugar. Era un compañero de juegos nato, siempre dispuesto a cualquier broma. No creo que las depresiones fueran su característica más acusada. No se sucedían con regularidad, y en la mayor parte de los casos tenían un motivo directo, que se podía determinar con exactitud. Por ejemplo, cuando volvía a casa de la ciudad. Entonces a menudo estaba más que deprimido. Todo su ser se rebelaba. Fue durante la época de la inflación. Kafka sufría mucho por las condiciones de vida externas, aunque consigo mismo procedía con mucho rigor. En su opinión, no tenía ningún derecho a desentenderse de lo que ocurría a su alrededor. Para él, el camino hasta la ciudad suponía siempre una especie de subida al Gólgota, un esfuerzo que casi lo aniquilaba. Era capaz de hacer cola durante horas, y no sólo para comprar algo, sino simplemente porque tenía la sensación de que allí corría sangre de mártir, y, por tanto, también debía correr la suya. Así experimentaba la comunidad con un pueblo desdichado en una época desdichada. Para mí está del todo claro en el tema principal de El proceso, donde condena a K. por no querer convertir su existencia en una crucifixión de por vida. Pero no se puede vivir más que en la «cruz», y frente al tribunal superior nadie será absuelto. Ésta es mi interpretación. «¿Cómo podría ser de otro modo?», me decía entonces. «Ahí tenemos a Helfferich, Hilferding y Rathenau, pero ninguna ayuda y ningún consejo». Le parecía que los hombres no se atrevían a llamar a las cosas por su nombre y que trataban de ocultar toda la tragedia de la vida recurriendo a eufemismos.



Cuando vivíamos en Berlín, Kafka iba con frecuencia al parque de Steglitz. Yo le acompañaba a veces. Un día nos encontramos a una niña pequeña que lloraba y parecía totalmente desesperada. Hablamos con ella. Franz le preguntó qué era lo que la apenaba, y nos enteramos de que había perdido su muñeca. Enseguida inventa él una historia con la que explicar aquella desaparición. «Tu muñeca tan sólo está haciendo un viaje. Lo sé. Me ha enviado una carta». La niña desconfió un poco: «¿La has traído?». «No, la he dejado en casa, pero mañana te la traeré». La niña, ahora curiosa, ya había olvidado en parte su pena. Y Franz volvió enseguida a casa para escribir la carta. 


Se puso manos a la obra con toda seriedad, como si se tratara de escribir una obra. Estaba en el mismo estado de tensión en el que se encontraba siempre en cuanto se sentaba  al escritorio, aunque sólo fuera para escribir una carta o una postal. Por lo demás era un verdadero trabajo, tan esencial como los otros, porque había que preservar a la niña de la decepción costara lo que costase, y había que contentarla de verdad. La mentira debía, por tanto, convertirse en verdad a través de la verdad de la ficción. Al día siguiente llevó la carta a la pequeña, que le estaba esperando en el parque. Como la pequeña no sabía leer, él lo hizo en voz alta. La muñeca le explicaba en la carta que estaba harta de vivir siempre en la misma familia, y expresaba su deseo de experimentar un cambio de aires, en una palabra, quería separarse por algún tiempo de la niña, a la que quería mucho. Prometía escribir todos los días. Y Kafka, de hecho, escribió una carta diaria en la que siempre informaba de nuevas aventuras, que se desarrollaban muy deprisa, de acuerdo con el ritmo de vida especial de las muñecas. Al cabo de unos días, la niña había olvidado la verdadera pérdida de su juguete y ya sólo pensaba en la ficción que se le había ofrecido como sustituto. Franz ponía en cada frase de la historia tanto detalle y sentido del humor, que el estado en que se encontraba la muñeca resultaba del todo comprensible: la muñeca había crecido, había ido al colegio, había conocido a otras gentes. Aseguraba una y otra vez que quería a la niña, pero aludía a las complicaciones que iban surgiendo, a otras obligaciones y otros intereses que de momento no le permitían retomar la vida en común. A la niña se le pidió que reflexionara, y así se la preparó para la inevitable renuncia.


El juego duró por lo menos tres semanas. Franz tenía un miedo terrible ante la idea de cómo darle fin, pues aquel final debía ser un verdadero final, es decir, debía hacer posible el orden que reemplazara el desorden provocado por la pérdida del juguete. Pensó largamente y al final se decidió por hacer que la muñeca se casara. Primero describió al joven marido, la fiesta de compromiso, los preparativos de boda. Después, con todo detalle, la casa de los recién casados: «Tú misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos». Franz había resuelto el pequeño conflicto de la niña a través del arte, gracias al medio más efectivo del que él personalmente disponía para ordenar el mundo. 

Vivimos al principio en Steglitz, después en Zehlendorf, primero en una sola habitación, más tarde tuvimos dos. De la primera casa nos mudamos por culpa de la patrona. Kafka la describió en «Una mujercita»: «Sólo por aversión se ocupa de mi persona, por una aversión que nunca cesa y la espolea continuamente...».



Kafka tenía que escribir porque la escritura era el aire que necesitaba para vivir. Lo respiraba los días en los que escribía. Cuando se dice que estuvo escribiendo durante catorce días, significa que no paró de hacerlo durante catorce días y catorce noches. Por lo general, antes de empezar, deambulaba torpe y descontento por la casa. Entonces hablaba poco, comía sin apetito, no se interesaba por nada y se mostraba muy abatido. Quería estar solo. Al principio, yo no entendía aquellos estados de ánimo. Más tarde aprendí a notar siempre cuándo empezaba a escribir. Por lo general mostraba el más vivo interés incluso por las cosas más insignificantes, pero en días como ésos su atención se desvanecía por completo. Sólo puedo distinguir aquellos días unos de otros, con su diferente contenido de tensión, comparándolos con colores: días de un rojo púrpura, verde oscuro o azules. Con el tiempo, empezó a gustarle que yo me quedara en la habitación mientras él escribía. En una ocasión se puso a escribir después de la cena. Escribió mucho, de modo que yo me dormí en el sofá a pesar de la luz eléctrica. De pronto se sentó junto a mí, yo me desperté y le miré. En su rostro se había producido un cambio claramente perceptible. Las huellas de la tensión espiritual aflorabancon tanta claridad que sus facciones se habían transformado por completo.



Una de sus últimas narraciones, «La obra», está escrita en una sola noche. Era invierno. Empezó al caer la tarde y acabó hacia el amanecer, y después se puso de nuevo a trabajar en ella. Me habló de ella en broma y en serio. Era una historia autobiográfica, y tal vez fuera un presentimiento de la vuelta al hogar paterno y del fin de la libertad lo que le provocó aquel sentimiento de pánico. Me explicó que yo en aquella obra era la «plaza fuerte». A menudo me leía en voz alta lo que había escrito, pero nunca lo analizaba ni me lo explicaba. De vez en cuando me parecía que estaba lleno de humor, mezclado con cierta autoironía. Una y otra vez decía: «¡Me gustaría saber si me he librado de los fantasmas!». Bajo esa denominación incluía todo lo que le había atormentado antes de su venida a Berlín. Parecía como poseído por esa idea. En cierto modo había en ella una obstinada protesta. Para liberar su alma de aquellos «fantasmas» quería quemar todo lo que había escrito. Yo respeté su voluntad, y cuando se encontraba enfermo en la cama quemé algunos de sus trabajos ante sus ojos. Lo que realmente quería escribir, vendría más tarde, cuando hubiera alcanzado su «libertad». La literatura era para él algo sagrado, absoluto, intangible, puro y grande. Bajo el término literatura Kafka no entendía la que se escribe para el momento. Como no estaba seguro de la mayoría de las cosas de la vida, se expresaba con mucha prudencia. Sin embargo, cuando se trataba de literatura no transigía y no estaba dispuesto a aceptar ningún compromiso, pues toda su existencia se veía afectada por ella. No sólo quería ir al fondo de las cosas... Él mismo estaba en el fondo. Tratándose de la solución de los extravíos humanos, no quería conformarse con medianías. Había experimentado la vida como un laberinto en el que no podía ver ninguna salida. Sólo conseguía desesperarse. Para él todo tenía orígenes cósmicos, hasta las cosas más cotidianas. Esa manera de pensar se encuentra también en el Este, ese anhelo de integridad de la vida. En el Este hay unos requisitos espirituales que tienen que cumplirse sin condiciones, si no quiere uno ser incapaz


de vivir. Kafka lo sentía. Occidente lo ha olvidado, y por eso Dios le ha abandonado. Por eso pudo ocurrir todo lo que hemos sufrido. Ése me parece que es uno de los motivos por los que hoy en día se interesan tanto por Kafka: la consciencia de que Dios nos ha abandonado. 

Se me ha reprochado que quemara algunos de los trabajos de Kafka. Yo entonces era muy joven, y las personas jóvenes viven en el presente... Aunque tal vez también en el futuro. En último término, para él todo aquello no fue más que un medio de autoliberarse, y en Berlín Kafka creía haberse liberado, de hecho, de la tiranía de su pasado. Pero los problemas de otro tiempo estaban demasiado estrechamenteunidos a su vida. En cuanto uno rozaba aunque sólo fuera una cuerda, resonaban todas las demás. Su vida interior era inconmensurablemente profunda e insoportable. En el fondo, no odiaba Praga. Hablaba de la ciudad como lo hace un europeo sobre Europa. Lo que más le torturaba era el miedo a volver a depender de sus padres. Aquella dependencia ponía en peligro su «obra». De ahí su extrema economía. Quería acostumbrarse a llevar una vida espartana. En Berlín durante un tiempo creyó haber encontrado una solución personal para los desórdenes internos y externos, con la que esperaba salvar su vida. Quería sentirse como un hombre medio del todo normal, sin especiales deseos ni necesidades. Forjamos muchos planes. Pensamos en una ocasión en abrir un pequeño local, en el que él mismo quería trabajar como camarero. De ese modo habría podido observarlo todo sin ser visto. Habría estado en medio de los acontecimientos de la vida cotidiana. En el fondo, eso es lo que hacía, aunque a su manera.

Daba mucha importancia al hecho de ir bien vestido. A sus ojos, era una descortesía acudir a cualquier sitio con una corbata mal anudada. Encargaba sus trajes a un sastre de primera, y para vestirse se tomaba siempre mucho tiempo, aunque no por vanidad. Se examinaba en el espejo con ojo crítico, sin autocomplacencia, con el objeto de no llamar la atención. 
Le encantaba hacer recados porque le gustaba la gente sencilla. En nuestro barrio estaban acostumbrados a verlo con el cesto de la compra o la jarra de la leche en la mano. Muchas mañanas salía a dar un paseo solo. Su jornada se atenía a un horario estricto, y ello por consideración a su trabajo como escritor. A los paseos se llevaba siempre un cuaderno de notas, y si alguna vez se lo olvidaba, se compraba otro por el camino. Amaba la naturaleza, aun cuando nunca le escuché afirmarlo expresamente. 


Entre las cosas que más le gustaban estaba su reloj de bolsillo. Cuando nos peleamos con nuestra patrona por culpa de la luz eléctrica—pues a menudo él se quedaba toda la noche escribiendo—, compré una lámpara de petróleo. A él le encantaba aquel reflejo suave y vivificador, y siempre quería rellenarla él mismo. Entonces solía jugar con la mecha y constantemente descubría nuevas virtudes en su lámpara. Sin embargo, mostraba rechazo frente al teléfono y sufría cuando sonaba. Yo tenía que responder a todas las llamadas. Creo que todas las máquinas y los objetos mecánicos le inquietaban. Mi calendario, en el que cada día aparecía una sentencia, le apasionaba. Más tarde tuvimos uno cada uno, y en ocasiones especiales Kafka solía «consultar el calendario». Cuando una vez se me rompió un cuenco de cristal en el que estaba lavando unas uvas—a él le gustaba mucho comer uvas y piña—, apareció de inmediato en la cocina con el calendario y con los ojos muy abiertos me dijo: «¡Un instante puede romperlo todo!». Entonces me entregó la hoja. La verdad sonaba tan trivial. Él sonrió. 



A pesar de que a Kafka no le gustaba que le molestaran, a menudo teníamos visitas. Aún me acuerdo de Willy Haas, el editor del Literarische Welt. Y de Rudolf Kayser, de la Neue Rundschau. En una ocasión vino Werfel para leerle a Kafka en voz alta partes del libro que acababa de publicar. Estuvieron un buen rato juntos. Después vi marcharse a Werfel con lágrimas en los ojos. Cuando entré en la habitación, Kafka estaba sentado allí totalmente deshecho, y murmuró un par de veces para sí: «¡Que pueda haber algo tan espantoso!». También él lloraba. Había dejado marchar a Werfel sin poder decirle una sola palabra sobre su libro. Cualquiera que se pusiera en manos de Kafka, recibía la aprobación más enérgica o tenía que desesperarse... No había término medio. Con la misma implacable severidad actuaba contra sus propias obras. Y aunque nunca creyó haber cumplido sus propósitos, jamás, en mi opinión, se sintió como un diletante.


Con Kafka nadie se sentía incómodo. Al contrario, atraía a todo el mundo, y le visitaban con cierta sensación de solemnidad, tal y como se anda de puntillas y con cuidado, o por alfombras suaves. Por lo general, sin embargo, estábamos solos, y a menudo Kafka me leía en voz alta cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen, pasajes del Gato Murr de E. T. A. Hoffmann o de El cofrecillo del tesoro de Hebel. Allí estaba, por ejemplo, la historia de la amada del minero, que acompañó hasta la mina a su amado, al que no volvió a ver con vida. Ella siguió viviendo y se volvió vieja y gris. Un buen día encontraron el cadáver en un pozo de la mina. Se había conservado gracias al gas y había permanecido inalterado por completo. La anciana se acercó y besó a su amado. Le había esperado durante años. Y por fin celebraron la boda y el entierro a la vez. A Kafka le gustaba mucho aquella historia por su «integridad», porque era tan natural como lo son siempre las grandes cosas. Y también le gustaba Kleist. Podía leerme en voz alta La marquesa de O cinco o seis veces seguidas. A menudo me leía también pasajes de Hermann y Dorothea de Goethe, de la que entre otras cosas le atraía especialmente el amor por la vida cotidiana.



La esperanza de poder llevar una vida según su deseo le hacía tener una determinada relación con el hogar, el dinero y la familia, claro está que en un sentido en absoluto burgués. Subrayo esto porque recuerdo con qué tranquilidad y objetividad me habló Kafka de su anterior novia. Era una muchacha excelente, pero perfectamente burguesa. Kafka tenía la impresión de que el matrimonio con ella habría significado al mismo tiempo un matrimonio con toda la mendacidad de Europa. Y además tuvo miedo de no tener tiempo para escribir. Por otro lado, aquel compromiso era un intento de aclimatarse a la vida de la clase media, y a la vez expresión de cierta curiosidad. Quería conocerlo todo, husmearlo todo por sí mismo. Un vómito de sangre, relacionado con su tuberculosis, le liberó de todas sus dudas.


Alejarse de Praga... Ésta fue, aunque no sucedió hasta mucho más tarde, la gran conquista de su vida, sin la cual, en cierto modo, no tenía ningún derecho a morir. La vuelta al hogar paterno significaba para él la vuelta al diletantismo vital. Eso era lo que más torturaba a Kafka. Se podía percibir en la angustia espiritual que le sobrevino.

Yo me quedé en Berlín. Kafka no quería que fuera a Praga, ni a la casa de la que provenía toda su desgracia. El odio que sentía hacia su padre y el sentimiento de culpa por aquel odio eran una parte importante de todo lo que le hacía sufrir. Estoy convencida de que en alguna ocasión lo mató en sueños. Por entonces yo recibía diariamente una carta suya. Más tarde la Gestapo me las arrebató, junto con sus diarios, y a pesar de todos los esfuerzos realizados siguen sin aparecer. Eran alrededor de treinta y cinco cartas. En una de ellas, Kafka hablaba de los «fallos técnicos» del ser humano en el trato consigo mismo. Precisamente por entonces estaba interesado en la lucha de Tolstói por la autoliberación, y allí había descubierto algunos de esos «fallos técnicos». En otra ocasión me contó un sueño que había tenido. Unos ladrones callejeros le sacaban de su casa de Berlín, lo encerraban en un cobertizo en un patio trasero y lo ataban. «Supe que estaba perdido porque tú no podías encontrarme». Y entonces oyó de pronto que yo estaba por allí cerca. Trató de desatarse. Creyó que ya estaba libre y que incluso había conseguido quitarse la mordaza de la boca. Yo sólo tenía que escuchar su grito... Pero justo en aquel momento le descubrieron los ladrones y lo volvieron a amordazar. 


Lo inquietante en la enfermedad mortal de Kafka fue su brusca aparición. Me di cuenta de que fue él quien la obligó a mostrarse. Para él fue una especie de liberación. Le habían quitado el poder de decisión de las manos. Kafka saludó a la enfermedad sin más ni más, aun cuando en el último momento de su vida le hubiera gustado seguir viviendo. 

Abandonó Praga como un hombre enfermo, aunque en pleno vigor espiritual. Volví a encontrarlo en un sanatorio en los bosques de Viena, adonde le había llevado su hermana. Aquí se le diagnosticó por primera vez una tuberculosis laríngea. No debía hablar y me lo escribía todo, en especial el efecto devastador que la ciudad de Praga le había causado. Se quedó allí durante tres semanas. Cuando la enfermedad empeoró, lo llevaron a un especialista en un hospital de Viena. Allí estuvo con otros muchos enfermos graves en una sola habitación. Cada noche moría uno de los pacientes. Me lo hacía saber señalándome la cama vacía, sin decir una palabra. Otra vez me enseñó a un paciente, un compañero divertido, muy activo y comilón, a pesar de que llevaba un tubo introducido en la laringe. Tenía bigote y le brillaban los ojos. A Kafka su buen apetito le alegraba mucho. Al día siguiente me mostró su cama vacía, pero estaba menos conmovido que francamente enojado, como si no pudiera entender que aquel hombre siempre tan alegre hubiera tenido que morir. Nunca olvidaré su sonrisa algo maliciosa, irónica.


Del hospital llevaron a Kafka a un sanatorio en Klosterneuburg-Kierling, en las proximidades de Viena, donde le dieron una habitación magnífica con balcón, en la que entraba la luz del sol durante todo el día. Yo me quedé allí con él. Más tarde vino también su amigo el doctor Klopstock. Desde este sanatorio, Kafka escribió algunas cartas a sus padres, a sus hermanos, a sus hermanas y a Max Brod, que también vino a visitarle, no sin dar antes una conferenciaen Viena, para que Kafka no se diera cuenta de hasta qué punto consideraba que su estado era grave. Mientras permaneció en el sanatorio, Kafka apenas trabajó, excepto en las «Conversaciones», que tienen que estar en poder del doctor Klopstock. La noche previa a su muerte estuvo leyendo pruebas. Hacia las cuatro de la mañana hice venir al doctor Klopstock, porque Kafka tenía dificultades para respirar. Klopstock reconoció al instante la crisis y despertó al médico de guardia, que le puso una bolsa de hielo en torno al cuello. Kafka murió hacia el mediodía del día siguiente.
El 3 de junio de 1924.





Años después he leído a menudo los libros de Kafka, siempre con el recuerdo de cómo me los leía él mismo en voz alta. Al hacerlo, sentí hasta qué punto la lengua alemana se interponía en mi camino. El alemán es un idioma demasiado moderno, un idioma demasiado actual. El mundo de Kafka demanda una lengua más antigua. En él hay una conciencia inveterada, viejos asuntos y un viejo temor. Kafka estaba corrigiendo las primeras pruebas de su libro Un artista del hambre, que apareció tres meses después en la editorial Die Schmiede.
Su mente conocía matices más finos que los que en general puede concebir la mentalidad moderna. No es el representante de una época, como tampoco de un pueblo y su destino.
Del mismo modo que su realismo no reproduce la vida de todos los días, su lógica es absoluta, comprimida, y en ella sólo se puede vivir durante unos breves instantes.


ANA CRESPO DE LUNA

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