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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Natalia Carbajosa / De erotismo y literatura


Natalia Carbajosa

De erotismo y literatura


Escribir un relato erótico no es difícil. ¿Quién no ha contado alguna vez un chiste subido de tono y lo ha aderezado con detalles de su propia imaginación, buscando la exactitud verbal, anticipando con cuidados indicios el desenlace y vertiendo con estudiado mimo el dramatismo y la comicidad? De ahí a ponerlo por escrito no va tanta distancia. Escribir un relato erótico que no contenga nada más tampoco parece cosa del otro mundo. Novelas hay, y voluminosas, de esas que se llaman «de ingredientes», en las que los autores van dosificando convenientemente los elementos: un tanto de sexo, un tanto de violencia… claro está que hay que saber escribir o, mejor dicho, redactar, para poder hacerlo. Pero otra cosa muy distinta es ubicar uno o varios episodios eróticos en un contexto más amplio, en el que dichos episodios se relacionen con naturalidad con el resto de preocupaciones de la existencia humana: el amor, la muerte, la vida, que diría el poeta; la soledad, la ambición, los sueños no cumplidos, la nostalgia, el rencor, la amistad, el poder… y mezclar en todo el humor y el drama sin renunciar a un ápice de empatía; esto es, consiguiendo que el lector no deje de sentir como suyas las vicisitudes de los personajes, que no los vea de pronto ajenos a sí mismo porque el escritor, por pereza o por falta de talento, le haya reducido al papel de voyeur. Escribir así, con Eros formando parte de la vida, es hacer literatura.
La narrativa española de las últimas décadas cuenta con un volumen de relatos de Marina Mayoral, felizmente reeditado ahora, que cumple con creces las condiciones recién mencionadas. Su título, tomado del arranque de un poema de Kavafis («Recuerda, cuerpo»), constituye un apropiado resumen de los doce cuentos que componen el volumen: la educación o, más bien, la ausencia de educación sentimental y sexual de una sociedad —la de la España predemocrática— en la que nadie, y menos aún las mujeres, podía expresar sus deseos íntimos. El poema de Kavafis, citado al comienzo del libro, dice así:
Recuerda, cuerpo, no solo cuánto fuiste amado,
no solamente en qué lechos estuviste,
sino también aquellos deseos de ti
que en los ojos brillaron
y temblaron en las voces —y que hicieron
vanos los obstáculos del destino […]
Aunque pueda resultar extraño, a quien esto escribe, los versos de Kavafis le trasladan sin esfuerzo al «Recuerde el alma dormida» de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. En ellas, el imperativo «recuerda» mantiene la acepción del verbo medieval «acordar», es decir «despertar» («despierte el alma dormida»); mientras que en los versos del poeta de Alejandría se mantiene la etimología del latín «re-cordare», o sea, volver a traer al corazón. Esta deliberada confusión semántica que aquí se propone viene a cuento porque, precisamente, el mandato que reciben los personajes de los cuentos de Marina Mayoral, en un contexto en el que todo lo referente al cuerpo ha de permanecer soterrado y por supuesto separado de lo que, en la cultura occidental, hemos dado en llamar su contrario (el alma), parece no ser otro que «despierta, cuerpo»: cuerpo que es también corazón («cor, cordis»), receptáculo que, a su vez, solemos identificar con el alma.
Y así, de ese mandato al que, en mayor o menor medida, todos los personajes responden, porque nadie puede sustraerse a lo que algún otro escritor ha descrito como «la fuerza de la sangre», surgen encuentros inesperados con extraños que cambian para siempre el rumbo de una vida. O bien la vida cotidiana continúa discurriendo al calor de una nueva sabiduría física, dejando al descubierto una parte de cada criatura que a ellas mismas, hasta entonces, les resultaba ajena o permanecía vedada e inaccesible. Curiosamente, el erotismo resultante de estas experiencias, a veces tamizado de melancolía no reñida con la comicidad, explícito a la par que elegante, sensual y lleno de ternura, asimétrico en cuanto a las clases sociales implicadas y abordado desde muy variados puntos de vista narrativos, se convierte en un poderoso foco que arroja luz sobre esas zonas oscuras del alma que nunca antes habían aflorado en toda su limpidez y plenitud. En otras palabras: el alma jamás habría despertado del todo, de no ser por la oportuna/inoportuna irrupción del cuerpo en la escena. Se trata, pues, de un verdadero ejercicio de fusión, reunión o reunificación de lo que, en primer lugar, no debió separarse, con el permiso de Platón y del cristianismo.
Por otro lado, la sabiduría adquirida a través del cuerpo deja en los personajes una aceptación de la incoherencia insalvable en la que les coloca esa nueva consciencia de la piel. Los ejemplos abundan: un conquistador empedernido cuya virilidad queda a salvo en manos, literalmente en las manos, de una desconocida; una mujer que piensa devotamente en su marido cuando tiene relaciones con otros hombres; un apuesto sacerdote que posee todos los instintos de un depredador Casanova; una abnegada hija y maestra que acepta el extraño equilibrio de su doble vida… El conflicto que para todos ellos abre la llamada de la carne es a la vez su redención: la belleza y el placer del cuerpo los vuelve más complejos y, por ende, más humanos, aun cuando en público escrutinio pudieran ser duramente censurados. Únicamente los dos últimos cuentos, «La última vez» y el que da título a la colección, «Recuerda, cuerpo», quizá más traspasados por la ternura y la nostalgia que los demás sin llegar a caer en el sentimentalismo, se desvían un tanto de la tónica general. El primero, por estar narrado no desde el punto de vista de quien ha adquirido la experiencia del placer físico, sino de quien sufre sus consecuencias y se debate en la incertidumbre del saber y no saber del todo; el segundo, por constituir una versión magistral del clásico «lo que pudo haber sido y no fue», eso que confiere a las historias de amor frustrado su carta de inmortalidad.
Si bien el tema erótico establece el hilo conductor, en mayor o menor grado, de todos los relatos que conforman el libro, es el estilo lo que le da su tono característico, a pesar de la variada participación de distintas voces. En un lenguaje directo a la vez que cuidado, no exento en ocasiones de ciertos guiños metaliterarios al lector, Marina Mayoral va construyendo personajes sólidos y creíbles en situaciones insólitas que, no obstante, nunca resultan estridentes ni pierden su naturaleza literaria para convertirse en mera anécdota o chiste, lo que hubiera sido fácilmente el caso en manos menos expertas. Sin menospreciar en absoluto la novela, además, debemos tener presente que el cuento es un género muy complejo justamente por su concisión, es decir, por tener que presentar en cuatro pinceladas situaciones y ambientes que, en este caso, aluden a lo que no está a la vista ni resulta socialmente aceptable. Por otra parte, en los libros de cuentos sucede como en los de poesía: al margen de cada unidad compositiva en sí, se requiere una labor de ensamblaje que relacione unas piezas con otras, que las haga dialogar entre ellas.
En el caso de Recuerda, cuerpo, son muchos los elementos lingüísticos y referencias a lugares y personajes los que nos remiten a un universo compartido, pero entre todos ellos destaca la belleza y poesía de los títulos: «Aquel rincón oscuro», «Adiós, Antinea», «El dardo de oro», «Los cuerpos transparentes»… Y, por supuesto, «Recuerda, cuerpo», excelente colofón para un libro que, por cierto, no ha perdido un ápice de vigencia en los veinte años transcurridos entre su primera edición en 1998 y la más reciente. Y es que, aunque cambien las circunstancias y los usos sociales, y a pesar de la liberación sexual, los deseos humanos y los conflictos de nuestro yo con nuestro propio cuerpo, no menos que en su relación con otros, siguen siendo universales. Su lugar en la psique sigue siendo, como refiere acertadamente el primer cuento, «aquel rincón oscuro», por cuanto nos obliga a relacionarnos con el mundo desde un plano ignoto, si no ya por escrúpulos morales o religiosos, porque abre la puerta a una parte de nuestro ser que nunca terminamos de conocer.
Por otro lado, con humor y con memorable comprensión de la fragilidad humana está contada la admiración que todos sentimos por la armonía física y de carácter en «La belleza del ébano». Ese es el apropiado título del cuento en el que con más claridad, a mi entender, se contrapone el elogio de aquel donde cuerpo y alma encuentran, por fin, acertado equilibrio («Era el ideal clásico: la inteligencia, el talento, en un cuerpo bello, deseable y que sabe hacerse desear») con la mirada amorosa que suple lo que falta, con muy buena voluntad, en una hechura menos armoniosa: «un arquitecto famoso que para hacer el amor se quitaba antes que nada los pantalones y después el calzoncillo, y se quedaba con los faldones de la camisa flotando en torno a algo que apenas se entreveía, sobre unas piernas magras y blancas, más blancas aún por el contraste de los calcetines negros […] Pero ella lo quería, quería a aquel tipo bajito, que había echado tripa y había perdido el pelo a su lado y que tenía talento, eso no se lo negaba nadie». A este respecto, tuve la suerte de conversar con la autora, quien me explicó la concepción neoplatónica que sostiene la trama del cuento; y es que, cuando nos enamoramos de alguien en la juventud y el amor perdura a lo largo de los años, seguimos anteponiendo la imagen de ese momento inicial, esa primera pulsión (como dice la canción de Serrat: «recuerde —¡sí, recuerde!— antes de maldecirme / que tuvo usted la carne firme / y un sueño en la piel / señora»), a la decadencia física que a todos nos va transformando en otra cosa. Así, gracias a ese complejo mecanismo psicológico que hace del ojo un almacén de la memoria antes que un órgano visual, podemos responder con dignidad a nuestros hijos cuando nos preguntan: «¿Pero por qué te casaste con papá, si tiene barriga, y está calvo, y está hecho un cascarrabias y un hipocondriaco, etc., etc.?». Ay, que poco saben ellos todavía de las tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida…
Algunos de estos relatos poseen resonancias clásicas (don Juan, King Kong, Safo, el rey Midas) o están situados en la mítica ciudad de Brétema, tan cara a toda la literatura de Marina Mayoral. Sin embargo, la «mitología» que, en mi opinión, los preside con más fuerza que el resto de elementos, aunque estos se hallen perfectamente integrados en las distintas tramas, es precisamente ese canto a la belleza del cuerpo, a su poder transformador y su reivindicación de los sentidos, tanto para ser despertado en la plenitud de sus facultades, como para ser recordado el resto de la vida a través del velo amable de aquella primera imagen. «Cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo», a decir del poeta. Pues eso. Que el cuerpo sea voz, y que viva el erotismo hecho literatura.



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