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martes, 17 de noviembre de 2015

El friso interminable de Joy Laville

'Desnudo reclinado con vista de montaña' (1970), óleo de Joy Laville.
'Desnudo reclinado con vista de montaña' (1970), óleo de Joy Laville.

El friso interminable de Joy Laville

Una exposición en Cuernavaca recorre la obra de la artista inglesa, afincada en México desde mediados de los cincuenta.


MARÍA MINERA
17 NOV 2015 - 18:08 COT

La exquisitez de los libros de Jorge Ibargüengoitia empieza por las portadas mismas, siempre acompañadas por escenas donde mujeres lilas o azules aparecen tendidas en divanes o sentadas a la orilla del mar, tal vez solas o charlando una o dos, con alguna planta exuberante dejada por ahí y las montañas o el mar de fondo.
Esos paisajes apacibles, que no son, diría el propio Ibargüengoitia, "ni simbólicos ni alegóricos ni realistas", pero sí "misteriosamente familiares", pertenecen al mundo interior de Joy Laville, una pintora que, no cabe la menor duda, "está en buenas relaciones con la naturaleza".





Campos de color que remiten vagamente a una geografía cálida, solo interrumpida por figuras humanas que merodean o reposan

Nacida en el sur de Inglaterra en 1923, Joy Laville pasó sus primeros treinta y tres años alejada por completo de la pintura, a pesar de que la idea se paseó siempre por su cabeza. Se casó joven con un canadiense al que siguió fuera de Europa durante la guerra ("la segunda, por supuesto"), pero del cual se separó al poco tiempo. Sin dinero y con un hijo pequeño decidió viajar a México en 1956. Y fue entonces que comenzó a pintar y que, muy pronto, llegó al tipo de figuración diluida que caracteriza su trabajo. También fue entonces que conoció a Ibargüengoitia, su segundo marido, con quien se mudó a vivir a París.










'Al faro' (2013), obra de Joy Laville.
'Al faro' (2013), obra de Joy Laville.


Después de la trágica muerte del escritor en 1983, Laville volvió a México y se instaló definitivamente en Cuernavaca, la llamada "ciudad de la eterna primavera". Y ahí, en el cuarto de su casa que funciona como estudio, pinta todas las mañanas, incluso en domingo, durante por lo menos tres horas. Lo hace en parte por disciplina, dada su idea de que se trata de una labor como cualquier otra, pero también por no renunciar a su mayor fuente de dicha. Y es claro que su pintura es producto de ese deleite, pues el mundo que representan no es, como decía Ibargüengoitia, "ni angustiado, ni angustioso, sino alegre, sensual, ligeramente melancólico" y hasta "un poco cómico".
Si la pintura de Laville guarda algún parentesco es con el trabajo del que ella considera su maestro, Roger von Gunten, un artista también centrado en el paisaje, pero desde la acumulación. Ahí donde la obra de Von Gunten aparece recargada de elementos, la de Joy Laville se aligera, es puro aire. Campos de color que remiten vagamente a una geografía cálida, solo interrumpida por figuras humanas que merodean o reposan.
La pintura de Laville no concluye en cada cuadro, continúa de uno a otro, como si se tratara de un friso interminable, donde ese mundo de cosas leves, de mañanas soleadas, puede desplegarse a sus anchas. Y por ello la exposición retrospectiva organizada por el Centro Cultural Jardín Borda de Cuernavaca se presenta como una ocasión inmejorable para acercarse a ese universo fabuloso que Laville viene construyendo desde hace casi medio siglo.

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