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jueves, 12 de julio de 2018

Alice Munro / La temporada del pavo

Girl holding turkey, 1957
Joe Hester
Alice Munro
Biografía

LA TEMPORADA DEL PAVO
The Turkey Season
A Joe Radford

      Cuando tenía catorce años conseguí un trabajo en el Corral del Pavo durante la temporada de Navidad. Era demasiado joven para conseguir trabajo en una tienda, o como camarera a tiempo parcial; también era demasiado nerviosa.

       Yo limpiaba pavos. Las demás personas que trabajaban en el Corral del Pavo eran Lily, Marjorie y Gladys, también limpiaban pavos. Irene y Henry los desplumaban; Herb Abbott, el capataz, supervisaba toda la operación y se ponía donde se le necesitaba. Morgan Elliot era el propietario y jefe. Él y su hijo Morgy se ocupaban de la matanza.
       A Morgy le conocía de la escuela. Lo encontraba tonto y despreciable, y me molestaba tener que considerarle bajo una nueva luz, y posiblemente superior, como hijo del jefe. Pero su padre le trataba tan rudamente, gritándole y renegando, que no parecía ser más que el peor de los trabajadores. La otra persona emparentada con el jefe era Gladys. Su hermana, y en su caso sí parecía estar en alguna clase de posición privilegiada. Trabajaba despacio, se iba a casa si no se sentía bien, y no era cordial ni con Lily ni con Marjorie, aunque sí lo era un poco conmigo. Había vuelto para vivir con Morgan y su familia después de haber trabajado durante muchos años en Toronto, en un banco. Aquélla no era la clase de trabajo a la que estaba acostumbrada. Lily y Marjorie, hablando de ella cuando no estaba presente, decían que había tenido una crisis nerviosa. Decían que Morgan la hacía trabajar en el Corral del Pavo para hacerle pagar su manutención. También decían, sin preocuparse por la contradicción, que había cogido el trabajo porque iba detrás de un hombre, y que el hombre era Herb Abbott.
       Durante las primeras noches, todo lo que veía al salir de allí, cuando cerraba los ojos, eran pavos. Los veía colgando patas arriba, destripados y tiesos, pálidos y fríos, con las cabezas y los cuellos fláccidos, los ojos y las cavidades nasales cuajadas de sangre oscura; los restos de las plumas, también oscuros y sangrientos, parecían formar una corona. No los veía con aversión sino con una sensación de trabajo interminable por hacer.
       Herb Abbott me enseñaba lo que tenía que hacer. Pones el pavo sobre la mesa y le cortas la cabeza con el hacha. Después coges la piel suelta de alrededor del cuello y tiras de ella hacia atrás para descubrir el buche, alojado en la hendidura entre el esófago y la tráquea.
       —Busca la cachuela —decía Herb animándome. Me hacía cerrar los dedos alrededor del buche. Luego me enseñó cómo bajar la mano por detrás para cortarlo, y también el esófago y la tráquea. Utilizaba tijeras para cortar las vértebras—. Aprieta, aprieta —decía tranquilizándome—. Ahora pon dentro la mano.
       Lo hice. Hacía un frío de muerte allí dentro, en los oscuros interiores del pavo.
       —Cuidado con las astillas de los huesos.
       Trabajando con cuidado en la oscuridad, tenía que tirar de los tejidos conectivos y extraerlos.
       —¡Arriba! —Herb le dio la vuelta al ave y le dobló cada pierna—. Rodillas arriba, mamá Brown. Ahora.
       Cogió un pesado cuchillo y lo puso directamente sobre los nudillos de las rodillas y cortó la canilla.
       —Echa un vistazo a los gusanos.
       Cuerdas de color blanco perlado salían de la canilla, y se arrastraban por su cuenta.
       —Son sólo los tendones contrayéndose. ¡Ahora viene lo bonito!
       Cortó el ave por su parte inferior, que dejaba salir un olor putrefacto.
       —¿Estás informada?
       No supe qué decir.
       —¿Qué es ese olor?
       —Ácido sulfhídrico.
       —Informada —dijo Herb, suspirando—. Muy bien. Pasa los dedos por alrededor y suelta las tripas. Despacio, despacio. Mantén los dedos juntos y las palmas hacia adentro. Tienes que notar las costillas con el dorso de la mano, y has de notar las tripas en tu palma. ¿Lo notas? Sigue. Rompe los tendones, tantos como puedas. Sigue. ¿Notas un bulto blando? Es el corazón. ¿Sí? Bien. Pon tus dedos alrededor de la molleja. Despacio. Empieza a tirar por aquí. Eso es. Eso es. Empieza a sacarla.
       No era nada fácil. Ni siquiera estaba segura de que lo que tenía fuese la molleja. Mi mano estaba llena de pulpa fría.
       —Estira —dijo, y saqué una masa brillante y de aspecto parecido al hígado.
       —Ya lo tienes. Ahí están los bofes. ¿Sabes lo que son? Pulmones. Ahí está el corazón, ahí la molleja, ahí la hiel. No tienes que romper nunca la hiel dentro, o amargará todo el pavo.
       Discretamente, quitó lo que yo me había dejado, incluyendo los testículos, que eran como un par de uvas blancas.
       —Bonito par de pendientes —dijo Herb.
       Herb Abbott era un hombre alto, fuerte y rollizo. Tenía un pelo negro y fino que le arrancaba desde la mitad de la frente hacia atrás, y los ojos ligeramente oblicuos, lo que le hacía parecer un chino pálido o un retrato del diablo, sólo que tenía un rostro amable y bondadoso. Cualquier cosa que hiciera por el Corral del Pavo, destripar, como ahora, o cargar el camión, o colgar las carcasas, lo hacía con movimientos eficientes y precisos, rápida y enérgicamente.
       —Fíjate en Herb, siempre camina como si estuviera sobre un barco —dijo Marjorie, y era cierto. Herb trabajaba en los barcos del lago, durante la temporada, como cocinero. Luego trabajaba para Morgan hasta después de Navidades. En el tiempo restante ayudaba en el salón de billar, haciendo hamburguesas, recogiendo, evitando peleas antes de que comenzasen. Allí era donde vivía; tenía una habitación sobre el salón de billar de la calle principal.
       En todas las actividades del Corral del Pavo parecía ser Herb quien tenía continuamente la eficacia y el honor del negocio en la cabeza; era él quien lo mantenía todo bajo control. Viéndole en el corral hablando con Morgan, que era un hombre bajo y grueso, de cara roja, un pendenciero impredecible, uno estaba seguro de que Herb era el jefe y Morgan el ayudante contratado. Pero no era así.
       Si no hubiera tenido a Herb para enseñarme, no creo que hubiese aprendido a destripar pavos. Yo era torpe con las manos y me había sentido avergonzada por ello tan a menudo, que la menor muestra de impaciencia por parte de la persona que me enseñase me hubiera podido provocar una parálisis nerviosa. No podía soportar que me mirase nadie, si no era Herb. En particular, no podía soportar que me mirasen Lily y Marjorie, dos hermanas de mediana edad, que limpiando pavos eran muy rápidas, concienzudas y competentes. Cantaban mientras trabajaban y hablaban de modo insultante e íntimo a los cadáveres de los pavos.
       —¡No me pinches, maricón!
       —¡Eres un pavo de mierda!
       Nunca había oído a mujeres que hablasen así.
       Gladys no era rápida trabajando, aunque debía de ser meticulosa, si no Herb hubiese hablado con ella. No cantaba nunca y, sin duda, tampoco era mal hablada. Yo la consideraba bastante mayor, aunque no era tan mayor como Lily y Marjorie; debía de tener más de treinta años. Parecía ofendida por todo lo que ocurría y daba la impresión de guardarse cantidad de opiniones desagradables para sí. Yo no intenté hablar nunca con ella, pero ella me habló un día en el frío y pequeño lavabo del cobertizo donde se limpiaban los pavos. Se estaba poniendo maquillaje compacto en la cara. El color del maquillaje era tan distinto del color de su piel que parecía que estuviese dando palmadas con pintura naranja sobre una pared encalada y desigual.
       Me preguntó si yo tenía el pelo rizado natural.
       Le dije que sí.
       —¿No te tienes que hacer la permanente?
       —No.
       —Tienes suerte. Yo tengo que arreglarme el mío cada noche. La química de mi sistema no me permite hacerme la permanente.
       Las mujeres tienen distintas maneras de hablar de su aspecto. Algunas dejan claro que lo que hacen para estar arregladas lo hacen por el sexo, por los hombres. Otras, como Gladys, se toman el trabajo como una especie de trabajo doméstico, de cuyas dificultades se jactan. Gladys era elegante. Me la podía imaginar en el banco, con un vestido azul marino con el tipo de cuello blanco separable que se puede lavar por la noche. Era gruñona y correcta.
       Otra vez me habló de sus períodos, que eran abundantes y dolorosos. Quería saber cómo eran los míos. Había una expresión inquieta, remilgada y agitada en su rostro. Me salvó Irene, que estaba utilizando el lavabo y gritó: —Haz como yo, y te librarás de tus problemas por un tiempo.
       Irene sólo era unos años mayor que yo, pero se había casado recientemente (ya embarazada), y estaba muy adelantada.
       Gladys la ignoró, pasándose agua fría por las manos. Las manos de todas nosotras estaban rojas y tenían un aspecto inflamado por el trabajo.
       —No puedo utilizar ese jabón. Si lo uso me sale un sarpullido —dijo Gladys—. Si traigo aquí mi propio jabón, no puedo permitirme que otras personas lo utilicen, porque me cuesta mucho dinero; es un jabón anti-alérgico especial.
       Creo que la idea que Lily y Marjorie fomentaban, de que Gladys iba detrás de Herb Abbott, nacía de su creencia de que los solteros debían ser importunados y avergonzados siempre que fuera posible, y del interés que sentían por Herb, que daba la impresión de que alguien debería de ir tras él. Sentían curiosidad por él. Lo que se preguntaban era: ¿Cómo puede un hombre necesitar tan poco? Sin esposa, sin familia, sin casa. Los detalles de su vida cotidiana, las preferencias menudas, eran de interés. ¿Dónde se había criado? (Por aquí, por allí y por todas partes.) ¿Cuánto tiempo había ido a la escuela? (El suficiente.) ¿Dónde estaba su novia? (No se sabía.) ¿Bebía café o té, si le daban a elegir? (Café.)
       Cuando decían que Gladys iba tras él, debían de querer hablar realmente de sexo, lo que él quería y lo que tenía. Debían de sentir una curiosidad voluptuosa por él, como yo. Él provocaba estos sentimientos por ser discreto y no gastar las bromas que gastaban algunos hombres, y por no ser al mismo tiempo ni remilgado ni fino. Algunos hombres, al mostrarme los testículos del pavo, hubiesen actuado como si su misma existencia fuese de algún modo una broma pesada para mí, algo por lo que se podría ridiculizar a una chica; otra clase de hombre se hubiese sentido turbado y hubiera pensado que tenía que protegerme de la vergüenza. Un hombre que no parecía sentir ni de una manera ni de otra era una rareza tanto para las mujeres mayores, probablemente, como para mí. Pero lo que era tan bien acogido por mí podía haber sido inquietante para ellas. Querían empujarle. Incluso querían que Gladys le empujase, si podía.
       Entonces no se tenía idea (al menos en Logan, Ontario, a finales de los años cuarenta), de que la homosexualidad iba más allá de unos confines muy estrechos. Las mujeres, ciertamente, creían en su rareza y en límites definidos. Había homosexuales en la ciudad, y sabíamos quiénes eran: un empapelador elegante, de voz fina y cabello ondulado, que se titulaba a sí mismo decorador de interiores; el hijo único de la viuda del pastor, gordo y mimado, que llegaba tan lejos como para participar en concursos de cocina y que había hecho un mantel a ganchillo; un organista hipocondríaco de la iglesia y profesor de música, que mantenía el coro y a sus alumnos a raya con estridentes rabietas. Una vez se ponía la etiqueta, había bastante tolerancia hacia esas personas, y sus dotes para la decoración, para el ganchillo y para la música eran apreciadas, en especial por las mujeres.
       —Pobre chico —decían—. No hace ningún daño.
       Realmente parecían creer, las mujeres lo creían, que el factor determinante era la inclinación por la cocina o por la música, y que era esta actividad la que hacía del hombre lo que era, no otro desvío que pudiera, o que deseara tomar. El deseo de tocar el violín podía ser considerado como una mayor desviación de la virilidad que el deseo de evitar a las mujeres. En realidad, se tenía la idea de que cualquier hombre viril desearía huir de las mujeres, pero la mayoría de ellos eran pescados con la guardia baja y para siempre.
       No quiero entrar en la cuestión de si Herb era o no homosexual, porque la definición no me sirve. Creo que probablemente lo era, pero quizá no lo fuese. (Aún considerando lo que luego sucedió, lo creo así.) Él no es un rompecabezas que se pueda resolver tan arbitrariamente.

       El otro desplumador que trabajaba con Irene, era Henry Streets, un vecino nuestro. No había nada notable en él, excepto que tenía ochenta y seis años y todavía era, como él decía, un demonio para el trabajo. Llevaba whisky en el termo y se lo iba bebiendo durante el día. Fue Henry quien me dijo, en nuestra cocina:
       —Tendrías que conseguir trabajo en el Corral del Pavo. Necesitan otra persona para limpiar pavos.
       Mi padre dijo enseguida:
       —Ella no, Henry. Es muy torpe.
       Y Henry dijo que sólo estaba bromeando, que era un trabajo sucio. Pero yo ya estaba decidida a probarlo, tenía una gran necesidad de tener éxito en un trabajo como aquél. Estaba casi en el estado de una persona mayor que se siente avergonzada de no haber aprendido nunca a leer, de tanto que me afectaba mi incapacidad para el trabajo manual. El trabajo, para todas las personas que yo conocía, significaba hacer cosas para las que yo no servía, y el trabajo era de lo que las personas se enorgullecían y por lo que se medían las unas a las otras. (Ni que decir tiene que las cosas para las que yo servía, como los trabajos escolares, eran sospechosas o eran simplemente despreciadas.) De modo que fue una sorpresa, y luego un triunfo para mí, el que no me despidieran y ser capaz de limpiar pavos a una velocidad que no era deshonrosa. No sé si realmente comprendía lo mucho que esto se debía a Herb Abbott, pero a veces me decía:
       —Buena chica.
       O me daba una palmada en la cintura y decía:
       —Estás aprendiendo a limpiar muy bien los pavos, llegarás lejos.
       Y cuando notaba su contacto rápido y amable a través del grueso suéter y del sangriento delantal que llevaba, sentía que mi rostro ardía y que deseaba apoyarme contra él cuando estaba detrás mío. Quería apoyar mi cabeza contra su ancho y carnoso hombro. Cuando me iba a dormir por la noche, tumbada sobre un costado, frotaba mi mejilla contra la almohada y pensaba que era el hombro de Herb.
       Estaba interesada en cómo le hablaba a Gladys, en cómo la miraba o la observaba. Este interés no era celoso. Creo que quería que algo sucediera entre ellos. Yo me estremecía de curiosa expectación, al igual que Lily y Marjorie. Todas queríamos ver la señal de la sexualidad en él, escucharla en su voz, no porque pensásemos que le haría parecerse más a otros hombres, sino porque sabíamos que en él sería completamente distinta. Era más amable y más paciente que la mayoría de las mujeres, tan severo y distante, en algunos aspectos, como cualquier hombre. Queríamos ver cómo se le podía impresionar.
       Si Gladys también lo quería, no dio señales de ello. Es imposible para mí decir de las mujeres como ella si son tan apagadas y cadavéricas como parecen, sin necesitar más que oportunidades para la irritación y el desdén, o si las ahogan tenebrosos fuegos y pasiones inútiles.
       Marjorie y Lily hablaban de matrimonio. No tenían muchas cosas buenas que decir sobre él, a pesar de que a su parecer era un estado del que a nadie debiera serle permitido quedar fuera. Marjorie decía que poco después de casarse había ido a la leñera con la intención de ingerir verde de Schweinfurt
[polvo verde brillante muy venenoso, utilizado como insecticida y pigmento]. 
       —Lo hubiese hecho —dijo—. Pero llegó el hombre del camión de comestibles y tuve que salir a comprar víveres. Eso fue cuando vivíamos de la granja.
       Su marido era cruel con ella entonces, pero después tuvo un accidente: volcó el tractor y quedó tan gravemente herido que sería un inválido toda su vida. Se trasladaron a la ciudad, y ahora Marjorie era el jefe.
       —La otra noche empezó a ponerse de malhumor y a decir que no quería la cena. Bueno, sólo tuve que cogerle por la muñeca y levantarla. Tuvo miedo de que le retorciese el brazo. Vio que lo haría. De modo que dije: «¿que tú, qué?» Y dijo: «Me la comeré».
       Hablaban de su padre. Era un hombre de la vieja escuela. Tenía un lazo corredizo en la leñera (no en la del insecticida, ésta debía ser una anterior, en otra granja), y cuando le ponían nervioso acostumbraba a ponerlos en fila y a amenazarlos con colgarles. Lily, que era la menor, temblaba hasta caerse. Este mismo padre arregló el matrimonio de Marjorie con uno de sus compinches cuando sólo tenía dieciséis años. Aquél era el marido que la había llevado al verde de Schweinfurt. Su padre lo hizo porque quería estar seguro de que no se quedaba embarazada.
       —Fogosa —dijo Lily.
       Yo me horroricé y pregunté:
       —¿Por qué no te escapaste?
       —Su palabra era ley —dijo Marjorie.
       Decían que ése era el problema con los críos hoy en día, eran los niños quienes mandaban. La palabra de un padre debería ser ley. Ellas criaban a sus propios hijos de manera estricta, y ninguno había salido malo todavía. Cuando el hijo de Marjorie mojaba la cama ella le amenazaba con cortarle el pito con el cuchillo de carnicero. Eso lo curó.
       Decían que el noventa por ciento de las chicas jóvenes de hoy en día bebía, eran mal habladas y les daba por ir por ahí acostándose. No tenían hijas, pero si tuvieran y las pillaran en algo así, las pegarían hasta dejarlas en carne viva. Irene, decían, iba siempre a los partidos de hockey con los pantalones de esquí rajados sin nada debajo, para tenerlo después más fácil en los ventisqueros. Terrible.
       Yo quería señalar algunas contradicciones. Las mismas Marjorie y Lily bebían y hablaban mal y, ¿dónde estaba lo maravilloso en la intransigente voluntad de un padre que te aseguraba toda una vida de infelicidad? (Lo que yo no veía era que Marjorie y Lily no eran infelices del todo, no podían serlo, por su sentido del rango, su orgullo y su estilo.) Yo me enrabiaba entonces por la falta de lógica en lo que hablaban la mayoría de los adultos, por la forma en que se atenían a sus declaraciones sin importarles la evidencia que les pudiera ser presentada. ¿Cómo podían ser tan dotadas, tan delicadas y hábiles las manos de aquellas mujeres (porque yo sabía que serían tan buenas para docenas de otros trabajos como lo eran limpiando pavos; servirían para hacer cobertores, para zurcir, para pintar, para empapelar, para amasar pasta y sembrar) y su forma de pensar tan chapucera, desatinada y exasperante?
       Lily dijo que ella nunca dejaba que su marido se le acercase si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde una vez que casi se murió de una hemorragia nunca había dejado que su marido se le acercara, punto. Lily dijo rápidamente que sólo intentaba algo cuando había estado bebiendo. Pude ver que era una cuestión de orgullo no dejar que el esposo se acercara, pero apenas podía creer que «acercarse» significara «tener relaciones sexuales». La idea de que Marjorie y Lily fuesen solicitadas para dichos propósitos parecía grotesca. Tenían los dientes mal, los estómagos les colgaban, y los rostros pálidos y manchados. Decidí entender «acercarse» en sentido literal.
* * *
      Las dos semanas antes de Navidad eran un tiempo frenético en el Corral del Pavo. Comencé a ir una hora antes de la escuela y también después de la escuela y durante los fines de semana. Por la mañana, cuando iba a trabajar, las farolas estaban todavía encendidas y brillaban las estrellas matutinas. Allí estaba el Corral del Pavo, en el límite de un campo blanco, con una hilera de grandes pinos detrás, y siempre, sin importar el frío ni el silencio que hubiera, estos árboles elevaban sus ramas, suspiraban y se extendían. Parece poco probable que de camino al Corral del Pavo, para limpiar pavos durante una hora, hubiese yo experimentado tal sensación de promesa y al mismo tiempo de perfecto e impenetrable misterio en el universo, pero así era. Herb tenía algo que ver con aquello, y también el corto período de frío: la serie de inclementes y claras mañanas. La verdad es que entonces no era difícil tener esas sensaciones. Yo las tenía, pero sin saber cómo podían estar relacionadas con algo en la vida real.
       Una mañana había en el Corral del Pavo otra persona para limpiar pavos. Era un muchacho de dieciocho o diecinueve años, un extraño llamado Brian. Parecía ser un pariente, o quizá sólo un amigo de Herb Abbott. Vivía con Herb. Había trabajado en un barco del lago el verano anterior. Dijo que acabó harto y lo dejó.
       Lo que dijo fue:
       —¡Joder con los barcos! Acabé harto.
       El lenguaje en el Corral del Pavo era grosero y directo, pero aquélla era una palabra que no se había oído nunca allí. Y Brian no parecía utilizarla descuidadamente, más bien alardeando, en una mezcla de insulto y provocación. Quizá era su estilo en general el que lo hacía parecer así. Tenía un aspecto asombrosamente atractivo: cabello castaño claro, ojos de un azul clarísimo, piel lozana, cuerpo bien formado... la clase de atractivo sobre el que nadie discrepa ni por un momento. Pero un engreimiento único e inexorable se había apoderado de él de tal manera, que no podía evitar el convertir todas sus ventajas en una parodia. Tenía una boca bonita y ligeramente abierta la mayor parte del tiempo, los ojos medio cerrados, su expresión era una mirada lasciva y prometedora, y sus movimientos indolentes, exagerados, provocadores. Quizá si le hubiesen puesto en un escenario con un micrófono y una guitarra y le hubiesen dejado gruñir y dar alaridos, y retorcerse y excitar, hubiera parecido un verdadero celebrante. Al faltarle el escenario, no era convincente. Al cabo de un rato parecía simplemente alguien con un grave problema de hipo; su insistente sexualidad era así de monótona y vacía.
       Si se hubiera moderado un poco, Marjorie y Lily probablemente lo hubieran pasado bien con él. Podrían haber seguido el juego de decirle que cerrara su sucia boca y que se guardase las manos. Tal como era, decían que estaban hartas de él, y lo decían de veras. Una vez Marjorie cogió el cuchillo con el que limpiaba los pavos.
       —Mantén las distancias —le dijo—. Quiero decir conmigo, con mi hermana y con esa cría.
       No le dijo que mantuviera las distancias con Gladys porque Gladys no estaba allí en aquel momento y Marjorie de todos modos no hubiera sentido ganas de protegerla. Pero era a Gladys a quien Brian le gustaba molestar especialmente. Ella tiraba el cuchillo, se iba al lavabo, se quedaba allí diez minutos y luego salía con una cara pétrea. Ya no decía que se encontraba mal y se iba a casa, como antes. Marjorie decía que Morgan estaba molesto con Gladys por vivir a su costa y que ya no podía seguir haciéndolo impunemente.
       Gladys me dijo:
       —No puedo soportar eso. No puedo soportar que la gente mencione esa clase de cosas, ni esa clase de... gestos. Me da náuseas.
       Yo la creía. Estaba terriblemente pálida. Pero ¿por qué, en ese caso, no se quejaba a Morgan? Quizá las relaciones entre ellos eran demasiado incómodas, quizá no podía decidirse a repetirlas ni a describirlas. ¿Por qué no se quejó ninguna de nosotras, si no a Morgan al menos a Herb? Nunca lo pensé. Brian parecía algo que había que soportar, como el frío helado del cobertizo de limpiar pavos y el olor de la sangre y de los desperdicios. Cuando Marjorie y Lily amenazaban con quejarse, era de la holgazanería de Brian.
       No era un buen limpiador de pavos, sus manos eran demasiado grandes. Así que Herb le sacó de limpiar y le dijo que tenía que barrer y limpiar, hacer paquetes con los menudillos y ayudar a cargar el camión. Eso significaba que no tenía que estar en ningún sitio ni hacer ningún trabajo en un momento determinado, así que la mayor parte del tiempo no hacía nada. Empezaba a barrer, lo dejaba y limpiaba las mesas, lo dejaba y se fumaba un cigarrillo, repantigado contra la mesa y molestándonos hasta que Herb le llamaba para que ayudase a cargar el camión. Herb estaba entonces muy ocupado y pasaba mucho tiempo haciendo reparto, de modo que es posible que no supiera el alcance de la holgazanería de Brian.
       —No sé por qué Herb no te despide —decía Marjorie—. Supongo que la respuesta será que no quiere que estés haraganeando por ahí y viviendo a su costa, sin un lugar donde ir.
       —Sé dónde ir —respondió Brian.
       —Mantén tu sucia boca cerrada —dijo Marjorie—. Compadezco a Herb. Cargando contigo.

       El último día de escuela antes de Navidades salimos pronto por la tarde. Yo fui a casa a cambiarme de ropa y llegué a trabajar sobre las tres. Nadie estaba trabajando. Todo el mundo estaba en el cobertizo de limpiar, donde Morgan Elliot estaba blandiendo un hacha sobre la mesa de limpiar y gritando. No pude entender por qué gritaba, y creí que alguien debía haber cometido una terrible equivocación en el trabajo; quizá había sido yo. Entonces vi a Brian al otro lado de la mesa, a quien se veía enfurruñado y miserable, muy echado hacia atrás. La mirada lasciva no había desaparecido del todo de su rostro, pero estaba aminorada y mezclada con una mirada de mal genio impotente y algo de miedo. Ya está, pensé: «a Brian le están despidiendo por ser tan chapucero y gandul». Incluso cuando entendí que Morgan le llamaba «pervertido», «obsceno» y «maníaco» seguí pensando que aquello era lo que sucedía. Marjorie y Lily, e incluso la descarada de Irene, estaban alrededor con la mirada baja y bastante hipócrita, como la de los niños cuando alguien está recibiendo una terrible regañina en la escuela. Sólo el viejo Henry parecía capaz de mantener una cauta sonrisa en la cara. A Gladys no se la veía. Herb estaba más cerca de Morgan que nadie. No intervenía, pero vigilaba el hacha. Morgy estaba llorando, aunque no parecía estar en un peligro inmediato.
       Morgan le estaba gritando a Brian que se fuera.
       —Y fuera de esta ciudad; lo digo en serio. ¡Y no esperes a mañana si quieres conservar tu culo de una pieza! ¡Fuera! —gritó, y el hacha se inclinó dramáticamente hacia la puerta.
       Brian empezó a dirigirse hacia esa dirección pero, tanto si tuvo intención de hacerlo como si no, movió las nalgas contoneándose y de forma provocativa. Eso hizo que Morgan soltase un bramido y corriese tras él, blandiendo el hacha de forma teatral. Brian corría y Morgan corría tras él. Irene gritó y se agarró el estómago. Morgan estaba demasiado grueso para correr cualquier distancia y probablemente tampoco hubiese podido lanzar muy lejos el hacha. Herb miraba desde el umbral. Al cabo de poco Morgan volvió y arrojó el hacha sobre la mesa.
       —¡Vuelvan todos al trabajo! ¡Ya basta de estar aquí mirando! ¡No se os paga por mirar! ¿Qué te pasa? —preguntó, mirando duramente a Irene.
       —Nada —respondió Irene mansamente.
       —Si se te está adelantando, vete de aquí. —No, estoy bien.
       —¡Está bien entonces!
       Nos pusimos a trabajar. Herb se quitó el delantal manchado de sangre, se puso la chaqueta y salió, probablemente para encargarse de que Brian estuviese listo para salir en el autobús de la hora de la cena. No dijo una palabra. Morgan y su hijo salieron al corral, e Irene y Henry volvieron al cobertizo anexo, donde desplumaban a los pavos, trabajando con plumas hasta las rodillas. Se suponía que Brian era el encargado de barrer.
       —¿Dónde está Gladys? —pregunté en voz baja.
       —Recuperándose —dijo Marjorie. Ella también hablaba en un tono más bajo del habitual, y «recuperándose» no era la clase de palabra que ella y Lily utilizaban normalmente. Era una palabra a utilizar hablando de Gladys, con intención burlona.
       No querían hablar de lo que había sucedido, porque tenían miedo que entrase Morgan y las cogiera en ello y las despidiera. Buenas trabajadoras como eran, tenían miedo a eso. Además, no habían visto nada. Les debió molestar no haberlo visto. Todo lo que averigüé fue que Brian o bien le había hecho o le había enseñado algo a Gladys cuando ella salía del lavabo y ella había comenzado a gritar y a ponerse histérica.
       Ahora probablemente tendría que guardar cama por otro colapso nervioso, dijeron. Y él estaría ya saliendo de la ciudad. Y en buena hora, dijeron, nos hemos librado de los dos.

       Tengo una fotografía del personal del Corral del Pavo hecha en Nochebuena. Fue tomada con una cámara con flash que era el despilfarro de Navidad de alguien. Creo que de Irene. Pero Herb Abbott debió de ser quien hizo la foto. Era el único en quien se podía confiar que supiera o que aprendiera inmediatamente a manejar cualquier cosa nueva, y las máquinas de fotografiar con flash eran completamente nuevas en aquella época. La fotografía fue tomada sobre las diez en Nochebuena, después de que Herb y Morgy hubiesen vuelto de hacer el último reparto, de que hubiésemos lavado la mesa de limpiar los pavos y de que hubiésemos barrido y fregado el suelo de cemento. Nos habíamos quitado nuestros ensangrentados delantales y gruesos suéters y habíamos pasado a la pequeña sala llamada comedor, donde había una mesa y un calentador. Todavía llevábamos puesta nuestra ropa de trabajo: batas y faldas. Los hombres llevaban gorras y las mujeres pañuelos, anudados al estilo del tiempo de la guerra. A mí se me ve robusta, alegre y con aire de compañerismo en la fotografía, transformada en alguien que ni siquiera recuerdo haber sido o haber fingido que era. Aparento ser mucho mayor de catorce años. Irene es la única que se ha quitado el pañuelo, soltándose el largo y rojo cabello. Se asoma con una mirada suave, sucia y provocativa que casaría con su reputación, pero no se parece a ninguna mirada suya que yo recuerde. Sí, debía de ser su cámara; está posando para ella, con aquella mirada, más deliberada que la de nadie. Marjorie y Lily sonríen, como era de esperar, pero sus sonrisas son avinagradas y excesivas. Con el cabello oculto, y con unas siluetas como las que tienen envueltas, parecen un par de trabajadores fuertes y joviales, pero malhumorados. Los pañuelos se ven fuera de lugar; unas gorras estarían mejor. Henry está de buen humor, encantado de formar parte del equipo de trabajadores, sonriendo y aparentando veinte años menos de los que tiene. Luego Morgy, con su aspecto de pocos amigos, sin confiar en la bondad de la ocasión, y Morgan, muy sonrojado y en su papel de jefe, y muy satisfecho. Nos acaba de dar nuestro pavo de regalo. A cada uno de esos pavos le falta una pierna o un ala, o tiene una malformación de alguna clase, de modo que ninguno de ellos es vendible al precio íntegro. Pero Morgan se ha esforzado mucho en decirnos que a menudo la mejor carne es la de los cojos, y nos ha enseñado que él mismo se lleva uno a casa.
       Todos tenemos jarras en las manos, o tazas de porcelana grandes y gruesas, que no contienen el té habitual, sino whisky de centeno. Morgan y Henry han estado bebiendo desde la hora de la cena. Marjorie y Lily dicen que sólo quieren un poco y que sólo se lo tomarán porque es Nochebuena y tienen los pies entumecidos. Irene dice que ella también los tiene, pero que eso no significa que sólo quiera un poco. Herb ha puesto bastante no sólo para ella, sino también para Lily y para Marjorie, y no le hacen ninguna objeción. Ha medido el mío y el de Morgy al mismo tiempo, muy poca cantidad, y ha puesto Coca-Cola. Ésta es la primera bebida alcohólica que he tomado nunca, y de resultas de esto durante años creeré que whisky y Coca-Cola es una clase corriente de bebida y siempre la pediré, hasta que me doy cuenta de que muy pocas personas más la beben y de que me sienta mal. Pero aquella Nochebuena no me sentó mal; Herb no me había puesto suficiente. A no ser por un gusto extraño y mi propia sensación de importancia, era como beber Coca-Cola.
       No necesito que Herb esté en la fotografía para recordar su físico. Es decir, siempre y cuando conserve el mismo aspecto de la época en que estuve en el Corral del Pavo y de las pocas veces que me lo encontré en la calle. El mismo de todas las ocasiones que lo vi en mi vida, excepto una.
       La vez que parecía algo distinto a sí mismo fue cuando Morgan estaba maldiciendo a Brian y, después, cuando Brian huyó calle abajo. ¿Cuál era este aspecto distinto? He intentado recordarlo, porque lo examiné detenidamente en aquel entonces. No era muy distinto. Su rostro se veía más emotivo y más serio entonces, y si se tuviera que describir la expresión que había en él, tendría que decir que era una expresión de vergüenza. ¿Pero de qué tendría él que avergonzarse? ¿De Brian, por cómo se había comportado? Sin duda era demasiado tarde; ¿cuándo se había comportado Brian de otro modo? ¿Avergonzado de Morgan, por comportarse con tanta ferocidad y de un modo tan teatral? ¿O de sí mismo, porque era famoso por cortar de raíz peleas y manifestaciones de esa clase y no había podido hacerlo aquí? ¿Estaría avergonzado por no haber defendido a Brian? ¿Esperaba haber hecho eso, defender a Brian?
       Todo eso era lo que yo me preguntaba en aquel momento. Más tarde, cuando supe más, al menos sobre sexo, decidí que Brian era el amante de Herb, que Gladys estaba realmente intentando llamar la atención de Herb, y que era por eso por lo que Brian la había humillado, con o sin la connivencia y el consentimiento de Herb. ¿No es cierto que las personas como Herb, dignas, reservadas y honorables, escogen a menudo a alguien como Brian, y malgastan su inútil amor en alguna persona inmoral y tonta que ni siquiera es mala, ni un monstruo, sino sólo un pesado estorbo? Decidí que Herb, con toda su delicadeza y cuidado, se estaba vengando de todos nosotros, no sólo de Gladys, sino de todos nosotros, con Brian, y que lo que estaba sintiendo cuando estudié su rostro debió de ser un desprecio salvaje y regocijado. Pero también turbación, turbación por Brian y por sí mismo y por Gladys, y hasta cierto punto por todos nosotros. Vergüenza por todos nosotros, eso es lo que yo pensé entonces.
       Algo más tarde, cambié de opinión acerca de esta explicación. Llegué a una etapa en la que cambié mi opinión sobre todas las cosas que no podía saber realmente. Ahora me basta pensar en el rostro de Herb con aquella mirada especial y afligida; pensar en Brian haciendo payasadas a la sombra de la dignidad de Herb; pensar en mi propia concentración desorientada en Herb, en mi necesidad de pillarle, si alguna vez tenía la ocasión, y luego instalarme y quedarme junto a él. Cuán atractiva, cuán deliciosa es la perspectiva de intimidad, con la misma persona que nunca la otorgará. Aún puedo sentir la atracción de un hombre así, que promete y rechaza. Aún quisiera saber cosas. No importan los hechos. Tampoco importan las teorías.
       Al terminar mi bebida quise decirle algo a Herb. Estaba a su lado y esperé un momento en el que no estuviera escuchando ni hablando con nadie más y en el que la creciente y ruidosa conversación de los demás tapase lo que yo tenía que decir.
       —Siento que tu amigo tuviera que marcharse.
       —Gracias.
       Herb me respondió amable y divertido, y de este modo cortó cualquier otro derecho a examinar o a hablar de su vida. Él sabía lo que yo me proponía. Debía haberlo sabido antes, con muchas mujeres. Sabía como hacerlo.
       Lily se puso un poco más de whisky en la jarra y contó cómo ella y su mejor amiga (ahora muerta, de una enfermedad de hígado) se vistieron una vez de hombre y fueron a la zona de los hombres en la cervecería, al lado en el que ponía «Sólo hombres», porque querían ver cómo era. Se sentaron en un rincón a beber cerveza, con los ojos y los oídos abiertos, y nadie las miró dos veces ni pensó nada de ellas, pero pronto surgió un problema.
       —¿Dónde íbamos? Si íbamos al otro lado y alguien nos veía entrar en el de señoras, gritarían como condenados. Y si íbamos al de hombres, seguro que alguien se daría cuenta de que no lo hacíamos de la forma adecuada. ¡Mientras tanto la maldita cerveza nos iba bajando!
       —¡Qué es lo que no se hace cuando uno es joven! —dijo Marjorie.
       Varias personas nos dieron consejo a mí y a Morgy. Nos dijeron que nos divirtiéramos mientras podíamos. Nos dijeron que no nos metiéramos en problemas, que ellos habían sido todos jóvenes una vez. Herb dijo que éramos un buen equipo y que habíamos trabajado bien, pero que él no quería ponerse a malas con ninguno de los maridos de las mujeres haciendo que se quedasen allí demasiado rato. Marjorie y Lily expresaron indiferencia hacia sus maridos, pero Irene hizo saber que ella quería al suyo y que no era verdad que le hubiesen traído arrastrando desde Detroit para casarse con ella, dijera lo que dijese la gente. Henry dijo que era una vida buena si no se flaqueaba. Morgan dijo que nos deseaba a todos una muy sincera feliz Navidad.
       Cuando salimos del Corral del Pavo estaba nevando. Lily dijo que era como una postal de Navidad, y así era, con la nieve arremolinándose alrededor de las farolas de la ciudad y alrededor de las luces de colores que la gente había puesto en la parte exterior de sus puertas. Morgan llevaba a Henry y a Irene a casa en su camioneta, como deferencia hacia la edad, el embarazo y la Navidad. Morgy tomó un atajo a través del campo y Herb se marchó solo, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, caminando con un ligero vaivén, como si estuviese en la cubierta de un barco del lago. Marjorie y Lily se cogieron del brazo conmigo como si fuésemos antiguas compañeras.
       —Cantemos —dijo Lily—. ¿Qué vamos a cantar?
       —¿«Nosotros los Tres Reyes»? —dijo Marjorie—. ¿«Nosotras las tres limpiadoras de pavos»?
       —«Sueño con una Blanca Navidad»
       —¿Por qué soñar? ¡Ya la tienes!
       De modo que cantamos. 




Alice Munro
Lunas de Jupiter

The Moons of Jupiter
Macmillan Canada, Toronto, 1982.


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