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viernes, 6 de abril de 2018

Edith Wharton / La campanilla de la doncella


Mujer joven en su toilette con una criada (detalle)
Gerard ter Borch
The Metropolitan Museum of Art




Edith Wharton 


La campanilla
de la doncella







I



Era el otoño, después de haber pasado el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan endeble y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no me aceptaron, por temor. Se me había agotado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían respetables, casi perdí las esperanzas, porque el andar de un lado para otro no me había permitido recuperar peso; así que no veía cómo podía cambiar mi suerte. Pero cambió..., o así lo creí yo entonces. Un día me tropecé con una tal señora Railton, amiga de la señora que me había traído a Estados Unidos, y me paró para saludarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad. Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:



―Vaya, Hartley; creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana a verme y hablaremos de esto.


Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo delicada, que vivía todo el año en su finca de Hudson, ya que no soportaba el ajetreo de la vida ciudadana.

―Ahora escúchame, Hartley ―dijo la señora Railton con esa jovialidad que siempre me hacía sentir que las cosas iban a mejorar―: no es alegre el lugar que te mando. La casa es grande y lúgubre; mi sobrina es una mujer nerviosa y melancólica; y su marido... bueno, generalmente está fuera; y dos hijos que tenían se les han muerto. Hace un año me lo habría pensado antes de encerrar en esa cripta a una muchacha activa y risueña como tú; pero ahora no te encuentras especialmente rozagante, ¿verdad?, y nada mejor para ti que un lugar tranquilo, con el aire del campo, buenos alimentos y la posibilidad de acostarte temprano. No me digas que me equivoco ―añadió, porque supongo que debí poner cara de decepción―; puede que lo encuentras deprimente, pero no te sentirás desamparada. Mi sobrina es un ángel. Su anterior doncella, que murió la primavera pasada, la sirvió veinte años, y besaba el suelo que ella pisaba. Es un ama bondadosa con todos; y donde la señora es bondadosa, como sabes, los criados son generalmente joviales; de manera que probablemente te llevarás muy bien con el resto de la servidumbre. Eres justamente la chica que necesito para mi sobrina: tranquila, de buenos modales y educada por encima de tu condición social. ¿Lees bien en voz alta? Eso está bien; a mi sobrina le gusta que le lean. Necesita una doncella que pueda ser un poco su compañera: la anterior lo era, y no te puedes hacer idea de cuánto la echa de menos. Lleva una vida solitaria... Bueno, ¿qué decides?

―Por supuesto, señora ―dije―, a mí no me da miedo la soledad.

―Bien, entonces ve; mi sobrina te aceptará con mi recomendación. Le telegrafiaré en seguida, y podrás coger el tren de esta tarde. No tiene a nadie que la atienda ahora y no quiero que pierdas tiempo.

Yo siempre estaba dispuesta a ponerme en marcha; sin embargo, había algo en mí que me retenía. Y para ganar tiempo pregunté:

―¿Y el señor, señora?

―Te repito que el señor casi siempre está fuera ―dijo la señora Railton rápidamente―. Y cuando está en casa ―exclamó de repente― no tienes más que evitar su presencia.

Cogí el tren de la tarde y llegué a la estación alrededor de las cuatro. Me esperaba un criado en una calesa; y partimos a buen paso. Era un oscuro día de octubre, con la lluvia suspendida a poca altura, y cuando ya nos adentrábamos en el bosque de Brympton Place, la luz casi se había ido. El camino cruzó serpenteante el bosque durante una milla o dos, y salió a un espacio de grava, cerrado por una espesura de arbustos altos y oscuros. No había luces en las ventanas, y la casa tenía efectivamente un aspecto algo lúgubre. No le hice preguntas al criado, ya que nunca he sido partidiaria de formarme una idea de mis señores a través de los compañeros: prefiero esperar, y ver por mí misma. Pero podía decir, por el aspecto de todo, que había entrado en una buena casa y que las cosas se hacían con gusto. Una cocinera de rostro afable me recibió en la puerta de atrás y llamó a la criada para que subiese a enseñarme mi habitación.

―Ya verás al ama más tarde ―dijo―: la señora Brympton tiene visita.

No había supuesto que la señora Brympton fuese dama que recibiera muchas visitas, y estas palabras me alegraron en cierto modo. Seguí a la criada escalera arriba y vi, a través de una puerta del descansillo, que la parte principal de la casa estaba bien amueblada, con las paredes revestidas de madera oscura y varios retratos antiguos. Era ahora casi de noche, y la criada se excusó por no haber traído una luz.

―Pero hay fósforos en tu habitación ―dijo―; y si caminas con precaución no tropezarás. Ten cuidado con el escalón del fondo. Tu cuarto está justo a continuación.

Miré en esa dirección mientras hablaba ella, y en mitad del pasillo vi a una mujer. Se retiró a una puerta al pasar nosotras, y la criada no pareció advertir su presencia. Era una mujer delgada, de cada pálida y con el vestido y el delantal oscuros. La tomé por el ama de llaves y me pareció raro que no dijese nada, aunque me miró largamente al pasar junto a ella. Mi dormitorio daba a un vestíbulo que había al final del pasillo. Frente a mi puerta había otra que estaba abierta; la criada exclamó al verla así.

―¡Vaya; la señora Blinder se ha dejado esta puerta abierta otra vez! ―y la cerró.

―¿La señora Blinder es el ama de llaves?

―Aquí no hay ama de llaves; la señora Blinder es la cocinera.

―¿Es esa su habitación?

―¡No, por Dios! ―dijo la criada, vivamente―. Ésta no es de nadie. Está vacía, quiero decir; y no debería estar abierta. La señora Brympton quiere que esté siempre cerrada con llave.

Abrió mi puerta y me pasó a una habitación limpia, amueblada con gusto, y con un cuadro o dos en las paredes. Y tras encender una vela se despidió, diciéndome que el té en el salón de la servidumbre era a las seis y que la señora Brympton me vería después. Encontré una agradable tertulia en el salón de los criados, y por lo que comentaban deduje que, como había dicho la señora Railton, la señora Brympton era la más bondadosa de las damas; pero no presté demasiada atención a lo que hablaban, ya que estaba atenta a ver si entraba la mujer pálida del vestido oscuro. No apareció, y me pregunté si comería aparte. Pero si no era el ama de llaves, ¿por qué había de hacerlo? De pronto se me ocurrió que podía ser una enfermera, en cuyo caso, naturalmente, se le serviría la comida en su habitación. Si la señora Brympton estaba inválida era lo más probable que tuviera una enfermera. La idea me contrarió, lo confieso, porque no siempre son personas con las que una se sienta a gusto; y de haberlo sabido, no habría aceptado el puesto. Pero ya estaba allí y de nada servía poner cara larga. Y dado que no tenía a quién hacerle preguntas, esperé a ver qué ocurría.

Terminado el té, la criada le dijo al lacayo:

―¿Se ha ido el señor Ranford?

Y al contestar éste que sí, me dijo que subiese con ella a ver a la señora Brympton. La señora Brympton se hallaba en cama; al lado había una lámpara con pantalla. Era una dama de aspecto delicado; pero cuando sonrió comprendí que no habría nada que no hiciera yo por ella. Con voz dulce, y baja, me preguntó el nombre y la edad y demás, y si tenía todo lo que necesitaba, y si no temía sentirme sola en el campo.

―No. Con usted no lo estaré, señora ―dije; y a mí misma me sorprendieron estas palabras, ya que no soy impulsiva. Pero fue exactamente como si hubiese pensado en voz alta.

Ella pareció complacida, y dijo que esperaba que siguiese pensando lo mismo; luego me dio algunas instrucciones sobre su tocador, y dijo que Agners, la criada, me enseñaría dónde estaban las cosas.

―Esta noche estoy cansada y cenaré arriba ―dijo―. Agnes me traerá la bandeja, así que puedes disponer de tiempo para deshacer el equipaje y acomodarte; después puedes venir a desvestirme.

―Muy bien, señora ―dije―. ¿Tocará la campanilla, supongo?
Me miró con extrañeza.

―No. Te mandaré a Agnes ―dijo rápidamente y cogió su libro otra vez.

Bueno indudablemente, era de lo más raro: ¿cada vez que la señora necesitaba a su doncella, iba a llamarla a la criada? Me pregunté si es que no había campanillas en la casa; pero al día siguiente comprobé que había en todas las habitaciones, y que había una especial que llamaba de la habitación de mi señora a la mía. Así que me pareció rarísimo que cada vez que la señora Brympton quisiera algo me mandase a Agnes, que tenía que recorrer todo el ala de los criados para venir a avisarme. Pero no era esto lo único extraño en la casa. Al día siguiente mismo descubrí que la señora Brympton no tenía enfermera; entonces le pregunté a Agnes quién era la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes dijo que ella no había visto ninguna mujer, y me di cuenta de que pensaba que eran imaginaciones mías. Desde luego, estaba oscuro cuando recorrimos el pasillo, y se había disculpado por no traer una luz; pero yo había visto a la mujer con suficiente claridad para reconocerla si volvía a verla. Concluí que debía ser alguna amiga de la cocinera o de alguna criada; quizá había venido del pueblo de visita, por la noche, y querían que no se supiese. Algunas señoras son muy estrictas en cuanto a albergar a los amigos de los criados en la casa por la noche. Fuera lo que fuese, decidí no preguntar más.

Un día o dos después sucedió otra cosa extraña. Estaba hablando una tarde con la señora Blinder, que era una mujer servicial y llevaba en la casa más tiempo que el resto de la servidumbre, cuando me preguntó se me sentía a gusto y tenía cuanto me hacía falta. Le dije que ninguna falta encontraba en mi trabajo ni en mi señora, aunque me extrañaba que en una casa tan grande no hubiese una habitación de costura para la doncella de la señora.

―¡Cómo! ―dijo ella―. Hay una: la habitación donde tú duermes es la antigua habitación de costura.

―¡Ah! ―dije―, ¿y dónde dormía la anterior doncella de la señora?

Aquí se quedó confundida, y dijo apresuradamente que habían cambiado todas las habitaciones de los criados el año anterior y que no recordaba bien. Esto me sonó raro, pero proseguí como si no lo hubiera advertido:

―Bueno; hay una habitación vacía enfrente de la mía y pienso preguntarle a la señora Brympton si puedo utilizarla como cuarto de costura.

Ante mi asombro, la señora Blinder palideció y me dio una especie de apretón en la mano.

―No hagas eso, querida ―dijo, como temblando―. Para ser sincera, ésa era la habitación de Emma Saxon; y la señora la ha tenido cerrada desde su muerte.

―¿Y quién era Emma Saxon?

―La anterior doncella de la señora Brympton.

―¿Qué clase de mujer era?

―No había otra mejor en la faz de la tierra ―dijo la señora Blinder―. Mi señora la quería como a una hermana.

―Me refiero a cómo era físicamente.

La señora Blinder se levantó y me lanzó una mirada furiosa.

―No tengo muy buenas dotes para describir ―me dijo―, y creo que mis pastas están subiendo ―y se fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí.

II

Llevaba casi una semana en la casa de los Brympton, y aún no había visto al señor, cuando una tarde corrió la voz de que iba a llegar, y se operó un cambio en toda la servidumbre. Estaba claro que no era querido abajo. La señora Blinder puso un cuidado especial en la cena esa noche, pero regañó a la fregonera de manera totalmente inusual en ella; y el mayordomo, el señor Wace, hombre serio y de habla premiosa, atendió a sus obligaciones como si preparase un funeral. El señor Wace era un gran aficionado a la Biblia; y tenía un buen repertorio de citas a las que solía recurrir; pero ese día empleó un lenguaje espantoso; y ya iba yo a levantarme de la mesa, cuando me aseguró que era todo de Isaías. Más tarde observé que cada vez que venía el señor, el señor Wace recurría invariablemente a los profetas.

Alrededor de las siete, Agnes vino a decirme que fuese a la habitación de la señora; y allí encontré al señor Brympton. Estaba de pie junto a la chimenea. Era un hombre corpulento, de cuello grueso, cada colorada y unos azules furibundos: la clase de hombre que una pánfila podría haber considerado guapo, y después habría pagado caro haberlo juzgado así. Se dió la vuelta al entrar yo y me miró de arriba abajo en un segundo. Comprendí lo que significaba esa mirada por haberla experimentado una o dos veces en mis anteriores colocaciones. Luego me volvió la espalda y siguió hablando con su esposa; y comprendí lo que eso significaba también: no era el bocado que le apetecía. El tifus me había beneficiado bastante en ese sentido: mantenía a distancia a esa clase de hombres.

―Ésta es Hartley, la nueva doncella ―dijo la señora Brympton con su voz dulce; él asintió con la cabeza y siguió con lo que estaba diciendo. Un minuto o dos después se marchó y dejó que mi señora se vistiese para la cena; y observé, mientras la ayudaba, que estaba pálida y fría al tacto.

El señor Brympton se fue a la mañana siguiente, y toda la casa exhaló un gran suspiro al verlo marchar. En cuanto a mi señora, se puso el sombrero y el abrigo de pieles (era una agradable mañana de invierno), salió a dar un paseo por el parque, y regresó completamente fresca y sonrosada; con lo que durante un minuto, antes de que se le apagasen los colores, pude darme cuenta de lo bonita que debía de haber sido; y no hacía mucho, por cierto.

Se había encontrado con el señor Ranford en el parque y regresaron los dos juntos, recuerdo, sonriendo y charlando mientras cruzaba la terraza por debajo de mi ventana. Ésa fue la primera vez que vi al señor Ranford, aunque había oído mencionar su nombre muchas veces en nuestro comedor. Era un vecino que vivía a una milla o dos de la propiedad de los Brympton, a la salida del pueblo; y como tenía costumbre de pasar los inviernos en el campo, era casi la única compañía que mi señora tenía en esa época del año. Era un caballero delgado, alto, de unos treinta años, y su aspecto me pareció algo melancólico; hasta que vi su sonrisa, en la que había una especie de sorpresa, como el primer día cálido de la primavera. Era muy aficionado a la lectura, oí decir, igual que mi señora, y los dos se estaban prestando libros continuamente; a veces (me contó el señor Wace) le leía a la señora Brympton en voz alta durante sus visitas, en la oscura y enorme biblioteca donde ella pasaba las tardes de invierno. Todos los criados le tenían simpatía, y quizá sea esto más que el simple cumplido que podrían suponer los amos. Siempre tenía una palabra amable para cada uno de nosotros, y a todos nos alegraba que la señora Brympton tuviera la compañía de un caballero tan simpático y sociable cuando el señor se ausentaba. El señor Ranford parecía estar en excelentes relaciones con el señor Brympton, también; aunque no me explicaba cómo dos caballeros tan distintos podían ser amigos. Pero luego supe que dos personas de verdadera distinción son capaces de guardar para sí sus sentimientos.

En cuanto al señor Brympton, venía y se iba sin quedarse más de un día o dos, y durante ese tiempo maldecía la monotonía y la soledad, gruñía por todo y (como no tardé en enterarme) bebía más de lo que le convenía. Después de abandonar la mesa la señora Brympton, él seguía hasta la medianoche, tomándose el madeira y el oporto del viejo Brympton; y una de las veces en que salía yo de la habitación de mi señora un poco más tarde de lo usual y me crucé con él, subía la escalera en un estado que me horrorizó al pensar en lo que algunas señoras tienen que soportar y mantener callado.

Los criados hablaban muy poco del señor, pero por las palabras que inadvertidamente se les escapa pude deducir que el matrimonio había sido desgraciado desde el principio. El señor Brympton era un hombre grosero, violento y amante de los placeres. Mi señora, apacible, modesta y quizá un poquito fría; no es que ella no le hablase siempre con afabilidad: a mí me parecía maravillosamente indulgente. Pero para un caballero licencioso como el señor Brympton, diría que resultaba un poco irritable. Bien, pues las cosas siguieron tranquilas durante varias semanas. Mi señora era amable, mis obligaciones, ligeras, y me llevaba bien con los demás criados. En resumen, no tenía queja; sin embargo, notaba constantemente un peso sobre mí. No sabía decir cuál era el motivo, pero estaba segura de que no era la soledad. Pronto me acostumbré a esa opresión: y dado que aún me notaba débil por el tifus, agradecía la tranquilidad y el aire del campo. Pese a todo, no acababa de sentirme completamente a gusto por dentro. Mi señora, sabedora de que había estado enferma, me instaba a que diese paseos regulares, y muchas veces se inventaba algún mandado para mí: unos metros de cinta que traer del pueblo, una carta que enviar o un libro que devolver al señor Ranford. Y tan pronto como salía de la casa, se me alegraba el ánimo, y acogía con satisfacción el paseo por el bosque pelado y perfumado de húme fragancia. Pero en cuanto veía la casa otra vez, el corazón se me caía como un piedra en un pozo. No era exactamente un edificio lúgubre; sin embargo, jamñas entraba en el sin que me invadiese una sensación de tristeza.

La señora Brympton salía raramente en invierno; sólo los días más agradables paseaba una hora, hacia mediodía, por la terraza sur. Aparte del señor Ranford, no teníamos más visitas que la del doctor, que venía del pueblo una vez a la semana. A mí me mandó llamar un par de veces para darme alguna pequeña instrucción sobre mi señora; y aunque no me dijo nunca qué enfermedad la aquejaba, me parecía, por el aspecto céreo que tenía algos días por la mañana, que padecía del corazón. La época era suave, aunque nociva para la salud, y en enero tuvimos una larga temporada de lluvia. Fue una penosa prueba para mí, lo confieso, ya que no podía salir; y sentada ante mi labor todo el día, oyendo el constante gotear de los aleros, me ponía tan nerviosa que el menor ruido me causaba un sobresalto. No sé por qué, me dio por pensar que aquella habitación cerrada del otro lado del pasillo comenzaba a pesar sobre mí. Una o dos veces, en las largas noches lluviosas, me pareció oír ruidos en ella; pero era una estupidez, por supuesto, y la luz del día disipaba semejantes figuraciones de mi cabeza. Pues bien, una mañana, la señora Brympton me dio lo que se dice una gratísima sorpresa al decirme que deseaba que fuese al pueblo de compras. Hasta entonces no me había dado cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Emprendí el camino contentísima, y mi primera visión de las calles transitadas y del alegre aspecto de las tiendas me embargó en parte. Por la tarde, sin embargo, el ruido y la confusión empezaron a cansarme, y me hicieron desear la tranquilidad de Brympton, y pensar cómo disfrutaría regresando a través del bosque sombrío. Entonces me tropecé con una antigua conocida, una doncella con la que había estado sirviendo una vez. No nos habíamos visto desde hacía años, y tuve que entretenerme con ella, contándole qué había sido de mí en todo ese tiempo. Cuando le dije dónde vivía ahora abrió los ojos y puso cara larga.

―¡Cómo! ¿Con la Brympton que vive todo el año en esa propiedad junto al Hudson? Querida, no durarás tres meses.

―¡Oh!, pero a mí no me desagrada el campo ―dije, un poco ofendida por su tono―. Desde que he tenido el tifus, prefiero la tranquilidad.

Mi amiga meneó la cabeza.

―No me refiero al campo. Yo lo único que sé es que ha tenido cuatro doncellas en los seis últimos meses; y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie podía soportar la casa.

―¿Te dijo por qué? ―pregunté.

―No; no me dijo el motivo... Pero me dijo: «Ansey, si ves a alguna joven como tú que piense ir allí, dile que no se moleste en deshacer el equipaje».

―¿Es joven y bonita? ―pregunté, pensando en el señor Brympton.

―¡Qué va! Es la clase de chica que las madres contratan cuando tienen alegres jovencitos en la universidad.

Bueno, aunque sabía que esta mujer era una charlatana, sus palabras me afectaron bastante, y el alma se me encogió más que nunca al llegar a Brympton, ya anocheciendo. Había algo en la casa; ahora estaba segura... Cuando entré a tomar el té, oí decir que el señor Brympton había llegado, y me bastó una mirada para darme cuenta de que había ocurrido algo. La mano de la señora Blonder temblaba de tal manera que apenas podía servir té, y el señor Wace citó lo más espantosos textos cargados de azufre. Nadie me dijo una palabra entonces, pero cuando subí a mi habitación, la señora Blinder me siguió.

―¡Ay, querida! ―dijo, cogiéndome la mano―. ¡Qué contenta y agradecida estoy de que hayas vuelto con nosotros!

Esto me extrañó, como es de suponer.

―¿Por qué? ―dije―. ¿Creíais que iba a marcharme para siempre?

―No, no; claro que no ―dijo un poco confundida―. Es que no soporto tener que dejar sola a la señora ni por un sol día ―me apretó fuertemente la mano y―: ¡Ay, Hartley! ―dijo―. Sé buena con la señora, como cristiana que eres ―y dicho esto salió precipitadamente, dejándome boquiabierta.

Un momento después, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Al oír la voz de la señora Brympton en su habitación, di la vuelta por la trascoba, pensando que debía sacarle el vestido para la cena, antes de entrar. La trasalcoba es una amplia habitación de vestirse, con una ventana abierta sobre el pórtico que mira hacia el parque. Las habitaciones de la señora Brympton están al lado. Al entrar, la puerta que daba al dormitorio estaba entornada, y oí que el señor Brympton decía irritado:

―¿Debe suponerse que es la única persona apropiada para conversar contigo?

―No tengo muchas visitas en invierno ―contestó la señora Brympton serenamente.

―¡Me tienes a mí! ―le soltó él, con desprecio.

―Tú no estás aquí casi nunca ―dijo ella.

―Bueno, ¿de quién es la culpa? Tú animas la casa casi tanto como el panteón de la familia.

Entonces moví los objetos del tocador para advertir de mi presencia a mi señora, y ella se levantó y me dijo que pasara. Cenaron los dos solos, como de costumbre, y comprendí, por la actitud del señor Wace durante nuestra cena, que las cosas andaban mal. Citó algo terrible de los profetas, lo que afectó de tal modo a la fregona, que se marchó, pretextando que iba a guardar el fiambre en la nevera. Yo estaba nerviosa, y después de acostar a mi señora me sentí medio tentada de bajar a convencer a la señora Blinder de que se quedase un rato a jugar una partida de cartas. Pero la oí cerrar su puerta al retirarse, así que continué hacia mi habitación. La lluvia había empezado otra vez; y me parecía que el ploc, ploc, ploc del goteo me golpeaba el cerebro. Permanecí despierta, escuchándola, y dándole vueltas a lo que me había dicho mi amiga en el pueblo. Lo que me tenía perpleja era que fuesen siempre las doncellas las que se marchaban.

Un rato después me dormí; pero súbitamente me despertó un fuerte ruido: acababa de sonar mi campanilla. Me incorporé aterrada ante el inusitado tintineo, que parecía prolongar su estridencia en la oscuridad. Me temblaban las manos de tal manera que no conseguía encontrar los fósforos. Por último, encendí una luz y salté de la cama. Empezaba a pensar que debía de haberlo soñado, pero miré la campanilla adosada a la pared y allí estaba el pequeño macillo estremeciéndose aún. Había empezado a vestirme atropelladamente cuando oí otro ruido. Esta vez fue la puerta de la habitación cerrada de enfrente al abrirse y cerrarse quedamente. Oí el ruido con claridad, y me asusté tanto que me quedé paralizada. Luego oí unos pasos apresurados por el pasillo, en dirección al cuerpo principal de la casa. Dado que el piso estaba alfombrado, el ruido de los pasos era muy apagado; sin embargo, estaba segura de que eran pasos de mujer. Este pensamiento me heló, y durante un minuto no me atreví a moverme ni a respirar siquiera. Luego recobré los sentidos.

«Alice Hartley ―me dije a mí misma―, alguien acaba de salir de esa habitación ahora mismo y se aleja corriendo por el pasillo. La idea no es agradable, pero tienes que afrontarla: tu ama te ha llamado, y para responder a la campanilla tienes que recorrer el mismo trayecto que esa otra mujer».

Así que lo recorrí. Jamás he caminado más deprisa en mi vida, aunque pensé que nunca llegaría al otro extremo del pasillo y a la habitación de la señora Brympton. En el trayecto no oí nada ni vi nada: todo estaba oscuro y tranquilo como una tumba. Al llegar a la puerta de mi señora, el silencio era tan profundo que empecé a pensar que lo había soñado todo, y estaba medio decidida a regresar. Entonces el pánico se apoderó de mí, y llamé. No obtuve respuesta, y llamé otra vez, fuerte. Para mí asombro, abrió la puerta el señor Brympton. Al verme, dio un salto atrás; su rostro, a la luz de mi vela, parecía encendido, salvaje.

―¿Tú? ―dijo, con voz extraña―. Pero ¿cuántas sois, en nombre de Dios?

Al oírlo sentí que el suelo cedía abajo mis pies; pero me dije a mí misma que había estado bebiendo, y contesté lo más firmemente que pude:

―¿Puedo pasar, señor? La señora Brympton me ha llamado con la campanilla.

―Por mí podéis pasar todas ―dijo, y empujándome a un lado, bajó al salón y se metió en su propio dormitorio. Lo vi alejarse y, para mi sorpresa, noté que caminaba tan derecho como un hombre sobrio.

Encontré a mi señora muy débil e inmóvil, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo seña de que le sirviese unas gotas. Después siguió echada, sin hablar. Su respiración se hizo más acelerada y cerró los ojos. De pronto, buscó a tientas con la mano.

―Emma ―dijo, desmayadamente.

―Soy Hartley, señora ―dije―. ¿Desea algo?

Abrió unos ojos dilatados y me miró con asombro.

―Estaba soñando ―dijo―. Ya puedes irte, Hartley; y gracias por tu amabilidad. Me siento completamente bien otra vez, como ves ―y se volvió hacia el otro lado.

III

No volví a conciliar el sueño esa noche, y agradecí la llegada del día. Poco más tarde, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Temí que se hubiese vuelto a poner mala, ya que raramente me mandaba llamar antes de las nueve. Pero la encontré sentada en la cama, pálida y desencajada, aunque completamente dueña de sí.

―Hartley ―dijo con rapidez―, ¿quieres arreglarte y llegarte al pueblo por mí? Necesito que me preparen esta receta... ―vaciló un momento, y se ruborizó―; me gustaría que estuvieses de regreso antes de que se levantase el señor Brympton.

―Por supuesto, señora ―dije.

―Y... otra cosa ―me hizo volver, como si acabara de ocurrírsele una idea―; mientras esperas a que la preparen, te da tiempo a acercarte a casa del señor Ranford y entregarle esta nota.

El pueblo estaba a unas dos millas, y durante el trayecto tuve tiempo de darles vueltas a mis pensamientos. Me pareció extraño que mi señora quisiera esta medicina a espaldas del señor Brympton. Y al relacionar esto con la escena de la noche anterior y con muchas otras cosas que había notado y sospechado, empecé a preguntarme si la pobre no estaría cansada de la vida y habría llegado a la insensata decisión de ponerle fin. La idea se apoderó de mí de tal manera que llegué al pueblo a la carrera, y me dejé caer en una silla ante el mostrador de boticario. El buen hombre, que estaba abriendo los postigos, se quedó mirándome tan severamente que me hizo volver en mí.

―Señor Limmel ―dije, tratando de hablar con indiferencia―, ¿querría echar una mirada a esto y decirme si es completamente normal?

Se puso los lentos y examinó la receta.

―Vaya, es del doctor Walton ―dijo―. ¿Qué podría tener de anormal?

―Bueno... ¿es peligrosa de tomar?

Habría sacudido a este hombre por su estupidez.

―Quiero decir que... si una persona toma demasiada, por equivocación, naturalmente... ―dije, con el corazón en un puño.

―¡Dios bendito, no! Es sólo agua de cal. Podría administrarle un frasco entero a un niño de pecho.

Di un gran suspiro de alivio y corrí a casa del señor Ranford. Pero por el camino me vino otro pensamiento: si no había nada que ocultar sobre mi visita al boticario, ¡sería el otro recado lo que la señora Brympton quería mantener en secreto? De alguna manera, esta idea me asustó más que la otra. Sin embargo, los dos caballeros parecían ser grandes amigos, y habría sido capaz de apostar mi cabeza sobre la virtud de mi señora. Me avergoncçe de mis sospechas y concluí que aún estaba alterada por los extraños sucesos de la noche anterior. Dejé la nota en casa del señor Ranford, regresé apresuradamente a Brympton y entré por una puerta de servicio sin ser vista, según creía yo. Una hora más tarde, sin embargo, cuando llevaba el desayuno a mi señora, me detuvo el señor Brympton en el vestíbulo.

―¿Qué hacías fuera tan temprano? ―me preguntó, mirándome con severidad.

―¿Temprano... yo, señor? ―dije con un estremecimiento.

―Vamos, vamos ―dijo él, al tiempo que le surgía una mancha rojiza de ira en la frente―. ¿Acaso no te he visto volver corriendo por los arbustos hace una hora o más?

Soy sincera por naturaleza, pero en esta ocasión me salió una mentira sin pensar:

―No señor, eso no es verdad ―dije, y le devolví la mirada con firmeza.

Él se encogió de hombros y soltó una horrible risotada.

―Supongo que anoche pensastes que estaba borracho ―me preguntó de pronto.

―No señor, no lo pensé ―contesté, esta vez con sinceridad.

Se alejó con otro encogimiento de hombros:

―¡Bonita idea tienen de mí mis criados! ―le oí murmurar mientras se alejaba.

Hasta que no me senté ante mi labor, por la tarde, no me di cuenta de hasta qué punto me habían alterado los acontecimientos de la noche. No podía pasar por delante de aquella puerta cerrada sin un estremecimiento. Sabía que había oído a alguien salir de ella y avanzar por el corredor delante de mí. Pensé hablar con la señora Blinder o con el señor Wace, los únicos de la casa que parecían tener alguna noción de lo que ocurría, pero me daba la impresión de que si les preguntaba lo negarían todo, y que averiguaría más si mantenía la boca cerrada y los ojos abiertos. La idea de pasar otra noche enfrente de aquella habitación cerrada me producía malestar, y una de las veces me dieron ganas de meter mis cosas en el baúl y coger el primer tren para la ciudad; pero no me sentía capaz de dejar plantada de ese modo a una señora tan amable, y traté de reanudar mi labor como si nada hubiese ocurrido. No llevaba ni diez minutos trabajando cuando se estropeó la máquina de coser. Era una que había encontrado en la casa; aunque algo averiada, funcionaba: la señora Blinder dijo que no se había usado desde la muerte de Emma Saxon. Me puse a ver qué le pasaba, y cuando la estaba manipulando se abrió un cajón que yo no había podido abrir nunca, y cayó de él una fotografía. La cogí y me quedé mirándola, perpleja. Era de una mujer; y me di cuenta de que había visto aquella cara en alguna parte: los ojos tenñian una mirada interrogante que yo había sentido antes sobre mí. Súbitamente, recordé a la pálida mujer del corredor.

Me levanté impresionada, y salí corriendo de la habitación. Me parecía como si el corazón me latiese en lo alto de la cabeza, y pensé que no iba a escapar nunca de la mirada de esos ojos. Fui directamente a ver a la señora Blinder. Se había echado un rato, y se incorporó vivamente al entrar yo.

―Señora Blinder ―dije―, ¿quién es ésta? ―le tendía la fotografía.

Se frotó los ojos y la miró.

―¡Vaya, es Emma Saxon! ―dijo―. ¿Dónde la has encontrado?

La miré seriamente un minuto.

―Señora Blinder ―dije―, yo he visto esa cara antes.

La señora Blinder se levantó y se dirigió al espejo:

―¡Válgame Dios! Me he quedado dormida ―dijo―. Tengo el postizo caído sobre una oreja. Y debo salir corriendo, Hartley, querida; he oído dar las cuatro y tengo que bajar ahora mismo a sacar el jamón de Virginia para la cena del señor Brympton.

IV

A todos los efectos, las cosas siguieron de costumbre durante una semana o dos. La única diferencia estaba en que el señor Brympton se había quedado, en vez de marcharse como hacía habitualmente, y que el señor Ranford no se dejaba ver. Oí el comentario del señor Brympton a propósito de esto una tarde, sentado en la habitación de mi señora antes de la cena:

―¿Dónde está Ranford? ―dijo―. No se acerca a la casa desde hace una semana. ¿Se mantiene alejado porque estoy yo aquí?

La señora Brympton habló tan bajo que no conseguí entender lo que decía.

―Bien ―prosiguio él―. Dos es compañía y tres, engaño. Siento cruzarme en el camino de Ranford. Creo que marcharé otra vez, dentro de un día o dos, para darle una oportunidad ―y se rió de su propia gracia.

Al día siguiente, casualmente, vino a visitarlos. El lacayo contó que los tres estaban muy contentos tomando el té en la biblioteca, y el señor Brympton acompañó hasta la verja al señor Ranford cuando éste se marchó. He dicho que las cosas siguieron como de costumbre. Y así era en lo que se refiere al resto de la casa. En cuanto a mí, no había vuelto a ser la misma desde que había sonado la campanilla. Noche tras noche permanecía despierta, atenta a si volvía a sonar y a si se abría furtivamente la puerta de la habitación cerrada. Pero ni sonaba la campanilla, ni se oía ruido alguno en el corredor. Por último, el silencio empezó a hacérseme más espantoso que los más misteriosos ruidos. Sentía que había alguien agazapado, detrás de la puerta cerrada, vigilando y escuchando mientras yo vigilaba y escuchaba. Y casi me daban ganas de gritar: «¡Quienquiera que seas, dal y deja que te mire cara a cara, y no te escondas ahí a espiarme en la oscuridad!».

Puesto que me hallaba en ese estado, quizá les extrañe que no dijera a nadie lo que ocurría. Una vez estuve a punto de hacerlo; pero, en el último instante algo me contuvo. No sé si fue por compasión a mi señora, que cada vez confiaba más en mí, o por las pocas ganas que tenía de buscar otra colocación, el caso es que vivía como hechizada, aunque las noches me resultaban espantosas y los días muy poco mejores. En primer lugar, no me gustaba el espejo de la señora Brympton. Al igual que yo, no volvió a ser la misma desde esa noche. Pensé que reviviría cuando se fuese el señor Brympton; pero aunque parecía más tranquila, su ánimo no se restableció, ni sus fuerzas tampoco. Me había tomado afecto, y parecía gustarle tenerme cerca. Agnes me contó un día que desde la muerte de Emma Saxon, yo era la única doncella a la que la señora había cobrado cariño. Esto despertó en mí un cálido sentimiento hacia la pobre dama, aunque en realidad era poco lo que yo podía hacer para ayudarla.

Después de marcharse el señor Brympton, el señor Ranford comenzó a venir otra vez, aunque con menos frecuencia que antes. Lo encontré una vez o dos en el parque, o en el pueblo, y no pude por menos de pensar que había cambiado también. Pero lo atribuí a mi imaginación trastornada. Pasaron las semanas, y hacía un mes que el señor Brympton estaba ausente. Oímos decir que había emprendido un viaje a las Antillas con un amigo, y el señor Wace dijo que eso era muy lejos, pero que aunque tuviese alas de paloma y volase a la región remota del mundo, no podría huir del Todopoderoso. Agnes dijo que ya podía el Todopoderoso llamarlo y acogerlo en su seno, y así mantenerlo lejos de Brympton, comentario que nos hizo reír, aunque la señora Blinder trató de mostrarse enfadada y el señor Wade dijo que los osos nos iban a devorar.

Todos nos alegramos de saber que las Antillas era un lugar tan lejano; y recuerdo que, a pesar las miradas solmnes del señor Wade, tuvimos una cena muy distendida ese día en la casa. No sé si era que me sentía más animada, pero me daba la impresión de que la señora Brympton tenía mejor color, también, y parecía más alegre. Había salido a dar un paseo por la mañana y después de comer se retiró a su habitación, a echarse. Yo le leí en voz alta. Cuando me despidió, subí a mi cuarto totalmente contenta y feliz; y por primera vez desde hacía semanas pasé por delante de la puerta cerrada sin reparar en ella. Al sentarme en mi labor, miré hacia la ventana y vi que caían algunos copos de nieve. Esta visión era más agradable que la sempiterna lluvia, e imaginé lo precioso que estaría el parque desnudo con su manto blanco. Me parecía como si la nieve cubriese todas las tristezas, tanto las de fuera como las de dentro de casa. Apenas me cruzó esta idea por la cabeza, cuando oí pasos detrás de mí. Alcé los ojos, convencida de que era Agnes.

―Hola, Agnes... ―dije, y las palabras se me helaron en los labios; porque allí, en la puerta estaba Emma Saxon.

No sé cuanto rato hacía que estaba allí. Sólo sé que yo no podía moverme ni apartar los ojos de ella. A continuación me sentí terriblemente asustada; pero al mismo tiempo, no era miedo lo que sentía, sino algo más hondo y sosegado. Me miró larga, severamente; y su rostro era una muda súplica dirigida a mí. Pero ¿cómo podía ayudarla? De pronto dio media vuelta y la vi alejarse por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla... Comprendí que quería que supiese algo. Me levanté de un salto y salí deprisa. Estaba ya en el otro extremo del corredor y pensé que se dirigía a la habitación de mi señora. Pero en vez de eso, abrió la puerta que conducía a la escalera de atrás. Bajé tras ella y la seguí por el pasillo que conducía a la puerta trasera. La cocina y el comedor estaban desiertos a estas horas, ya que los criados habían salido de servicio, salvo el lacayo, que estaba en la despensa. Se detuvo en la puerta un instante y me dirigió una mirada; luego hizo girar el plomo, y salió. Vacilé un minuto. ¿Adónde me llevaba? La puerta se había cerrado suavemente; la abrí y me asomé, casi esperando que hubiera desaparecido. Pero la vi unos metros más allá, que cruzaba el patio rápidamente, y se alejaba por el sendero que se adentraba en el bosque. Su figura destacaba oscura y solitaria y pensé volver. Pero seguía tras ella. Cogí un viejo mantón de la señora Blinder y salí a toda prisa.

Emma Saxon estaba ahora en el sendero del bosque. Caminaba decidida. La seguí al mismo paso y cruzamos la verja y salimos al camino real. Entonces echó a andar a campo traviesa, hacia el pueblo. El suelo estaba blanco; y cuando subía por la ladera de una colina pelada que se alzaba delante de mí, observé que sus pies no dejaban huellas. Al darme cuenta de ese detalle, el corazón me dio un vuelco y me flojearon las rodillas. En cierto modo, era peor aquí que dentro de la casa: hacía que el campo entero pareciese una tumba, sin nadie más que nosotras dos, y sin ayuda ninguna del ancho mundo.

Una vez intenté dar media vuelta, pero ella se volvió y me miró, y fue como si tirase de mí con una cuerda. A partir de ese instante la seguí como un perro. Llegamos al pueblo y me guió a través de él; pasamos la iglesia y la herrería y nos metimos por la calle donde se encuentra la casa del señor Ranford, cerca ya de la carretera: es un edificio visiblemente antiguo, con un sendero enlosado entre dos bordes de boj que conduce a la puerta. La calle estaba desierta; y al meterme en ella vi que Emma Saxon se detenía bajo un viejo olmo que había junto a la entrada. Ahora me asaltó otro temor. Comprendí que habíamos llegado al final de nuestro camino y que me tocaba actuar. Durante todo el trayecto, desde Brympton, me había estado preguntando qué querría de mí; pero la había seguido en estado de trance, por así decir, y hasta que no la vi detenerse ante la verja del señor Ranford no empezó a aclararse mi cerebro. Me detuve a cierta distancia, en medio de la nieve, con el corazón palpitándome con dolorosa violencia y los pies helados en el suelo; Emma Saxon estaba inmóvil al pie del olmo y me miraba.

Yo sabía muy bien que no me había traído aquí en vano. Me daba cuenta de que iba a hacer o decir algo... Pero ¿cómo podía adivinar el qué? Jamás se me abría ocurrido causar daño a mi señora y al señor Ranford, pero ahora estaba segura de que, por una u otra razón, se cernía sobre ellos algo espantoso. Emma Saxon sabía qué era; me lo diría si podía. Quizá contestase si le preguntaba.

La idea de hablar con ella me produjo vértigo; pero haciendo acopio de todo mi valor, avancé las pocas yardas que nos separaban. En ese instante oí abrirse la puerta de la casa y vi acercarse al señor Ranford. Su aspecto era hermoso y alegre; igual que el de mi señora por la mañana. Y al verlo, la sangre volvió a circularme por las venas.

―Hola, Hartley ―dijo―. ¿Qué ocurre? Te he visto venir por la calle y salgo a ver si has echado raíces en la nieve ―se detuvo, y se quedó mirándome―. ¿Qué miras? ―dijo.

Me volví hacia el olmo mientras me hablaba, y sus ojos me siguieron, pero allí no había nadie. La calle estaba vacía en todo lo que alcanzaba la vista. Me invadió una sensación de desamparo. Emma Saxon se había ido, y yo no era capz de adivinar qué quería. Su última mirada me había traspasado hasta el tuétano. ¡Y sin embargo, no me había hablado! De repente me sentí más desolada que cuando la tenía delante, vigilándome. Era como si me hubiese dejado para que llevase yo sola el peso del secreto que no podía adivinar. La nieve me envolvió en grandes círculos y el suelo cedió debajo de mí...

Una gota de coñac y el calor de la chimenea del señor Ranford me ayudaron a volver en mí, y supliqué que me llevasen inmediatamente a Brympton. Era casi de noche y tenía miedo de que mi señora me necesitara. Le expliqué al señor Ranford que había salido a dar un paseo y que me había dado un mareo al pasar por delante de su verja. Era bastante cierto; sin embargo, jamás me he sentido más mentirosa.

Cuando vestí a la señora Brympton para la cena se dio cuenta de la palidez de mi cara y me preguntó qué me pasaba. Le contesté que me dolía la cabeza; entonces dijo que no iba a necesitarme más esa noche, y me aconsejó que me acostase. Era cierto que apenas podía tenerme de pie; sin embargo, no me hacía ninguna gracia pasar la noche sola en mi habitación. Permanecí abajo, en el salón, todo el tiempo que fui capaz de mantener levantada la cabeza; pero a las nueve subí, demasiado cansada para importarme lo que sucediera, con tal de apoyar la cabeza en la almohada. El resto de la servidumbre se fue a acostar poco después. Antes de las diez oí cerrarse la puerta de la señora Blinder y poco después la del señor Wace.

Fue una noche tranquila, con la tierra y el aire acolchados de nieve. Una vez en la cama me sentí mejor y me puse a escuchar los extraños ruidos que se producen en una casa después de oscurecer. Una de las veces me pareció oír abrirse y cerrarse una puerta, abajo: podía ser la cristalera que daba al jardín. Me levanté y me asomé a la ventana; pero no había luna y no se veía nada, salvo los rociones de nieve en los cristales. Me volví a meter en la cama y debí adormilarme, ya que me sobresalté con el tintineo furioso de la campanilla. Antes de desplazarme del todo había saltado de la cama y estaba buscando mi ropa. «Va a ocurrir ahora», me sorprendí diciéndome a mí misma; pero no tenía ni idea de lo que quería decir. Mis manos parecían pringadas de engrudo, me daba la sensación de que jamás acabaría de vestirme. Finalmente abría la puerta y me asomé al corredor. Hasta donde alumbraba la llama de mi vela no vi nada fuera de lo normal ante mí. Seguí andando apresuradamente, sin aliento; pero al empujar la puerta batiente que daba al salón principal, el corazón me dio un vuelco: porque allí, en lo alto de la escalera, estaba Emma Saxon mirando aterrada hacia la oscuridad de abajo.

Durante un segundo fui incapaz de moverme. Pero mi mano se soltó de la puerta y, al cerrarse, desapareció la figura. En ese mismo instante sonó otro ruido abajo; un ruido furtivo, misterioso, como el girar de una llave en la puerta de la entrada. Corrí a la habitación de la señora Brympton y llamé.

No obtuve respuesta, y volví a llamar. Esta vez oí a alguien en la habitación; se descorrió el cerrojo y apareció mi señora ante mí. Para mi sorpresa, no se había desvestido. Me dirigió una mirada sobresaltada.

―¿Qué te pasa, Hartley? ―susurró―. ¿Te encuentras mal? ¿Qué haces aquí a estas horas?

―No me siento mal, señora. Es que ha sonado mi campanilla.

Al oír esto palideció y pareció a putno de desmayarse.

―Te has equivocado. Yo no te he llamado. Debes de haberlo soñado. ―Nunca la había oído hablar en ese tono―. Vete a dormir ―dijo; al tiempo que cerraba la puerta.

Pero mientras hablaba, oí otra vez ruido abajo en el vestíbulo, pasos de hombre esta vez. Y comprendí toda la verdad.

―Señora ―dije, empujándola para entrar―, alguien acaba de llegar a casa...

―¿Alguien?

―Me parece que el señor Brympton... He oído pasos abajo.

Una expresión de terror afloró en su rostro y, sin proferir una sola palabra, se desplomó a mis pies. Caí de rodillas para incorporarla. Por la forma en que respiraba comprendí que no se trataba de un desmayo corriente. Pero mientras le levantaba la cabeza, oí unos pasos rápidos que cruzaban el vestíbulo y subían la escalera; se abrió la puerta de golpe, y allí estaba el señor Brympton con ropa de viaje, y goteándole la nieve. Retrocedió con sorpresa y alarma al verme arrodillada junto a mi señora.

―¿Qué demonios es esto? ―exclamó. Estaba menos colorado de lo normal y se le había ido la mancha roja de la frente.

―La señora Brympton se ha desmayado, señor ―dije. 

Soltó una risotada y me apartó a un lado.

―Es una pena que no haya escogido un momento más oportuno. Siento molestar, pero...

Me levanté horrorizada ante la reacción de este hombre.

―¡Señor! ―dije―. ¿Está loco? ¿Qué va a hacer?

―Voy a saludar a un amigo ―dijo; e hizo ademán de dirigirse a la trasalcoba.

El corazón se me paralizó. No sé en qué pensé ni qué temí, pero me levanté de un salto y lo cogí de la manga.

―¡Señor, señor ―dije―; por piedad, mire a su esposa!

Se fazó de mí fuiosamente.

―Parece que esto se ha acabado para mí ―dijo, y agarró la puerta de la trasalcoba.

En ese instante oí un leve ruido en el interior. Aunque fue muy ligero, él lo oyó también, y abrió de golpe. Pero al hacerlo dio un paso atrás: en el umbral estaba Emma Saxon. Todo estaba oscuro detrás, pero a ella la vi claramente, y él también; y alzó las manos como para ocultar su visión. Cuando volví a mirar, había desaparecido.

Él se había quedado inmóvil, como si sus fuerzas le hubiesen abandonado; y en medio de esta quietud, se incorporó súbitamente mi señora y, abrendo los ojos, clavó una mirada en él. Luego se desplomó, y vi aletear la muerte en su rostro...

La enterramos al tercer día, en medio de una fuerte nevada. Había poca gente en la iglesia, ya que hacía mal tiempo para venir desde el pueblo, y me da la impresión de que mí señora no era de las que tienen muchas amistades. El señor Ranford fue los últimos en llegar, poco antes de que la trasladaran a la nave. Acudió de negro, naturalmente, dado que era íntimo de la familia. Jamás vi a un caballero tan pálido. Al pasar junto a mí observé que se apoyaba un poco en un bastón que llevaba. Creo que el señor Brympton lo vio también, porque le apareció la mancha roja de la frente, y durante todo el oficio permaneció con la mirada fija en el señor Ranford, en vez de seguir las oraciones, como sería lo propio en una persona afligida.


Cuando terminó la ceremonia y nos dirigimos al cementerio, el señor Ranford se había ido; y tan pronto como el cuerpo de mi infortunada señora estuvo bajo tierra, el señor Brympton subió al coche más cercano a la entrada y se fue sin decirnos una palabra a ninguno de nosotros. Le oí gritar «A la estación»; y los criados regresamos solos a casa.








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