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martes, 29 de mayo de 2018

Islandia / Entre el hielo y el fuego






Entre el hielo y el fuego


Islandia hace que uno se trague sus palabras constantemente. Después de cada nueva maravilla natural contemplada —especialmente cuando se trata de una preciosa aurora boreal en el cielo— es inevitable pensar “bueno, ahora sí que nada más podrá sorprenderme”. Pero con siete días de viaje por delante y casi tres cuartos del país por ver, sí que podríamos seguir sorprendiéndonos.
Después de salir de la península de Snæfellsnes y volver a la ruta 1 empezó a llover. Nada nuevo, ya que lo había estado haciendo intermitentemente casi todos los días desde que llegáramos, pero en esa ocasión la lluvia venía acompañada de una densa niebla y un viento huracanado. La visibilidad adelante era de poco más de cinco metros y a los costados completamente nula. No sabríamos decir si al lado de la ruta había un precipicio, un shopping o un volcán en erupción. En cuanto al viento, movía el auto con tanta fuerza que se deslizaba de un lado a otro de la ruta, teniendo que hacer grandes esfuerzos para mantenerlo recto. Cada vez que nos cruzábamos con un camión de frente producía un vacío de aire tal que por la inercia nos daba un sacudón peor que un avión en medio de una tormenta eléctrica.
Lo bueno de Islandia es que, no importa que tan malo se vea el clima, cabe esperar que cambie en el corto plazo. No al punto que prometen esas horribles remeras que venden en todas las tiendas de recuerdos (“si no te gusta el clima espera cinco minutos”, ja), pero es casi imposible que la lluvia o el viento se mantengan con gran intensidad un día completo. Dicho y hecho, después de algunas horas de manejo bastante desafiantes paró de llover y un atisbo de sol se coló entre las nubes.
Esa misma tarde llegamos a Akureyri, la segunda ciudad más grande del país con 18 mil habitantes, que se encuentra a sólo 60 kilómetros del Círculo Polar Artico. Es un dato impresionable que habla de lo septentrional del país, pero la realidad es que Islandia no es tan frío como cabría esperarse. Gracias a la corriente del Golfo, que desplaza una gran masa de agua cálida por el océano, la Tierra del Hielo goza de unos agradables 2 grados de temperatura promedio en invierno y 12 en verano, muy lejos de los 27 bajo cero que sufrimos en nuestro viaje por Siberia. Tampoco es tan oscuro, porque aunque es cierto que entre noviembre y febrero las noches son largas, se compensa con la gran cantidad de horas de sol en los meses de verano. De hecho, a los islandeses les gusta presumir de una estadística que indica que Islandia tiene un promedio de horas de luz por día mayor que Miami —14.9 contra 13.
Mientras caminábamos por Akureyri recordé una historieta de Tintín en la que pasan por el pueblo en una de sus aventuras. En ella, el capitán Haddock, uno de sus compañeros de viaje, comenta que Akureyri le parece un villorrio, apenas una aldea con nada que ofrecer. Evidentemente la ciudad había cambiado mucho desde el año de publicación de la historia (1942), y de hecho vimos un gran shopping y un enorme crucero anclado en el puerto, pero en esencia seguía siendo tal cual la describiera el capitán Haddock: eran las seis de la tarde, no se veía un alma en la calle y los únicos seres vivos en los alrededores se refugiaban en los pocos cafés abiertos. Aun así, como una versión en miniatura de Reikiavik enclavada en un largo fiordo, Akureyri nos pareció preciosa.
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Akureyri
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Nuestra van/camión en las rutas de Islandia
Tras una noche en las afueras de Akureyri continuamos avanzando por el norte de Islandia, atravesando valles escarpados y más campos de lava, bajo un cielo gris siempre amenazante de lluvia. Por suerte llegamos secos a Godafoss, una atractiva cascada de doce metros con agua de color turquesa, cuyo significado en español es “cascada de los dioses”. Se la llama así porque según cuentan, el importante jefe territorial Þorgeir lanzó por la catarata las estatuas de sus dioses paganos cuando el país adoptó el cristianismo en el año 1000.
No muy lejos de allí nos topamos con Dimmuborgir, un impresionante campo de lava lleno de rocas negras que adoptan extrañas formas, donde muy lentamente se está empezando a recuperar la vegetación. Por esa razón, está lleno de coloridos arbustos que le dan a todo el entorno un toque surrealista. No faltaba el cartel que alertaba sobre la presencia de elfos y trolls en la zona, y para ser sincero, a esa altura del viaje por Islandia ya no nos parecía ninguna locura.
La siguiente parada estaba relacionada con la popular serie de televisión Game of Thrones: Grjótagjá, la cueva donde se filmó la escena de sexo entre los personajes de Ygritte y Jon Snow. Pero más allá de la referencia televisiva, el lugar tenía mucho para ofrecer por sí mismo. Se trata de una pequeña cueva enclavada casi diez metros bajo tierra, llena de agua termal que emana del suelo. Era un popular lugar donde se bañaban los islandeses hasta la erupción del volcán Krafla en la década de los ochenta, lo cual elevó la temperatura del agua a 60 grados, haciendo imposible soportarla. Hoy en día la temperatura oscila entre los 43 y los 46 grados, pero debido a la popularidad del sitio está prohibido bañarse. Supongo que Ygritte y Jon no tuvieron inconvenientes en conseguir una autorización.
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Godafoss, la cascada de los dioses
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Dimmuborgir
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Grjótagjá, el nido de amor de Ygritte y Jon en Game of Thrones
Como nos habíamos quedado con ganas de darnos un baño termal y necesitábamos relajarnos después de cinco agotadores días de ruta, cerca de Grjótagjá tomamos un pequeño desvío hacia los baños naturales de Myvatn. Es un establecimiento ubicado en una zona geológicamente activa, con una enorme pileta de agua de intenso color celeste calentada naturalmente. Antes de meterse hay que darse una ducha en los vestuarios, y los escasos metros que los separan de la pileta al aire libre son terribles. Caminamos lo más rápido que pudimos sin resbalarnos por el piso mojado, sólo vestidos con la malla y soportando una temperatura de cinco grados. En esos pocos segundos que tardamos en llegar al agua termal nos arrepentimos profundamente de haber decidido ir, pero en cuanto logramos sumergirnos en ese oasis celeste en medio de aquel paisaje volcánico sentimos como si entráramos en el paraíso. El agua estaba hermosa, caliente y con una suave arenisca volcánica en el fondo que era una delicia para los pies. Nos abrió todos los poros del cuerpo y nuestros músculos se relajaron como si estuviéramos recibiendo un masaje.
La tradición de los baños termales en Islandia viene de larga data. Hay registros que indican que ya en el siglo XIII la gente construía un refugio de piedra sobre las fuentes geotérmicas para poder bañarse al abrigo del clima. Hoy en día, en cada pueblo hay un baño termal, aunque tenga 500 o 10 mil habitantes. Quizás no dispongan de estación de servicio ni supermercado, pero baños hay seguro —y cancha de golf, claro.
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Un poco de relax en los baños de Myvatn
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Completamente renovados, manejamos un poco más hasta Námajfall, un área geotermal de altas temperaturas, con grandes fumarolas y pozos de agua a más de 200 grados. El vapor salía de las piedras con tanta fuerza y haciendo un ruido tan potente que todo el lugar parecía una gran olla a presión a punto de estallar. Además, al provenir el humo desde las profundidades de la tierra traía un fuerte y penetrante olor a azufre. Esa noche la pasamos en un estacionamiento cercano, y no pude evitar un ligero estremecimiento al despertarme en la madrugada y oír el ruido de las fumarolas a lo lejos. Pero aunque atemorizante, la poderosa fuerza de la tierra islandesa tiene su costado positivo: más del 90% de los hogares de la isla son calentados con energía geotérmica, la cual además provee casi un 25% de la electricidad. El otro 75% lo aporta la energía hidroeléctrica, con lo cual un 99% de la población utiliza energías renovables.
El día siguiente comenzó con un plato fuerte: Dettifoss, la cascada más caudalosa de Europa y la más espectacular de Islandia. Una gran masa de agua que cae desde 45 metros por un cañón formando un hermoso arcoíris. Generalmente somos escéptico con las cascadas, porque no podemos evitar la comparación con las impresionantes Cataratas del Iguazú en Argentina. Hemos visto muchas a lo largo de nuestro viaje y casi siempre salimos decepcionados, pero con Gulfoss y Dettifoss no es el caso: tranquilamente podrían pertenecer al conjunto de las Cataratas del Iguazú, y eso es mucho decir.
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Las impresionantes fumarolas de Námajfall
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Conferencia de prensa del Chacho Coudet
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Dettifoss
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Desde Dettifoss tomamos un desvío por un camino de tierra hacia el cañón de Ásbyrgi, una maravilla de la naturaleza en medio de un paisaje llano, que según la leyenda fue creado cuando Sleipnir —el gigantesco caballo de ocho patas del dios Odín— pasó por allí y dejó su huella. Al principio, la tierra del camino estaba compacta y circulamos sin problemas a unos confortables 60 kilómetros por hora. ¡Clanc! El primer bache no tardó en aparecer y bajamos la velocidad a 40. ¡Clanc, clanc, clanc! Los baches se multiplicaron y el camino desmejoró rápidamente, haciéndose tan intransitable que hasta las ovejas lo evitaban. Así que por segunda vez en el viaje no tuvimos más remedio que resignarnos y dar la vuelta.
Seguimos manejando y un poco más adelante atravesamos un valle desértico donde la tierra y las montañas eran completamente negras. No nos dio ni tiempo a encontrar donde estacionar y sacar unas fotos que el desierto negro se terminó y comenzó una llanura con pequeñas cascadas que caían de las montañas a lo lejos. Unos kilómetros más y encontramos un campo de lava. Y así como en un bucle infinito, con muchas otras variedades. El escenario islandés es, como dice Björk —la cantante islandesa más famosa—, un paisaje emocional.
Para terminar de confirmar esta sensación, esa noche volvimos a ver la aurora boreal mientras acampábamos en las afueras del pequeño pueblo de Egilsstaðir. Era más grande que en la primera ocasión pero también más difusa, y describía un semicírculo perfecto en el cielo. Sabíamos que era una aurora discreta, pero aun así nos quedamos más de una hora en plena madrugada observándola. En determinado momento vimos caer una estrella fugaz pero no supimos qué deseo pedir: podría decirse que en estos últimos tres años los hemos cumplido todos.
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El inagotable paisaje islandés
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Víðimýri, una antigua iglesia vikinga con techo de turba
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Las luces del norte
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En Egilsstaðir nos salimos por unas horas de la ruta 1 y tomamos el camino que atraviesa los fiordos, el cual alarga un poco pero es más espectacular. Es una sucesión de curvas y rectas que se abre paso por la irregular línea costera del este de Islandia, pasando por pequeños pueblos que obtienen sus ingresos de la pesca y el turismo en partes iguales. Uno de esos pueblos es Djúpivogur, donde paramos a descansar, que no tiene más de treinta casas pero hay al menos cinco lugares donde tomar un café.
Tras salir de los fiordos llegamos a la zona de los glaciares, donde uno realmente toma dimensión de por qué Islandia se llama Tierra de Hielo. Los glaciares ocupan un 11% de la superficie total del país, siendo el más grande de ellos el Vatnajökull, que a su vez es el segundo más extenso de Europa. Pero conjuntamente con el hielo, el fuego es también un elemento preponderante en la isla, ya que otro 11% del territorio está cubierto por campos de lava, consecuencia directa de los 30 volcanes activos que hay en Islandia.
Parece una locura que haya gente que viva en un lugar así, pero tiene sus recompensas. Como la maravillosa laguna de Jökulsárlón, nacida del deshielo del glaciar Breioamerkurjökull, donde flotan enormes bloques de hielo que se desprenden del glaciar. Unos ochenta años atrás el Breioamerkurjökull llegaba hasta la ruta, pero según fue desapareciendo el glaciar fue creciendo la laguna, la cual se expandió hasta unirse con el mar.
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Jökulsárlón
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Y si nos quedaba alguna duda de que Islandia es la isla del hielo y el fuego, la terminamos de disipar en Sólheimajökull, una lengua de glaciar que es parte del volcán Eyjafjallajökull, el cual tuvo una fuerte erupción en 2010 debido a la cual se cancelaron más de cien mil vuelos en gran parte de Europa. Es un paisaje increíble, donde el celeste del hielo se funde con el negro de las cenizas volcánicas creando un entorno magnético, imposible de dejar de admirar.
La última parada del día fue en la playa de Sólheimasandur, donde están los restos de un avión de la Marina de Estados Unidos que se estrelló allí en 1973, increíblemente sin víctimas fatales. Por razones misteriosas, en lugar de recoger sus partes el avión fue abandonado y yace junto al mar como un error de guión en el medio de una extensa llanura de arena negra. Más que nada se trata de una curiosidad, y la playa de Sólheimasandur es un marco adecuado para apreciar los espectaculares cielos de la isla al atardecer.
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Hielo y fuego en su máxima expresión
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El avión abandonado de Sólheimasandur
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Una noche más en el medio de la nada —difícil conciliar el sueño en la ciudad después de tantos días descansando en la calma absoluta— y volvimos a ponernos en marcha, cada vez más cerca de regresar a Reikiavik y completar así la vuelta a Islandia. Pero antes de eso, nos desviamos unos kilómetros por una ruta secundaria para ver más de cerca el imponente volcán Hekla, uno de los más activos de Islandia. Desde que la isla está poblada el Hekla tuvo 23 erupciones, la última de las cuales ocurrió en el 2000, creando una densa nube de cenizas, gas y vapor que se elevó 12 kilómetros hacia el cielo. Según los expertos, una nueva erupción es inminente, aunque por suerte no estaremos allí para verlo.
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El Hekla, uno de los volcanes más activos de Islandia
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Una vez inactivos, algunos cráteres se llenan de preciosas aguas de colores
Cuando ya parecía que nos dirigíamos sin más escalas a la capital nos detuvimos una última vez para acercarnos a unos hermosos caballos que pastaban al lado de la ruta. Los caballos islandeses son pequeños pero fuertes, ideales para moverse por terrenos difíciles como los de la isla. Además, son únicos en muchos sentidos, como su amplia gama de colores, su larga crin que a muchos de ellos les cae en forma de flequillo sobre los ojos y por tener un aire extra además de los cuatro tradicionales —paso, trote, galope y galope largo—. Lo denominan tölt, y es una marcha de cuatro tiempos con un movimiento fluido, que lo hace fácil y cómodo de montar.
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Recién salidos de la peluquería
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Después de pasar un rato con los caballos decidimos ponernos en marcha porque se nos estaba haciendo tarde, pero cuando aceleré para salir de la banquina de tierra donde habíamos estacionado oímos un fuerte ruido a piedras saliendo despedidas y no nos movimos ni un centímetro. Resultó que el terreno era menos sólido de lo que pensábamos, y una de las ruedas traseras había formado un hueco que se hacía más grande cada vez que intentábamos salir. Estábamos atascados.
Buscando soluciones, empezamos colocando piedras debajo de la rueda, pero sólo conseguimos que fueran expulsadas en todas las direcciones. Probamos con utilizar el gato del auto para levantarlo y poder rellenar mejor el hueco bajo el neumático, pero le faltaba una pieza y resultaba inútil. Apelamos entonces a la solidaridad de los pocos conductores que pasaban por la ruta y les hicimos señas para que nos ayudaran, pero nadie se detuvo. En una de nuestras últimas ideas, Ro fue caminando hasta un camping cercano en busca de ayuda, mientras yo me quedaba realizando nuevos intentos. Tras probar varias veces, las piedras en el hueco dieron sus frutos y la rueda comenzó a traccionar de nuevo, logrando finalmente salir del pozo y volver a la ruta. A toda velocidad manejé hasta el camping para darle la buena nueva a Ro, quien ya estaba arriba del auto de unos islandeses que amablemente habían accedido a socorrernos.
Sin más inconvenientes llegamos a Reikiavik, devolvimos la van y nos fuimos directo al aeropuerto. Llovía y hacía más frío que de costumbre, presagiando que el largo invierno islandés se acercaba. Era el último día del verano y el final de nuestra travesía por el país. Mientras contemplaba una vez más ese paisaje lunar, una certeza comenzó a crecer dentro de mí: esa no sería la última vez que vería Islandia. Y aunque suene a cliché, a frase hecha —todos decimos lo mismo cuando nos vamos de un lugar que nos gustó—, en el fondo lo sentía diferente. La isla de hielo me verá volver.

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