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jueves, 19 de abril de 2018

Alice Sebold / Casi la luna / Citas

Alice Sebold
según David Levine

Alice Sebold 

CASI LA LUNA 

Citas


Mi madre era eterna como la luna. Viva o muerta, la madre o la ausencia de la madre siempre determinan la vida de una persona.


Una mujer solitaria me había educado para ser una niña solitaria, y eso era, entonces me di cuenta, en lo que inevitablemente me había convertido.

Recuerdo que entré en casa de mi madre y ella me echó un vistazo y comentó: "No me digas que tú también tienes cáncer. Todo el mundo tiene cáncer hoy día". Le conté que aquel peinado era más cómodo, para hacer ejercicio, trabajar y hacer las tareas del jardín. Fue la ambigüedad de la pregunta lo que me llamó la atención. ¿Se habría preocupado si hubiera tenido cáncer, o habría creído que le hacía la competencia?
Nuestra relación solo era posible si se basaba en la disciplina. El hábito proporcionaba un grado de satisfacción que el amor no alcanzaba jamás.

En aquellos momentos sentía que las cuerdas de mi educación tiraban de mí hacia atrás. No me habían educado para abrazar, ni para consolar, ni para convertirme en familia de nadie. Me habían educado para mantener las distancias.

Vi la tetera encima de los fogones y decidí prepararme una taza de té. Una maniobra dilatoria, sin duda, pero ya no sabía diferenciar lo que era razonable de lo que no. Todo era razonable si matar a tu madre también lo era. Todo era razonable si quitarte la vida se había convertido en un acto reflejo.
La luna está llena todo el tiempo, pero no siempre la vemos. Lo que vemos es una luna casi llena o una luna incompleta. El resto permanece escondido, pero hay una sola luna, y es la que vemos en el cielo. Planeamos nuestras vidas en función de sus ritmos y mareas.

Las casas tenían ventanas con persianas. Los jardines tenían puertas y vallas. Había carreteras y aceras cuidadosamente planificadas, y si elegías adentrarte en la realidad de los demás, aquellos eran los caminos que debías estar dispuesto a seguir. No había atajos.
Nunca me ha gustado el teléfono. Diez años atrás, en un absurdo y arrebatado intento por mejorar, coloqué unas pegatinas de caritas sonrientes en el teléfono de mi habitación y en el de la cocina. Después hice dos etiquetas y las pegué en los auriculares. "Es una opción, no una amenaza", se lee en ellas.
Vi que mi padre se inclinaba y besaba a mi madre antes de desplegar la última manta. Sabía que en aquellos momentos la quería más que nunca. Cuando mi madre estaba rota e indefensa, cuando se quedaba sin caparazón y toda su rabia y su rencor no podían ayudarla. Era la triste danza de dos personas que desfallecían la una en brazos de la otra. Su matrimonio una X que unía para siempre a víctima y verdugo.
Cuando era adolescente creía que todos los niños pasaban las calurosas tardes de verano en sus habitaciones, soñando despiertos con trocear a sus madres en pedazos pequeños y mandarlos a direcciones desconocidas. Yo lo hacía tumbada en mi cama, y también en movimiento por el resto de la casa. Mientras sacaba la basura, le cortaba la cabeza. Mientras limpiaba el jardín de malezas, le arrancaba los ojos, la lengua. Mientras quitaba el polvo de las estanterías, multiplicaba y dividía las partes de su cuerpo.
Entonces me di cuenta de algo que intuía desde hacía años pero no había sido capaz de nombrar: que yo había nacido para ser su representante en el mundo y llevar ese mundo a casa, ya fuera con manualidades de papel pinocho hechas en los primeros años de escuela o enfrentándome a un grupo de hombres enfurecidos en nuestro jardín. Lo haría todo por ella. Aquel era nuestro acuerdo tácito particular, la forma en que esta niña servía a su madre.

Los jodidos cabrones son simples por naturaleza.
Sabía de las limitaciones de mi madre porque también yo las llevaba en el tuétano.
La demencia, cuando se precipita, logra de algún modo revelar el alma de la persona afectada por ella.
Tu sórdida vida es tu sórdida vida. Si no te gusta no deberías vivirla.


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